XI
Esa noche le fue imposible dormir.
Sebastien se sentó en el borde de la cama con los ojos cerrados, sintiéndose turbado. Las cicatrices en el lado derecho de su cuerpo ardían y picaban, como lo hacían cada vez que algo le quitaba el sueño. Con el tiempo, había aprendido a ignorarlas. A la ausencia de su brazo, sin embargo, jamás había conseguido acostumbrarse.
Levemente somnoliento, se incorporó, sintiendo la textura rugosa de la madera fría bajo sus pies descalzos. Dio unos pasos vacilantes, aunque sin torpeza, sin trastabillar. Los entrenamientos habían suprimido tales defectos de su cuerpo a punta de sudor y sangre.
Abrió los ojos. Aunque faltaban pocas horas para el amanecer de su tercer día en Tresdor, todo se encontraba en absoluta oscuridad.
Aun así, Sebastien veía.
Los ojos con los que había nacido brillaban como potentes faros al encontrarse a oscuras, iluminando todo en su campo de visión, como si las superficies de cada objeto a la vista fueran cubiertas con un fino manto de luz. Conforme fue creciendo, había empezado a depender más y más de esos ojos. Apenas recordaba cómo eran las noches oscuras.
Se dirigió a la mesa en donde descansaba su voluminosa maleta gris. Los bordes y las esquinas de la maleta se habían desgastado ampliamente debido al uso, pero Sebastien jamás había sentido la necesidad de cambiarla por una nueva.
La maleta estaba firmemente cerrada con un pequeño candado plateado, no más grande que uno de sus pulgares. Sin embargo, en el candado no había ninguna cerradura visible.
En vez de buscar una llave, Sebastien acercó su dedo índice al pequeño objeto de metal. Luz de un tono azul pálido brotó de la punta de su dedo, titilante, en movimiento, como si estuviera viva.
La Forja de Almas era un Arte más sutil que la Sanación o el Susurro. Sus practicantes eran pocos, y la mayoría de ellos nunca se acostumbraba a la idea de blandir sus propias almas como arcilla, moldeándola en las formas que necesitaran.
Sebastien Forjó ese pedacito de su alma en la forma de una minúscula aguja con la que atravesó el cuerpo del candado. El sígil que grabado en él se hizo visible y el candado se abrió con un chasquido.
Ese era un truco que su maestra le enseñó cuando era solo un novicio, aunque requería un dominio muy fino de la Forja de Almas. Las cerraduras pueden forzarse, le había dicho su maestra. A quien intente forzar esto sin tener un alma idéntica a la tuya, le deseo suerte.
Sebastien sonrió con nostalgia al recordar a su maestta, aunque no se entretuvo demasiado con esos pensamientos.
Buscó en el interior de la maleta hasta que extrajo un frasco de vidrio que contenía lo que parecían ser costras secas de la corteza de algún árbol. Extrajo también algo de papel para cigarrillos. Con sumo cuidado, empezó a armarse uno.
A esa sustancia la conocían como lunanegra. Un narcótico veinte veces más potente que el tabaco. Una dosis pequeña de lunanegra era suficiente para dejar ciega a la mayoría de personas, lo que le había otorgado su nombre. Una dosis más grande podía ser letal.
Las cadenas de sígiles que habían sido tatuados a fuego en todo su cuerpo (a lo largo de las extremidades, subiendo por su espalda y pecho hasta la base del cuello) libraban a Sebastien de los efectos letales de la lunanegra. Y con sus peculiares ojos, la ceguera era poco más que una molestia secundaria.
Como resultado, fumar lunanegra solo lo adormecía, ayudando a despejar su mente y relajar su cuerpo. Y lo necesitaba. Un cigarrillo normal de tabaco apenas tendría efecto en él.
Ni bien terminó de armarlo, Sebastien prendió su cigarrillo y le dio un par de hondas caladas. Tenía un sabor picante, ligeramente acanelado. Sus efectos tardaron en aparecer.
¿Por qué estaba dudando? ¿Se estaba haciendo blando? Años atrás ni siquiera se habría detenido a pensar en las consecuencias de sus acciones. Con tal de evadir el fracaso, la culpa, los medios estaban justificados.
