Capítulo XXXIV
XXXIV - SUEGROS
No entres en modo pánico.
Ya estoy en modo pánico.
No pasa nada.
Pasan muchas cosas.
La primera es que hoy vienen a cenar los padres de Jane. Bueno, y Jane también. La segunda es que he tenido que cepillar a Pelusa y quitar todas sus pelusas del salón para que no se piensen que vivimos en una granja. La tercera es que, ya que estaba, me he puesto a limpiar todo el salón y la cocina.
Papá y mamá están reclusos en el sofá con las piernas al aire. Les he obligado a no moverse para que no pisen lo que acabo de fregar. De mientras, me observan con curiosidad.
—¿No te parece que es la primera vez que limpia tan a fondo? —pregunta mamá.
—Desde luego.
En otra ocasión quizá respondería. Ahora estoy ocupada moviendo muebles y a Pelusa para que no me ensucien lo que acabo de limpiar. El pobre animal me bufa cada vez que me ve aparecer con objeto de limpieza, pero apenas me doy cuenta porque necesito que esté todo perfecto.
—Si hubiera sabido que ibas a limpiar toda la casa —prosigue mamá—, habría propuesto que vinieran antes.
—Podríamos convertirlo en costumbre —opina papá—. Que vengan cada jueves y ya nunca más habrá que limpiar la casa.
—Estoy de acuerdo.
De nuevo, no respondo porque estoy sujetando la mesita con un pie mientras friego a toda velocidad. No es hasta que la suelto que deduzco que habría sido más fácil apartarla.
A medida que avanza la tarde, mamá se mete en la cocina para empezar a preparar la cena. Por suerte, papá le toma el relevo y le propone, muy suavemente, que sea él quien se encargue de esa parte. Contenta, mamá vuelve al salón y empieza a editar fotos en el portátil.
Es mi turno para meterme en la ducha y ponerme un disfraz de persona decente.
No será creíble.
La elección de ropa es una camiseta sencilla, el pelo atado en una mini coletita y unos vaqueros. Decentes, ¿eh? Nada de roturas. Tiene que parecer que soy una chica formal. Una chica con la que querrían ver a su hija durante muchos años. A ver si se lo creen...
Para cuando bajo las escaleras, nuestros invitados están a punto de llegar. Los nervios no dejan de aumentar. Y mis ganas de arrancarme los pelos a tirones, también. ¿Por qué no podían venir mañana, y así tener tiempo para prepararme? Cómo odio las improvisaciones.
De todas formas, aprovecho que mamá sigue con el portátil y me cuelo en el pasillo de la entrada. Tan disimuladamente como puedo, abro los cajones con los álbumes de fotos y empiezo a amontonarlos. Lo último que necesito es que se ponga a enseñarles lo tierna que era de pequeña. O esa foto en la que estoy en la bañera. O comiendo arena en el patio. O decapitando muñecas. Oh, no. No van a verlas. De eso nada.
—¿Qué haces?
La voz de papá casi me provoca un infarto. Me vuelvo, alarmada, para encontrarlo de pie junto a la puerta de la cocina. Todavía lleva el delantal y una espátula. Me mira con sospecha.
—¡Nada! —aseguro con voz chillona.
—Suelta esos álbumes, señorita.
—¡Es para que mamá no les enseñe las fotos! Por favor, papá, tienes que ayudarme a...
El timbre resuena por toda la casa. Mamá suelta un chillido de emoción. Yo de pánico. Papá no reacciona.
Quizá, por eso, mi primer instinto es lanzarle los álbumes. Papá los recoge como puede y no le queda más remedio que soltar la espátula. Le doy un empujón justo cuando mamá entra en el pasillo, así que no le da tiempo a verlo trastabillando hacia atrás.
Mamá se detiene un momento junto a la puerta. Parece confusa.
—¿Qué me he perdido?
—¡Que han llamado al timbre! —exclamo—. ¿Vamos a hacer esperar a nuestros invitados?
—¡Jamás!
—¡Exacto! Abre, abre.
Mientras ella va felizmente hacia la puerta principal, yo noto la mirada furibunda que me echa papá. Por lo menos, va a esconder los álbumes por la cocina.
El chillido de la puerta principal hace que me asome con curiosidad. Tan solo veo la espalda de mamá, que ha dado un saltito de emoción. Pelusa, en modo furioso, va directo a interceptar a los invasores. No me queda más remedio que interceptarlo antes de que se ponga a atacar a diestro y siniestro.
