1° Monstruos


Una prominente figura hizo sombra contra una de las lapidas del cementerio. Cuatro más se le unieron atravesando los suaves rayos solares característicos del crepúsculo.

En silencio del campo un estruendo retumbó por las cercanías. Sabás volteó a ver a Enra, el líder de su equipo. De una patada había derribado una de las pesadas lápidas de piedra haciendo saltar los escombros sobre un césped húmedo con el rocío de la mañana y maltratado por el frío del invierno.

—Cómo les gusta desperdiciar espacio a los humanos —mencionó el líder. El acto de enterrar cuerpos dentro de ataúdes era una de las muchas costumbres humanas incomprensibles para los unuas. Tampoco era que a Enra le interesase entenderlo. No necesitas aprender sobre cosas que van a extinguirse; y los humanos estaban destinados a la extinción.

Sabás negó con la cabeza, él había vivido entre humanos el tiempo suficiente para entenderlos. Dos años atrás ese mismo grupo de guerreros unuas lo habían arrancado de los brazos de su madre humana. Todavía no conocía a su padre, lo haría cuando terminasen su misión y regresasen a las cuevas de Vitro, donde estaba el campamento provisional de la nación Mingad.

Al mismo tiempo que los otros tres guerreros varones que lo acompañaban, retrocedió dándole espacio a Freya. La mujer dio una rápida inspección al suelo, susurró un par de palabras con los ojos cerrados como en una oración y una bruma luminosa siguió de sus manos dibujando una espiral que se elevó un par de centímetros antes de caer al suelo, dejando una característica marca de fuego en forma de ojo. El lugar ya estaba marcado.

El grupo descendió la colina hacia la aldea humana donde sus habitantes se preparaban para acostarse con la prematura caída de la noche. Tomar poblaciones a esas horas les aseguraba que todos, o la mayoría de los humanos, se encontrasen de regreso en sus viviendas; pues ni bien la oscuridad reinaba, los dragas salían de sus cuevas poniendo en peligro a cualquiera que no se encontrase resguardado tras las murallas de fuego, presentes en todas las poblaciones, grandes y pequeñas, humanas o unuas.

Contaron once casas a los largo de una calle de tabiques que terminaba en una pequeña rotonda que servía de mercado los fines de semana. Y contaron siete granjas comunitarias dispersas en los siguientes cinco kilómetros. En aquel recóndito poblado no debía haber más de cien habitantes y los varones jóvenes de seguro se habían ido a servir al ejército.

Una por una fueron derribando las puertas de las viviendas, sacando a la fuerza a la gente del interior. Antes de saber qué sucedía, los cinco guerreros unuas los reducían y arrastraban hacia la calle.

Las primeras veces que habían limpiado pueblos, Sabás veía en cada rostro humano a las personas que lo habían cuidado de pequeño. Ahora evitaba sus ojos y los trataba como a cualquier presa cuando salía de cacería.

Los humanos temblaban conociendo su destino. Veinte años atrás ese tipo de masacres sucedían con frecuencia, ejecutadas por los invasores del exterior; y tras unos escasos diez años de paz, eran los unuas, antiguos aliados y potenciales enemigos, quienes las realizaban.

Una mujer pedía compasión en susurros, abrazando por última vez a su bebé. Otras voces se unieron en aterrorizados lamentos, implorando que al menos acabasen rápidamente con sus vidas. Una estocada de sus filosas espadas era preferible a ser quemados en vida.

—¡Por favor! ¡Por favor! —gritaba un hombre, su voz sobresalía del resto —. Se las devolveremos, pero por favor tengan compasión. Solo ellos fueron, solo ellos son los culpables —imploraba con la cabeza agachada y moviendo nerviosamente las manos.

El par de guerreros que los vigilaban mientras el resto revisaba las casas con minucia, lo ignoraron.

Freya se mantenía al margen esperando que sus subordinados acabasen con el trabajo para continuar con su recorrido.

