1. El Templo
La mortecina luz del alba que lograba atravesar la capota de nubes se reflejaba tenuemente en la nieve depositada durante aquella noche y las anteriores. Ahora la tormenta había amainado, no había viento y, en la fría calma, el silencio era total. O casi.
Una serie de crujidos sobre el manto helado, como pasos de un cuadrúpedo. Una respiración jadeante que iba dejando un rastro de vaho en la mortuoria mañana. Una sombra terroríficamente sólida y grande surgió del bosque, como salida de una pesadilla, y correteó por los campos de cultivo. Pasó cerca de las desperdigadas casas de quienes vivían de la labranza y enfiló por un camino real, que se distinguía tanto por los altos mojones de piedra como porque allí la nieve era medio metro más baja.
La sombra negra como las profundas tinieblas se perfiló como una gran loba que olfateó el aire antes de decidirse a encaminarse hacia la ciudad amurallada más cercana. Contaba con unos vivaces ojos verdes que examinaban suspicaces el mundo monocromático.
Cuando la loba alcanzó las murallas, gruñó molesta al cambiar de forma, pasando a ser una sombra más tenue y esbelta.
***
Dentro de la ciudad, un niño, que comenzaba la jornada apartando la nieve acumulada contra la puerta de su casa, creyó seguir soñando cuando vio una figura femenina de tez oscura y larga melena negra subiendo por la calle. Aquello no hubiera sido tan extraño si no hubiera sido porque iba completamente desnuda. Ella le dirigió una intensa mirada de ojos verdes al llegar a su altura.
–¿N-No tiene frío, señora? –atinó a preguntar antes de que pasara de largo.
–Un poco –contestó ella y casi no le tembló la voz.
–Espere, ¿no quiere... –echó un vistazo dentro de su casa, por si tenía alguna tela o manta a mano– algo para...?
Pero la mujer había seguido adelante, dejando huellas descalzas sobre el gélido manto blanco y cubierta tan sólo por su larga melena.
–Hijo, ¿qué haces ahí pasmado? –fue a preguntarle su madre–. ¿Has visto un fantasma? –añadió al fijarse en su cara.
–No, madre, acabo de ver una mujer desnuda subiendo la calle.
–¡¿Con el frío que hace?! –exclamó ella incrédula, asomándose, pero la misteriosa mujer ya se perdía calle arriba–. Hijo, ¿tenía los ojos verdes y la piel morena?
–Sí, madre, ¿la conoces?
–Por supuesto, es Lucrecia –declaró con ilusión–. ¡Señora Lucrecia! –llamó sin contenerse lo más mínimo–. ¡Permítame que le deje ropa!
La mujer misteriosa levantó una mano, sin volverse, para hacer un gesto de que no hacía falta y después señaló hacia lo alto de la calle, por donde no tardaría en llegar al Templo.
–Bendita sea la Diosa, Lucrecia ha vuelto –musitó la madre, con los ojos brillantes por la emoción.
–¿Quién es? –preguntó el chaval, que, ahora que lo pensaba, sí que había escuchado aquel nombre con veneración en ocasiones anteriores.
–Ella es quien hizo que yo pudiera darte a luz sin problemas, pese a mi mala salud –contestó y le plantó un beso en la frente a su hijo–. Sin ella, yo no estaría viva hoy –le dio otro beso y fue a hacer los trabajos matutinos con energías renovadas.
El niño le echó otro vistazo a la calle, donde ya no se veía a Lucrecia, pero sí a les vecines algo más alborotades de lo habitual. Parecía que la noticia sobre la recién llegada volaba.
***
La ciudad de Sanril se organizaba en torno a dos edificios importantes. En la pequeña plaza en lo alto de la colina se emplazaba el Palacete del Marquesado y, frente a él, con dimensiones considerablemente mayores y más robustas, se encontraba el Templo de Pashaev, la Diosa Madre. Las vidas de los habitantes giraban en torno a aquel segundo edificio desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte; de hecho, la mayoría de las parturientas acudían a su hospital, y también eran las Hijas de Pashaev quienes se encargaban normalmente de gestionar las defunciones. Entre aquellos días señalados, el Templo se ocupaba de la espiritualidad de quienes vivían a su sombra. También decidía en todas las cuestiones jurídicas y morales en las que el Marquesado o la Realeza no tuvieran interés, que eran la mayoría de las que atañían a aquellas gentes sencillas.
A aquella hora, en el Templo estaban realizando los rezos del amanecer, pero siempre había al menos une Hija de Pashaev que se encargara de atender la puerta de la Necesidad, pues allí era donde acudían las personas enfermas y quienes rogaban caridad. Aquella mañana le tocaba a Remigia, ya entrada en edad, y fue ella quien abrió la puerta y se topó con una alta y fornida mujer tiritando.
–¡Señora Romasanta! –exclamó atónita y se le escapó una reverencia antes de percatarse de que lo más importante en ese momento era proporcionarle calor–. Pase, pase.
–Gracias, hermana Remigia –contestó la recién llegada entrando.
–Venga, avisaré a la Madre Superiora y...
–No, no interrumpas sus rezos –se adelantó Lucrecia con un gesto regio–. No hay urgencia. Vengo en calidad de necesitada y ruego vuestra caridad. Agradecería un baño caliente y algo de ropa.
–Sí, por supuesto. Ahora mismo busco a un par de acólites que se encarguen de ello.
–Y, Remigia.
–¿Sí? –preguntó solícita la mujer.
–También agradecería algo de comida.
La Hija de Pashaev asintió con una sonrisa y corrió a prepararlo todo. Casi no se le notó el escalofrío. Aunque la señora Romasanta fuera una mujer de confianza y de gran nobleza, eso no quitaba que fuera una licántropa; una licántropa hambrienta en ese momento.
***
No pocas familias eran las que optaban por enviar a sus infantes como acólites al Templo de Pashaev de Sanril, había quienes incluso les enviaban desde más de cien kilómetros de distancia. Por un lado, tenían techo y no les faltaría comida hasta los dieciséis años, lo que era un gran aliciente para los hogares pobres, a los que no se pedía más que un pago simbólico. Por otro lado, allí les enseñaban a leer y escribir, nociones básicas de matemáticas, ciencias naturales y un par de idiomas del Imperio. Pero el conocimiento por el que aquel Templo era conocido era el de la medicina, y lo que aprendían les chavales sobre salubridad y remedios sencillos podía salvar un puñado de vidas cuando regresaran a su villorrio perdido, o al menos sabrían cómo actuar adecuadamente para paliar los dolores y estabilizar en la medida de lo posible a la persona enferma hasta que alguien más duche en medicina pudiera llegar. Así el Templo extendía el conocimiento a las llanuras y montañas circundantes, mejorando en gran medida las vidas de aquellas gentes sencillas.
Un tercio de les acólites decidía quedarse, ya fuera porque no tuviera dónde ir, porque quisieran ahondar sus conocimientos de medicina o porque les llamara dedicar su vida a la Diosa. Entre los dieciséis y los veinticinco años, recibían el nombre de novicies y se les exigía una mayor dedicación en el trabajo, que podía ser, entre otros oficios, cuidando de la huerta, de les enfermes o de la biblioteca. El Templo contaba con una maravillosa colección de libros que no hacían sino crecer año tras año gracias a les copistas, que reproducían con todo detalle y en pocos meses los volúmenes de todo tipo que llegaban a sus manos.
A partir de los veintiséis años podían pasar a ser Hijas de Pashaev. Como apunte para quien se deje confundir por el término, también había hombres y no eran pocos los Hijas de Pashaev que había por el Imperio. Les Hijas podían dejar de serlo para marcharse de viaje o crear una familia cuando quisieran, siempre que avisaran con unos cuantos meses de antelación, ya que algunos cargos se ocupaban de tareas que necesitaban que quien los heredara contara con la preparación adecuada.
Lucrecia consideraba que era una buena forma de vida, de modo que, pese a no ser amiga de nada ni nadie que impusiera una forma de pensar y sentir al pueblo llano, le gustaba aquel credo y por eso se alojaba en Templos de Pashaev siempre que podía.
