Capítulo XI
—¡Livvie! —La voz de mamá hace que abra los ojos, todavía medio adormilada—. ¡¡¡OLIVIA!!!
Me estiro sobre la cama, perezosa, y contemplo la silueta de mi madre junto a la puerta. Tiene los brazos en jarras y el ceño fruncido.
Mala señal.
—¿Qué...? —empiezo—. ¿Llego tarde a clase o...?
—¡¿Tarde?! —repite con voz chillona—. ¡¿Qué es eso de que te has metido en dos peleas?!
Oh, oh.
Me levanto de golpe, ya totalmente despierta, y me quedo mirando a mamá. Está enfadada. Muy enfadada. Desvío un poco más la mirada. Papá está junto a ella, con los brazos cruzados, y parece más resignado que cabreado. Cuando mi mirada se cruza con la suya, niega con la cabeza. Oh, esto tiene muy mala pinta.
—Eh... —empiezo, sin saber cómo terminar la frase.
—Ha llamado el psicólogo del centro —sigue mamá—. Nos lo ha contado todo.
—¿T-todo?
—El vídeo de la pelea en una fiesta, la discusión del pasillo... ¿Hay algo más, Livvie?
—¡No!
—¿Y cómo se supone que vamos a estar seguros, si no nos has contado nada de esto?
Evito mirar a papá con todas mis fuerzas para no inculparlo. Al final da igual, porque él suspira y atrae la atención de mamá.
—¿Qué pasa? —pregunta ella, airada.
—Yo sí que sabía lo de la pelea en la fiesta —explica en voz calmada.
—¡¿Qué?!
—No te dije nada porque...
—¡Jared, ahora no!
—No te enfades —le pido a mamá en voz baja.
Su mirada, hace un momento furiosa, se suaviza un poco. No lo suficiente como para olvidarse de todo, pero sí para que sienta que, por lo menos, ya no esté furiosa.
—¿Cómo quieres que no me enfade? —pregunta en un tono un poco más triste—. Habíamos hablado de esto, Livvie.
—Pero... no pensé...
—Dijimos que, si volvía a pasar algo así, nos lo dirías al instante —insiste con el ceño fruncido—. ¡Y tú accediste a hacerlo!
—¡No pensé que esto fuera lo mismo!
Mamá suspira y se pasa las manos por la cara. Me da un poco de lástima ver que lo pasa tan mal por mi culpa, porque está claro que todo el cabreo viene por la desesperación de saber que tiene la razón y no saber cómo coño se supone que tiene que ayudarme.
Al final, se sienta mi lado. Papá sigue junto a la puerta, contemplando la situación en silencio. Tiene los labios apretados.
—Cariño —dice al final mamá, y toma una de mis manos entre las suyas—, ya hemos hablado de esto en otras ocasiones, ¿recuerdas? Sobre todo, cuando eras pequeñita.
—Sí, lo sé...
No es tan claro como me gustaría, pero sí que tengo el vago recuerdo de ir a varios terapeutas infantiles, de mamá muy preocupada, de papá sin apenas mirarme, de discusiones en el colegio... No discusiones suaves, sino de puñetazos y patadas, una vez a una profesora. Todos los psicólogos hablaron conmigo, me hicieron preguntas que me parecieron sumamente estúpidas y e incluso llegaron a hacerme pruebas médicas.
Al final, su única conclusión fue que no podían sacar nada en claro porque era un proceso complicado, especialmente en niños pequeños. Recomendaron estar pendientes de cambios de humor muy bruscos o comportamientos poco habituales, y que alertara a mis padres nada más notarlos.
Esta es la primera vez que no lo he hecho. Honestamente... no sé muy bien por qué no lo he hecho.
—El psicólogo me ha pedido que lo visitemos los tres —añade mamá, señalando a papá con un gesto suave—. Así, hablaremos todos con él.
—No creo que...
