12 - 🗡️Soran🗡️
8 AÑOS TRAS.
Era una tarde fría y maravillosa. Había vuelto a mi ciudad natal, a Zhaga, donde la había perdido. Todavía solía escuchar su tierna voz por las noches. Estaba seguro que a ella le hubiera encantado la vista. Desde el palco donde me encontraba sentado, pude ver el Puerto de Zhaga a lo lejos, con embarcaciones comerciales llegando y partiendo. El Mar Desafiante siendo invadido por la luz del mediodía.
Ninguna sola nube en el cielo.
La arena Guarida del Bardo tembló. Esta era un cuadrado enorme con un escenario en el centro, rodeado de cientos de bancos tallados en distintas alturas. Hacía mucho tiempo que no venía a una arena a disfrutar del espectáculo. Obviamente, como yo era comandante de los Inquisidores, tenía un palco exclusivo especial para mí, con un par de sillones acolchados de rojo y decorado con oro, una salita con aperitivos y una cama por si me apetecía aprovechar la compañía.
—Mi señor —dijo una voz detrás de mí.
Volteé a mirarlo. El apuesto joven traía una taza de fina cerámica blanca, con el vapor humeante danzando por el viento seco que se filtraba de la arena. Le hice un gesto para que pasara al balcón del palco, puso el té sobre la orilla de la mesita y se dispuso a marcharse apurado.
—Alto —lo detuve—. Acércate.
Él se acercó, algo tímido hacia la orilla. Tragó saliva. El chico era joven, quizá tenía unos veinte años aproximados. Tenía el pelo rojo, corto, la piel blanca y fina.
—¿Cómo te llamas, chico? —pregunté. Yo no tenía puesta mi armadura, pues ese día había decidido descansar de mi posición, de mis títulos, de mi nombre. Solo llevaba un uniforme formal azulado oscuro que llevaba desabotonado.
El chico era notablemente humano, pero no tenía los ojos achinados característicos de los de Creciente, sino más bien la complexión física de alguien de Menguante. Muy pocas veces había visto a alguno de allí y menos pelirrojo.
—Mizim —respondió él. Tenía un acento suburbano, quizá esteño, traído como esclavo en alguna campaña mía.
—¿Quién te ha enviado junto a mí? —pregunté serio. Traté de simular amabilidad en mi voz.
—La dueña de la arena, gran señor —respondió el chico. Estaba vestido con una provocativa saya blanca, dejando a la vista sus hombros, sus brazos finos y la mitad de su abdomen hasta el ombligo—. Dijo que te seguramente gustaría.
—Solo dime Soran —le dije—. Casi nadie tiene el privilegio de llamarme por mi nombre. ¿De dónde eres?
—Distrito Norte de Zhaga —dijo rápido.
—Me refiero a más atrás. ¿De dónde vienes?
—Mi familia y yo éramos de Menguante —respondió—. Vinimos a la capital de Urgah antes de que anexaran ese reino al Imperio Desafiante.
—Ah, esa era la ciudad de los Minotauros —recordé—. Edificios gruesos y negros con casas con las ventanas apuntando siempre al sur.
Él asintió.
—Pero eres de Menguante, ¿cómo terminaste viviendo con Minotauros?
—El rey Areim quería una estrecha relación comercial con los Minotauros de Urgah, mi señor.
—Al final del asedio se anexaron al imperio —rememoré— y entregaron a los humanos y enanos que vivían entre sus murallas. ¡Uh, bella traición! Mis hombres mataron a algún familiar tuyo, ¿no es así?
—Afortunadamente no, mi señor. Solo nos esclavizaron después de que nos hubiéramos rendido.
Reflexioné unos instantes, estudiando la figura esbelta y femínea del chico, mientras él miraba el interior de la arena, donde estaba ocurriendo la acción. Un orco estaba peleando contra un kenku. Se escucharon los griteríos y abucheos, mientras chocaban espada contra hacha.
—Siéntate a mi lado, Mizim —le ordené pasivamente, señalando el cómodo sillón que tenía al costado.
Él dudó por un segundo, pero luego se sentó. Al parecer no tenía experiencia. Lo noté por cómo actuaba nervioso, desviando la mirada hacia cualquier parte. Puse mi mano derecha sobre su pierna con la intención de tranquilizarlo.
—Haremos un trato, Mizim —dije, subiendo mis dedos por la parte interna de su muslo—. Me aseguraré de que tu familia reciba buenos dotes.
Mizim se volvió para verme. No pude evitar fijar mi mirada en su boca, pues tenía unos labios finos, rosados como flores de primavera, brillantes. La dueña de la arena, sea quien fuera, sabía de mis gustos y se lo agradecía.
—¿Un trato? —preguntó el chico.
—Vendrás conmigo a todas partes —expliqué—. Serás más importante que muchos de mis soldados. Nunca va a faltarte nada, pero a cambio, chico, serás mío.
Él no supo qué decirme.
—Tienes la libertad de elegir tu destino, Mizim —continué diciéndole mientras el público de las gradas más abajo gritaba y vitoreaba, histéricos por ver sangre—. Podrías salir por esa puerta y regresar a tu vida en aquel burdel de donde viniste, tratando de ganar moneditas de algún noble. Seguir con tu vida. O podrías venir conmigo, recorrer el imperio a lomos de un corcel, atendido por tus propios sirvientes.
Él puso una mano sobre la mía y se adueñó de ella. Sus dedos estaban fríos, delicados al tacto. No tenía por qué alertarme. Alguien como él no me haría un rasguño.
—Mi destino ahora es suyo, Soran —dijo y, con un lento movimiento, llevó mi mano hasta su entrepierna, donde me dejó sentir el bálano que se había erguido bajo las telas traslucidas de la saya que llevaba encima.
Con un beso sellamos el trato.
NOTA: ¿Harías un trato con el general más poderoso del imperio Desafiante?
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