***
Remigia encargó a un par de acólites y una novicia que llenaran una bañera con nieve virgen y la calentaran con sellos ígneos, por lo que en unos quince minutos estuvo preparado el baño humeante. Lucrecia se metió en el agua caliente soltando un suspiro y se recostó con placer, llevaba días sufriendo las inclemencias del tiempo. Les acólites, un niño de unos diez años y una niña de algo más, dijeron que iban a buscarle ropa y salieron, mientras que la novicia se quedó allí plantada.
–Muchacha, ¿cómo te llamas? –se dirigió a ella la licántropa.
–Pasionata.
–Interesante nombre –consideró Lucrecia, que intentaba acomodarse lo más posible en la bañera, demasiado pequeña para su complexión–. Pasionata, ¿me harías el favor de ir a por comida?
–Sí, ahora... –contestó ella, pero allí siguió.
–Pasionata.
–¿Sí?
–Tengo muchísima hambre.
–Ah...
–¿Quieres que te coma a ti? –preguntó sin agresividad ni maldad, pero era una cuestión que solía espabilar a las personas humanas.
–Sí –contestó la novicia sin pensar y, al segundo siguiente, ante la fija mirada de Lucrecia, se dio cuenta de lo que había dicho y se quedó pálida–. ¡Quiero decir, no!
–Eso me había parecido oír, sí –concedió la licántropa.
–Ahora traigo –murmuró Pasionata, saliendo de la estancia mientras su cara pasaba de blanca a roja y se podía alcanzar a escuchar su corazón desbocado.
Lucrecia suspiró condescendiente y sacó los pies para colocarlos en el borde de la bañera y así poder hundirse hasta las clavículas. Ay, la juventud...
Pasionata regresó a la carrera cinco minutos después, aunque se refrenó junto a la puerta, a la que llamó antes de entrar. Lucrecia recibió un vistazo furtivo y avergonzado más y después la muchacha, tras dejar la bandeja con comida en una mesita, murmuró una disculpa y una despedida atropelladas y la dejó sola.
La licántropa se sonrió, se incorporó, alargó el brazo para coger un plato lleno a rebosar de potaje con legumbres y pescado y lo engulló al instante, no masticando el recipiente de madera de milagro. Después cerró los ojos para descansar al fin de los infernales días que había tenido.
***
Tras el baño y el resto de la comida, que incluyó pan, verdura y una buena porción de gallina, Lucrecia se vistió con el cálido hábito de Hija de Pashaev que le habían llevado. Normalmente hubiera ido descalza, pero los suelos de piedra y baldosas eran demasiado fríos en aquella época del año, de modo que se calzó las alpargatas.
Remigia fue a buscarla para llevarla con la Madre Superiora.
–¿Ha ocurrido algo con Pasionata? –se preocupó la mujer que la había recibido.
–¿Ha ocurrido algo que te haga pensar eso? –fue la suspicaz respuesta de Lucrecia mientras era guiada por el Templo.
–La he elegido porque pensaba que sería la más adecuada –se excusó Remigia–. No esperaba que se asustara.
–Oh, no era miedo lo que sentía, te lo aseguro –contestó burlona; ahora que había entrado en calor y saciado en parte su estómago, era más dada a bromear.
–¿Qué era pues? –inquirió su guía, deteniéndose pocos metros antes de la puerta del despacho de la Madre Superiora.
–Primero, atracción sexual. Segundo, pasmo por darse cuenta de la terrible respuesta que me ha dado. Y, tercero, vergüenza por todo ello.
–Ah... –dijo Remigia al encajarle las piezas–. Tiene que comprender que es joven...
–Lo comprendo, hermana. Pero te recomiendo que controles a qué emociones la expones.
–Descuide –musitó Remigia, yendo a llamar a la puerta.
***
–Bendita sea la Diosa por traerte aquí –fue el saludo de la Madre Superiora, también Suma Sacerdotisa del Templo, una mujer de pelo encanecido y arrugas en su curtida piel, pero que conservaba su vitalidad.
–¿Sí, eso crees? –cuestionó Lucrecia con dureza.
Remigia cerró la puerta, quedándose fuera, al escuchar semejante tono.
–¿He de suponer que ha ocurrido alguna desgracia? –preguntó la Madre Superiora sin inmutarse.
–He aparecido desnuda en tu puerta en pleno invierno, ¿tú qué crees?
La Suma Sacerdotisa de la Diosa entrelazó las manos sobre el escritorio.
–De acuerdo, siéntate y cuéntame lo ocurrido.
–Estaba cruzando las montañas cuando me encontré con viajeres desamparades, uno de sus carros había perdido una rueda –empezó a relatar Lucrecia.
–¿Viajeres en esta época del año? –se extrañó la Madre Superiora.
–Comerciantes –contestó la licántropa como toda explicación–. A su favor he de decir que no les hubiera pillado la primera de las nevadas si no se les hubiera roto el carro.
–Un punto a su favor –concedió la Suma Sacerdotisa–. ¿Les ayudaste?
–Por supuesto –respondió, como si lo contrario fuera inconcebible–. Les ayudé con la rueda y a rastrear el camino, que con la nevada era difícil seguirlo sin despeñarse o hundirse en alguna vaguada.
La Madre Superiora asintió. Sí, aquél era el peligro habitual.
–Logramos bajar a una zona más segura –continuó Lucrecia– y fue entonces cuando capté el rastro de un venado. Pensé que a todes nos vendría bien comer algo, así que les dejé allí, a cargo de mi ropa, me transformé y rastreé el venado hasta el valle contiguo. Lo tenía localizado cuando escuché gritos y, para cuando regresé donde debían estar les comerciantes, encontré el típico escenario de caos y muerte –informó con apatía. Había visto tantas situaciones como aquella a lo largo de su vida que, sí, era típico para ella.
–¿Los bandidos de las montañas otra vez? –preguntó la Madre Superiora muy seria.
–Ah, veo que no es un problema nuevo –comentó con un leve reproche, aunque lo cierto era que la mujer con la que hablaba no tenía tanto poder como para ordenar una cacería contra les criminales. Aunque siempre podía presionar–. Entonces tengo que hacerte saber que el problema ahora es algo menor: maté a dos y herí a una tercera.
–¿Te hirieron de gravedad, Lucrecia? –se preocupó la Madre Superiora–. Sé que es de lo poco que te impediría acabar con la banda entera.
–Sí, fue grave –asintió la licántropa sin entrar en detalles, no era su estilo.
–Entonces asumo que la generosa ración que te han llevado antes no te habrá resultado tan generosa. Veremos qué más podemos darte aparte de comida de novicia.
–Para novicia –corrigió Lucrecia sin darle importancia.
–Cierto –aceptó la Madre Superiora poniéndose en pie–. Aunque no te negaría yo que algune necesite un susto para espabilarse –añadió con una sonrisa torva.
–Ya no hago esas cosas, Marla –le recordó con un reproche.
–¿Ha perdido la gracia? –se burló la anfitriona sin perder el tono serio.
Lucrecia, taciturna, no respondió.
–De acuerdo –dijo la Madre Superiora al captar el esquivo silencio–. Veamos qué más nos ofrece la despensa.
***
Acólites, novicies e Hijas de Pashaev comían a la misma hora en el mismo comedor, enorme para tal propósito. Entre las filas de columnas estaban dispuestas las largas mesas a las que se sentaban les comensales según su rango dentro del Templo. Junto a la Madre Superiora estaba Lucrecia, comiendo gachas como todes les demás. Podía permitírselo, ya que a media mañana había hecho desaparecer un ganso entero, quitando las plumas, el pico y la mayoría de los huesos. Sí, había llegado realmente hambrienta, era una suerte que tuviera la suficiente edad como para saber controlarse.
