Capítulo VI
VI - CELOS
Como sigo con mi pobre moto destrozada, mamá tiene que llevarme a clase.
La dura vida de la juventud.
Lo bueno de ir con ella es que te pone musiquita de fondo... y lo malo es que la canta tan fuerte que no consigues oír al cantante original.
Al menos, aporta algo de simpatía a mi vida. Cuando me mira, en medio de sus solos delirantes, fuerzo una sonrisa que hace que me guiñe un ojo. Para cuando aparca delante del establecimiento, ya me ha dedicado al menos cuatro canciones.
Suspiro, me quito el cinturón y ella se da dos toquecitos en la mejilla.
—Adiós, mamá —murmuro, y le doy un beso donde me ha dicho.
—Ay, hija —protesta—. Por lo menos, podrías hacerlo como si no te estuvieran apuntando con una pistola.
Fuerzo una sonrisa radiante, una que creo que nunca en mi vida he usado, la rodeo con los brazos, le doy un beso ruidoso en el mismo sitio y luego me separo. Siento mi cara rarísima, pero mamá parece satisfecha, porque aplaude con entusiasmo.
—¡Esa es mi niña! Venga, ¡a comerte el mundo!
Lo que seguramente me coma será una mierda, pero prefiero no decírselo.
Así me gusta, con positividad.
Le doy las gracias por traerme y me bajo del coche con la mochila colgada de un hombro. Todavía faltan unos minutos para entrar en clase, así que casi todos los alumnos están repartidos por el patio delantero. Algunos están sentados en la hierba, otros charlan junto a las máquinas de bebidas, otros corretean como conejos inquietos... Madre mía, qué energía tiene la gente por la mañana... si yo casi tengo que arrastrarme con los brazos por el suelo.
Mientras avanzo hacia la puerta principal, noto alguna que otra mirada sobre mí. Imagino que serán por el estúpido vídeo de mi pelea —que ya ha recorrido todo el campus—, porque no son, precisamente, amistosas. Me da más la sensación de que destilan curiosidad cotilla.
Lo que me faltaba ya... que se piensen que soy una abusona.
Si ya te consideran una abusona, ¿qué te impide empezar a repartir bofetadas a todos los que te miran fijamente?
¡No pienso hacer eso!
Aburrida.
Justo antes de subir las escaleras, escucho un carraspeo característico. Jules, la compañera —un poco pesada— de clase, me mira con los ojos muy abiertos. Hoy se ha atado el pelo rizado, cosa que acentúa todavía más su expresión agitada..
—Hola —espeta.
Parpadeo, un poco pasmada.
—Eh... ¿hola?
—Sí, hola —repite en el mismo tono.
—¿Va todo bi...?
—¡No, no va todo bien!
Siento que he hecho algo para cabrearla y que quiere que me disculpe, pero no estoy muy segura de qué es.
—¿Qué pasa? —pregunto al final.
—Pero ¡¿cómo se te ocurre meterte en una pelea?!
Vaaale... hay una pequeña diferencia entre una bronca de amiga preocupada y una bronca de conocida que no sabes muy bien por qué se involucra tanto en tu vida. Jules está en el segundo grupo.
Sin ofender, pero... ¿a ella qué le importa que me meta o no en una pelea? A no ser que haya sido con ella o con un amigo suyo, no veo por qué tiene que meterse.
—Es más complejo que eso —murmuro.
Pero ella no está conforme. Aprieta los puños con fuerza.
—¡Has echado tu reputación a la basura! —espeta.
—¿Eh?
—¡Que ahora todo el mundo te odia!
—Bueno, tanto como odiar...
—¡Te odian! —repite firmemente—. Si nadie quiere ser tu amigo, ¿cómo voy a serlo yo?
Lo pregunta totalmente en serio. Me quedo mirándola, pasmada. En la escala de conversaciones surrealistas de mi vida, esta tiene que estar en el top diez.
