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Frente a mí, se alzaba una mansión que destacaba extrañamente entre las casas destartaladas y maltratadas que la rodeaban. La estructura era imponente, su fachada de piedra pulida reflejaba la luz del atardecer, mientras que los detalles en oro y mármol parecían burlarse de la humilde villa. Esta era nuestra nueva residencia, un símbolo de poder en un rincón olvidado y pobre de la ciudad. Mi familia siempre había despreciado a los nobles, así que en lugar de establecerse en el corazón de la ciudad, como la mayoría de la nobleza, mi padre eligió este territorio pequeño y apartado.

Al entrar, ya encontré a mis hermanos en la entrada, observándome con sonrisas cómplices y saludándome con gestos ligeros. A pesar de nuestras diferencias, compartíamos una conexión inquebrantable y una gran fascinación por las rarezas que este nuevo lugar ofrecía. Caminé por los pasillos y, rápidamente, me sumergí en un pequeño recorrido por la casa, maravillándome de la opulencia y el lujo desmedido. ¿Mencioné que me encanta el oro? Pues bien, esta mansión tiene tanto oro en sus decoraciones que uno podría pensar que era el mismísimo palacio de un rey. Pero aquí estaba, nuestra casa rodeada de miseria.

Subí al segundo piso, donde había una fila de habitaciones vacías, perfectamente ordenadas y listas para ser ocupadas. Al final de un largo pasillo, encontré la habitación de mi padre. Con la puerta cerrada, se mantenía como un misterio que aguardaba a ser descubierto, pero hoy no estaba de humor para hablar con él. Su presencia siempre imponía cierto respeto, así que opté por aplazar la visita y ver qué podía encontrar afuera.

Había escuchado que los vecinos de esta zona eran, en su mayoría, personas de escasos recursos, y la idea de conocer esta parte de la ciudad me llenaba de curiosidad. Después de dejar mis cosas en una habitación cualquiera, salí al jardín delantero y, sin pensarlo mucho, di un pequeño salto hasta alcanzar el techo de la mansión. Desde allí, la vista era clara: las casas vecinas parecían hechas de tablas viejas y maltratadas, como si un soplo de viento fuerte pudiera derribarlas. Estaban agrupadas dentro de un perímetro de muros altos y gastados, los mismos que delimitaban el área pobre de la ciudad. En contraste, más allá del muro, se vislumbraban las residencias de los ricos, todas lujosas y perfectamente cuidadas.

Según las historias, cuando el rey demonio invadió, los nobles llegaron en masa a esta ciudad, desplazando a los habitantes pobres al otro lado del muro. Esa parecía ser la única razón de la existencia de este límite: una medida desesperada para evitar que los pobres y los nobles se mezclaran, como si uno pudiera contagiar al otro. Sin embargo, en nuestra ciudad natal, la riqueza se determinaba por la fuerza, no por el linaje. Aquí cualquiera podía ser rico si lograba volverse fuerte; goblins, humanos o elfos, todos tenían las mismas oportunidades.

Después de observar por un rato, decidí explorar fuera de los muros. No había guardias vigilando la entrada, aunque podía sentir la ligera vibración de la magia protectora que controlaba el acceso. Nadie de alta posición podía cruzar hacia este lado sin un permiso especial, excepto nosotros. Este sistema evitaba que los nobles experimentaran con los plebeyos o los trataran con desprecio, algo que el rey parecía querer evitar a toda costa.

Una vez fuera, noté que algunas personas se detenían a mirarme. Probablemente se debía al uniforme que llevaba, el cual, debo admitir, copiamos de los del ejército de este reino. A pesar de eso, me gustaba cómo lucía, y no veía necesidad de cambiarlo. Salté al techo de una de las casas y continué avanzando de una azotea a otra. A medida que iba brincando, las miradas de los habitantes se volvían más intensas. Al parecer, no era algo común ver a alguien saltando por los tejados. En mi reino, esto sería apenas motivo de atención, pero aquí todo parecía ser diferente.

De repente, sentí una presencia detrás de mí y me giré rápidamente, justo cuando un guardia me alcanzaba.

—Señorita, lo siento, pero está prohibido saltar en los techos de las casas —dijo, en tono firme pero algo nervioso.

Lo observé, notando que él mismo estaba parado en el techo de una casa.

—¿No estás tú también en el techo de una casa en este momento? —le respondí, levantando una ceja.

—Es diferente. Yo tengo permiso para detener a personas que infringen esta norma —replicó, intentando sonar convincente.

—Ah, ya veo... (gravedad por x3) —susurré, concentrándome en un leve hechizo.

De repente, el techo bajo sus pies cedió, y el guardia cayó, con una expresión de desconcierto en su rostro. Lo vi desaparecer en el interior de la casa, y sonreí satisfecha. La gente seguía mirándome, y los susurros se volvieron más intensos. A pesar de todo, continué saltando de tejado en tejado hasta llegar al edificio donde se realizaba la inscripción para la Academia Real. Había escuchado que la nobleza solía reclutar aquí a los mejores para formarlos como líderes.

Entré y me acerqué a una mesa donde una joven con una expresión profesional me recibió.

—Hola, vengo a presentarme para la reunión de reclutamiento de la Academia Real —le dije, sin rodeos.

—Claro, señorita. ¿Podría darme su nombre? —me preguntó con una sonrisa.

—Aika Wolf.

La joven repasó una lista hasta dar conmigo y me miró con una sonrisa un tanto incómoda.

—Antes de continuar, necesito hacerle unas preguntas y espero que responda con la mayor sinceridad posible.

—Por supuesto —respondí con una sonrisa confiada.

—Entre la señorita Sharon y usted, ¿quién diría que es más bonita?

—Yo, obviamente —respondí sin dudar un instante, provocando una risita nerviosa de la joven.

—Ah... entendido, señorita Aika —continuó, intentando recuperar su profesionalismo—. Bien, eso será todo por ahora. Por favor, espere a ser llamada.

Asentí y me dirigí a un lado de la sala, sintiéndome satisfecha. La nobleza aquí tenía sus reglas, pero no estaba acostumbrada a alguien como yo.

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