Conclusión: cuando los invitados entran, ven a un gato intentando arrancarme la cabeza mientras lo sujeto tan lejos como mis brazos pueden estirarse.
—¡Hola! —exclamo con una sonrisa nerviosa—. ¡Bienvenidos, bienvenidos!
—¿Estás bien? —pregunta el padre de Jane.
—¡Perfectamente! Es que nuestro gato es muy cariñoso y a veces hay que contenerlo.
Mamá abre mucho los ojos y, apresuradamente, se acerca a quitarme a Pelusa. En cuanto toca sus brazos, el puñetero gato se calma y contempla a los recién llegados.
Te odia.
Gracias, no me había dado cuenta.
Jane, a diferencia de mí, va vestida como cualquier otro día: sudadera gigante, pantalones por las rodillas, cuarenta pulseras y las converse desgastadas. No lleva cascos o mochila, así que supongo que sus padres le habrán pedido que los deje. Incluso ese moño desarreglado es el mismo de siempre. En cuanto ve mi ropa, esboza media sonrisa burlona. Menos mal que no dice nada.
Sus padres no han cambiado mucho desde la última vez que los vi; su madre tiene el pelo corto y rubio, los ojos claros que su hija ha heredado, y lleva un vestido rosa y sencillo que ha complementado con una rebeca blanca. Por algún motivo, toda la ropa que se pone parece hecha a dedo para ella. Su padre, en cambio, viste una camisa bien planchada y unos vaqueros oscuros. Lleva una botella de vino debajo del brazo. Lo que más me preocupa es la bandeja tapada que trae ella; no se me ha olvidado cómo era la última comida que probé en su casa.
—¡Livvie! —exclama la mujer, encantada—. ¡Cuánto tiempo!
No sé cómo debería saludarla, así que dejo que elija ella. Al final, se acerca y me rodea con el brazo libre. Noto el sonoro beso que me planta en la mejilla. Y el pellizco que me da en la otra.
—Encantada de volver a verla —murmuro, un poco avergonzada.
—Por Dios, tutéame un poco. Me acaban de salir tres canas.
—Mamá —murmura Jane, tan avergonzada como yo.
—¿Qué? ¡Intento crear un poco de confianza!
Su padre es mucho más tranquilo. En lugar de acercarse a achucharme, me saluda con una sonrisa desde una sana distancia. Creo que se ha dado cuenta de que estoy más cómoda así.
—¿Cómo estás? —me pregunta.
Nerviosa.
—Genial.
—Gracias por invitarnos —añade, mirando a mamá—. No sé cómo habéis convencido a nuestra hija, pero ha sido una sorpresa muy agradable.
—No me han convencido —protesta Jane, aunque nadie le hace mucho caso.
—Livvie debe ser una buena influencia —añade su madre, tan contenta.
Como todo el mundo se vuelve hacia mí, esbozo una sonrisa y finjo ser lo más inocente posible. Jane, por su parte, enarca una ceja.
Mamá empieza a gesticular por toda la habitación. Cada vez que viene alguien nuevo, la tradición es darle un tour por toda la planta baja. Cualquiera diría que estamos en el Louvre, porque describe nuestras fotos enmarcadas como si fueran obras de pintores de hace doscientos años.
Por suerte, estas fotos no me preocupan demasiado. Que las vean, a ver si no se acuerda de que existen las otras...
Como mamá está enseñándoles una foto de cuando era pequeña, aprovecho para alejarme unos cuantos pasos. Mi objetivo es ir a la cocina para asegurarme de que los álbumes están guardados con cuidado, pero me veo interrumpida por la mirada curiosa de Jane.
—Honestamente —dice—, una parte de mí estaba deseando que mis padres dijeran que no.
—Y una parte de mí estaba deseando que tú lo dijeras.
—¿Cómo iba a hacerlo? Quiero caerle bien a tus padres.
—¡Y yo a los tuyos!
—Pero ¡si tú hubieras dicho que no desde un principio, los míos ni siquiera se habrían enterado!
Toda esta discusión transcurre en susurros mientras mamá señala otra foto. En esta, salen ella y mis tíos Lexi y Liam. No sé hasta qué punto les importa a los padres de Jane ver a los amigos de mamá, pero le prestan toda su atención.
Muy educaditos.