—Olivia, por favor..., no discutas.
Agacho la cabeza de forma automática. Mamá dice algo más, y entonces sale de la habitación. Oigo que habla con papá en voz baja tras la puerta mientras yo me visto rápidamente y voy recogiendo mi mochila para ir a clase.
Un rato después, cuando bajo las escaleras, mamá está esperando junto a la puerta. Papá también, pero sigue yendo en pijama. Están hablando en voz muy baja.
—¿Estás seguro? —pregunta ella, a lo que papá asiente. Mamá le da un beso en la mejilla—. Yo me encargo, entonces. No te preocupes.
Media hora más tarde, estamos las dos sentadas en el despacho del traidor de Johan. Debe leer el resentimiento en mi mirada, porque nada más sentarse me dedica una pequeña sonrisa de esas que dicen no-me-arrepiento-de-nada.
Ya no me cae tan bien.
Me froto los brazos, incómoda, mientras mamá espera impacientemente a que él le sirva el vaso de agua que le ha pedido. Dudo mucho que tenga sed, pero se apresura a recogerlo para juguetear con él y evitar estarse quieta.
—Bueno —dice finalmente Johan—, la he llamado porque...
—Prefiero que me tutees —corrige ella rápidamente, y me mira de reojo—. Y creo que las dos sabemos lo que hacemos aquí. No es la primera vez que acudimos juntas a una consulta.
—Ya veo —replica él con una pequeña sonrisa comprensiva—. Seré breve, entonces.
—Lo dudo —mascullo.
—¿Tu marido no ha podido venir? —pregunta él, ignorándome.
—No se siente muy cómodo con todo el tema de terapias y consultas, así que prefiero no presionarlo.
—Entiendo. Bueno, como hemos comentado por teléfono, he estado unas cuantas semanas hablando con Livvie sobre su comportamiento.
—Ya he dicho que me arrepiento de haberme portado mal —recuerdo.
—No se trata de eso —dice él, sin embargo, y entrelaza los dedos con calma—. Cuando aceptamos a un alumno, su expediente se traslada automáticamente a nuestro centro. He estado viendo el de Livvie y he visto... un patrón de comportamiento bastante preocupante.
Abro la boca para quejarme, pero mamá me calla con una sola mirada de advertencia. Irritada, me cruzo de brazos.
—Livvie tiene razón al decir que ya se ha disculpado —continúa Johan—. Y, de hecho, me creo sus disculpas. En ambas ocasiones, pese a que estaba enfadada, he visto que realmente se arrepentía de sus acciones. Sin embargo, vuelve a cometerlas de forma muy parecida con poca distancia entre un conflicto y otro. ¿Esto le pasaba también de pequeña?
Mamá suspira y asiente.
—Sí... Un día podía estar tranquila y al siguiente empezaba a hablar tan rápido que apenas podíamos entenderla, nos decía todas las cosas que quería hacer cuando fuera mayor, se pasaba horas y horas encerrada con su piano... —El tono que utiliza para contar eso hace que aparte la mirada, incómoda—. Podía estar así unos días, unas semanas o incluso un mes entero. Y luego volvía a comportarse de forma habitual.
Johan asiente lentamente.
—He visto que en su familia hay antecedentes con bipolaridad.
—Sí... su padre. Fue diagnosticado en la adolescencia.
—Y es del tipo dos, ¿no?
—Sí. Estuvo mucho tiempo sin recibir tratamiento o medicación, luego lo retomó y... bueno, no fue rápido, pero poco a poco fue mejorando. Hace muchos años que no tiene episodios fuertes.
—Entiendo. ¿Y le comentaron todo esto a los terapeutas que hablaron con Livvie en su momento?
—Sí, desde luego. Todos hablaron de la posibilidad de que ella también lo fuera, pero dijeron que era muy difícil diagnosticarla a una edad tan temprana, que era mejor que nos quedáramos atentos a más señales a medida que fuera creciendo. Y, bueno...