—Solo es una pelea, Jules.
—¡No es solo una pelea! ¡Ahora la gente no quiere saber nada de ti!
—¿Y a quién le importa lo que piense la gente?
—A mí. —Su voz es clara, y se cruza de brazos—. Lo siento, ya no podemos ser amigas.
—Bueno... pues nada.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—Gracias por tu... em... corta pero intensa amistad.
—¡Es que no puedo ser amiga de alguien a quien odia todo el mundo!
—Jules —replico lentamente, como si intentara incrustárselo en el cerebro—, no es para tanto. Algún día, tú también tendrás algún fallo y no por ello te va a odiar todo el mundo. Estas cosas son... pasajeras.
—¡A mí no pueden odiarme! —salta enseguida—. Me llevo bien con todo el mundo, así que no pueden meterse conmigo, ¡porque quedarían fatal! ¡Soy intocable! Y un encanto, ¿es que no lo ves?
Asiento, más que nada porque no me atrevo a llevarle la contraria.
—Sí... encantadora.
—Adiós, Livvie —replica con indignación—. Que te vaya muy bien, pero lejos de mi camino.
Y se marcha. Sin más. La sigo con la mirada, perpleja, hasta que desaparece en el interior del edificio.
No entiendo nada.
A ver, quizá Jules sea una maravillosa persona, pero la verdad es que nuestro abrupta separación después de dos días de conocerla tampoco me afecta mucho. Sigo con mi camino, pasando de todo.
Entro en clase con normalidad, atiendo, y lo cierto es que disfruto de mis clases en soledad. Me gusta estar sola. Me gusta poder concentrarme en mis cosas sin la necesidad de tener a nadie constantemente al lado, hablándome. Y también me gusta enterarme por fin de las cosas que explican los profesores.
Ya en mi última clase, me siento mucho mejor que cuando he llegado. Incluso le mando un mensaje a Jane justo antes de entrar, deseándole suerte en la entrevista de trabajo que me ha dicho que tiene.
Sin embargo, nada más cruzar el umbral, me cruzo con una de las dos Kardashian que Jules mencionó, las populares de la escuela.
Diría que ha sido accidental, pero la forma en que se ha parado me da a entender que estaba esperándome. Es la rubia, la que nunca habla en clase y siempre está apuntando las cosas que dicen los profesores como si su vida dependiera de ello. Creo que se llama Astrid... o Ashley, no sé. Es una de las dos, eso seguro.
—Hola —dice con una sonrisa que, honestamente, me parece bastante simpática—. No sé si me conoces, vamos juntas a clase de solfeo.
—Sí, lo sé. Astrid, ¿no?
Me he arriesgado un poco, pero por suerte ella asiente.
Otra pequeña victoria para las marginadas.
—¡Sí! Y tú eres Livvie —añade—. Verás, me han dicho que tu padre tiene una tienda de música...
Oh, no.
En cuanto escucho hablar de mi padre, me tenso de pies a cabeza. No quiero que sepan de quien soy hija. No quiero que se acerquen a mí solo por eso. Y, desde luego, no quiero que cada vez que respire empiecen con la mierda de que me parezco a él. Estoy harta de que me hagan eso.
No soy la hija de. Soy Olivia.
Soy pianista por mi talento, no por ser familiar de nadie famoso. No quiero que aquí sea igual que en todos los otros sitios y me juzguen por ello. Que me conozcan por mí misma, ya sea para bien o para mal.
—Sí, la tiene —murmuro, precavida.
—¿Te puedo pedir un favor, entonces?
Oh, no...
Como me pida un puñetero autógrafo, hundo la cabeza en la basura del fondo del aula.
—¿Cuál? —pregunto.
—Si te digo mi modelo de violín, ¿crees que podríais encontrarme un reemplazo para una de las piezas antes del mes que viene? Es que en todas las otras tiendas tardan una barbaridad, y me han dicho que en la suya suelen ser muy rápidos.
