La potestad de los muertos
Vierten los astros su resplandor mortuorio
sobre árboles deformes y decrépitos,
cuyas hojas caducas reposan en el lecho
del río que bordea el viejo cementerio.
Las lápidas relucen bajo el fulgor plateado,
que corona a los ángeles de mármol,
y acarician sus rayos longevos mausoleos
que el inclemente tiempo ha destrozado.
Los difuntos dormitan cautivos del encanto
que la atávica muerte ha proferido.
Pero aquel sueño eterno y mortecino,
se astilla bajo el eco de un cantar sacrosanto.
Resuenan los acordes del alto campanario,
de la Iglesia de un pueblo derruido.
El lienzo entre los mundos se desvela
y se cortan los hilos del manto imaginario.
Gélidas ráfagas van surcando las losas,
cuyas cruces consagran a la tierra.
Sus dedos de céfiro abren grietas,
y los difuntos emergen de sus fosas.
Pero endebles por hambre tambalean,
la abstinencia de siglos hizo estragos.
Más abajo en el pueblo les aguarda
el único festín que tanto anhelan.
Por la colina bajan cuerpos flácidos.
Pútridos pies se arrastran en el lodo,
y la peste se esparce por la atmósfera
que se impregna con sus hedores ácidos.
Se refugia la gente tras los muros,
se persigan e imploran salvamento.
Pero no hay redenciones esa noche,
la única potestad es la de los muertos.
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