No quiere terminar la frase, pero yo ya sé lo que está pensando. Y Johan supongo que también, porque vuelve a asentir con complicidad. Me dirige una breve mirada.
—Yo puedo hablar con Livvie todos los días, si ella quiere —dice suavemente—, pero no puedo hacer mucho más por ella. Si me permitís un consejo, os recomendaría contactar con un especialista que pudiera ayudaros un poco más. Tengo una colega que podría hablar con ella; está especializada en casos parecidos en adolescentes. Puedo dejaros una tarjeta para que podáis pensarlo con tranquilidad.
—Sí, estaría bien —murmura mamá.
Johan rebusca en uno de sus cajones hasta sacar una tarjeta. Apunta algo rápidamente tras ella y después se la da a mamá, que la atesora dentro de su cartera como si fuera lo más valioso que ha recibido en su vida.
Ellos siguen hablando, pero yo desconecto rápidamente. No me gusta todo esto. No me gusta la cara de preocupación de mamá, ni la de pánico que se le ha quedado a papá, hasta el punto de no querer acompañarnos. No me gusta la expresión de Johan, que no deja de echarme pequeños vistazos analíticos. No me gusta nada de esto.
Para cuando por fin dejan de hablar, agradezco que estemos llegando al final de una clase y todavía no haya nadie por los pasillos. Lo que me faltaba ya es que me vieran con mi madre por ahí, como si ya no tuviera bastantes rumores detrás...
Nos detenemos las dos en la entrada del centro, porque yo tengo que ir a mi próxima clase y mamá tiene que trabajar. La contemplo sin saber qué decir. Ella se pellizca el puente de la nariz, intentando recobrar un poco de cordura.
—¿Estarás bien? —pregunta al final, señalando el edificio con un gesto.
—Sí, claro.
—Livvie, cariño... —Suspira, se toma un momento y finalmente arropa mis hombros con las manos—. ¿Alguien te está tratando mal? ¿O te da problemas?
La imagen de Jules me viene a la mente casi al instante, pero me encuentro a mí misma negando con la cabeza. No quiero darle más dolores de cabeza a mamá, y más con cosas que sé que no puede solucionar. Bastantes problemas doy ya.
—Estoy bien —respondo.
—¿Estás segura? Si hay algún problema, puedes contármelo. Y si alguien te está tratando mal podemos actuar. Hablaría con la directora del centro, con tus profesores, con...
—Mamá, estoy bien. No tengo ningún problema que no tenga todo el mundo a mi edad.
Mi respuesta no la convence demasiado. Ladea la cabeza, preocupada.
—Es solo que... no quiero que tengas que aguantar una situación que te sobrepasa, ¿vale? Si en algún momento sientes que es demasiado, quiero que puedas contárnoslo a papá y a mí. No pasa nada por dar un paso atrás de vez en cuando, todos lo hemos hecho en alguna ocasión y puede llevarte a algo que te haga sentir mejor. ¿Lo entiendes, cariño? Si necesitas un respiro, ¿nos lo contarás?
Nuestras miradas permanecen unidas unos instantes. No puedo decirle que no a mi madre si me mira de esta forma. Y, desde luego, no puedo mentirle.
—Por ahora estoy bien —digo al final—. Pero... sí, os avisaré.
Ella aprieta los labios, conteniéndose, y asiente rápidamente. Después me da un rápido abrazo que me estruja el cuerpo entero. Al separarse, parece un poco más aliviada.
—Ve a clase, entonces. Y llámame si necesitas cualquier cosa. O a papá. O a tus tíos, que seguro que estarán encantados de ayudar. Ya hablaremos de lo demás cuando estemos más tranquilas, ¿está bien?
—Sí. Nos vemos luego, mamá.
Ella sonríe brevemente y me da un pequeño pellizco en la mejilla. Parece que tiene un debate interno sobre si dejarme o no, y al final no le queda más remedio que volver al coche.
