A la princesa ataron mis hombres y se la llevaron a mi camarote. O por lo menos eso intentaron, pues esa mujer no paraba de patear y gritar.
—¡Váyanse todos a la mierda! —gritaba la princesa mientras era llevada a rastras—. Mi padre los encontrará y los condenará al Desierto de Hielo.
—Sí, ya te oímos la primera vez —dijo Mosakev, mi contramaestre. ¿Ya les dije que era un lagarto? Pues lo era. Tenía un hocico enorme y con dientes afilados, pero siempre vestía bien, al menos en comparación con el resto de la tripulación.
—¡Alejen a esta cosa fea de mí! —ordenó la princesa.
El dracónido se detuvo y la miró ofendido.
—Las palabras también son afiladas —citó el lagarto.
—No le hagas caso —dijo Visia, la única Altari en mi tripulación. Llevaba un rato largo persiguiendo a la prisionera desde lejos porque le parecía una cosa extraña de ver.
—En Mokuovia los humanos son los feos —dijo el lagarto, siguiendo con el drama—, pero no se lo decimos. Esas cosas no se dicen.
—No sabía que los cocodrilos lloraban —dijo Milhan. Sus ojos estaban amarillos de ira y no paraba de tirar de la cuerda para intentar zafarse, cosa que no iba a lograr.
Mosakev se puso serio.
—No quiero encargarme de esta criatura —dijo él—. En serio está enrabiada. Deberíamos dormirla.
Me acerqué hacia ellos.
—¿Ya vamos a dispararle? —preguntó Visia, ansiosa, con la voz aguda que tanto molestaba. Afilaba la punta de sus cuernos con la navaja que tenía.
—Si fuera por ti —le respondí bajando al puente— nos dejarías sin botín, cornuda.
—¿Cornuda? —Visia se sorprendió por el insulto—. Para los Altaris de hecho eso no es un insulto, es un halago.
—Cállate, Visia —le dije.
Mosakev estiró de la cuerda y la princesa caminó a duras penas, tratando de no tropezarse. Se había formado una congregación de hombres alrededor de la prisionera.
—¡¿Qué me miran, rufianes?!
La princesa seguía gritando insultos, así que detuve a mis hombres con un gesto antes de que la metieran al camarote. Ellos se quedaron mirándome desconcertados.
Yo mantuve mi mirada fija en la chica. Piel clara, pelirroja, ninguna sola marca ni cicatriz. Seguramente nunca habrá lavado un plato o tocado un cuchillo de cocina. Por la actitud agresiva que mostraba, la habrán educado dándole todo lo que pedía. ¿Alguna vez se ha ensuciado las manos?
—Escucha, princesa —le dije, acercándome a ella, que tenía las manos en la espalda—. Este barco no es un hotel, ni un crucero. Por más que grites, estos son mis hombres y harán lo que yo ordene.
—¿Eres el malote de altamar? —me dijo con tono condescendiente—. En realidad, pareces un niño.
—Por Mary, no entremos en ese juego —le dije—. Trata de tranquilizarte para hacer esto más sencillo para amb...
—¿Sabes algo? —interrumpió ella—. Tienes pinta de que tu madre te sigue lavando las sábanas.
Mis hombres guardaron silencio tras el insulto. Fue gracioso, ligeramente. Yo sonreí. Luego mi tripulación se echó a reír.
Los miré enfadado.
—¿Quién les dio permiso de reírse? —pregunté.
—¿Quieres que les dispare, mi capitán? —quiso saber Visia, apareciendo de la nada de nuevo.
—Vuelves a preguntarme eso hoy —le dije— y yo mismo te ataré de cabeza a un mástil durante todo el viaje.
—Entendido, capitán —sonrió alegre y saltó por ahí dando brincos con una sola pierna. Su sucia cabellera blanca se balanceaba de un lado a otro, como una enredadera sorprendida por los vientos.
—Que tipa tan rara —dijo uno de mis tripulantes.
—Pero es un buen pirata —contesté. Me salvó la vida varias veces, así que tenía sentido que fuera mi contramaestre. La quería a mi lado.
Miré de nuevo a mi botín. Esa mujer insolente, hermosa y testaruda. Me pregunté por un momento si sus padres pagarían algo por ella. Quizás la casaron para deshacerse de su hija por molesta. Los comprendería.
—No la metan al camarote —dije al contramaestre—. Llévenla abajo, háganla sentir cómoda y que nadie la moleste.
—¿Abajo? —preguntó Milhan, sus ojos cambiaron de color de un tono azul claro a uno gris verdoso.
—Sí, princesita —confirmé—. Estoy un poco cansado de ti.
—Es solo el principio —dijo ella. Y me escupió.
Su saliva se embarró por mi rostro.
—Al menos confirmo que no huele a flores —me burlé mientras limpiaba mi cara con la manga de mi gabardina.
Mis hombres se quedaron mudos mientras nos miraban como si fuera un espectáculo.
—Gritaré toda la noche —amenazó la princesa. Sí que tenía carácter—. No te dejaré dormir. ¡No dejaré dormir a nadie!
Entonces la tomé del rostro y se calló. Nos miramos fijamente los ojos sin pestañear como si se tratara de una competencia de rudeza.
—Ya no irás en primera clase, su majestad. —Me giré para buscar a mi timonel—. ¡Llévenla!
Mi timonel subió hacia la parte superior de la borda. Mati, un chico que era un experto marinero desde los 12.
—¡Mati! —le grité—. ¡Rumbo a las Islas Secas!
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