VII
Temprano por la mañana, Sebastien tocó con fuerza la pesada puerta de la comisaría. Nadie respondió. Tocó una segunda vez, y una tercera, cada vez más fuerte, pero nadie atendió.
—¿Estás seguro de que hay alguien ahí, hermano? —dijo Mia.
Era el día Séptimo, día de descanso y reflexión. Las calles del pueblo estaban desiertas; la mayoría de personas se guardaba el Séptimo en casa.
—El mayor Dresko dijo que habría alguien —respondió Sebastien.
—¿Pero quién podría tener una vida tan miserable como para trabajar en Séptimo?
En ese momento, las gruesas puertas de la comisaría se abrieron con lentitud, una a la vez. En el interior se encontraba Orlem, con expresión somnolienta y vistiendo su desaliñado uniforme.
—Creo que hablé muy pronto —dijo Mia en voz baja.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Orlem con su vozarrón.
—El alguacil mayor me autorizó venir esta mañana a revisar los registros.
El obtuso Orlem frunció a conciencia el ceño.
—Acabo de estar con él —añadió Sebastien—. Puedes ir a su casa tú mismo, si quieres, y explicarle a la señora Dresko por qué han ido a molestar a su marido tan temprano en Séptimo, otra vez.
Orlem rumió una respuesta que jamás dejó sus labios. Como era habitual en él, fue conciso.
—Pasen.
Sebastien y Mia entraron, tras lo cual Orlem volvió a cerrar firmemente las puertas. Se quedó ahí de pie, mirando a Sebastien.
—Si no te molesta —dijo este—. Podría usar algo de ayuda. No conozco el camino a los registros.
Orlem volvió a fruncir el ceño, dio un resoplido y empezó a caminar sin más. Sebastien y Mia fueron tras él.
El hombretón los guió a través de un corto pasillo que terminaba en unas escaleras estrechas que conducían al sótano. Orlem rebuscó en su abrigo las llaves, aseguradas en un ancho aro de hierro, y abrió.
El interior era más como un depósito pequeño, polvoriento y seco. Los registros de la comisaría eran almacenados en cajas de distintos tamaños, estos a su vez ocupando estanterías de madera. A un costado había una mesita de lectura con una lámpara de aceite encima, y detrás, una silla menuda, más adecuada para un niño que para un adulto.
—¿Algo más? —preguntó Orlem.
—Nada. Gracias —dijo Sebastien tras encender la lámpara.
El hombretón se dispuso a cerrar la puerta, aunque, afortunadamente, Sebastien lo detuvo a tiempo, teniendo luego que desperdiciar varios minutos explicándole por qué era una mala idea encerrar a los visitantes en el sótano.
—¡Ah! ¡Ahora recuerdo! —exclamó Mia antes de que Orlem se marchara de una vez por todas—. El alguacil mayor dijo también que nos sirvieras té y pastelillos dulces, de esos que a ustedes tanto les gusta comer.
—Niña… —le advirtió Sebastien con seriedad.
—¿Qué? ¿Acaso dije algo malo?
Orlem frunció el ceño, para diversión de la pequeña.
—Está bien —terminó diciendo el hombretón.
—¿Lo ves? Él quiere hacerlo.
Sebastien la fulminó con la mirada, pero ya era muy tarde: Orlem se había marchado ya en busca de los dichosos pastelillos.
—Bien, ahora que lo importante está hecho, ¿para qué dices que estamos aquí? —dijo Mia.
—Te lo expliqué antes —contestó Sebastien, que había empezado a buscar en los registros de las estanterías.
—Sí, sí, pero antes no te estaba escuchando. Y si no te escuché, es como si no lo hubieras dicho. Así que habla.
Sebastien la miró de reojo, pero consiguió mantener la paciencia.
—El Susurro de anoche no nos dio suficiente información. Quizás podamos encontrar algo si vemos los registros de sucesos similares en el pasado.
—Ese "quizás" no me suena muy prometedor —dijo Mia, distraída—. ¿Cuándo cenizas piensa volver ese hombre? Son solo pastelillos.
Sebastien ignoró a la niña y se concentró en su búsqueda. Si bien era un desorden total, tenía que reconocerle algo a Dresko: sus registros eran minuciosos. No había incidente que hubiera ocurrido en Tresdor y las aldeas vecinas que no hubiera quedado documentado allí.
Se centró en los ocurridos alrededor de seis años atrás. Incluso si, como Lire le había contado, venían sucediendo cosas terribles en aquel molino desde mucho antes, las misteriosas muertes eran más bien algo reciente. Los registros lo corroboraban, pero… ¿Por qué? ¿Cómo había empezado todo?
Sebastien separó los registros de los incidentes ocurridos en el transcurso de un año antes y después de ese periodo. No eran muchos. La cantidad de registros se engrosaba solo luego de que comenzaran las desapariciones.
—¡Aquí está, por fin! —exclamó Mia.