Mamá tan solo se distrae cuando oye los pasos de mi padre, que acaba de salir por la puerta de la cocina. Ya se ha quitado el delantal y, disimuladamente, recoge la espátula que antes le he tirado al suelo. Consigue escondérsela tras la espalda antes de que ellos la vean.
—¡Jared! —exclama mamá—. Ven, ven. Te presento a Naya y Will, los padres de Jane. Se dedican a...
—¡NO ME LO PUEDO CREER! ¡TÚ!
El grito de la madre de Jane hace que todos nos volvamos, alarmados. Incluso Pelusa levanta la cabeza para buscar el peligro.
Pero no lo hay. La mujer tan solo se acuna la cara como si fuera la protagonista de El grito y contempla a papá con la boca abierta.
El aludido, por cierto, mira por encima de su hombro. Supongo que es para comprobar si se le está quemando algo. Al ver que no es así, se señala en el pecho.
—¿Yo? —pregunta.
—¡TE CONOZCO!
—¿Eh?
—¡ERES EL DE LA BANDA ESA! ¡EL QUE TOCABA LA BATERÍA!
—La guitarra.
—¡EL QUE TOCABA LA GUITARRA! ¡OS LLAMÁBAIS BABYMETAL!
—Brainstorm.
—¡ESO, ESO! ¡ERA SÚPER FAN!
—Se nota.
La única que nota el tono irónico es mamá, que le da un pisotón disimulado. Papá suspira y, como si le supusiera un gran esfuerzo, esboza una sonrisa que no le alcanza los ojos.
—Qué alegría —dice con tono aburrido—. Bienvenidos a nuestra casa. ¿Queréis llevar todo eso a la cocina?
—Por favor —murmura el padre de Jane, que lleva un rato enrojeciendo.
Por suerte, entrar en la cocina sirve para que el ambiente se calme un poco. Y para que Jane deje de susurrarle a su madre que no grite y esta le responda —a gritos— que no está gritando. Mamá es la única que parece pasárselo en grande, porque todos los demás nos sentimos como si estuviéramos viendo un accidente a cámara lenta.
—Livvie, Jane —dice papá en medio de un silencio un poco incómodo—, ¿por qué no ponéis la mesa?
Conozco ese tono, y sé que no es una petición. Necesita desesperadamente que alguien haga algo. Lo que sea.
Así que, mientras Jane y yo empezamos a poner vasos y cubiertos en nuestra mesita de cocina, ellos se dedican a beber vino. Bueno, papá también termina de hacer la cena. Parece que el padre de Jane quiere echarle una mano, porque se ha remangado la camisa y papá señala una tabla de cortar.
—¿Crees que van a terminar borrachos? —me pregunta Jane.
Mientras coloco uno de los vasos, me encojo de hombros.
—Por lo menos, todo esto dejaría de ser tan incómodo.
—A mí me gusta la incomodidad. Cuando no es mía, claro.
Como está despistada, aprovecho para recolocar las servilletas que ella ha ido dejando de cualquier manera. Me enerva mucho que no quede todo simétrico.
—Hubiera preferido que nos quedáramos en tu casa escuchando música —admito entre dientes.
—Bueno..., Tommy y Rebeca han montado otra fiesta, así que estamos mejor aquí.
—¿Otra más?
—Sí... —Por su cara, diría que la idea le gusta tanto como a mí—. Mi plan es tardar lo más posible en volver. O ir a dormir a casa de mis padres, porque no sé hasta qué hora van a quedarse.
—También podrías lanzar una bomba de humo en el salón y espantarlos a todos.
—Es un buen plan, pero esta vez prefiero quedarme en la legalidad.
—Hablando de legalidad... —Aprieto la servilleta con un poco más de fuerza de la necesaria—. ¿A que no adivinas con quién me he encontrado hoy?
—¿Con un famoso?
—Pues no.
—Vaya.
—Con el señor al que le robaste.
—¿Cuál de todos?
No sé qué cara pongo, pero le provoca una carcajada bastante sonora.
—Que es broooma... —asegura, aunque no tengo claro que lo sea—, ¿el de la tienda que queda cerca de aquí? Por favor, solo me llevé una cerveza. Qué exagerada es la gente.
—¡Sigue siendo robar!
—Es quitarle a los ricos para dárselo a los pobres.
—Ni ese señor es rico ni tú pobre.
—¿Tienes que quitarle el lado poético a todo?
