30 - 🗡️Visia🗡️
Una docena de humanos disfrazados de soldados nos rodeaba. Uno de ellos, de pelo negro y ojos achinados como los del difunto Tuerto, dio un paso adelante con una misteriosa mirada. Sacó un papel y luego tosió.
—Por orden del rey de Creciente, quedan arrestados. Entréguense para evitar el derramamiento de sangre.
Escupí al suelo.
—Pero si la sangre es lo mejor —dije—, y más de los humanos que se cortan hasta con un papel.
El soldado no pareció inmutarse con mis palabras, pero los cadetes que tenía detrás parecían alterados, colocando sus manos en sus armas por si se presentaba la ocasión de atacar. Me miraron como miraban los humanos a los enanos, como monstruos. Era de esperarse de una raza tan debilucha.
Miré a los chicos a mi espalda. Todos callados, esperando una orden del capitán. Ibrahim observaba la situación y luego soltaba alguna orden sin sentido. Lo que debería decir es que acabemos con todos y ya. ¡Por todo el hielo del mundo! Nunca supe por qué los humanos daban tantas vueltas.
—¿Quiere que les dispare, capitán? —pregunté, pero ni siquiera había desenfundado mi perto12.
Entonces me miró. Ibrahim me miró fijamente a los ojos y sonrió, inclinando la cabeza en signo de aprobación. O quizás fue solo mi imaginación.
El soldado puso una mano en su espada.
—Ni si te ocurra hacer...
Me abalancé contra su pecho y le di una patada que lo arrojó contra la pared. Sus soldados no dudaron un segundo en sacar las afiladas agujas que tenían para atacarnos.
Uno iba a atacarme por detrás, pero Ibrahim le dio un puñetazo. El pobre cadete terminó cayendo contra una mesa que destrozó al instante. La cerveza que estaba ahí se desparramó. Una triste imagen. Un desperdicio de licor.
Vi una flecha rozarme la cara y a un hombre caer cerca de la entrada. Ndu Womba de nuevo atacando a distancia. Las flechas siempre me parecieron aburridas. No eran como las pistolas. Las pistolas eran estruendosas y destructivas.
Le agradecí con un pulgar al aire.
Mosakev estaba recibiendo disparos, pero se escondía tras la barra de la taberna junto con el dueño.
—Dejen de destrozar mi taberna —pedía a gritos el señor.
—Lo siento, lo siento —se disculpaba en dracónido.
Corrí a ayudarlo. Giré y brinqué sobre una mesa, sorprendiendo a los artilleros y cayendo sobre sus hombros. No lo vieron venir. Cayeron de inmediato.
Alalim, mi hombre, estaba oculto tras una columna de madera bebiendo un tarro. Se escondía como si la columna fuera a cubrirlo. Era gracioso. Ese hombre tenía sentido del humor.
Me enfrenté a un par de soldados más y todo se quedó en silencio. Un silencio que yo detestaba a más no poder.
Cuando me di cuenta ya había terminado. Ibrahim y la princesita estaban a salvo, Ndu Womba vivo, Otto susurrando oraciones a su diosa del sol y el dracónido seguía pidiendo disculpas al dueño de la taberna.
—Qué aburrido —musité.
—Y que lo digas —correspondió Alalim. ¿En qué momento había aparecido detrás de mí?
—Eres un gordito sigiloso —le dije y me acerqué a su rostro. Era un palmo más bajo que yo, pero el doble de ancho. ¡Más lugar para agarrar! Tenía un pecho firme, una panza digna de ser esculpida y una barba blanca como la nieve.
Se puso rojo.
—Lo soy —dijo.
—Gente —interrumpió Mosakev—. El tabernero tiene un pasadizo que va hasta el puerto. Podemos llegar sin ser vistos.
—Pero deben pagarme los daños —condicionó el hombre. Ya era un anciano y apenas se mantenía en pie.
Ibrahim se acercó al anciano y le puso una mano en el hombro.
—Claro que sí, viejo —contestó—. Palabra de pirata.
—No creo en palabras, creo en dinero.
La princesa se acercó al hombre. Siempre se veía tan ridícula con esa caminata delicada. Era como una muñeca de porcelana y en cualquier momento podía romperse.
—Soy la princesa Milhan del reino Menguante —le dijo—. Si no cree en un pirata, crea en mí. Se lo pagaremos. Promesa de princesa. —Puso una sonrisa extraña, seguro fingiendo amabilidad ante un simple súbdito.
Al hombre le brillaron los ojos.
—No se preocupe —dijo—. Haré lo que sea por usted. Síganme. El pasadizo es corto y seguro.
Lo seguimos por un laberintico pasillo apretujado y llegamos al puerto en cuestión de minutos. El hombre nos dejó ahí y cerró su compuerta metálica, no sin antes despedirse de Milhan con una reverencia.
Seguidamente Alalim, esa cosa de glúteos hermosos, nos llevó hasta su barco. Que no era el más grande, digamos. No era el más desafiante ni el más temido por los piratas, pero estaba limpio y en la quilla se posaba la figura de un pingüino hecho de madera de abeto. Lucía hermoso.
Ibrahim era el único que no parecía alegrase.
—Este es un barco mercante, Visia —me dijo. Su voz tenía un hilillo de asco—. No tiene cañones.
No supe qué decir.
—Los cañones pesan bastante —dijo Alalim, de nuevo apareciendo de la nada—. Este barco es el más ligero de todo Maram. El más veloz por consecuencia. —Sonaba bastante convencido. Era un hombre inspirador.
—Espero que nos sirva —dijo Ibrahim.
—¿Qué pasará con La Aurora? —quiso saber Otto.
El rostro de Ibrahim cambió. ¿Estaba triste? Claro, tenía sentido. La marina de creciente seguro lo había encontrado y solo el frío sabe lo que harán al barco del capitán.
—No debiste preguntar eso —dijo Ndu Womba.
—Descuiden —dijo Ibrahim—. Estará bien.
—¿Y si lo prendieron fuego? —dijo la princesa.
Ndu Womba quedó boquiabierto.
—¡Pero no lo digas tan brusco! —dijo.
Ibrahim se rio de ellos.
—¿Puedo saber cuál es el rumbo? —quiso saber Alalim.
El capitán Ibrahim quedó en silencio y una sonrisa se dibujó en su rostro de inmediato. Ya no teníamos lugar a donde ir. El Isla Seca nos perseguían y en Rocas quedamos sin barco. Solo había un lugar donde las leyes eran dudosas y que permitían a piratas convivir con los habitantes.
—Dile a tus hombres que icen las velas, Alalim —dijo Ibra—. Rumbo a los reinos de Chocante.
La tripulación del capitán pronto se alivió. Yo también me sentí un poco aliviada, pero no tanto porque prefería Rocas. Ya me estaba acostumbrando a los puentes colgantes.
Alalim se volteó y habló a sus hombres.
—¡Icen las escarchosas velas! —vociferó—. ¡Apúrense, que no tenemos todo el día, banda de animales! —Tomó a uno de sus hombres y lo empujó con dirección al palo mayor—. ¡Si veo a alguien holgazaneando lo tiro por la borda!
—Sí que es sexi —musité.
La princesa Milhan me miró como si no lo entendiera.
Notamos que Alalim vendía paja, y mucha. El interior del barco estaba repleto de cubos de paja y botes de granos. Con razón era un barco tan ligero. Cuando el barco se puso en marcha hacia el noroeste, nos comenzamos a relajar.
Sin embargo, fragatas nos comenzaron a perseguir. Naves enormes que no eran de Creciente.
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