Orlem abrió la puerta con tanto cuidado como pudo (es decir, el de un caballo desbocado) y entró cargando la misma bandeja de latón de la vez pasada, con el mismo par de jarros. Los pastelillos, por fortuna, se veían frescos.
—¡Vamos, vamos! ¡No te demores! —lo azuzó Mia. El hombretón depositó con torpeza la bandeja sobre la mesa donde Sebastien leía los registros. Le entregó su jarro a la niña, que lo recibió con una ancha sonrisa. Orlem tomó el otro jarro como para entregárselo a Sebastien.
Y, entonces, el jarro se volcó.
Sebastien reaccionó con rapidez, quitando los documentos del camino. Algunos de ellos cayeron al suelo. De todos modos, varias hojas de papel terminaron empapadas total o parcialmente de té.
—¡Eh! ¡Más cuidado, saco de patatas! —gritó Mia, dándole a Orlem de golpecitos en la espalda. El hombretón, sin embargo, se quedó ahí parado, de piedra, su vista inmóvil sobre la mesa y los registros estropeados, los ojos abiertos de par en par.
—Orlem —le dijo Sebastien. Él no reaccionó—. ¿Orlem? —repitió, y lo tocó en el brazo.
El hombretón se agitó, giró la cabeza para mirar a Sebastien. Tenía los ojos llorosos y el rostro enrojecido. Gimió algo ininteligible y salió a toda prisa del sótano.
—¿Y a este qué le pasa? —dijo Mia—. Solo fue un accidente, no creo que Dresko lo despida por esto, ¿o sí?
Sebastien quedó pensativo. La reacción de Orlem había sido extraña, pero ese era un término que bien podía describir su comportamiento habitual.
De todas formas, no podía perder más tiempo. Se entregó por completo a la investigación, mientras que Mia ignoraba concienzudamente los pastelillos que tanto había insistido en conseguir.
Le tomó más tiempo ir a través de los registros del que había asumido en un comienzo. Los documentos estropeados dificultaron en grande su tarea. Pero no desistió. Tenía que haber algo ahí, en alguna parte. Uno de entre las docenas de incidentes que habían allí documentados tenía que ser el detonante. El punto de inicio. El comienzo de todo. Y no iba a irse hasta encontrarlo.
***
Sebastien dejó a un lado la hoja de papel amarillento y húmedo. Ese tampoco era el correcto. Se frotó las sienes y los ojos cansados de leer a la débil luz de la lámpara.
¿Cuánto tiempo había pasado? No estaba seguro. Mia dormía plácidamente en un lado de la mesa, la cabeza apoyada en los brazos. No había tocado ni el té ni los pastelillos.
Más que un poco aturdido, Sebastien se obligó a seguir. Los documentos que aún tenía que estudiar podían contarse con los dedos de una mano. Agarró uno y lo puso delante de la lámpara para que se viera mejor.
Era uno de los que había acabado peor luego de que Orlem derramara el té. Describía una especie de asalto contra una mujer. Las circunstancias eran ilegibles, aunque Sebastien pudo discernir que mencionaba el molino viejo.
Eso era. ¿Quién era la víctima? Sebastien buscó furiosamente. Alzó el papel a contraluz, para ver si así podía entender mejor las partes borradas por el té.
Sí. Así era más fácil. Las letras en el papel estaban deformadas, pero podía completar las partes que faltaban con algo de sentido común. El resultado lo hizo sentirse incluso más aturdido.
—Esto… —murmuró, leyendo otra vez aquel nombre para verificar que no estaba equivocado.
—¿Hermano? —dijo Mia. Se frotó sus aún adormilados ojos—. Estás inquieto. No me dejas dormir. ¿Qué pasó?
—El detonante. El incidente que lo comenzó todo. Ya sé cuál es —dijo Sebastien, aún sin terminar de creerlo.
—Hermano —murmuró Mia, con una voz distinta, plana.
—Debí suponerlo… ¿Por qué me ocultó el mayor Dresko algo como esto?
—Hermano… —repitió Mia, y entonces Sebastien notó que algo andaba mal. Quitó la vista del papel y miró a la niña.
Mia tenía la cabeza alzada, como si viera algo en el techo. No… no en el techo. En el piso superior.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Sebastien. Los ojos de la niña se habían iluminado, como los de él en la oscuridad, aunque con un brillo tornasolado.
—Ya es tarde para cambiarlo —dijo Mia, con una voz que sonaba ligeramente distinta—. Ella no vivirá.
Sebastien dobló el papel y lo guardó dentro de su gabardina. Apagó la lámpara, tomó a Mia del brazo, sacándola de su trance, y subió.
Había un tumulto afuera. Gritos. Corrió hacia la salida, llevando a Mia con él. Las puertas estaban entreabiertas.
Cuando llegó afuera, vio un reguero de sangre manchando la calle, y a un grupo de hombres cargando a una mujer herida al santuario.
Una nueva víctima.
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