—¡Me ha reconocido! —susurro, furiosa.
Jane se queda a medio camino de poner otra servilleta torcida.
—¿Te ha pedido una foto?, ¿era tu fan?
—¡No, tonta! Se acordaba de mi cara por el día que fuimos a robar.
Esta vez, no me molesto en disimular que coloco bien su servilleta. Por su cara, creo que le da un poco igual.
—Ah —dice al final—. ¿Y te ha denunciado?
—No..., pero había unos chicos en la tienda que sí que eran seguidores, así que no podía salir corriendo.
—Igual les habría parecido divertido. A mí me encantaría ver a mis ídolos cometiendo crímenes.
Al ver que a mí no me hace gracia, borra la sonrisa y adopta la postura defensiva más convincente que le sale.
—Qué desfachatez —añade enseguida—. Qué situación tan incómoda e innecesaria.
—No te burles, idiota. Se ha inventado una historia de mi gran generosidad y me ha hecho pagar por la cerveza y mucho más.
—¿Cuánto más?
—Más de doscientos.
Veo el instante en el que está a punto de reírse. Y también el que usa para darse cuenta de que es mala idea. Tan disimulada como puede, carraspea y asiente.
—Una vergüenza —confirma—. Qué gran vergüenza.
—Y vas a pagarme la mitad.
—Oye, ¡yo no soy famosa como tú! Me quitas cien dólares y me quedo sin comer un mes.
—Pues haberlo pensado antes de ser una delincuente.
—Robas una vez y ya te llaman ladrona...
En cuanto hace un ademán de poner otros cubiertos, me meto en medio de su camino. Mi mirada fija y seria le dice todo lo que necesita saber, porque echa las manos al aire en señal de rendición.
—Vaaale... Te pagaré la mitad.
—E irás a disculparte con el señor.
—Y una mierd...
—Jane.
—Vaaaaaaaaale... Iré a disculparme.
—Y no seguirás robando cosas.
—Técnicamente, ya hemos pagado —señala—, así que no fue un robo. Ningún juez podría acusarnos.
Cuando hace esa clase de comentarios, no sé si me gusta más o la detesto. Todavía estoy debatiéndome cuando papá anuncia que la cena está casi lista.
Al final, resulta que nuestros padres se llevan mucho mejor de lo que parecía al principio. Gran parte de la conversación es de parte del padre de Jane y de mamá, pero los otros dos intervienen y parece que se lo pasan bien. Ni siquiera parecen recordar que toda esta cena es por nosotras, porque apenas nos dirigen la palabra o nos dejan intervenir. Tampoco es que lo intentemos mucho. La mayor parte de mis interacciones transcurren con las pataditas que nos damos Jane y yo bajo la mesa. Esto de sentarnos una delante de la otra ha sido una mala idea.
Y mi padre debe estar de muuuy buen humor, porque me sirve una copa de vino. Incluso choca su vaso con el mío y me guiña un ojo.
O va muy borracho o está muy contento.
Sea la opción que sea, apoyamos.
—Livvie nos contó que encontraste un trabajo, Jane —dice mamá de repente—. En la radio, ¿verdad?
Jane ha estado tanto tiempo a su bola que le cuesta un poco meterse en la conversación. De hecho, su madre tiene que darle un pequeño codazo para que vuelva al planeta.
—¿Eh? ¡Sí! En una emisora de radio. No está mal. El jefe es un poco cabr... eh... exigente, pero no está mal.
—Brooke a veces lo pone en el coche —interviene papá—. Dice que las canciones que escoges le gustan mucho.
Jane parpadea. Si no fuera porque es ella, diría que acaba de ruborizarse un poco.
—Ah, bueno... em... Muchas son del top general. Yo solo puedo elegir unas pocas.
—No te quites mérito —protesta su padre—. Siempre has tenido un gusto musical muy especial. Me alegro de que, por fin, te den una oportunidad de enseñarlo.
Por si sus palabras no fueran suficiente, su madre la rodea con un brazo y empieza a apretujarla. Mi risita empieza a la vez que la rojez de las mejillas de Jane. Avergonzada, le susurra que la suelte. Su madre le da un último achuchón, pero finalmente le hace caso.
—Es muy modesta —añade.
—No soy modesta —protesta Jane.
De nuevo, nadie le hace caso.
—¿Qué hay de ti, Livvie? —interviene su padre.