La observo desaparecer, y luego me vuelvo hacia el edificio otra vez. La clase que estaba teniendo lugar ya ha terminado, así que hay muchos alumnos desperdigados por el césped. Estos no son de mi curso, así que no me prestan demasiada atención.
Bueno..., hay una persona que sí.
En cuanto veo que Rebeca se acerca corriendo, siento la tentación de correr en dirección contraria. La última vez que la vi fue en la infame discusión con Jules. No sé qué debe pensar de mí, pero no creo que sea muy positivo.
Pero supongo que en algún momento tendré que enfrentarme a ello, así que me planto con los hombros tensos y cara de haber visto un fantasma, pero no huyo despavorida, que es lo que realmente quiero hacer.
—¡Livvie! —exclama Rebeca nada más detenerse a mi lado. Tiene la respiración agitada por la carrera—. ¡Llevo desde ayer buscándote en todos lados!
—Ah. Em.... Verás...
—Te estuve buscando con Astrid y Ashley por todos los pasillos, luego nos dijeron que te habías marchado a casa, ¡y no me has contestado a ningún mensaje!
—¿Me buscabais?
—Claro que sí. —Frunce el ceño, confusa—. ¿No me buscarías tú después de una discusión en medio del pasillo?
—Supongo —murmuro—. Pero... pero no pensé...
—No pensaste que nosotras te tuviéramos tanto aprecio, ¿no? —Su tono cansado hace que enrojezca un poco—. Joder, Livvie, ¿cuántas veces habrá que tener esta conversación para que te enteres?
—Oye, no te metas conmigo.
—¡Es que te conozco perfectamente! Pretendes ser perfecta para que no veamos tus defectos y nos cansemos de ti, pero... ¡sorpresa! Todos somos un poco insoportables de vez en cuando. ¿Tú dejarías de hablarme si ahora me pusiera a discutir con alguien en medio del pasillo?
—Claro que no.
—Bien. Entonces, deja de pensar que yo sí que lo haría.
Su solemnidad hace que baje la mirada a mis pies, un poco abochornada.
—Lo siento —digo, al final. No sé qué más puedo decir.
—No lo sientas tanto y háblame de esa tal Jules. Y de por qué fue a por ti de esa forma, más específicamente. Fue... muy confuso.
Suspiro y, tras mirar la hora, me pregunto si me dará tiempo a contarle todo antes de ir a nuestra próxima clase. Rebeca debe entenderlo, porque sacude la cabeza y engancha mi brazo con el suyo.
—¿Sabes qué? Ya nos hemos metido en bastantes líos, yo creo que saltarnos una clase no hará que nos quieran mucho menos.
Y así terminamos en una de las mesas de madera que hay en el campus. Rebeca es de esas personas que llevan de todo en la mochilita, así que prácticamente parece que hemos ido de picnic: sándwiches, agua, zumo, cubiertos, ensalada... Y lo peor de todo es que esto estaba pensado para ser solo de ella, si me lo ofrece es porque se fija en que yo, con las prisas, no he traído nada.
Termino de contarle todo en cuestión de diez minutos, y ella escucha atentamente sin dejar de masticar hojas de ensalada con violencia, como si pagara con ellas todas sus preocupaciones.
—Vaya joyita de persona —concluye.
—Lo sé.
—Supongo que no has visto lo de Omega, entonces.
—¿El qué?
—Ha abierto un apartado de música en su perfil. Y su usuario es prácticamente como el tuyo. Y, por supuesto, también sube vídeos tocando el piano. ¿A que no adivinas con qué canción ha empezado?
—No me digas que...
A modo de respuesta, Rebeca saca el móvil y le da la vuelta para que pueda ver el vídeo. En cuanto escucho las notas de la canción de los Backstreet Boys, la misma con la que empecé yo, no puedo evitar un suspiro.