La propuesta me deja un poco pasmada, y tengo que contenerme para no suspirar de alivio. Vaaaaale, eso sí que puedo mirarlo.
—Yo también trabajo en la tienda —comento—. Lo hago todas las tardes de entre semana, así que podrías pasarte cualquier día y lo miramos.
—¡Eso sería genial! —asegura con entusiasmo—. ¿Qué tal mañana?, ¿te parece bien?
—Genial.
—¡Pues nos vemos mañana! Oye, ¿tienes a alguien con quien sentarte?, ¿quieres ponerte con nosotras?
Miro el hueco que menciona, justo al lado de los asientos que ocupan ella y Ashley, y al final niego con la cabeza.
—Estoy bien así, gracias.
Decide no insistir, cosa que le agradezco profundamente. No me gusta que me insistan cuando ya he dicho que no, ni siquiera cuando es con buena intención. Pero Astrid lo pilla a la primera, me sonríe y vuelve a su sitio.
○○○
Creo que debería sentirme bien. O no. No estoy muy segura. Lo único que tengo claro es que no puedo concentrarme y, de todas las horas que debería haber practicado con el piano, solo he cumplido una. Suelto una palabrota en voz baja y paso los dedos por encima del teclado con frustración. Si alguien me ha oído, probablemente se piense que me he dado un cabezazo contra las teclas.
Pero nadie me oye. La única que me acompaña hoy es Pelusa, que está sentada a mi lado en el banquillo y se lame el culo mientras me escucha tocar.
Bonita metáfora de la vida.
La miro de reojo, y ella me contempla con sus ojos grises e indiferentes.
—¿Crees que ha sido un error? —murmuro.
Pelusa sigue contemplándome, lógicamente. No me responderá; si lo hiciera, me daría un infarto.
Y ya entraríamos en otra historia.
¿Eh?
¿Eh?
Sé que me he prometido no hacerlo hasta que terminara el ensayo, pero aun así saco el móvil de mi bolsillo y miro la pantalla. En cuanto veo el asomo de una notificación, lo suelto contra el banquillo y tomo una respiración muy profunda.
He subido a Omega el vídeo que Tommy me ayudó a grabar, ese en el que salgo tocando una de mis piezas favoritas.
Sé que es una chorrada y que, al final, con mi minúscula cuenta no lo va a ver nadie. Y la poca gente que lo haga tampoco va a darle mucha importancia. Pero aun así me da vergüenza que vean esa parte tan vulnerable de mi vida. Normalmente, no cuento nada de mí. De alguna forma, es como si les estuviera abriendo una puerta que hasta ahora he mantenido cerrada.
—Sí, la he cagado —sentencio.
Pelusa se lame una patita y se la pasa por la cabeza, ignorándome.
—Voy a borrarlo —le digo—. Sí, eso haré. Lo borraré y fingiremos que no ha pasado nada.
Cojo el móvil de nuevo y, esta vez, lo desbloqueo. Lo he subido hace solo dos horas, pero sé que no tendrá visitas. Apenas me sigue nadie. ¿Quién lo va a ver? ¿Mi madre?
Ni siquiera ella, porque la tengo bloqueada para que no pueda cotillearme.
Un día descubrí que entraba en cada cosa que hacía y, lo que es peor, luego venía a preguntarme por ello con una sonrisita cotilla. Hay ciertos límites que una adolescente tiene que imponer.
Pero cuando abro el móvil no me encuentro con un vídeo totalmente ignorado, sino que tiene... veintidós visitas.
Veintidós. Visitas.
—Pelusa... —murmuro—. Soy... ¡ SOY FAMOSA!
Uy, cuidado, la Madonna del piano.
Pelusa hace una pequeña pausa para mirarme con desprecio antes de levantarse, ir al sillón que hay al otro lado de la sala y proceder a seguir lavándose lejos de mí.
