prólogo
Afuera nevaba, como la mayor parte del último mes del año. El cielo desde la ventana del carromato se veía gris, nublado y, para la princesa Milhan, hermoso. Era costumbre suya desviar un poco la mirada de vez en cuando para encontrarse con uno de aquellos monumentos a sus antepasados, como la Reina del Agua, una estatua a su tatarabuela que logró la independencia de Menguante, o el Gran Obelisco, que, bueno, no tenía una historia interesante detrás, pero era un obelisco enorme. Sin embargo, estaba tan frustrada que no quiso mirar para afuera.
La fiesta había terminado. Fue una de las tantas que hacía su padre para distraer un poco a los nobles de la Corte Menguante. Regresó al castillo de Ciudad de Eiham lo más rápido que pudo y escuchó una noticia que no hizo más que alterar sus emociones.
—Tus ojos, mi lady —dijo su acompañante. Era el sirviente que su padre había hecho seguirla toda la tarde.
Ella buscó rápidamente un espejo para observarse.
—Lo siento, Yahim —contestó Milhan—. Es la tensión.
Se miró en el espejo. Sus ojos habían cambiado de color a un tono amarillo enfurecido. Su cabello seguía siendo del color rojizo que había heredado de su padre.
—No se disculpe —dijo Yahim. El hombre era ya un anciano, pero fiel a la casa y la conocía desde su más tierna infancia. Muchas veces su padre le había dicho que era lo más cercano a un abuelo que podía conocer—. Es un placer ver la herencia de su madre. Lo que me interesa es saber lo que le preocupa.
—Creo que no es muy importante —aseguró Milhan.
—Debe serlo —contradijo él—. Cuando yo era pequeño, unos chicos me molestaron e insultaron porque, bueno, digamos que no era muy agradable a la vista. Se lo conté a mi madre llorando y ella me dijo que afuera había gente pasando cosas peores. Ella siempre pintaba el mundo como un sitio horrible.
Milhan le prestó atención, siempre lo hacía.
—¿Sabes lo que hice?
Ella negó con la cabeza.
—Pues aguantarme —dijo—. Tiempo después, cuando ya era un adulto, cada vez que me insultaban y maltrataban, no me defendía ni lloraba, simplemente callaba.
El carromato cruzó el arco que dividía la calle principal y la calle del castillo de Eiham.
—Esa fue una mala decisión —continuó Yahim—. Me di cuenta tarde, cuando ya me había consumido el dolor. Guardarte las emociones era como beber veneno cada día. Pero ya no bebo del veneno. No, ahora enjuago mi boca con él y lo escupo. Como debe ser.
El carromato se detuvo y alguien anunció la llegada.
—¡Princesa Milhan Albastar de Menguante!
La princesa no dejó de mirar al anciano.
—¿Cuál es la enseñanza, Yahim? —quiso saber emocionada. Sus ojos ya habían cambiado a un color más amigable.
—No te guardes las emociones —rezó—. Si algo te perturba es porque importa, no lo minimices.
Ella le regaló una sonrisa y salió del carromato apurada.
El castillo estaba encima de una colina. Era blanco, altísimo y robusto, como los que se decía que tenían los Altari, pero con arcos y grabados que le daban un toque de elegancia. Se decía que había sido diseñada por un arquitecto Altari hace más de quinientos años, antes de la independencia, cuando aún existía el Imperio de la Luna.
Entonces ella recordó por qué estaba enojada y dejó de maravillarse por la arquitectura del edificio. Mientras pasaba entre la plazoleta central, el jardín delantero y luego los pasillos interiores, trató de pensar que solo eran rumores, pero, conociendo al rey, su padre, no pudo evitar creer que lo que había hecho era completamente real. Desafortunadamente real.
Los músicos tocaron sus tambores al ritmo de importante en cuanto se abrieron las puertas del salón para dejarla pasar. La princesa Milhan del Reino Menguante. Gracias a Mary, no se encontraban los aduladores de siempre allí; ya se los había topado en la fiesta. Solo un puñado de sirvientes esparcidos por la sala y su padre, vistiendo su fagad rojo con dorado que significaba triunfo, hablando con un hombre anciano en la mesa.
—¡Hija mía! —dijo el rey, contento al verla ingresar.
Milhan estaba vestida con el abrigo de piel de oso que le había regalado por su décimo octavo aniversario de nacimiento, hace unos pocos meses atrás.
—No estoy de humor —dijo su hija.
Los sirvientes hicieron una reverencia. A su alrededor, los ventanales dejaban pasar la luz azul de la Luna de Mary, las paredes estaban decoradas con alfombras finas y hechas a mano. Los sirvientes estaban colocando nuevas y sacando las antiguas que tenían retratos del rey. Otros se acercaron y besaron la falda de su vestido. Para su gusto, era una tradición asquerosa, pero para su sorpresa, también significaba que estaba comprometida.
—¿Qué hiciste, padre? —le reclamó. Sus ojos cambiaron de color a uno amarillo, que revelaba su ira.