—¿Qué le pasa a esta chica conmigo? —pregunto con cansancio.
—No sé, pero empieza a dar miedito.
—¿Debería hablar con ella?
Rebeca lo considera unos instantes, aunque no parece muy convencida.
—No sé. La veo muy manipuladora. Podría usar lo que le dijeras en tu contra, para seguir haciéndose la víctima.
—Esto es surrealista...
—Sí, lo es. Pero la vida es muy justa. Ya tendrá su merecido por pesada.
Sonrío sin muchas ganas.
—¿Y cuál sería la mejor justicia divina? ¿Que alguien le hiciera exactamente lo mismo?
—Eso lo decidirá el karma.
—Si tengo que esperar que me proteja el karma, ya puedo tener paciencia.
—¡No te rías de esas cosas! —advierte—. Pero bueno, da igual, lo importante es que sepas que, haga lo que haga, yo estoy de tu parte. Que le den. De hecho, vamos a dejar de hablar de ella, que no se merece tanta atención.
—Madre mía, estás sanguinaria.
—Siempre lo estoy, solo lo externalizo cuando hay confianza. —Me guiña un ojo con diversión—. Así que, cambiando de tema y pasando a algo que pueda alegrarte: ¿nos vemos esta noche?
La pregunta hace que se me borre la sonrisa divertida y mi cerebro empiece a entrar en pánico. ¿Me está pidiendo una cit...?
—Es la fiesta de cumpleaños de Ashley —recuerda al ver mi expresión.
—Aaaaah...
—No te acordabas, ¿eh?
—No pensé que fuera hoy.
—Cambió la fecha porque sus padres se han ido de viaje antes de lo planeado —explica—. La mayoría de mis mensajes de anoche eran para avisarte.
—Aaaaaah...
—Entonces, ¿vamos juntas? Seguro que tanto ella como Astrid se alegran de verte. Se quedaron bastante preocupadas.
—Pero... ¿Jules estará?
—¿A quién le importa?
El tono que usa para decirlo me saca una sonrisa divertida.
—Vale. Pues... sí, vayamos.
—¡Esa es la actitud!
Hay otra persona en la que pienso, y es Jane. Pero eso no se lo digo a Rebeca, claro. ¿Cómo voy a explicarle exactamente que, después de lo de anoche, no sé si vamos a poder mirarnos a la cara sin ponernos ambas a correr en dirección contraria?
Chica, tienes beef con medio mundo.
Lo sé.
—Bueno, deberíamos ir a clase —comenta, mirando el móvil de nuevo—. A no ser que quieras saltarte otra hora más.
—Creo que los profesores no me perdonarán dos veces seguidas.
—Sí, quizá tengas razón.
Entrar en clase se me hace un poco menos pesado después de la charla con Rebeca. La verdad es que hablar con ella suele ayudarme, pero no soy consciente de ello hasta que me quita el peso de encima con esa facilidad que tiene para tratar estas cosas. Hace que los problemas me parezcan mucho menos complejos de lo que son realmente.
Por suerte, los horarios de hoy no me obligan a coincidir con Ashley, Astrid o Jules en ninguna clase, así que el día transcurre mucho más tranquilo de lo esperado. Al salir del centro, me siento mucho mejor que cuando he llegado. Y, una vez en casa, se debe notar, porque todos me miran con curiosidad, como si algo no encajara.
El turno en la tienda también se me pasa muy rápido y, cuando vuelvo a casa, empiezo a prepararme para la fiesta con más actitud de la que quizá debería tener. Tampoco es que me arregle demasiado, pero por lo menos no voy con la misma ropa que iría a clase. En mi mundo, eso ya cumple el estándar de formalidad.
Bajo las escaleras con mi atuendo de persona decente: mis zapatillas menos desgastadas, unos pantalones cortos y negros y una camiseta sin mangas que se ata en un nudo a la altura del ombligo.