Pero no puede darme más igual. ¡Veintidós visitas! ¡Veintidós personas han visto lo que he subido y les ha gustado!
No sabes si les ha gustado, solo que lo han visto.
¡Y les ha encantado, estoy segura!
Sin embargo, cuando lo pienso mejor, me doy cuenta de que ya no puedo borrar el vídeo. ¿Qué será de las esperanzas de esas veintidós personas? ¡No puedo dejarlas en la incertidumbre! Ahora que me siguen, no puedo decepcionarlas.
¡Debo cumplir con mi público! ¡No puedo borrar el vídeo!
Y, como siempre que tengo una crisis, procedo a llamar a mi asesor principal.
Tommy suelta un eructo nada más descolgar.
—Qué asco —mascullo.
—Mmm... todavía puedo notar el regustillo al burrito que me he zampado hace un rato.
Hago una mueca de desagrado y supongo que él debe imaginársela, porque se echa a reír.
—Bueno —concluye al cabo de unos instantes—, ¿a qué viene llamarme a esta hora? ¿No se supone que deberías estar ensayando?
—Debería —aseguro.
—Y no lo estás haciendo.
—No.
—¿Vas a contarme el por qué o tengo que adivinarlo?
—He subido el vídeo que grabamos el otro día.
Hay un momento de silencio.
—Ah, lo sé —dice entonces—. ¡Si le he dado me gusta!
Mierda, entonces son veintiuna personas, no veintidós. Tommy me ha trastocado la estadística entera.
—¿Crees que debería borrarlo? —pregunto.
—No sé. ¿Quieres borrarlo?
—No sé.
—Pues no sé.
—No estás ayudando.
—Tú tampoco.
—¿Y si lo ve la gente del conservatorio y se burlan de mí?
Tommy suspira.
—¿Por qué crees que iban a burlarse, Liv? Si lo haces genial.
—Es que... no lo sé. De repente, me ha dado una oleada de inseguridad.
—Como diría mi abuela, la única inseguridad que deberías tener es la de si te cabe más dinero en la cuenta.
No puedo evitar sonreír. Madre mía, ya sé de dónde ha sacado Tommy su capacidad de hacer reír a la gente.
—Me encantaría conocer a tu abuela —aseguro.
—Cuando quieras te la presento. Y no me cambies de tema.
—Vaaaaale... igual lo de borrar el vídeo son paranoias mías.
—¿Sabes lo que viene muy bien para las paranoias?
—Déjame adivinar: emborracharme.
—¡Mira qué lista es mi chica!
—No tengo ganas de fiesta, Tommy.
—Oh, vamos. Esta noche voy a una genial justo al lado de mi casa. Si te aburres, solo tienes que subirte a mi habitación y echarte una siesta.
—Creo que por hoy pasaré, lo siento.
Tommy me conoce y sabe que por mucho que insista no voy a cambiar de opinión. Al final, cambia de tema para no hacer la conversación todavía más incómoda.
Como sé que no seguiré practicando con el piano, me rindo y lo cierro de un golpe. Pelusa da un saltito del susto y sale de la habitación con las orejas echadas para atrás. Supongo que su enfado va a durar lo que tarde en abrirle una lata de paté.
Aun así, la sigo escaleras abajo, entro en la cocina, abro una bolsa de patatas y me tiro al sofá a comérmelas sin mucho cuidado. El psicólogo me dijo que voy a tener que visitarlo mínimo dos veces por semana. Y también insistió en que debería hablarlo con mis padres para que estuvieran al corriente de la situación.
Yo no estoy tan segura de esa última parte, pero supongo que tendré que hacerlo.
Sigo comiendo patatas cuando llegan a casa. Ambos traen bolsas de la compra y, tras saludarme distraídamente, van a dejarlas a la cocina. Decido que es una buena excusa, así que me dirijo a ayudarlos. Mamá, sin decir una palabra, me roba las patatas y se mete un puñado en la boca.