—¡Por favor! ¡Solo fueron ellos! ¡Lévensela y déjenos vivir, no avisaremos al ejercito! —El hombre se animó a gritar más fuerte.

Un guerrero unua de cabello rojo desenvainó su espada, dispuesto a acabar de una vez con ese sujeto. Los humanos profirieron un grito y cerraron los ojos al ver el arma en el aire y el hombre pensó por un segundo que su cabeza ya estaba rodado calle abajo. Casi al mismo tiempo todos observaron lo que sucedía. La única mujer del grupo había detenido al guerrero con un simple gesto de la mano. Alzando la cabeza y caminando con tanta gracia que parecía flotar se aproximó.

—¿De qué hablas?— preguntó.

Los humanos volcaron su atención hacia ella, esperanzados en que una mujer sería más compasiva.

—Ellos... ellos... —Miró hacia una pareja de su edad que lloraba en silencio—. Ellos la encerraron.

—¿Encerraron a quién?

—A la criatura. ¿Están aquí por ella no es así? Por favor llévensela. No le diremos al ejercito ni sobre ella ni sobre ustedes. Si tienen que castigar a alguien es solo a ellos. —Señaló a la pareja con el dedo y las otras personas le dieron la razón en coro.

—Ellos se merecen el castigo. Nosotros no fuimos —reclamaban con voz lastimera.

Freya llamó a Sabás, quien salía de una residencia. Forzaron a la pareja acusada a levantarse y los obligaron a mostrarles a qué se referían.

En completo silencio sin la intención de escapar, guiaron a los unuas hacia su granja. El camino se oscurecía con tal avanzaban. Estaban lo suficientemente alejados para no escuchar los gritos de la gente. Así que Freya no podía asegurar que al regresar el resto del pueblo estuviese con vida. A Enra no le gustaba perder el tiempo.

Llegaron a una pequeña cabaña de madera astillada y mohosa. La humana encendió una lámpara de aceite lista junto a la puerta y la mantuvo en alto mientras sacaba una llave del bolsillo, la usó para abrir un enorme candado que cerraba una cadena larga, enrollada a la puerta.

—Tienen que entender. Es peligrosa. —Recién se escuchó al hombre—. Desde que murió su madre que lanza maldiciones y ha intentado lastimarnos.

Sabás muerto dela curiosidad hizo a un lado a la mujer y jaló las puertas a la fuerza. Freya entró con calma y su rostro cambió a uno de enfado al descubrir lo que se escondía entre la paja y el heno al fondo del pequeño recinto.

El olor a humedad y encierro dificultaba la respiración y la poca luz que se colaba en el lugar no hubiese permitido a ojos no unuas ver con claridad a la diminuta criatura de cabello blanco, sucio y enredado.

Sabás se mantuvo quieto mientras Freya intentaba agarrarla.

—¡"Dejmo"!¡" Dejmo"!— gritó la criatura con un sonido ronco.

Las paredes del lugar temblaron levemente y un pequeño escudo invisible mantuvo a Freya a cierta distancia.

La pareja de humanos se abrazó con temor, acostumbrados a ese suceso, pero aún temerosos de él.

—"Kvietiĝi" —le susurró Freya. Extendió sus manos y atrajo a la criatura que enseguida identifico como una niña pequeña, de no más de cinco años, tan delgada que no tenía carne en los huesos y piel seca por la deshidratación.

Las manos de la niña estaban encadenadas y sus puños forzados a estar permanentemente cerrados por una especie de guante redondo de cuero. Sus ojos estaban vendados quien sabía desde hacía cuánto tiempo. Freya supuso que a esa niña le habían negado la libertad por meses, o incluso años.

—¡Es una niña! ¡¿Qué clase de monstruos son?! —Sabás les gritó a los humanos, ya a punto de torcerles el cuello con sus propias manos.