Poco práctico, pero muy cuqui.
—¡Qué divina, Livvie! —exclama tía Lexi nada más verme.
—¡Gracias!
Está sentada con mamá y mi tío Liam en el salón. Han pausado la serie que miraban solo para verme mejor.
—¿Dónde vas? —pregunta mamá con cierta sospecha.
—Es el cumpleaños de una amiga... con todo el lío, se me ha olvidado avisar. —Hago una pausa, tensa—. ¿Puedo ir?
Mamá lo considera unos instantes, pero reacciona cuando tío Liam le da un codazo.
—No seas mala —le dice en voz baja, supongo que para que yo no lo oiga, pero podría oírle incluso el vecino—. Nosotros a su edad hacíamos cosas peores.
—Bueno... —Mamá suspira—. Si papá dice que sí, yo también.
Un clásico: pasarle el problema al otro.
Decidida, me encamino hacia la puerta trasera. Papá suele practicar con la guitarra en el porche de atrás, así no le molesta el ruido de los coches o de ningún vecino. Es un lugar muy tranquilo. Y supongo que está ahí para que nadie le moleste, pero le va a tocar aguantarme un rato.
Abro la puerta y asomo la cabeza con cuidado. Efectivamente, lo encuentro sentado en el banco balancín con la guitarra en el regazo. No parece que esté tocando nada muy específico, sino que puntea un poco. Al oírme levanta la cabeza sin dejar de mover los dedos.
—¿Puedo pasar? —pregunto con cuidado.
—Claro que sí. Pero cierra, que no quiero oír a las chicas de oro.
Sonrío con diversión y cierro detrás de mí. Después, me siento a su lado. El balancín se mueve un poco con mi peso, pero no parece molestarle.
—¿Vas a una fiesta? —pregunta, volviendo a centrarse en la guitarra.
—Sí... ¿mi ropa te ha dado una pista?
—Unas cuantas.
—Mamá ha dicho que, si tú me das permiso, puedo ir.
Al oír eso, papá esboza media sonrisa y sacude la cabeza.
—¿Te apetece ir? —pregunta.
—Pues sí, sorprendentemente.
—Entonces deberías ir. ¿Quieres probar?
Lo dice quitándose la cinta de la guitarra. Asiento y dejo que me la coloque en el regazo. Hace bastante que no toco una guitarra y, honestamente, nunca se me ha dado demasiado bien. Sé defenderme porque él me enseñó en su momento, pero nunca tendré la capacidad de tocarla tan bien como con el piano.
Aun así, coloco los dedos, me aseguro de que los tengo donde quiero y rasgo las cuerdas. Repito el proceso. Otra vez. En cuanto el ritmo empieza a tomar forma, miro de reojo a papá. Él debe reconocerlo, porque entrecierra los ojos.
—Ja, ja... qué graciosa.
—Es una canción muy profunda —replico, y empiezo a cantar con el ritmo—. Baby shark tuturu-ruturu...
—¿Cómo pudiste no cansarte de pequeña? Creo que incluso la radio del coche se aburrió de ponerla tantas veces.
—¡Oye, no te metas con la canción! Es mejor que muchas clásicas.
—Repite eso delante de tus profesores y verás qué risas.
Sonrío con ironía y, bromas fuera, empiezo a tocar una melodía un poco más profesional. Es de una canción cualquiera cuyo título ni siquiera recuerdo, una que me enseñó hace tiempo. Ando tan concentrada en mirarme los dedos y colocarlos donde deben estar, que no me doy cuenta de que papá me está mirando fijamente. Su expresión es un poco más tensa que antes, aunque no para mal. Me recuerda a la cara que pongo yo cuando no quiero que la otra persona se preocupe de mi propia preocupación.
—¿Cómo ha ido con el psicólogo? —pregunta al final, tan discreto como de costumbre.
—Aburrido.
—Liv...