—¿Por qué será que todo lo bueno es grasiento? —se lamenta, metiéndose otro puñado.
—Los palitos de zanahoria están buenos —comento.
Mamá arruga la nariz y me devuelve la bolsa. Sin embargo, no le hago mucho caso. Estoy ocupada metiendo los huevos en la nevera. Miro de reojo a papá, que está distraído tarareando una canción y metiendo las cosas en el armario de arriba. Vuelvo a mamá, que abre otra de las bolsas.
Sí, parece un buen momento para decirlo.
Soltamos la bomba en tres, dos, uno...
—Necesito contaros una cosita.
No parecen muy preocupados. Papá me mira de reojo, mientras que mamá me sonríe.
—¿Qué cosita? ¿Necesitas algo?
—No. Bueno..., sí. Veréis...
Y me callo. Me callo, porque no sé cómo decirlo. No sé cómo plantearles no solo que me metí en una pelea —aunque papá ya sepa esa parte—, sino que el psicólogo me ha visto lo suficientemente mal como para querer que vaya repetidas veces a su oficina.
No es la primera vez que pasamos por una conversación incómoda de este estilo.
—¿Qué pasa? —insiste mamá al ver que no digo nada.
—Eh...
Mis dudas hacen que papá se gire y me mire, ahora un poco alerta. Sospecha que quiero confesar lo de la pelea.
Mamá se da cuenta enseguida de que él sabe algo que ella no, y empieza a entrecerrar los ojos.
Oh, oh... esto no va a terminar bien.
Y, a última hora, cambio el argumento:
—Necesito... ¡dinero para arreglar la moto!
Papá suspira, pero no dice nada. Mamá enarca las cejas con sorpresa.
—Oh, ¿es eso? ¡Me tenías preocupada!
—Es que no quiero estar dependiendo eternamente de que me llevéis a clase. Estaría bien tener mi propio transporte.
—¿Cuánto necesitas? —pregunta mamá.
—No sé. No he ido al mecánico.
—En realidad... —interviene papá, y estoy segura de que, en cierta forma, me está castigando por no decir la verdad—, estaría bien que empezara a pagarse sus cosas, Brooke. Después de todo, ahora trabaja en la tienda. Si ahorra lo suficiente, podrá pagárselo ella misma y se sentirá muchísimo más realizada. Es una maravillosa lección de responsabilidad.
Le pongo mala cara, pero él finge no verla.
Mamá, por cierto, se ha quedado encantada con la propuesta.
—¡Oh, qué buena idea! Cariño, nosotros siempre vamos a estar ahí para ayudarte en lo que necesites, pero ¡tienes que aprender lo que es el valor del dinero y lo difícil que es ganarlo! La moto es un buen comienzo.
—Pero... ¡tardaré una eternidad en tenerlo todo!
—Trabaja más y tendrás más dinero —zanja papá con una sonrisita burlona.
Estúpido papá.
Oye, respeta a tu padre.
No pasa nada, él no me oye.
—¡Me parece perfecto! —exclama mamá, y luego se acerca para pasarme un brazo por encima de los hombros. Cuando me apretuja contra ella, suspiro con tono lastimero—. Ay, mi niña, que ya se hace mayor.
—Soy mayor —recalco—. ¡Tengo dieciocho años!
—Qué tierna.
—¡No soy tierna, soy una adulta!
En realidad, no me siento muy adulta. Pero ese detalle me lo ahorro.
Vuelvo a mi habitación, airada, y tan solo bajo para cenar con ellos. Para el resto, prefiero estar a solas en mi cama, mirando vídeos de antiguos conciertos o algún capítulo de Glee, que le aporta a mi vida el caos que le falta.
Estoy precisamente en medio de uno de los capítulos cuando me vibra el móvil. Lo alcanzo con una mueca, pero se me borra en cuanto leo el mensaje.
Tommy: Asómate a la ventanita, Livvita.
