01 - 🗡️Soran🗡️

16 AÑOS ATRÁS

Corrí lo más rápido que pude. Desafortunadamente los pasillos laberinticos de la ciudad Zhaga eran confusos. Tanto tiempo viviendo confinado en una iglesia cobraban factura a un chico de 16 años, y yo no tenía idea de cómo caminar por la capital sin perderme. Sin embargo, seguía el sonido lejano de las trompetas y tambores de la celebración. Un nuevo rey había sido coronado. Decían que Zadkor iba lograr hacer que el Imperio Desafiante al fin recuperemos las tierras de nuestros ancestros.

Que la luz lo bendiga.

Esquivé un basurero en uno de los pasillos y salté sobre un charco. Cada vez me acercaba más al bullicioso espectáculo en La Plaza de los Héroes. La gente estaba a gusto con días así de festivos, pues les hacía olvidar las enfermedades y la violencia de los barrios bajos traída por los impuros. Zadkor no era Altari como yo, pero respetaba a nuestra especie como igual. Él era un orco, como la mayoría en el imperio y, al igual que yo, pensaba que los humanos, los enanos y los dracónidos eran seres que nos robaron nuestras tierras. Ahora que era emperador debería desterrarlos o, mejor aún..., exterminarlos.

Al fin llegué hasta la boca del callejón, donde ya pude avistar una docena de orcos tratando de mirar por arriba de los que tenían más al frente. El sacerdote Orcohg, mi maestro, que me había criado en el monasterio central desde que me encontró abandonado, me había dicho que no viniera, que las fiestas solo eran excusas para atraer a más chicos al ejército.

Yo pretendía ir.

La zona que días antes estaba vacía, ahora estaba ocupada por una vibrante multitud. Miles de personas, pegadas unas a otras como en una canasta los panes, se alineaban a cada lado de la ancha carretera que dividía la Plaza de los Héroes. Solo el gran obelisco, construido en blanco granito, de una altura imperiosa, se alzaba por encima del público esa tarde. Pero nadie miraba el obelisco; estaban allí por el Desfile del Ejército Desafiante.

Pero no pude ver nada, así que busqué una forma de subirme a uno de los edificios que ladeaban la Plaza.

—Soran —susurró una voz detrás de mí—. Por aquí.

Me giré. Ella era Soria Matanel. Altari como yo. Tenía el cabello rojizo como el fuego, cortado hasta el cuello por el cual le salían unos cuernitos cobrizos afilados del tamaño de un pulgar. Había vendido su cabello para poder pagar la deuda de su padre. Su rostro estaba sucio, pero seguía pareciéndome hermosa. No era más alta que yo, pero casi teníamos la misma constitución física, aunque ella era un poco más delgada y de piel pálida.

—¡Vamos, ven! —insistió ella y me tomó de la mano. La suya estaba fría y delicada.

Me estiró por otro pasillo a un lado del edificio, donde las paredes eran más estrechas y estaban manchadas de moho negro y enredaderas que buscaban alcanzar un poco de luz. Soria era una chica bastante impulsiva. La había conocido en el monasterio una tarde que fue a rezar, pero en realidad se estaba escondiendo de unos maleantes. En los barrios bajos de Zhaga había mucho peligro para una mujer así, pero ella sobrevivía.

—¿No vamos a ver el desfile? —le pregunté, todavía siendo estirado contra mi voluntad.

—No me lo pienso perder, monjecito —respondió ella—. Tendremos la mejor vista de la ciudad.

Entonces escalamos una pila de basura hasta llegar a un tejado. Las tejas amarillentas del edificio estaban nuevas, pero dudaba de su resistencia. Caminamos..., bueno, yo gateé, hasta llegar a la orilla del tejado. Allí, afortunadamente para mí, había una terraza plana. Me incliné ligeramente hacia el frente y miré la Plaza de los Héroes. Miré embobado como los soldados, ataviados en armaduras plateadas, desfilaban sobre la carretera en largas filas, cambiando de formación cuando el comandante del ejército les gritaba una orden.

Gigantes, orcos, altaris, todos armados y listos para la batalla.

—Te lo dije —musitó Soria—. La mejor vista de Zhaga. Ni los ricachones de la realeza ven el desfile así.

—Estoy seguro —respondí.

—Podríamos escupirles desde aquí —sugirió ella.

La miré. Sus brillantes ojos verdosos estaban fijos en una de las gigantescas torres de asedio que cruzaba la carretera. Estaba adornada con estandartes rojos carmesí y un enorme cañón negro con la forma de un dragón apuntaba hacia poniente. Detrás de la torre, cuatro carros con cañones más pequeños eran estirados por unos osos de guerra.

