09 - 🗡️Ibrahim🗡️
Fui a ver a la princesa a la parte inferior de la fragata, donde la había atado para que no molestase. Sin embargo, cuando bajé por las escaleras, la vi suelta con una bala de cañón en sus manos y mis hombres viéndola como si nada.
—¿Qué escarchas hace ella desatada, par de tontos? —les pregunté bajando por la escalera.
—Capitán —dijo Ndu Womba apuntando a Milhan con ambas manos—. Esta mujer nos enseñaba que el mundo es en realidad una bala de cañón gigante.
Su compañero sonreía como si fuera normal.
—No me import... ¿Qué? —dije confundido y entrecerrando los ojos con incredulidad. Estaba convencido de que mi tripulación no tenía a los hombres más inteligentes de todos los mares, pero estos dos me hacían creer que, con total certeza, tenía a los más incompetentes—. ¿Solo la soltaron para eso? En serio, a veces quiero golpearlos.
Y lo hubiera hecho en otra época, pero no tenía tiempo. Además, como decía una antigua frase de mi padre: «Así como no te sorprendes cuando un árbol de manzanas da manzanas, no te sorprendas si un tonto hace tonterías».
—Tengo que hacerlo todo yo —bufé con desganas—, porque me arriesgo a que todo salga mal.
Me acerqué a la princesa para volver a atarla. Debía estar segura y resguardada hasta conseguir mi objetivo, porque si se perdía de mi vista sería presa de otros piratas o corsarios que desperdiciarían su verdadero valor.
Con la cantidad de lunsas que me darán por ella, lograré conseguir que el enano hable. Lograré matar a mi hermano Soleim.
La sostuve de la muñeca, pero ella se zafó y se apartó.
—¿A dónde me llevan? —exigió saber la princesa. Se puso firme y sus ojos cambiaron a un amarillo chillón. Su constante agresividad me cansaba, pero al mismo tiempo me impresionaba. Muy pocas mujeres de la realeza podían estar frente a un pirata y mirarlo como si fuera un simple mortal.
—No te debe de importar —le contesté completamente hastiado—. Tú solo debes quedarte tranquila y callada hasta que tu escarchoso prometido pague para que te libere.
Ella dejó la bala que tenía en su lugar. Sus movimientos eran elegantes, su voz delicada y sus manos pequeñas como las de un niño; sin embargo, su prepotencia seguía siendo un gran contraste en su personalidad.
—Tú eres el escarchoso —dijo ella—. Eres un asesino.
Al menos no estaba Visia para decir: ¿quieres que le dispare, mi capitán?
—Buena acusación —le respondí con calma a la princesa de Menguante—. Pero no he matado a nadie que no me haya atacado primero, así que fue en defensa propia, su señoría.
—Eso no quita que seas un asesino.
—Pero lo justifica...
—Nada lo justifica. —Se cruzó de brazos.
El sátiro y su compañero Otto miraban la discusión con un elevado nivel de interés.
—¿Y qué harás? —quise saber—. ¿Vas a condenarme a la quilla, prin-ce-sita?
—Cuando Shoyoi te encuentre con la flota más grande del Reino Creciente...
—Tu novio no ha movido un dedo desde que le enviamos tu cartita, princesa. Tal vez se alegra de tu secuestro.
Sus ojos se pusieron rojos claro, al igual que sus mejillas. Cuando habíamos tomado su barquito mercante, estaba bien arreglada, pero ahora, después de unas horas de viaje, tenía el vestido sucio de polvo.
—Exijo la ley de asilo —dijo la princesa.
—¿Qué sabes de esa ley, princesita? —pregunté.
—Según las leyes del concilio pirata —dictó ella como si lo supiera de memoria—, si una mujer pide la ley de asilo, el capitán de la nave tiene la obligación de ofrecerle un buen servicio durante el viaje. Exijo una cama.
Mis hombres se echaron a reír. Los silencié haciendo un gesto con las manos. Hubo silencio.
—Si eres un hombre de principios —continuó ella—, exijo la ley del asilo, capitán.
—¿Un pirata puede tener principios? —puse en duda—. Eso de las leyes del concilio es una cosa antigua. Sin embargo, te lo voy a conceder esta vez, princesa.
Ella sonrió en respuesta, como si hubiera ganado.
Por fin quedé frente a frente con ella. Llevaba puesto una camisa rosa desgastada por el sol y sobre ella una casaca gris que me cubría del frío tormentoso marino. Miré a la princesa con un gesto de desaprobación. Me llamaba la atención su rostro, fino sin maquillaje, con los cachetes inflados y con la nariz pequeña. Un mechón de cabello pelirrojo bajó por su frente.
Me acerqué a ella y le moví ese mechón detrás de la oreja.
—Perdón por haberla atado, su majestad —dije sonriéndole—. Ahora si podrá viajar en primera clase.
Entonces la tomé del brazoy subimos por las escaleras. Cuando salimos al exterior, un gran golpe de laluz solar hizo que llamáramos la atención de la tripulación. Todos se quedaronviendo como la princesa me seguía hasta mi despacho; unos incluso hacíanchistes de que la metía allí para divertirmecon ella lo que me dio un poco de gracia.
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