Hago lo que me dice con una gran sonrisa, y lo encuentro escalando para arriba. Cuando se pincha un dedo con una enredadera, suelta un chillido de protesta, pero aun así sigue ascendiendo.
Al final, llega a mi habitación en tiempo récord y pone los puños en las caderas, muy orgulloso.
—¡Hola! —exclama—. Aquí está tu salvador de la noche.
—¿Mi salvador? —repito, confusa.
—Tu salvador del aburrimiento que te esperaba viendo reposiciones de Glee. Seguro que se nos ocurre algo más... entretenido.
Eso último lo dice con un guiño y, aunque estoy tentada a hacerme la dura, al final empiezo a reírme.
Se me borra cualquier signo de diversión en cuanto tira de mi brazo con fuerza y me lanza a la cama. Lo hace con tanta intensidad que reboto dos veces antes de quedarme tumbada sobre los codos.
—A ver qué se me ocurre para entretenernos... —murmura, levantando y bajando las cejas.
En cuanto me separa las rodillas y empieza a acomodarse entre ellas, sonrío y sacudo la cabeza.
—¡Tommy!
—Shhh, estoy concentrándome, a ver si se me ocurre alguna idea.
—¡Mis padres están en el piso de abajo! —protesto.
—Pues muerde una almohada.
No puedo evitar la carcajada, y en cuanto tira de mis tobillos para juntar nuestros cuerpos, le rodeo el cuello con los brazos y lo atraigo hacia mí. Tommy se deja besar, pero solo durante unos instantes. En cuanto se separa, hago un mohín.
—A ver... ¿en qué otros sitios podría besarte? —murmura, fingiendo mucha concentración.
Suelto otra carcajada mientras me pasa las manos por las piernas, las rodillas y los muslos y, lentamente, mete los dedos en la cinturilla elástica. Con un solo tirón, se deshace tanto de mis pantalones de pijama como de mis bragas.
—Ah, creo que ya se me ocurre un sitio mejor donde besarte —dice con alegría.
—Eres un idiota —murmuro.
—Eso repítelo cuando empieces a gemir.
Y, con Glee sonando de fondo, empieza a besarme la cara interior del muslo.
Un plan muy romántico.
***
Mi mañana siguiente transcurre con tranquilidad. Jules pasa de mí —tampoco es que vaya a ponerme a llorar, sinceramente—, las Kardashian me saludan desde lejos —sin volver a ofrecerme ir con ellas, y lo agradezco—, Rebeca se viene a sentar conmigo durante la merienda —casi se me cae dos veces la botella de agua por los nervios— y termino las clases con una bronca del profesor de historia musical —gracias Tommy por hacer que se me olvidara que tenía deberes—.
Nada más llegar a casa, como mi almuerzo a toda velocidad, le doy una palmadita en el culo a Pelusa —que hace un ademán de morderme la mano— y cruzo la calle para abrir la tienda.
Las horas de trabajo se me hacen eternas. Hay días en los que no dejo de trabajar y otros en los que no viene nadie. Hoy es de los segundos, así que, después de estar un rato con el ordenador, saco el móvil y me pongo a mirar el muro de noticias de Omega. Sigo a Astrid y Ashley, que han empezado a seguirme esta mañana, y veo que han subido un vídeo en el que cantan y tocan la guitarra. Astrid tiene una voz muy bonita, eso no se lo puede quitar nadie. El vídeo, además, acumula más de mil visitas. No me extraña que la gente las trate como si fueran famosas o algo así.
De alguna forma, termino en el perfil de Rebeca.
Raro sería que no lo hicieras.
Ella también ha subido una foto nueva. Está andando por los pasillos del gimnasio donde ensayan las bailarinas. Lleva las medias y el body rosa reglamentario, así como el pelo atado en la nuca. Mira a la cámara por encima del hombro con una sonrisa divertida, y sujeta la mochila con una mano y los zapatos de bailarina con la otra.