En ese momento era el centro de todas las miradas. Les novicies la habrían conocido en al menos una ocasión, pero para muches aprendices era la primera vez. Y no sería raro que también fuera la primera licántropa que vieran aquelles chavales. Los finos oídos de Lucrecia captaban todos los rumores, desde "¿Es cierto que ha llegado desnuda? ¿En serio, con el frío que hace?", pasando por "¿Es cierto que tiene más de cincuenta años? ¡Parece más joven!", pasando por "Me gustaría verla en forma de loba. ¿Da mucho miedo?". Ella fingía no enterarse y dejaba que les humanes que ya sabían de otros años les resolvieran las dudas, o aumentaran su leyenda. Poco le importaba.
–¿Y puedo preguntar qué hacías en las montañas en esta época del año? –preguntó Renata, Maestra de Medicina.
–Iba hacia el sur –contestó Lucrecia, parca en palabras entre cucharada y cucharada de gachas.
–¿El sur? –se extrañó Vitrilo, Maestro de Agricultura–. Ahora todo el mundo está yendo al norte.
–Por eso mismo –respondió la licántropa, rebañando el plato con los dedos–. Todas las personas que se consideran guerreras están yendo al norte. Alguien tendrá que arreglar los problemas de las gentes del sur –explicó y se lamió la mano.
–¿No te interesa participar en la guerra? –se sorprendió Renata.
–No –dijo Lucrecia simplemente, con tal sequedad que les Hijas de Pashaev con les que compartía mesa dudaron en seguir.
–Pensaba que te gustaba guerrear –se atrevió a insistir Lucir, Maestre de Astronomía–. Y hay nobles que pagan realmente bien, o eso he oído, y dada tu reputación...
Lucrecia se quedó mirándole fijamente, sin separar los labios, lo que incomodó a Lucir.
–¿De qué lado sugieres que se ponga? –inquirió Serenio, Maestro de Botánica.
–¿Qué quieres decir? –preguntó Renata.
–Basta de hablar de la guerra –ordenó la Madre Superiora y todes les Hijas de Pashaev se callaron de inmediato–. Lucrecia ha tenido un largo y accidentado viaje, no la atosiguéis como acólites.
Lucrecia no volvió a abrir la boca mientras ayudaba a recoger y limpiar el comedor. Había estado tentada de gruñirles para que captaran que no quería hablar del tema; en su comunidad, un gruñido sin llegar a mostrar demasiado los dientes sería considerado una advertencia amistosa, pero allí... Lucrecia intentaba recordar las diferencias entre los modales licántropos y los humanos, pero pasaba tanto tiempo sola que le costaba interiorizarlo.
***
–¿Puedo preguntarte cuánto tiempo planeas estar por aquí? –quiso saber la Madre Superiora mientras paseaban por el claustro.
–¿Ya se ha corrido la noticia de mi presencia y las parturientas están de camino? –preguntó Lucrecia con una mueca resignada.
–Sí, por supuesto, nunca falla. Las veteranas han hablado maravillas de ti a las primerizas. No me extrañaría que en los próximos días fueran llegándonos de las ciudades vecinas.
Lucrecia suspiró.
–Yo no hago nada.
–Pero es ciertamente tu presencia la que evita que ni una sola de ellas muera.
–Eso no puedo negarlo –murmuró la licántropa.
–Aun así, no me refería a ello. ¿Podrías quedarte hasta que se derritieran las nieves?
–¿Para qué? –inquirió Lucrecia.
–Para emprender entonces el viaje. Hacia el norte.
Ahí la invitada se detuvo con el ceño fruncido.
–No tiene nada que ver con la guerra, te lo prometo –continuó la Madre Superiora–. Al menos no de forma directa.
–Explícate –exigió con dureza, no tenía edad para que anduvieran mareándola con misterios.
–Ven, te lo mostraré –prometió la Suma Sacerdotisa con un gesto calmado.
Lucrecia arrugó la nariz, pero decidió seguirla para averiguar de una vez por todas qué trabajo pretendía endosarle la Madre Superiora en aquella ocasión.
***
La Biblioteca era una de las zonas más grandes y valiosas del Templo de Pashaev, y la más laberíntica también. La Madre Superiora la guio por entre pasillos formados por estanterías atestadas de libros. La gran estancia era iluminada puntualmente por faroles muy bien encapsulados, por lo que quedaba mayormente a oscuras; aunque para la licántropa eran penumbras bastante cómodas.
Aislada en una mesa encontraron a una chica muy joven, prácticamente una niña, enfrascada en completar una página con complicadas y bellas letras.
–Silvia –llamó la Madre Superiora desde la frontera de luz.
La niña levantó la mirada y posó con sumo cuidado las herramientas lejos de la hoja.
–¿Sí, Señora?
–Vengo a presentarte a Lucrecia Romasanta, nuestra invitada.
Silvia se puso en pie, se acercó unos pasos e hizo una educada genuflexión.
–Es un honor conocerla, Señora Romasanta.
–Lucrecia, te presento a Silvia, una de nuestras novicias más prometedoras.
–¿Novicia? –repitió sorprendida la licántropa.
–Tengo diecisiete años, Señora.
La Madre Superiora asintió para confirmarlo y Lucrecia tuvo que aceptarlo. Además, era cierto que llevaba las ropas propias de une novicie.
–Bien. ¿Qué quieres enseñarme aquí? –preguntó a bocajarro, definitivamente el protocolo humano no era lo suyo.
–Silvia está ilustrando un compendio de remedios que hemos desarrollado en este Templo. Parece ser que algunos no son conocidos en otros lugares, de modo que vamos a compartirlos. Este ejemplar acabará en la Universidad de Odelot.
–Ah, bien. Y quieres que lo lleve –supuso Lucrecia.
–Sí, pero no sólo el libro. Quiero que acompañes a Silvia, ella llevará el libro.
–¡¿Qué?! –exclamó atónita Lucrecia.
–Nuestra aportación a la Universidad de Odelot no es completamente desinteresada, Silvia tiene previsto entrar a estudiar esta primavera.
–Ah –dijo al comprender.
–¿Lo harás? –preguntó la Madre Superiora, ante la mirada expectante de Silvia.
–No –declaró Lucrecia y, sin dar explicaciones, se dio medio vuelta y se marchó.
***
En el Templo siempre había trabajo que hacer. Tras asegurarse de que no hubiera ninguna mujer de parto ni ninguna persona herida de gravedad que requiriera de su presencia en el Hospital, Lucrecia cogió una pala y se dedicó a limpiar de nieve los caminos de acceso. Su hábito era como el de cualquier otre Hija de Pashaev, pero su rostro moreno y la fuerza con la que daba las paletadas la delataban, de modo que no poca gente le hizo reverencias y mostró su veneración al pasar. Para ella era tan habitual que no prestaba atención, no les ayudaba por las lisonjas.
La Madre Superiora no le fue detrás ni envió a nadie a por ella, por lo que Lucrecia pudo trabajar hasta que se puso el sol y un poco más. Finalmente entró porque tenía hambre.
No recibió reproches durante la cena, aquél no era el estilo de Marla, que se comportó con la misma seria amabilidad de siempre, como si no le hubiera dado un desplante delante de una novicia. Pero, al terminar, antes de que Lucrecia pudiera escaquearse en busca de algún trabajo que la hiciera sudar, la Madre Superiora le pidió que la acompañara a su despacho. Lucrecia suspiró y la siguió, era mayorcita como para andar escondiéndose.
***
Antes de empezar con el sermón, la Suma Sacerdotisa de Pashaev sirvió dos vasos de licor y se sentó en un banco acolchado en un lado de la estancia, en vez de tras su mesa de trabajo.
–Cuéntame –dijo tendiéndole un vaso.
–¿Qué? –contestó, aceptando el licor, pero quedándose de pie.
–El porqué de ser tan reacia a aceptar mi pequeño encargo.
Lucrecia frunció el ceño.
–No es pequeño.
–¿Cuánto puede llevarte? ¿Un mes? No me parece para tanto. Y te pagaré, ya lo sabes –prometió dando un sorbito recatado.
–No es por eso –murmuró y olfateó el licor, ¿eran imaginaciones suyas o aquella había sido una cosecha especialmente fuerte?
–¿Es por la dirección que tienes que tomar? Es justo la contraria a la que pretendías tomar.
–Tampoco es por eso –gruñó Lucrecia y se bebió su ración de licor de un trago. Estaba bastante bueno y la hizo entrar en calor.