—No tengo un trabajo como tal —admito en voz baja—, pero estoy hablando con un productor. Con un poco de suerte, algún día podré dedicarme a la música.
La madre de Jane está a punto de comentar algo sobre la carrera de papá. Estoy segurísima. Igual que también estoy segura de que solo se detiene porque su hija le lanza una miradita de advertencia.
—Parece que tenéis muchas cosas en común —dice mamá al final, tan contenta como siempre.
Intercambio una mirada con Jane. Normalmente, aprovecharíamos esta frase para hacer alguna broma perversa. Pero, claro, con nuestros padres delante es un poco incómodo.
—¡Oye! —exclama mamá de repente—. ¿Por qué no les haces una demostración, Livvie?
—¿Eh?
—Vamos todos a la sala del piano. ¡Seguro que les encanta verte tocar!
A ellos, seguro. Yo, en cambio, puedo explotar en la banqueta. Odio que me contemplen mientras toco. Especialmente si es desde muy cerca. Lo cual es un poco incómodo si quiero dedicarme a la música, ahora que lo pienso.
Miro a papá como si buscara ayuda, pero él se limita a encogerse de hombros. Vaya héroe está hecho.
Y así, de la forma más aleatoria posible, terminamos todos en la sala del piano. Esa misma sala en la que debería haber estado encerrada durante varios días, pero que llevo una eternidad sin pisar. Menos mal que Cris no lo sabe. Ni el productor. Se darían cuenta de que han contratado a un fraude.
No es que sea una sala muy grande, así que el número de personas hace que me agobie. Respiro hondo e intento quitarme la sensación de calor que me sube por las mejillas. Si pienso en lo roja que acabo de ponerme, será peor y lo notarán todavía más. Qué mierda todo. ¿Por qué no puede tocar papá, que controla un poquito el piano?
Pero él está al otro lado del instrumento. Igual que casi todos, se ha apoyado con los brazos en la base de roble. Y me contemplan, claro. Todos me miran fijamente.
—¿Qué canción os gustaría? —pregunto torpemente.
—Alguna de fiesta —opina Jane.
—Alguna dramática —opina su madre.
—Alguna alegre —opina la mía.
Como los dos señores son los únicos que no han dicho nada, los miro fijamente. Debo admitir que me da un poco igual lo que me pidan, pero me encanta perder el tiempo mientras deciden. Quizá, así no me acordaré de lo nerviosa que estoy.
—A mí me gustan los clásicos —dice el padre de Jane, finalmente.
—A mí también —opina papá.
Y, con esa información, me pongo la pieza más interpretada de la historia. La Sonata en do mayor de Mozart. Aprendí a tocarla con siete años y probablemente los niños sigan tocándola, pero a ojos de alguien que la desconoce probablemente parezca impresionante. Si es así, no me entero porque tengo la vista clavada en el piano. Y en mis dedos, que no dejan de moverse por encima de las teclas. Lo hacen a mucha velocidad. Demasiada. No estoy respetando el tempo de la pieza, así que espero que no se den cuenta. O que se piensen que es a propósito, por lo menos.
Para cuando toco la tecla final, empiezan a aplaudir. Incluso papá, que me mira como si supiera que no lo he hecho muy bien. Supongo que los demás no le han dado demasiada importancia.
—¡Qué bien tocas! —exclama la madre de Jane—. ¿Crees que alguna vez podrías enseñarme a tocar alguna canción chula? Siempre he querido aprender.
No sé cómo decirle que estas cosas llevan bastante tiempo, así que asiento.
—Claro. Podemos intentarlo.
Ella aplaude con entusiasmo. Jane, por su parte, sigue observando mis manos con curiosidad. No ha dejado de hacerlo desde el inicio de la pieza.
Después de esta pausa para la música, me piden que toque unas cuantas piezas más. Intento que sean aburridas para que me dejen en paz, pero llega un punto en el que empiezo a disfrutar de tener a un pequeño público que me preste tanta atención. Y ellos parecen estar a gusto, también. Quizá esto no sea tan malo como me parecía al principio.
Esa última frase podría ser el título de mi biografía.
Para cuando bajamos las escaleras, todo el mundo está saciado de música y comida. Mamá pregunta si quieren terminarse el vino, a lo que todo el mundo dice que sí. Todos menos Jane y yo, claro. Ella me mira de reojo, como si intentara mandarme una indirecta, y no la pillo hasta que se escabulle por la puerta de atrás.