Quizá me quedo mirando la foto un rato más de lo necesario. Especialmente cómo le queda el body, aunque eso nunca lo admitiré en voz alta. Me encuentro a mí misma dándole me gusta y dudando entre si poner un comentario. Al final, le pongo el emoji de la chica bailando. Y luego hago zoom con los dedos para verle mejor el...
La campanita de la entrada hace que suelte el móvil de golpe y levante la cabeza, avergonzada.
Hoy Jane lleva puesta una camiseta sin mangas de color azul, unos pantalones por las rodillas y el pelo en una coletita. De nuevo, tiene las muñecas repletas de pulseras de todo tipo y color. Y, también de nuevo, le cuelga una mochila de los hombros.
Sonríe nada más verme.
—¿Te he pillado haciendo algo vergonzoso? —pregunta con curiosidad.
—Si trabajar se considera hacer algo vergonzoso...
Sigue sonriendo, pero decide no insistir. Por el contrario, se acerca perezosamente a una estantería y se esconde tras ella. Al cabo de unos segundos, vuelve a aparecer en el cruce de las siguientes. La sigo con la mirada sin poder evitarlo.
—¿Por qué siento que vas a burlarte de mí? —inquiero.
—No sé. Quizá empiezas a conocerme.
—¿Y cuál es el motivo de tu burla de hoy, querida Jane?
—Oh, ¿ya soy tu querida? Vamos escalando puestos.
Me cruzo de brazos, y ella se detiene un momento para mirarme con lo que, sin duda, es burla pura y dura.
—I don't mind spending every day...
Oh, así que es eso.
—¡Es una canción muy bonita! —protesto.
—Out on your corner in the pouring raaaaain...
—¿Puedes dejar de burlarte?
—Pero ¡si solo te estoy cantando la canción que me mandaste!
—¡Pues deja de hacerlo como si fuera una burla!
—Look for the girl with the broken smile...
—She will be loved es una canción preciosa —declaro, indignada—. Búrlate todo lo que quieras.
—¿Llegará el día en que me recomiendes una canción que no vaya de gente llorando por amor?
—No, porque son mis favoritas.
Jane sonríe y vuelve a desaparecer entre las estanterías. Yo sigo de brazos cruzados.
—Si no compras nada, tienes que irte.
—Te estoy distrayendo para robarte un disco, ¿puedes dejar de mirarme de una vez?
Pese a que intento ocultarlo, al final esbozo una pequeña sonrisa.
—No te estoy mirando.
—Pero me estás buscando, que es peor.
—¡Tampoco te estoy buscando!
Jane se asoma de repente y, para que no me pille, finjo que estoy mirándome las uñas. Ella suelta una risita, pero no dice nada más.
Además, justo en ese momento suena la campanita de la entrada. Levanto la cabeza con mi sonrisa para clientes, pero dejo de esbozarla cuando veo que es Astrid, que ha venido tal y como dijo que lo haría.
—¡Hola, Livvie! —saluda con su alegría natural, acercándose al mostrador—. ¿Qué tal tu día?
—No ha estado mal. Cuando no viene nadie, puedo jugar a Los Sims.
Astrid sonríe y me enseña la pantalla del móvil, donde tiene apuntada la pieza exacta que necesita para su violín.
—¿Crees que podrás tenerlo para antes del mes que viene?
—Déjame un momento y lo miro.
Quito la pantalla de Los Sims y me meto en la del almacenamiento de la tienda. Ahí están los pedidos. Tecleo rápidamente el que necesita ella.
Sigo buscándolo cuando, de pronto, escucho pasos acercándose. Jane se ha detenido justo al lado de mi nueva clienta, y la mira con curiosidad.
—Ah, Jane... te presento a Astrid, una compañera de clase.
—¿Qué tal? —pregunta esta última—. ¿Tú también tocas algún instrumento?
—Soy más de mezclarlos, la verdad.