Sabía lo que tenía que hacer. Sabía que solo había un resultado posible. Pero, de todas formas, dudaba.
Intranquilo, abrió nuevamente su maleta. Desabrochó las correas en la parte interior de la tapa, que habían estado sujetando un objeto alargado envuelto en un paño negro. Lo depositó sobre la mesa y descorrió el paño. Era su espada.
La espada era de mayor tamaño a lo habitual, de mano y media, o bastarda, como decían los manuales antiguos. La empuñadura estaba recubierta de cuero negro, acabando en un pomo metálico alargado. La guarda era intrincada, conformada por brazos de metal que se entrelazaban en los extremos y en el centro de la hoja, donde un voluminoso (aunque tosco) cristal había sido incrustado.
El metal de la hoja, blanquecino y opaco como hueso, era frío al tacto y parecía vibrar a la vez que Sebastien pasaba los dedos por su superficie. Una cadena de sígiles había sido grabada en el centro de la hoja, sus trazos recubiertos de cenizas negras que Sebastien jamás había visto desprenderse.
La espada era tanto una obra maestra como un instrumento de muerte. Ligera para su tamaño, afilada como una cuchilla de afeitar, pero tan resistente que podía clavarse en metal y piedra sin perder el filo.
Pero, ante todo, era suya, su más grande tesoro, heredado de su maestra, uno de los últimos recuerdos que guardaba de una época mejor.
—Puede que la noche que viene necesite tu ayuda —dijo Sebastien, como si hablara con la espada—. Si todo sale bien, no necesitaré desenfundarte.
Sebastien creyó sentir el metal vibrando débilmente a modo de respuesta. ¿O era su imaginación?
—De otro modo… —siguió Sebastien con pesadumbre—. Sé que no vas a fallarme. Si hay algo que haces bien, es matar. Aunque preferiría no obligarte más a eso. Me pregunto cuántas vidas has cosechado, cuánta sangre y cuántas lágrimas han manchado tu filo antes de llegar a mí.
Esta vez, la espada no vibró.
—No importa ya. Pues sé muy bien cuántas vidas, cuánta sangre y cuántas lágrimas pesan sobre mis hombros.
Lo embargó una emoción agridulce. Por un lado, había llegado al final del camino; o, por lo menos, al final de ese tramo en su camino. Por otro lado, lo que tenía que hacer para seguir adelante no lo hacía feliz.
¿Habría otro modo de dar fin a todo eso? Había pensado en esa cuestión toda la noche. Y no había llegado a ninguna otra respuesta.
Prométeme que probarás que esas historias se equivocan, le había dicho Lire. ¿Pero cómo hacerlo? ¿Podía negarse acaso la verdad?
Sebastien esperó a que su cigarrillo se consumiera. Guardó su espada con reverencia de vuelta en su funda. La envolvió nuevamente en el paño negro, y la aseguró firmemente al interior de su maleta.
Se perdió en tales pensamientos durante el resto de la noche. Sin darse cuenta, estaba a punto de amanecer cuando por fin decidió volver a la cama, sin haber sido capaz de encontrar las respuestas que estaba buscando. Por más exorcista que fuera, estaba cansado, y necesitaría de todas sus energías la noche siguiente, cuando le diera fin a todo.
—¿Qué pasa ahora, hermano? —le preguntó Mia, bostezando, cuando lo sintió recostarse de nuevo. La niña se frotó repetidas veces los ojos que, al igual que los de él, se iluminaban en la penumbra, aunque de un tono plateado como luz de luna.
—Nada —dijo Sebastien.
—Mientes.
—¿Cuándo te he mentido?
—Siempre —acusó la niña. Sebastien no pudo evitar sonreír.
—Ahora eres tú la que está mintiendo.
Mia dijo entre dientes algo ininteligible, frunciendo el ceño, solo para caer luego sobre la cama. No pasó mucho hasta que cayó profundamente dormida otra vez.
Sebastien se quedó en silencio, mirando el techo. No podía permitirse seguir dudando. No más. Su tiempo ahí se había acabado.
Y la noche siguiente, le daría fin a todo.
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