—Tranquilo Sabás. Necesitamos información sobre ella y no la tendremos si estos están muertos —dijo Freya sin dejar de examinar a la niña.

Con cuidado le retiró la venda y con mucha dificultad la pequeña dejó al descubierto sus orbes plateadas. Pese a la casi inexistente luz en el lugar, profirió un grito. Sus retinas habían estado tanto tiempo en la más completa oscuridad, que incluso la tenue luz de la lámpara era como mirar directo al sol.

—¡" Dejmo"! — volvió a gritar, buscando esconderse entre la paja. Cerrando los parpados con fuerza.

—Sal de ahí— Freya le ordenó impaciente. La niña no obedeció, se mantuvo hecha un ovillo.—¿Quién era el padre? ¿cómo se llamaba? —les preguntó a los humanos.

—No lo sabemos. Mi hija apareció embarazada y no quiso decirnos nada. Luego dio a luz a... eso. Supimos que no era humana desde que nació, su cabello la delataba y un demonio vino a marcarla ni bien salió del vientre de su madre.

—¿Y su madre?

—Murió hace dos años, era la única que la mantenía controlada. Sabíamos que no podríamos con ella, en el pueblo querían que se la diésemos al ejército. Pero tendríamos represalias por no haber avisado cuando nació.

—¿La han tenido aquí encerrada por dos años? —exclamó Sabás. Indignado. Tan atroz acto empezaba a hacerle cambiar de opinión acerca de los humanos. A ese par lo mataría mirándolos directamente a los ojos, observando sus gestos de súplica y cómo la vida se les extinguía lentamente, porque no merecían morir rápido.

Con brusquedad Freya jaló de las cadenas, sacando a la niña de su escondite. La pequeña cayó sobre un pequeño pocillo de agua sucia y restos de huesos de los cadáveres crudos de animales con que la alimentaban.

—" Resanigi" —Freya pronunció poniendo la mano sobre los ojos de la niña y mientras ésta recuperaba la visión, le quitó las ataduras de sus manos, descubriendo que las cadenas no solo estaban alrededor de sus muñecas, sino atornilladas a estas. Pronunció el mismo hechizo y el dolor punzante con el que la niña había vivido todo ese tiempo empezó a desaparecer —. ¿Tu nombre?

—Su madre le puso Airín —en voz queda dijo la mujer humana. Recordando con pena cuando su hija había sacado ese nombre de un cuento de hadas. Solo ella por su amor de madre, no veía lo peligrosa y anormal que era esa criatura que había dado a luz.

—No te pregunté a ti, le pregunté a ella —espetó—. Imagino que debes hablar español. Dime tu nombre —se dirigió a la niña.

Airín no se animaba ni a responder ni a abrir los ojos. Frotó sus muñecas, el dolor había desaparecido por completo y empezaba a reconocer el movimiento de sus dedos. ¿Hacía cuánto que no agarraba nada? Su piel no se sentía como recordaba. Antes era suave y tersa, olía a violetas porque su madre le frotaba aceites aromáticos después de bañarla. Ahora olía a suciedad y tocar sus manos era como agarrar un trozo de cuero viejo.

Poco a poco abrió los párpados y la visión borrosa se fue clarificando. Lo primero que vio después de dos años fue a una mujer muy hermosa. Tenía un rostro más perfecto que el de los ángeles en los libros, un cabello brillante, tan largo que rozaba el suelo y una figura esbelta que la extraña vestimenta que llevaba hacía resaltar. No conocía ropa como esa: unos pantalones muy cortos de cuero negro, una camiseta sin mangas y un chaleco de piel plateado. No del plateado de los lobos de nieve, que se asemeja más a un gris, sino tan plateado como los espíritus de los bosques. Detrás de ella estaba un muchacho que parecía ser un par de años mayor que ella, vestido de forma similar a la mujer. Solo con verlos se di cuenta que era "como ella". Cerca de la puerta reconoció a sus abuelos. Las personas que la habían tratado siempre como a una aberración, haciéndole creer que su madre había muerto por su culpa y que esa prisión era el castigo que se merecía.