–¿Seguro? –insistió la Madre Superiora–. Porque entendería que temieras que alguna de las partes combatientes te hiciera participar –añadió comprensiva.
–Nadie puede obligarme a nada. No le debo favores a nadie; en todo caso, me los deben a mí.
–¿Entonces? –se interesó Marla.
Lucrecia gruñó con fastidio.
–Pretendes poner a mi cargo a una niña...
–Tiene diecisiete años –le recordó la Madre Superiora.
–Y no sería un viaje de un mes. ¿Crees que eres la única que me encarga trabajos? No puedo detenerme en ninguna ciudad o villorrio sin que tenga que curar, rescatar o expulsar a alguien. Como mínimo serían dos meses.
–No hay prisa para que Silvia llegue a Odelot, con que esté antes del verano...
–Y de seguro que tendré que matar a alguien. Siempre hay situaciones de ésas.
–Silvia conoce la dureza de la vida, no la asustarás.
–¿No? Van a ser dos lunas.
–¿Y? Te controlas bien, no eres una jovenzuela desbocada.
Lucrecia apretó los labios, sentía que tenía que objetar al respecto, pero qué decir, cómo explicarlo. Dejó con fuerza el vaso sobre la mesa y se volvió a marchar sin decir palabra. Lo último que escuchó por parte de la Madre Superiora fue un suspiro.
***
Lucrecia se dio una vuelta por los pasillos desérticos del Templo. No le gustaba estar encerrada, pero en realidad aquél tampoco era el problema, porque nadie la retenía. Salvo su propia conciencia, en conflicto con otras partes de la misma.
Vagó hasta que unos bellos cánticos la atrajeron. Era la hora de los rezos de la noche y el culto a Pashaev incluía coros y música muy bella. Con el corazón encogido, Lucrecia subió a la galería de lo que era el Templo propiamente dicho y se buscó el rincón más inaccesible, donde les acólites, que tenían su lugar allí arriba, no la vieran.
Aquellos cánticos siempre la habían emocionado y relajado, pero ahora le recordaban a un momento un par de años atrás, a una despedida. Lucrecia escuchó en silencio, llorando a lágrima viva y conteniendo los aullidos de pena.
En cuanto terminaron los rezos, se escabulló con el mismo sigilo.
***
Pasaron un par de días en los que no nevó pero sí hizo un frío tremendo. Tres mujeres dieron a luz sin necesidad de la ayuda especial de Lucrecia; aun así, recibió mil agradecimientos por su parte y por la de sus familias porque tanto las madres como sus bebés recién nacides estuvieran a salvo. La consideraban un amuleto.
Lucrecia no hablaba más de lo necesario con acólites, novicies e Hijas de Pashaev, pero siempre estaba allí donde la necesitaban.
Antes del alba del tercer día la despertaron ruidos y algún que otro grito, por lo que estuvo en el Hospital antes de que tuvieran tiempo de llamarla. Definitivamente, la noticia de su presencia se había corrido. Por lo que escuchó, una mujer en estado avanzado de gestación había viajado sesenta kilómetros junto a su familia para llegar hasta aquel Templo. La noche se les había echado encima a escasos dos kilómetros y habían pedido asilo en una granja. Como era de esperar, vista la situación que se había organizado en el Hospital, la mujer había roto aguas y, en vez de enviar un mensaje al Templo pidiendo ayuda, habían proseguido el viaje en plena madrugada.
Lucrecia escuchó el corazón de la madre y el de quien luchaba por nacer, olfateó los efluvios y observó la piel pálida y sudorosa; aquello no pintaba nada bien para aquel par de vidas. Le hizo un gesto a una Hijas de Pashaev bajo el mando de Renata, Maestra de Medicina, y se fueron a una estancia contigua. Allí Lucrecia se enjuagó la boca y bebió agua, para dejar después que la médico tomara una buena ración de su saliva, que llevó rápidamente a la paciente.
Tal y como Lucrecia insistía, ella no hacía nada para ayudar a aquellas mujeres y a sus vástagos, más allá de dejarse coger saliva. Eran les médicos quienes se afanaban en salvar a aquellas personas, con la ayuda extra de una sustancia que aceleraba la cicatrización y que daba un soplo de vida a mujeres al borde de la muerte y bebés nacides antes de tiempo.
Pero, más allá de su milagrosa saliva, Lucrecia era una garantía de que todo saldría bien, un amuleto viviente de la Diosa, decían. Incluso había quien la había pintado en un épico cuadro que la representaba luchando valerosamente contra demonios y la misma Muerte. Ella, como siempre, obviaba las alabanzas, pero se quedaba cerca de la madre y la nueva criatura hasta que éstas se encontraban fuera de peligro, por si necesitaban más saliva, y después se marchaba silenciosamente.
En aquella ocasión, cuando Lucrecia se fue a descansar, con la promesa de que el niño recién nacido llamaría Lucrecio, les Hijas de Pashaev estaban ya terminando los cánticos del amanecer. Igualmente se fue a dormir un rato.
***
Tres días después, la requirieron de nuevo en el Hospital. Uno de los herreros de la ciudad se había roto la espalda y yacía entre gemidos lastimeros y algún que otro alarido cuando tenían que moverlo. Lucrecia observó con desagrado cómo uno de los músculos le había saltado de sitio por completo, dándole a su espalda un aspecto dolorosamente anormal.
–Le haremos unos pequeños cortes e inocularemos el ungüento –explicó Renata, Maestra de Medicina, mientras uno de los Hijas de Pashaev a su cargo mezclaba la saliva de Lucrecia con los extractos de algunas platas que impedirían que la zona se infectara–. Y, poco a poco, lo iremos devolviendo a su sitio. Será largo y doloroso, pero es posible que vuelva a caminar.
–¿Cuánto tardará? –preguntó el hombre entre dientes, una Hija de Pashaev ya le estaba efectuando los cortecitos.
–Dos o tres días –contestó Renata–. Y después tendrás que reposar.
–¿No puede ser... más rápido? Tengo... trabajo... que hacer.
–¿Quieres recuperar la movilidad o quedarte impedido de por vida? –le reprochó la Hija que se encargaba de las incisiones.
–Pero...
Lucrecia se acercó, intrigada por la insistencia en trabajar por parte de un hombre al que debía de dolerle hasta respirar.
–¿Qué trabajo tienes que hacer? –se interesó, acuclillándose para estar a la altura de su rostro contrito.
–Señora Lucrecia, por favor, no le dé cuerda –pidió Renata con tono severo.
–Tengo un... pedido... Si no... llegó a... tiempo ¡au!
–Quédate quieto –ordenó el Hija de Pashaev, que intentaba extender el ungüento.
–Tendré pérdidas –gimoteó el herrero, y no quedó claro si era por el dolor o por lo que las pérdidas le supondrían.
–¿No tienes a nadie que pueda hacerlo? –inquirió la licántropa.
–Yo podría –intervino una joven dando un paso al frente–. Soy su hija –explicó a continuación, ante las miradas inquisitivas que le clavaron les presentes–. Mi hermano y yo podríamos, pero...
–¿Dónde está el problema? –quiso saber Lucrecia.
–Que... en realidad ya íbamos con retraso –reconoció la chica–. El dolor de espalda de padre nos ha retrasado y...
–Y, por seguir adelante, no habéis cumplido el pedido y él se ha roto la espalda –abroncó el que suministraba el ungüento.
–Yo lo entiendo –dijo la que había hecho los cortes, que había dejado el instrumental a un lado y se estaba poniendo unos guantes–. Mi tía es ebanista y anda que no ha estado noches y noches a la luz de un candil.
–Pero tu tía ahora se ha quedado ciega, ¿no? –intervino Renata.
–Sí, pero no crea que eso la ha detenido. ¡Ahora trabaja sólo con el tacto y el oído! –exclamó admirada, mientras comenzaba a masajear con fuerza el bulto anormal del herrero, que soltó un alarido de puro dolor–. Y yo diría que sus obras ahora son incluso mejores, mire lo que le digo.
–Matarse trabajando –rumió el Hija.