La encuentro sentada en el balancín que tenemos en el porche trasero. Se ha aposentado con toda su calma y ahora contempla la ciudad como si la viera por primera vez. Supongo que las vistas desde aquí son bonitas. Yo, como me he criado con ellas, apenas les echo una ojeada.
Papá ha dejado una de sus guitarras en el balancín, por lo que supongo que habrá salido a tocar antes de que llegaran los invitados. Con una sonrisa, la recojo y, al sentarme, me la coloco en el regazo.
—¿También tocas la guitarra? —pregunta Jane con sorpresa.
—No tan bien como papá, pero puedo defenderme.
Intento tocar unas cuantas notas, pero mis dedos —ahora tensos por el uso del piano—, se niegan a colocarse en los acordes que les pido. Suena un poco torpe y lento, pero Jane escucha con tanta atención como antes.
—Me encantaría tocar instrumentos —admite con una mueca.
—¿Por qué no intentas aprender alguno?
—No sé. Hice teoría musical y todo eso, pero nunca me especialicé. Tengo toda la teoría, pero me falta toda la práctica.
—Podía enseñarte —ofrezco.
Pese a que es una oferta genuina, Jane se ríe como si estuviera bromeando.
—Es un poco tarde —admite—. Además, me gusta más lo que se hace con la música una vez está grabada. Toda la parte de interpretarla parece aburrido.
—Solo por eso, debería echarte de mi casa.
—Si consigues sacar a mis padres, no voy a quejarme.
—Están demasiado cómodos con los míos —opino con una mueca—. No sé si me gusta que sean tan amiguitos. Ahora querrán hacer cenas todo el tiempo.
Cualquier otra persona me preguntaría por qué eso me parece mal. Jane, en cambio, imita mi mueca de desagrado y empuja el balancín con un pie.
—Qué pereza —masculla.
—Lo sé.
—Casi tanta como Tommy, Rebeca y sus puñeteras fiestas.
—Todavía estamos a tiempo de lanzarles una bomba de humo.
Jane sonríe, pero parece distraída. Sigue con la mirada clavada en la ciudad. El ligero balanceo del banco parece haberla dejado en un trance. Dejo de tocar la guitarra, un poco preocupada.
Justo cuando voy a chasquear los dedos ante su rostro, se vuelve de golpe y me mira.
—Formaríamos un buen equipo —suelta.
—¿Eh?
—Tú y yo. A ti te gusta interpretar las canciones y a mí me gusta editarlas. Podríamos formar un buen equipo.
—¿Para qué?
Siento que, a estas alturas, debería deducir lo que quiere decirme. Lo siento, hoy estoy lenta.
—¿No es obvio? —pregunta con una sonrisa—. ¡Podría componer contigo! Imagino que la productora esa te habrá pedido canciones originales, ¿no?
—Bueno..., dijeron que podía elegir entre componerlas o comprarlas.
—¿Y tú qué quieres? Porque, conociéndote, creo que prefieres lanzar tu propio mensaje.
—Claro que quiero —mascullo—, pero componer se me da fatal.
—Y a mí también. Pero... dos inútiles forman una mente útil, ¿no?
Nos contemplamos unos instantes. Al final, es todo tan absurdo que se nos escapa una risotada al unísono. La primera en reaccionar soy yo, que vuelvo a tocar la guitarra.
—Quizá empeoremos la situación —murmuro—. Y hagamos la peor canción de la historia.
—No todas las canciones que pasan a la historia son obras de arte —dice ella, ladeando la cabeza—. Además, lo importante es que sea personal, ¿no? Que exprese lo que nosotras queremos que exprese.
—¿Por ejemplo?
—Lo jodidamente incómodo que es ir a cenar con tus suegros cuando acabas de empezar a liarte con una chica.
—Interesante concepto.
—También podemos hacer una canción de cuando esa chica se esfuma durante meses sin previo aviso.
—O de cuando la otra te obliga a robar y a cometer delitos.
—Vale, tenemos temas —concede ella, pacífica—. ¿Qué me dices? Podríamos intentarlo.
Mis dedos acarician las cuerdas de la guitarra. En comparación a las teclas del piano, hacen que mis yemas duelan y tenga que forzar cada movimiento. Y, aun así, siento que la melodía sin sentido que estoy tocando podría ser el inicio de otra cosa mucho más bonita.
—Está bien —digo al final, con una sonrisa.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top