—Te pregunté cómo te llamas —le repitió la mujer con voz autoritaria.

—Airín —dijo en un susurro. Así era como le decía su madre aunque nadie más la había llamado de esa forma en dos años.

—Airín, sal de ahí —la levantó y la jaló hacia la salida.

Respirar aire fresco fue como respirar por primera vez y casi no se cree que lo que veía frente a ella eran las estrellas y las sombras creadas por los árboles del bosque que rodeaba el pueblo.

—¿Quién te enseñó a decir "Dejmo"? — con voz menos autoritaria Freya le preguntó.

—No sé... solo lo sé.

—La niña oye voces en la cabeza, le ordenan qué decir, le susurran cosas maléficas al oído —interrumpió la anciana.

—De nuevo no te he preguntado a ti —determinó la unua. Se inclinó a sacar una daga platinada de su bota, deslizándola con cuidado para no dañar la piel desnuda de su pierna. Sin miramientos se la extendió a Airín.

—¿Para qué es? —quiso saber mientras la mantenía en las palmas de sus manos extendidas, sin animarse a cerrarlas alrededor de la empuñadura.

Freya encogió los hombros.

—Tienes un arma y frente a ti las personas que te trataron como a un monstruo. Pero ya verás qué hacer.

Airín se sorprendió con esas palabras. Agarró la daga imaginando que usarla debía ser tan fácil como parecía.

Dirigió la mirada hacia sus abuelos. Sus gestos no eran como los recordaba. Esta vez no era repulsión mezclada con miedo. No, esta vez era terror puro por tener su vida en las manos de aquella niña a quien habían rebajado a un nivel más bajo que el de las bestias.

Sabás levantó las manos hasta la altura de los hombros de ambos humanos y los tumbó de estómago sobre el suelo.

Airín se les acercó temblando. La pareja le pedía perdón y entre palabras atolondradas y dispersas le recordaban que eran su familia. Ella solo escuchaba ruido, sonidos que le provocaban náuseas y no vaciló al silenciarlos.

Sabás y Freya esperaron a que esa esquelética niña de apariencia tan frágil se cansase de apuñalar repetidas veces los cráneos de los ancianos; salpicando su delgado y sucio rostro, barajando gotas de sangre de sus víctimas con la suya coagulada sobre su piel.

Sus dedos siguieron aferrando fuertemente la empuñadura una vez se convenció que los cuerpos de sus verdugos estaban inertes.

Pensó que al final sus abuelos tenían razón. Ella era un monstruo, porque solo un monstruo podría haber asesinado de esa manera y no sentir remordimientos.

— Préndeles fuego, búscale ropa limpia a Airín, báñala y reúnanse con nosotros —Freya le dio órdenes a Sabás y regresó al camino principal.

El niño le quitó a Airín la daga de las manos. Dándole una caricia en la cabeza le dio a entender que había hecho lo que tenía que hacer; y eso era algo a lo que debía acostumbrarse. A partir de ese momento estaría con los suyos. Como no conocían la identidad de su padre, su lugar sería el de una "Dua sango" y estaría supeditada a servir a castas más altas.

Enra no esperó al regreso de Freya. Los pueblerinos y estaban colocados en línea a lo largo de la carretera central de su hogar, rodeados de haces de luz creados de energía mágica, lo único que iluminaba a falta del muro de fuego que los unuas habían apagado.

Los guerreros se elevaron hasta los techos de las viviendas, desde donde vieron en palco cómo los dragas habitantes de los bosques cercanos, llegaban al pueblo atraídos por la magia. Hambrientos y eufóricos no se saciaron hasta que hubieron devorado al pueblo entero, sobrando solo huesos blancos y roídos.


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