–Yo podría ayudaros –declaró Lucrecia irguiéndose para acercarse a la joven herrera.
–¿E-En serio, señora Lucrecia? –balbuceó ella.
–Por supuesto. Un poco de ejercicio me vendrá bien.
–Hay... trabajo... para toda... la no...che –advirtió el herrero, que lagrimeaba mientras le recomponían la espalda.
–Estupendo –celebró Lucrecia.
***
Lucrecia se cambió su cálido hábito de Hija de Pashaev por ropa de herrera, con una camisa de lino blanco que no tardó en quedar empapada de sudor. Ella se encargó, accionando el fuelle, de mantener encendido el fuego a máxima potencia. También estaba al tanto de que el martillo movido por el molino de agua no cesara de subir y bajar; aunque, dado que no habría mucha agua hasta el deshielo, a ratos ella misma lo ayudaba a no decelerar. Mientras, les hijes del herrero se turnaban con el trabajo más técnico a la hora de fabricar las piezas, y la madre traía comida y bebida para les trabajadores y sacos de carbón para el fuego, que alimentaba con vigorosas paletadas antes de que el brutal ritmo marcado por Lucrecia lo hiciera consumirse.
–¿Para quién son todas estas herraduras? –se interesó la licántropa, después de devorar casi, casi por completo un conejo, a la caída de la tarde.
–Para un ejército de una Señora del norte –contestó jadeante el hijo del herrero, tirado de cualquier manera en un banco.
–¿Son para la guerra que se avecina? –inquirió Lucrecia.
–Suponemos que sí –respondió la hija, que descansaba sentada, o más bien desmoronada, contra la pared.
Lucrecia apretó la mandíbula con fuerza. Se había negado a participar en aquel choque de poder y por ello había viajado hacia el sur, pero allí estaba, ayudando en cierta manera a uno de los bandos.
–¿Ocurre algo, señora? –se preocupó la madre, dejando en el suelo el saco que había cargado a la espalda para que tuvieran combustible en cuanto retomaran el trabajo.
–No, nada. Sigamos –indicó poniéndose en pie–. Y será mejor que pidáis ayuda a vuestras amistades si queréis aguantar toda la noche.
***
Efectivamente, la noche fue larga y dura, y se requirieron muchas rotaciones de turno para que les humanes no cayeran exhaustes. Por suerte, aparecieron un par de amigos del herrero que trabajaron desinteresadamente un par de horas cada uno, al menos todo lo desinteresadamente que podía sonar un "ahora estamos en paz". Lucrecia continuó incansable sin dar relevos, incluso con más brío después de haber conocido el destino de aquellas piezas. Procuraba no pensar en ello y tan sólo centrarse en que estaba cumpliendo lo prometido al ayudar al herrero herido, porque plantearse que su esfuerzo reforzaría a una de las partes en la contienda que se avecinaba...
Para antes del amanecer ya estaba observando la puesta de la luna creciente. Llevaba veinticuatro horas sin dormir y había trabajado sin descanso casi todo ese tiempo. Ahora les humanes dormían o simplemente se habían dejado caer en cualquier parte. Pero, si por ella fuera, seguiría otras veinticuatro horas más, y no se debía sólo a la cercanía de la luna llena.
Lucrecia regresó al Templo de Pashaev en cuanto despuntó el sol, eludiendo los agradecimientos. Estaba algo amargada por haber acabado participando de forma indirecta en la guerra, pero no podía reprochárselo a nadie. Pasó por el Hospital para comunicar que el pedido estaba salvado y fue a darse un baño caliente a su cuarto.
***
Fue Remigia quien la encontró dormida en la bañera con el agua tirando a tibia. Irónicamente, si conservaba algo de calor era porque Lucrecia lo emanaba.
–La Madre Superiora quier verte –informó Remigia asomando con cautela–. Te he traído comida –añadió, le dejó una bandeja y cerró la puerta rápidamente.
Lucrecia frunció el ceño ante el extraño comportamiento, pero decidió encogerse de hombros y no darle más vueltas, no era ella quien estuviera deseando entablar conversación. Aun así, en cuanto comió, apreciando que le hubieran servido una buena ración de carne y casquería, se puso el hábito de Hija de Pashaev y fue a ver qué quería la Madre Superiora.
–¿Una bebida? –preguntó a modo de saludo la humana, indicándole el frasco del licor.
–¿A mediodía? –cuestionó Lucrecia, dejándose caer en una silla.
–Me sorprende que conserves el sentido del tiempo. Según me han dicho, has estado trabajando durante un día completo, con su noche incluida, sin descanso alguno.
–Qué exageración –desdeñó con un bostezo–. Descansaba de vez en cuando. Para comer.
La Madre Superiora se sonrió y se sentó frente a ella.
–Iré al grano –advirtió entrelazando las manos.
–Gracias –se adelantó Lucrecia con sequedad.
–¿Vas a quedarte hasta el deshielo?
–Hay una docena de mujeres a punto de parir –fue su ambigua respuesta.
–Sí, y un herrero con la espalda rota. Pero sabes a lo que me refiero. ¿Llevarás a Silvia a Odelot?
Lucrecia suspiró hastiada.
–¿Qué tenías planeado antes de que yo apareciera? ¿Le rezabas a la Diosa para que unos bandidos frustraran mi intento de viajar al sur?
–Por supuesto que no. Aunque tu presencia siempre será celebrada y agradecida –aprovechó para recordarle la Madre Superiora.
Lucrecia contestó con una sonrisa tirante.
–Pero lo cierto era que esperaba poder encomendar a Silvia a unes comerciantes de confianza –reconoció a continuación la Suma Sacerdotisa.
–¿Qué ha ocurrido con elles? ¿Se han topado con les bandides? –se interesó Lucrecia.
–Oh, no. Hasta donde yo sé, están bien. Aún no han llegado, les esperamos para principios de primavera. Pero preferiría que fueras tú.
–Elles viajarán mucho más rápido que yo. Ya que yo tengo el problema de que, allá donde vaya, la gente me pida favores y me encargue misiones –dejó caer con toda la saña posible.
–¿Quién ha dicho que quiera que Silvia llegue cuanto antes a Odelot? La envío al norte a que aprenda lo que aquí no podría y, obviamente, viajando contigo aprenderá mucho.
Lucrecia frunció el ceño, no podía negar la lógica de aquel planteamiento. Si el plan era que Silvia viera el mundo y pusiera en práctica sus conocimientos, sería lo mejor. Pero también lo más peligroso, y le fastidiaba tener que preocuparse por ello.
–¿Qué me dices, Lucrecia?
–Dame dos días –pidió con seriedad.
–¿Dos exactos? –repitió la Madre Superiora–. Sí, de acuerdo –accedió totalmente conforme, como si no sospechara nada. O le diera lo mismo.
***
El herrero pudo salir del Hospital para ir a cenar a su casa, aunque lo hizo tan vendado que iba tieso desde la cadera hasta el cuello, por lo que fue porteado por dos novicies con juventud y fuerza de sobra. Su esposa ya se había encargado de entregar y cobrar las herraduras y resto de piezas a les emisaries que habían aparecido con carretas a media tarde, alegando que su esposo no se encontraba presente por asuntos de suma importancia, sin mencionar que lo que lo retenía era su espalda hecha trizas.
Lucrecia no quiso aceptar nada de dinero, pero sí la promesa de que el herrero le debía un favor que podría pedirle de vuelta en cualquier momento, sin opción a rechistar. Y, en el caso de que ella tardara demasiado para una vida humana, el favor tendría que cumplirlo cualquier descendiente que estuviera con vida el día que les prestó su ayuda. Había un bebé de año y medio que podría ser el último heredero del compromiso.
***
Al día siguiente, les habitantes del Templo de Pashaev empezaron a tratarla con tiento desde que la vieron al amanecer y pasaron a directamente evitarla en cuanto el sol comenzó a caer. Y, antes de eso, le ofrecieron toda la comida que quiso y más; varias familias pudientes habían donado aves de corral, por lo que tuvo un banquete que nadie se atrevió a compartir con ella. Lucrecia captó los cuchicheos con los que informaron a les acólites más recientes que aquella noche habría luna llena y que era mejor no arriesgarse a incordiarla, ya que el cambio de sus emociones podía ser brusco y explosivo. La licántropa observó socarrona cómo evitaban cruzarse con ella en los pasillos, pero lo que no podían evitar era que aquel día fuera ella quien tuviera ganas de incordiar.