—Ahí vienen, al fin —dijo Soria, entusiasmada.

Miré el desfile de nuevo.

La gente vitoreó cuando aparecieron las Blancas Desafiantes. Quinientas mujeres altaris del ejército vestidas con armaduras blancas en placas. Danzaban un arte marcial que solo ellas practicaban. Se decía sobre ellas que uno de sus golpes era tan preciso que te dejaban ciego de porvida.

—El año que viene pienso enlistarme —confesó Soria—. Mi padre me odiará, pero nada es más honorable que ser parte de las Blancas Desafiantes. Sacrificaría cualquier cosa.

—Están benditas por la Luna —le dije—. Las armaduras llegaron al monasterio esta mañana. El sacerdote Orcohg bendijo cada remache.

—¿Crees que la diosa de la luz existe? —soltó ella. Seguía con los ojos fijos en el desfile, pero su mirada se había apagado, como el soplo del viento a la llama de una vela.

—Dudarlo es pecado —respondí.

—Estoy condenada, Soran —dijo ella. Arrugó la frente y apretó los puños—. Pero no creas que por decirlo me arrepiento. Ella me abandonó primero, llevándose a mi madre agonizante por la maldita gripe roja.

No supe qué contestar a eso.

—¿Cómo puedes decir eso, niñita? —dijo una voz.

Me giré. Detrás de mí habían subido tres dracónidos. Eran de piel roja escamosa, altos y de cabellos enmarañados. Vestían con ropas caras y uno de ellos hasta llevaba una espada enjoyada en la vaina de su cintura.

—Te pueden ejecutar por herejía —dijo uno de los dracónidos. Tenía acento extranjero, y tenía pinta de ser la cabecilla del grupo. Debían haber subido con la misma intención de Soria: una buena vista del desfile imperial.

—Es fácil detestar a la diosa —dijo Soria mirando a los ojos de lagarto de aquellos tipos, haciéndose la dura—. Injustamente ha otorgado riquezas a alguien como tú.

El dracónido se acercó lento hacia Soria. Intenté interponerme entre ambos, pero me empujó a un lado y caí sobre el tejado. Escuché el crujido.

—¿Qué harías tú con mi riqueza? —preguntó el cabecilla, poniéndose cara a cara con la pelirroja—. ¿Afilarte esos feos cuernos o comprarle mejor ropa a tu novio el monjecito?

Soria le escupió en la cara.

—Solo yo puedo decirle monjecito —protestó ella.

Los dracónidos de atrás se echaron a reír.

—Insolente —dijo el cabecilla. Tomó impulso y dio una patada al costado de Soria, empujándola hasta chocar por la barandilla de ladrillos del balcón. Ella soltó un pequeño gemido de dolor.

—¡Soria! —grité, poniéndome en pie. Estaba enfurecido, con la sangre hirviendo.

La barandilla comenzó a resquebrajarse y los ladrillos no aguantaron el peso. Soria cayó. No tardó más de unos tres segundos en escucharse el sonido del cuerpo estrellarse contra el suelo empedrado de la plaza. Aquel sonido vino acompañado con gritos de horror y asombro.

No pude creerlo. Me arrodillé sobre el suelo de la terraza viendo el agujero que había dejado ella en la débil barandilla de ladrillos, como un agujero similar al que dejaban los cañones de asedio en la muralla de una ciudad. Me sentí de la misma forma, como si una bala me hubiera arrancado una gran parte de mí, destrozando mis fuerzas y reduciéndome a simples ruinas.

—No contarás a nadie que estuve aquí, chico —dijo el dracónido que la había asesinado. Lo recuerdo bien: cada escama, la forma de su hocico, sus ojos de lagarto, su cola larga y su tono de voz. La forma en la que se reía...

—La mataste —dije llorando.

—Ella cayó —se justificó—. Tú mismo lo viste.

—¡La empujaste! —exclamé. Me arrastré hasta la orilla y puse mis ojos de nuevo en la calle.

—Cuenta lo que quieras —dijo él, yéndose por donde había venido—. Nadie va a creerte.

Miré hacia abajo con el miedo de que se cumplieran mis sospechas. Decenas de personas estaban rodeando el cuerpo inmóvil de Soria. Ella estaba bañada en su propia sangre, con el cráneo abierto, las piernas quebradas y algunos huesos de los brazos expuestos.

Si la diosa permitía que ocurrieran estas cosas, ella no existía o simplemente no le importábamos.

Juré vengarme y, ese mismo día, me enlisté alejército.


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