Mierda, la pieza que ella busca no sale. Voy a la otra red de distribuidores para probar suerte.
—¿Eres DJ? —pregunta Astrid, gratamente sorprendida.
—Sí, ¿y tú?
—No, no... Ni de lejos. Ese tipo de música no es mi estilo.
—¿Prefieres un poquito de música clásica con señores agitando palitos?
—¡Oye! ¿Eso es una burla?
—Depende de cómo quieras tomártelo.
Espera...
ESPERA...
¿Eso que oigo es... coqueteo?
Disimuladamente, dejo de mirar la pantalla para observarlas con los ojos entrecerrados. Jane está apoyada tranquilamente en el mostrador, mientras que Astrid le devuelve la mirada y juguetea con el borde de su camiseta.
¿Están... ligando?
¡Activamos todas las alarmas! ¡¡¡Declaramos emergencia!!!
Me obligo a volver a mi trabajo, aunque lo hago con los dientes apretados.
—Creo que optaré por tomármelo como un halago —dice Astrid, divertida—. Mi especialidad es el violín, y sí, me gusta la música clásica con señores agitando palitos.
—¿Ves? Otra niña buena.
—¡Puedo ser malísima! —replica Astrid, aunque se nota que la indignación es fingida, no deja de sonreír.
—Nah, no me lo creo —sigue Jane—. Tienes cara de buena.
—¿Y eso es malo?
—Para mí no lo es, te lo aseguro.
—EJEM.
Ups, ¿eso último ha salido de mí?
Ambas se vuelven para mirarme, y yo esbozo una sonrisa forzada que, más que simpática, debe ser un poco tenebrosa.
—¿Qué tal te viene la semana que viene? —pregunto a Astrid—. Llegaría el miércoles.
—¡Perfecto! Muchas gracias. Jane..., quería preguntarte...
—EJEM.
Las dos vuelven a girarse en mi dirección. Mi sonrisa no ha cambiado, y empiezan a temblarme las mejillas por la tensión.
—Son dieciséis con cincuenta —comento con dulzura.
—Ah, claro...
Mientras que Astrid busca la cartera dentro del bolso, Jane me mira de reojo. Ha esbozado media sonrisa significativa, pero no dice nada.
Por algún motivo, eso solo aumenta mi cabreo. Uno que, honestamente, no entiendo muy bien en qué momento ha empezado.
Ya lo creo que lo entiendes.
—Aquí tienes —dice Astrid, dejándome el dinero sobre el mostrador—. Muchas gracias por todo, Livvie. ¡Nos vemos mañana en clase!
Cuando se vuelve hacia mi clienta habitual, está claro que tiene la intención de despedirse. No llega a hacerlo.
—¿Tienes Omega? —pregunta Jane.
Tuerzo el gesto, pero mientras se intercambian los perfiles no digo absolutamente nada, sino que tecleo para hacer el pedido.
Como sigas tecleando con esa fuerza, tu padre te va a pedir explicaciones.
—Pues... ya nos veremos por Internet —concluye Astrid, mirándola solo a ella—. ¡Adiós, chicas!
En cuanto se marcha, yo no levanto la cabeza. Jane se balancea sobre el mostrador con una sonrisa.
—¿Qué? —pregunta.
—Nada.
—Muy simpática, tu amiga.
—No es mi amiga.
—Pues tu conocida.
—Apenas la conozco.
Jane hace una pausa, divertida.
—¿Va todo bien?
—Perfecto —replico, sin mirarla—. Es que tengo mucho trabajo.
—Si no hay nadie.
—Tengo una vida muy ocupada, Jane —replico con orgullo—. No puedo pasarme el día atendiéndote.
Ella se ríe y se aparta del mostrador.
—Pues nada, señora ocupada, no te molesto más. ¡Hasta otra!
La observo marcharse y, en cuanto la puerta se cierra tras ella, me dejo caer contra la silla y me cruzo de brazos.
Estúpida Jane.
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