Lucrecia entró en la Biblioteca anunciándose. Era sigilosa por naturaleza, pero en aquella ocasión abrió los portones principales de par en par, sobresaltando a les allí reunides. Mientras caminaba con deliberada lentitud entre los pasillos de estanterías atestadas de libros, oyó cómo el lugar era desalojado por gente nerviosa, algunas personas estaba muy nerviosas, tal y cómo le informaba su olfato. Pristila, Maestra Bibliotecaria, no podía abandonar su puesto, por lo que se mantuvo a una prudente distancia de dos pasillos, rezando para que no rompiera nada de valor incalculable, lo que incluía cualquier cosa allá.
Quien no se movió de su pequeña isla de luz fue Silvia. Excelente. La joven humana levantó la mirada de su trabajo cuando la sintió cerca. No había temor en sus ojos, ni siquiera una gran inquietud, en sus pupilas no se encontraba más que una ligera y educada curiosidad de si quería dirigirse a ella.
–¿Cómo va tu libro? –preguntó Lucrecia a bocajarro, sin saludos, formalismos ni rodeos.
–Lo terminaré en dos semanas –contestó Silvia, sonaba cansada.
–¿Lo haces tú sola?
–Yo escribo la mayor parte del texto y hago la decoración de los bordes, y algunes Hijas me ayudan con las ilustraciones y letras capitulares –explicó con tono de agradecimiento.
–¿Y de qué va?
–Recopila técnicas médicas que se han descubierto o refinado en las últimas décadas en este Templo.
–Ah, muy bien. ¿Por ejemplo? –preguntó rodeándola a ella y a la mesa. Aquello solía poner nerviosa a la gente, les recordaba a un depredador buscando el punto débil de su presa.
–Ahora mismo estoy describiendo las plantas que usamos para elaborar un cataplasma con el que tratamos los dolores óseos –contestó Silvia sin dar muestras de terror, ni siquiera para su fino olfato–. En otras zonas se les dan otros nombres, así que es importante describirlas bien.
–Y dibujar sus hojas, por lo que veo –añadió Lucrecia, asomándose al trabajo.
–Sí, en la medida de lo posible.
La licántropa asintió y terminó de rodearla.
–¿Te vienes a dar una vuelta? Hoy va a haber una luna preciosa.
–No, gracias –rechazó amablemente Silvia al instante–. Para terminar en dos semanas, tengo que seguir trabajando –justificó sincera y se la quedó mirando con cara de "¿Algo más?".
Lucrecia aceptó la negativa y desapareció en las sombras de la Biblioteca.
***
Silvia trabajó hasta bien entrada la noche. Fuera salió la luna llena en un cielo raso plagado de estrellas que deslumbró, pero la novicia no se enteró, ni escuchó los aullidos demasiado cercanos. Le picaban los ojos y le dolía la cabeza, pero terminó la página y dejó preparada la del día siguiente.
Cuando regresaba a su celda, acompañada por un candil, sí que percibió los oscuros pasillos más silenciosos de lo habitual. Normalmente se escuchaba alguna puerta, algún correteo o alguna tos, pero aquella noche parecía estar ella sola en el Templo. Todo apuntaba a que era culpa de las precauciones para no toparse con Lucrecia. Mientras caminaba por el frío y tenebroso pasaje, Silvia trató de hacer memoria de anteriores visitas de la licántropa. ¿Había reaccionado la gente igual y ella no se había enterado por irse a dormir pronto, como había hecho cada día hasta que se había embarcado en la ilustración del libro? ¿O podría ser que Lucrecia no hubiera estado anteriormente allí para una luna llena?
Entonces se topó con dos brillos extraños en la oscuridad y tardó unos segundos en indentificarlos como ojos a un metro del suelo. Había un inmenso perrazo en mitad del pasillo. Silvia se sobresaltó por lo inesperado de la visión, pero continuó adelante ya que el animal no parecía hostil. El perro, o más posiblemente la loba, no se movió de su posición, sin dejar de mirarla fijamente.
–¿Señora Lucrecia? –preguntó Silvia, rompiendo el silencio dominante.
La loba hizo un gesto con la cabeza, pero no quedó claro si había sido un asentimiento o simple casualidad.
–Tiene los mismos ojos verdes y el pelo negro. Y no da la impresión de ser una loba que haya llegado aquí por casualidad, de modo que asumiré que es usted.
¿Aquello fue una sonrisa? No lo tenía claro en un rostro no humano, cualquiera hubiera dicho que había sido una mueca amenazadora. Pero Silvia era demasiado racional como para pensar aquello sin que hubiera un gruñido o cualquier otro signo de evidente hostilidad.
–Pues que tenga una buena noche, señora Lucrecia –deseó con intención de seguir su camino. No esperaba que ella respondiera en consonancia, sobre todo porque que vocalizara con aquella apariencia sí que la sorprendería.
Pero, al pasar junto a ella, la loba le mordió los faldones del hábito y Silvia se detuvo al quedar retenida por su propia ropa. Lucrecia no tiró, se limitó a no dejarla marchar.
–¿Sí, señora Lucrecia? –suspiró agotada–. ¿Quiere invitarme a dar una vuelta porque la luna está preciosa hoy? –preguntó monótona, mirándola a los ojos verdes.
Ahí la loba sí que asintió sin dejar posibilidad a la duda.
–Lo siento, pero... –volvió a suspirar– estoy agotada –se excusó, pero aquello no aflojó las mandíbulas de la loba–. Verá, no quiero ofenderla por rechazar su ofrecimiento, pero estoy realmente agotada después del trabajo. Cuando lo termine, si accede a acompañarme a Odelot, pasearé con usted tanto como guste. Al fin y al cabo, en eso consistiría el viaje.
Lucrecia la miró fijamente un par de segundos más y al fin soltó el agarre y se alejó sin más, por lo que Silvia pudo continuar hacia su cuarto. Iba a entrar en él cuando escuchó un largo aullido.
–Sí, buenas noches... –musitó y se desplomó en su cama.
***
–¿Y bien? –quiso saber la Suma Sacerdotisa al día siguiente.
–¿Silvia tiene alguna tara mental? –preguntó Lucrecia sin escrúpulos.
–No, para nada. Silvia es una joven muy talentosa.
–Una cosa no quita la otra. Puede ser talentosa, pero tener una tara en otro aspecto.
–¿Lo dices porque no te tiene miedo? –planteó la Madre Superiora con una sonrisilla.
–Si no es capaz de sentir miedo...
–Silvia es muy capaz de sentir miedo –se adelantó la humana–. Cuando tiene motivos para ello. ¿Los tenía contigo? –preguntó ante el ceño fruncido de Lucrecia.
–No, pero... Normalmente la gente, sobre todo la humana...
–Sí, sí, por supuesto. ¿Pero le diste alguna señal de que fueras a ser hostil con ella?
–No. Aunque sí la miré fijamente...
–Silvia también es muy de mirar fijamente y en silencio.
–Y le agarré el hábito, con los dientes.
–Como un simple agarre y no como un mordisco. Aunque seguramente aquello sí que la molestó.
Lucrecia guardó silencio.
–No me irás a decir que te molesta que no te tema, ¿verdad? –continuó la Madre Superiora.
–Por supuesto que no. Está bien, para variar. Pero me preocupa que sea una inconsciente que se meta en problemas de continuo.
–¿En vuestro viaje a Odelot, quieres decir?
Lucrecia le clavó la mirada, muda; era demasiado orgullosa y terca como para pronunciar explícitamente que llevaría a Silvia a su destino. Más cuando no terminaba de agradarle la idea. La Madre Superiora asintió y disimuló todo lo que pudo su sonrisilla triunfal.