—Ha ido bien —replico, más en serio—. Le ha dado una tarjeta a mamá con la dirección de una psiquiatra, el muy cansino.
—No digas eso. Solo quiere ayudar. Además, ya hemos tenido esta conversación antes.
—Y todos los psicólogos dijeron que no era nada grave.
—Eras una niña. Ya no. —Su voz es suave, pero un poco severa. Trato de no mirarlo, porque siento que me está regañando—. Puede que a ti te parezca que unos años no son nada, pero significan mucho.
—Bueno, pues iremos a verla y ya me dirá si estoy zumbada o no.
No necesito volverme para saber la cara que me estará poniendo. Enrojezco un poco.
—Lo siento —murmuro—. Es que cuando me pongo nerviosa hago bromas que no...
—De zumbado a posible zumbada, déjame recomendarte que no hagas esas bromas delante de la doctora. No creo que se las tome con tanta diplomacia como yo.
Esbozo una pequeña sonrisa divertida, pero él no. Sigue tenso.
—Prométeme que irás a hablar con ella —insiste.
—Es que no le veo la necesidad.
—Bueno, pues si no lo haces por ti, hazlo por mí. Prométemelo, Liv.
¿Cómo se supone que voy a decir que no ante eso? Dejo de tocar y asiento sin mirarlo a los ojos.
—Lo prometo —accedo finalmente.
—Gracias.
—Quizá me diga que no es nada importante.
—Puede ser.
—¿Y si me dice que...?
No termino la frase. Sé que es un tema sensible. Esta vez sí que lo miro de reojo, y me sorprende lo tranquilo que parece con la perspectiva.
—No pasa nada —asegura, medio en broma—. Tu madre y yo tenemos experiencia en el tema.
Suelto una risotada y le devuelvo la guitarra, a lo que él vuelve a pasarse el seguro por encima del hombro. Me pongo de pie. Papá y yo nunca hemos necesitado despedirnos para saber que una conversación ha tocado su fin.
Sin embargo, cuando pongo una mano en la puerta, su carraspeo me detiene. Vuelvo a mirarlo. Está tocando la guitarra otra vez, pero me mira de soslayo.
—Esa chica con la que estuviste anoche... —empieza en tono cauteloso—. ¿Es tu amiga?
Entiendo perfectamente a qué se refiere. Nunca he hablado de ese tema con él, ni tampoco con mamá. Siempre me han dado la libertad suficiente como para saber que no había nada de lo que preocuparse. Aun así, ahora me siento como si le debiera una explicación.
—Se llama Jane —explico—. Es... una amiga, sí. Más o menos.
Una amiga a la que le metes mano en parques públicos, más específicamente.
—Entiendo —murmura.
—No sé lo que te puede parecer que tengo con Tommy, pero... eh... él sí que es un amigo. Uno de verdad. Mis intereses románticos van por... em... por un lado un poco distinto.
La peor salida del armario del mundo.
Papá ni se inmuta. Sigue tocando la guitarrita y me contempla.
—Entiendo —repite.
—Hay chicas que... mmm...
—¿Que te gustan?
Dudo unos instantes, y finalmente asiento con la cabeza. Papá sonríe de medio lado.
—Bueno, cuando tenía tu edad, a mí también me gustaban algunas chicas. Pásatelo bien en la fiesta.
De nuevo, no necesito que lo diga para saber que la conversación ha terminado. Sonrío ligeramente, aliviada, y me pregunto si esto debería haber sido más dramático o emotivo. Ha sido una conversación muy... casual.
Tampoco es que me lo hubiera planteado nunca, claro. No creo que ellos necesiten que les hable de ello. Aun así, se siente bien haberme quitado este peso de encima.
Al salir de casa, lo hago con una sonrisa. Tengo una fiesta a la que asistir para distraerme. Y mucha gente con la que no quiero cruzarme y que estará en ella.
La cosa se pone interesante.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top