Él levantó una mano y todos los sirvientes salieron del salón de prisa. ¿El rey tenía miedo? Sus ojos no cambiaban de color como los de Milhan, pues era una cosa que ella había heredado de su madre antes de fallecer. Para unos, significaba algo hermoso; para otros, significaba una maldición.
—Hija... —Se escondió detrás de una silla. La última vez que se enojó con él, Milhan le había arrojado un plato.
Ella se acercó, pero no mucho.
—Quiero saber si es en serio —dijo—. Una de mis sirvientas me dio la noticia mientras regresábamos de la fiesta que organizaste seguramente para que yo no esté en el palacio mientras tú lo planeabas, pero no le creí.
—Te lo iba a decir en la cena de esta noche, hija—se justificó él—. La luna hoy está azul, sabes lo que significa. Paz.
—Primero cierras la biblioteca Gonzul y ahora ¿me casas sin preguntarme? ¿Qué diría mamá de esto?
Su madre seguramente le arrojaría un jarrón de su colección de Jarrones traídos del lejano Reino Adyacente. Ella adoraba esas antigüedades, pero no dejaría escapar la oportunidad de descargarse. Eran idénticas en ese sentido.
—Tampoco es para enojarse tanto —dijo Areim Albastar. El rey era un hombre que, digamos, dejaba mucho que desear como gobernante del Reino Menguante.
—¿Cómo crees que iba a reaccionar? —quiso saber su hija. Sus ojos volvieron a su color original. El color verde claro de la familia de su padre.
—Tienes que comprender, hija —comenzó a decir—. El Imperio Desafiante se está expandiendo y...
—Sí —dijo ella—. Ya me enteré de la caída de los pequeños reinos. Salió en los periódicos.
—Entonces lo entiendes. Son tiempos difíciles y no sabemos cómo podría terminar esto. Nos aseguramos la estabilidad si...
—Si me casan... ¿es eso?
—Es con el príncipe Shoyoi —argumentó él—. Se conocen desde la infancia, así que pensé que sería mucho más fácil para ti, hija. Él tampoco lo sabe...
Entonces lo recordó. El príncipe que le había robado su primer beso alguna vez. Siempre trataba de impresionarla. Ya tenían una alianza fuerte con su reino; el Reino Creciente. ¿Por qué reforzar esa alianza casándolos?
Aunque, era un chico atractivo y con ojos tan bonitos y con esos brazos tannn...
—Está bien —dijo Milhan en voz baja—. Soy una princesa, después de todo lo hago por el reino. Debo pensar en mi gente primero y todas esas cosas.
—¿Tan rápido cambiaste de opinión, hermanita? —dijo una voz. Era el príncipe Yizhim. El hermano mayor que aparecía de la nada siempre en momentos inoportunos para burlarse de la princesa.
Lo peor de todo es que un día será el rey de Menguante.
—¿A caso eso te importa? —cuestionó ella, haciendo una mueca de disgusto—. Lo hago por el reino.
—Hace unos segundos tus ojos estaban amarillos, Milhan —dijo burlón. Con su mano izquierda, adornada de tres anillos de esmeralda, se peinó su largo cabello castaño—. Deberías aprender a controlar los arrebatos. Ya eres mayor. ¿Ibas a arrojarle otro plato?
Su padre los observó.
—¿Qué? —preguntó ella—. No iba a hacerlo.
—Me alegra —contestó el papá. En sus manos cinco anillos de esmeralda que señalaban su estatus—. Te casarás en cuanto llegues al Reino Creciente.
—Es... espera —interrumpió Milhan con los ojos en blanco—. ¿Quieres que viaje en una carreta hasta el Reino Creciente?
—Milhan, hija —dijo el rey—. Irás en barco junto a casi una treintena de buenos hombres de la armada marina. Estará Adhim, lo conoces bien. Es amigo de la familia.
Detente, se ordenó ella misma cuando sintió que sus ojos volvían a teñirse de amarillos porque su sensación de malestar estaba a punto de rebozar de nuevo. Tendría que aceptarlo a regañadientes. Forzó a su cuello y a su tensada mandíbula a fingir una sonrisa.
—¿Por qué no casas a Yizhim si es el heredero? —sugirió entonces, más tranquila.
—Me casaría con Shoyoi —dijo Yizhim—, pero no soy su tipo. Además, anda enamorado de ti desde que te vio por primera vez.
La princesa se sonrojó. ¿Por qué siempre soltaba esos comentarios para incomodarme?
—Eso no es verdad —contestó ella. Sus ojos cambiaron a un color rosa claro.
—Tus ojos te delatan, hermanita —dijo Yizhim y salió por la puerta del salón.
Yizhim siempre tan misterioso, había dejado solos a su hermana y a su padre, pero Milhan sospechaba que en realidad seguía escuchando tras la puerta.
—Está bien —aceptó Milhan, cruzándose de brazos—. Al menos espero que el barco que me lleve tenga una cama caliente. Hace un frío terrible afuera.
NOTA: Bienvenidos, viajeros. Espero que les guste la historia.
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