–Silvia es todo lo contrario a inconsciente. Es tan perfectamente consciente de lo que la rodea que no encuentra motivo para asustarse de una loba pacífica.
La licántropa asintió, así tendría que creérselo. Por el momento.
–Bien, porque suficiente vamos a tener con los problemas que cree yo de continuo.
***
Durante la semana siguiente, mientras Silvia continuaba con su libro y alrededor de un par de mujeres parían a diario, con mayores o menores complicaciones, Lucrecia se dedicó a la vida contemplativa. Contempló, por ejemplo, que no había vuelto a nevar y que el sol derretía lentamente la nieve en aquellos días que no dejaban de ser fríos. También contempló las calles, en busca de cualquiera que necesitara de su ayuda y, a poder ser, de su fuerza bruta; pero no tuvo esa suerte y todes les trabajadores que encontraba gozaban de excelente salud y se negaban, muy agradecides, a encomendarle duras tareas. De modo que no le quedó otra opción que ir a la Biblioteca.
–¿Sí, señora Lucrecia? –preguntó Pristila, Maestra Bibliotecaria, al verla acercarse con paso decidido a su mesa atestada de libros. Ya estaban en luna menguante, por lo que la mujer quería creer que no tenía nada que temer, al menos no a un cambio inesperado de humor por parte de la licántropa, pero no podía anticipar qué podría querer de ella una persona que nunca le había pedido consejo.
–¿Qué tienes de la región de Gauenvad? –soltó Lucrecia.
–¿Perdone? –dijo Pristila parpadeando.
–Libros. Aquí tenéis mucho libros, así que algo tendréis de Gauenvad. La zona por la que van a guerrear –terminó aclarando.
–Ah, sí, sí, por supuesto que tenemos. ¿Quiere un mapa, para hacerse una idea del terreno y calcular estrategias?
Lucrecia le dedicó una dura mirada. Aunque no la sorprendía que diera por hecho que sus intereses se limitaban a la batalla.
–Quiero todo lo que tengáis sobre la región. Historia, recursos, yo qué sé, todo.
Pristila asintió lentamente, no terminaba de comprender.
–Maestra, sabes que detesto la política, es demasiado hipócrita y retorcida para mi gusto. Pero la comprendo y, a mi edad, he visto suficiente como para saber que los tejemanejes en la sombra son más importantes que las victorias en el campo de batalla. Aunque las segundas pueden ayudar mucho, claro.
Pristila asintió con mayor determinación y se puso en pie.
–Sígame –pidió internándose en los pasillos de estanterías, muy segura de hacia dónde se dirigía en la penumbra coloreada por su candil–. ¿Irá a ayudar al Rey? –preguntó sacando con sumo cuidado un grueso libro.
–Ya tengo decidido mi bando –declaró Lucrecia con dureza. Cómo odiaba aquel tema–. Ninguno –añadió, arrebatándole el libro, y se dio media vuelta–. Busca el resto cuando puedas, empezaré por éste –dijo perdiéndose en el oscuro pasillo.
***
Lucrecia resopló y abrió el grueso libro cuando estuvo en su cuarto. En la primera página explicaba cómo el autor había hecho un largo viaje, recopilando la historia de distintas regiones durante nada menos que ocho años. Por lo tanto, no todo trataba sobre la zona que a ella le interesaba en ese momento. Suspiró y buscó el apartado que se refería a Gauenvad.
Le provocaba una pereza tremenda ponerse a leer aquello, ella prefería recibir la información en pequeñas dosis continuadas, escuchando a las personas que se encontraba en sus viajes, así se averiguaban un montón de cosas. Pero en aquella ocasión su método habitual implicaría ir a la zona en conflicto y relacionarse con les lugareñes, y eso era lo que intentaba evitar. Quería informarse para hacerse a la idea de la magnitud que tendría la contienda, cuántas facciones podrían involucrarse y con cuánto ahínco lucharían por sus intereses. Porque no era lo mismo que el motivo principal de la guerra fuera el orgullo herido del Rey al perder el control sobre unas tierras a las que no había hecho mucho caso hasta el momento, que fuera que, aparte del orgullo herido, hubiera ricas minas y frondosos bosques.
Pero aquel libro no hablaba de recursos por los que la gente mataría, sino de Historia. Empezaba relatando cómo se recordaba que había ocurrido una cruenta batalla en Gauenvad, seiscientos años atrás, con el sorprendente balance de bajas de más de dos centenares en el ejército invasor y absolutamente ninguna en el residente. Lucrecia enarcó las cejas al leer que las dos personas que habían hecho posible aquel sangriento milagro habían sido dos niñes humanes. Y no dos cualesquiera, ya que, con los años, él se había convertido en Theudis, Emperador de Ergat, un loco revolucionario que impulsó tantos avances que después se perdieron. Y ella, Guiomar, a la que habían nombrado con el llamativo título de La Bruja Que Mató A Cien Hombres, ocupó el puesto de Suma Sacerdotisa de una de las diosas principales del culto politeísta que instauró su hermano. Por lo que Lucrecia sabía, de aquella religión había sobrevivido Pashaev, la Diosa Madre.
"De acuerdo", pensó mirando el libro con otros ojos, "aparte de los recursos que pueda tener, esa zona es interesante", se dijo, sonriendo morbosa al leer que a un pequeño pueblo lo habían llamado "Villa Maldita" después de la desequilibrada matanza allí ocurrida. "Muy interesante".
***
En los días sucesivos, Lucrecia examinó un par de libros más que le ofreció Pristila. Leer sobre el escaso valor comercial de Gauenvad no era tan interesante como sobre batallas en las que una niña humana masacraba a decenas de hombres, pero la ayudaba a hacerse una idea del panorama. Hasta donde ella alcanzaba a comprender, aquellas tierras no habían tenido valor para el Rey hasta que unos vampiros se habían instalado en ellas y, lejos de ser unas bestias sanguinarias que arrasaran con la vida a su alrededor, habían llegado a un acuerdo con la comunidad humana: a cambio de sangre en cantidades asumibles, les proporcionarían protección. Este servicio había provocado una serie de cambios en la economía interna que Lucrecia no comprendía por el momento, y que habían encendido la avaricia del Rey.
Lucrecia estaba pensando en que necesitaría información actualizada para hacerse una idea correcta de los "cambios en la economía", cuando llamaron a su puerta. A juzgar por el golpeteo tímido, no se trataba de la Madre Superiora ni de Remigia. Se puso en pie haciendo crujir las vértebras y abrió la puerta.
Se encontró a una nerviosa Pasionata, a la que le costaba horrores mantener el contacto visual y cuyo corazón se escuchaba claramente al galope.
–¿Se me requiere en el Hospital? –probó Lucrecia al ver que la muchacha no arrancaría.
–N-No... Fuera. Casa de... Varaev –respondió en un atropellado murmullo–. ¿Sabe ir o necesitas que... la guie? –ofreció, poniéndose aún más nerviosa.
–Sé donde está. Así que si tienes tareas que hacer, puedo ir por mi cuenta –contestó para liberar a Pasionata, que asintió y, con la mirada gacha y las mejillas rojas, se marchó rápidamente.
La licántropa olfateó el aire, pensando que aquella chica tenía un problema con sus instintos desbocados, y que había usado un afeite bastante oloroso para tratarse de una novicia. Después fue a averiguar qué querían de ella.
Varaev era otro vestigio de la religión politeísta del imperio de Theudis y Guiomar. Antaño la habían considerado la poderosa Diosa del Sexo y la Fertilidad, mientras que ahora había quedado relegada a mera protectora de quien ejerciera la prostitución, que solían poner a sus negocios nombres como La casa, Les Amigues o Les Hijes de Varaev. En Dirdan se emplazaba el establecimiento más grande de todos, ejerciendo su derecho a llamarse El Templo de Varaev, porque realmente era un edificio incomparable. Aunque el poder y el prestigio como diosa hubiera caído, sus protegides guardaban bien los conocimientos que habían recolectado a lo largo de los siglos; no sólo en temas relacionados con el placer, sino que, cuando se trataba de un problema reproductivo o de una enfermedad de transmisión sexual, era común que les Hijas de Pashaev que ejercían la Medicina consultaran la comunidad de Varaev más cercana.
***
–¿En qué puedo ayudaros? –preguntó Lucrecia nada más llegar a la Casa de Varaev, dejando alucinado al joven que la había recibido.
–Eh... Pues no lo sé... Si me dejas que lo pregunte... –dijo él, retrocediendo unos pasos para pegar una voz hacia el pasillo–. ¡Jefa, hay una Hija de Pashaev que pregunta que en qué puede ayudarnos!
Lucrecia cayó en cuenta de que, con el hábito, realmente podía pasar por Hija.
–¿Qué te tengo dicho de gritar? –lo regañó una mujer algo mayor que él, a la que empezaban a notársele las arrugas.
–No hay clientes a esta hora –se justificó encogiéndose de hombros.
–Puede, pero intento darle un poco de estilo a este sitio. En fin, por aquí –añadió la jefa dirigiéndose a Lucrecia.
La licántropa la siguió por los pasillos. Aquello no era un palacio como los de las grandes ciudades, pero el edificio de dos plantas estaba bastante bien, se notaba que realmente querían que tuviera estilo. Además, la calefacción funcionaba estupendamente, por lo que les trabajadores, que en ese momento se estaban cuidando y acicalando, podían ir ligeres de ropa. Dos chicas se sobresaltaron al verla y se doblaron en una reverencia.
–Cabezas arriba –ordenó Lucrecia al pasar.
–¿Mis chicas te rinden pleitesía? –planteó jocosa la jefa de la Casa de Varaev.
–Si son lobas, suelen hacerlo, sí –explicó sin mirar atrás, por si se volvían a doblar–. No me gusta. Hay formas menos humillantes de mostrar respeto.
–Eres como una princesa para ellas, ¿verdad? –se interesó la humana, cediéndole el paso al que debía de ser su despacho.
–Algo así –aceptó Lucrecia de mala gana.
–¿Quieres algo de comer o beber? –ofreció la jefa.
–No, gracias, estoy bien por el momento –contestó con sinceridad, aunque con el interés desviado a lo que hablaban a un par de estancias de allí.
–Menuda mujer –escuchó decir a un chico, muy posiblemente el que le había abierto la puerta–. ¿Habéis visto con qué fuerza camina? –añadió deleitándose.
–Es la señora Lucrecia Romasanta –le informó una chica, posiblemente una de las que se había doblado.
–¿Ella es Lucrecia? Diablos, no me extraña que Pasionata beba los vientos por ella.
La aludida enarcó las cejas al comprender por qué la novicia de corazón galopante había sido la mensajera designada para llamarla.
–¿Me estás escuchando? –inquirió la jefa de la Casa de Varaev.
–Disculpa, estaba al tanto de cómo se difundía la noticia de mi presencia –explicó Lucrecia sin dar excusas y rascó en su memoria reciente en busca de qué podía haberse perdido–. Decías que te llamas Pía, ¿no? Y que no sabes si me acordaré de ti –añadió, con el ceño ligeramente fruncido, como si escuchara aquellas palabras por primera vez al salir de su propia boca–. Sí, creo que... –la olfateó a distancia– te conozco. Estabas al norte, más allá de Dirdan, ¿verdad?
–Buena memoria –concedió Pía–. Sí, antes trabajaba allí, pero no me gusta el clima que se está generando con esto de los vampiros.
–Con la de soldados y mercenaries que se están congregando allí a ver qué pasa al final, debéis de tener más trabajo.
–Sí. ¿Sabes que mucha gente te considera de las mejores mercenarias que rondan los caminos en estos tiempos? –contraatacó la jefa de la Casa de Varaev.
Tras pensarlo un segundo, Lucrecia asintió. Más trabajo no siempre era lo más deseado.
–¿Entonces también has venido buscando tranquilidad y servir a las gentes que se quedan sin profesionales por estos lares?
–A grandes rasgos, sí. Pero no te he llamado por la guerra o por mi traslado. Creo que ya conoces la red de información que tenemos los grupos de Varaev.
–Sí, los chismorreos contados por clientes nunca viajarán más rápido –aportó Lucrecia.
–Exacto, así estamos al tanto de todo. Pero a veces los chismorreos son bastante graves y, en esos casos, contactamos con las autoridades.
La licántropa asintió conforme.
–Resumiré: nos hemos enterado de que han detenido en Ritara a la banda criminal con la que te topaste en las montañas.
Lucrecia se tensó, no porque Pía supiera del encuentro que tan sólo había contado a la Madre Superiora, sino por algo muy diferente, mucho más oscuro.
–En Ritara les gustaría que fueras allí, a confirmar que son elles. Sé que son unos doscientos kilómetros... –continuó hablando Pía, posiblemente por ver el cambio sucedido en su rostro–. Podemos avisar que tienes asuntos más importantes...
–No, iré –aseguró Lucrecia, pero le salió con demasiada dureza–. Diles que llegaré en una semana o dos –añadió poniéndose en pie.
–Ha llegado algo más con el mensaje –avisó Pía antes de que se marchara–. Esto estaba entre el botín que escondían –añadió tendiendo la mano, en su palma había un pequeño objeto metálico unido a un cordel–. Alguien dijo que el cascabel podría ser tuyo...
Lucrecia lo cogió rápidamente, cuidándose de no arrancarle la mano a la humana.
–Gracias –murmuró secamente y salió rápidamente sin dar explicaciones.
***
Pese a sus nervios templados, la Madre Superiora no pudo evitar sobresaltarse cuando Lucrecia irrumpió en su despacho aporreando y abriendo la puerta en el mismo movimiento.
–No puedo hacerlo –farfulló la licántropa y después cerró la puerta de un bandazo.
–¿Qué no puedes hacer? –preguntó la humana, dando secretamente gracias porque casi fuera luna nueva.
–Llevar a Silvia a Odelot –ladró Lucrecia, plantada ante ella con todos los músculos en tensión bajo el hábito de Hija de Pashaev.
–¿Por qué no? –se interesó con calma y paciencia. Conocía a la licántropa desde hacía años y sabía que era terca, pero aquello empezaba a ser demasiado.
–Me ha llegado la noticia de que me requieren en Ritara para identificar a la banda criminal.
–Ah, sí –dijo la Madre Superiora. Pasionata la había informado primero a ella y después había ido en busca de Lucrecia–. ¿Dónde está el problema? Si es porque está en sentido contrario a...
–No –interrumpió Lucrecia con brusquedad–. Es porque estoy cabreada –aclaró y empezó a pasearse nerviosa, como una loba enjaulada.
–¿Hubieras preferido atraparlos tú? –planteó la humana, ocultando su condescendencia.
–Sí, pero no por lo que estás pensando –aseguró la licántropa, con voz queda, algo rasposa y jadeante–. Hace cuarenta años me hubiera fastidiado no tener la gloria de la detención. Mientras que hace una década me hubiera parecido estupendo que las autoridades humanas cumplieran con su trabajo. Pero ahora... –hizo crujir los dedos, acabados en peligrosas garras– ahora... –una mueca inquietante, como una sonrisa demasiado macabra acompañada de ojos desquiciados, marcó su rostro– desearía haberlos atrapado yo, para matarlos... –se relamió con ansia– devorándolos. Vivos –jadeó clavándole la mirada.
La Madre Superiora se quedó sin aliento ante el rostro deshumanizado y demencial, los ojos verdes habitualmente serenos y sabios brillaban ahora más propios de una sádica bestia sanguinaria.
–¿Sigues queriendo encomendarme a Silvia, Marla? –preguntó ampliando una sonrisa de afilada y potente dentadura.
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Y de momento es lo que hay. No sé cuándo lo continuaré, no estaba en mis planes hasta que me puse a escribirlo y ¡sorpresa! se desmadró. Como siempre. En realidad no es ninguna sorpresa.
PD: Lucrecia no era un personaje que me entusiasmara demasiado. Hasta que me puse a escribirlo y ¡sorpresa! le cogí cariño. Como siempre. En realidad esto tampoco es ninguna sorpresa.
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