6 El amor verdadero de la bruja - Parte 2

Dedicado con amor a Melizabeth_22 Un tardío regalo de cumpleaños para mi hechicera favorita💋 . Te amo, cariño, de varias formas, y aunque no haya sido como originalmente creía. El mejor capitulo de esta historia es para ti.

***

Londres. Habían pasado meses desde que había estado por última vez ahí, pero Elizabeth lo sentía como si hubieran sido años. Miró la ciudad neblinosa dormirse mientras el crepúsculo caía, el frío otoñal impregnado en el aire, y mientras las primeras estrellas comenzaban a titilar, un suspiro brotó de su pecho junto con todas las memorias que había hecho a lado de su maestro.

La primera vez que lo vio, la noche en que bailaron en el cielo frente al Big Ben. Todas las noches de desvelo en París, el trabajo codo a codo hasta dar con la poción que salvaría a un fantasma. Las noches de búsqueda en Ginebra, su mano en la suya mientras buscaban con linternas a una chica que no era un lobo. Y por último, un beso. Un beso que no llegó a ser, tendidos sobre un lago congelado en Transilvania mientras eran observados por vampiros.

Todo aquello parecía irreal, como un sueño maravilloso. Pero, al mismo tiempo, eran memorias tan nítidas que fue como si de nuevo las estuviera viviendo. Cerró los ojos, evocando la última de ellas, y sonrió, preguntándose cuál sería el sabor de los labios de Meliodas si el otro beso que le dio hubiera sido sincero. Pero sabía que no podría ser. Estaba a unos días de que se le acabara el tiempo, y pronto tendría que entregar lo prometido a su mentor y despedirse de él y del mundo mágico para siempre.

«Ojalá, al menos me deje quedarme con nuestros recuerdos», se dijo. Luego se regañó, pues estaba siendo derrotista sin haber dado su última batalla. El alquimista le había dicho que sería él quien le daría el último ingrediente de su pócima, pero ¿lo haría así, sin más? «Tal vez está planeando algo». Pronto lo descubriría.

Meliodas le había ordenado encontrarse en el techo al atardecer, y la hora estaba llegando. La línea dorada del sol agonizante se llevó toda su tristeza llenándola de luz, y entonces infló el pecho, preparada para lo que se venía. Lo sintió antes de verlo. Apenas la luz se fue, el gran mago se materializó detrás de ella, quien se giró, dispuesta a abordar directamente el asunto de su último examen.

—Bueno, maestro, ¡estoy lista! —le sonrió llena de entusiasmo—. ¿Para qué me citó aquí hoy? Tal vez, ¿para ir a por el último ingrediente? —Él no dijo nada. La miró con una intensidad que borró la expresión juguetona de la albina, y se acercó con andar ondulante hasta estar casi pecho contra pecho, una determinación inquietante destellando al fondo de sus ojos oscuros.

—Sí, algo así. —Su voz era como terciopelo negro, oscura y sedosa, y Elizabeth apenas pudo contener el escalofrío de placer cuando usó uno de sus dedos para colocar un mechón de cabello tras su oreja.

«Ah, no, no me engañarás», logró recuperar el aplomo. Llevaba buena parte del año tratando de seducirla, pero ella había aprendido la lección, y no se dejaría tentar. Meliodas leyó esos pensamientos en sus ojos y, aunque por un momento pareció triste, al siguiente sonreía tanto como ella, que recuperó la confianza para hablar.

—¿Y qué tengo que hacer para ganármelo? Es decir, sé que dijo que me lo iba a dar, pero no creo que la cosa sea tan sencilla. ¿Me pondrá alguna prueba? ¿Una misión? ¿Me pedirá un favor extra difícil, o algo así? ¡Dígame, señor! —Él guardó silencio, deslizando la mirada por su cara como si quisiera grabar cada uno de sus rasgos en su memoria. Y luego, también sonrió.

—Acertaste. Te pediré las tres cosas reunidas en una sola acción, y tras superarlas, el último ingrediente será tuyo.

—¡Hecho! ¿Qué tengo que hacer?

—Solo debes aceptar tener una cena conmigo. —El silencio que siguió a aquellas palabras vino de la estupefacción de la bruja, que apenas procesó lo que le pedía, tuvo que pedirle que repitiera.

—¿Disculpe?

—Una cena. Tranquila, no cociné yo, así que no debes temer morir envenenada.

—Pe-pero yo... pero usted...—Habían pasado muchas cosas entre los dos para que ella no viera el peligro tras su petición. Antes de que lo pensara más, Meliodas tomó su mano entre las suyas, y en ese solo apretón los sentimientos de ambos afloraron.

—Acepta. Por favor. —susurró, y entonces ella entendió. Aquello no era realmente una orden o una misión, sino probablemente, el inicio de una despedida.

—Está bien —Meliodas cerró los ojos un instante, preparándose para su propia prueba. Al abrirlos desplegó una expresión tan sensual que la albina temió haber hecho un pacto con el diablo.

—Gracias, Elizabeth —dijo él, chasqueando los dedos. Un momento después, los dos flotaban sobre alguna parte desconocida de Londres. Y al siguiente, con un nuevo chasquido, la imagen cambió, y la bruja por poco entra en shock al no poder entender lo que veían sus ojos.

—¡¿Qué es esto?! —Altos edificios de cristal, la ciudad nocturna iluminada como si fuera de día, el puente de Londres resplandeciendo mientras el bullicio de abajo la aturdía—. ¿Dónde estamos?

—La misma ciudad, cien años en el futuro —rio el mago, y cuando ella volteó a verlo, su apariencia había cambiado para mostrarlo enfundado en un moderno traje negro—. ¿Creías que los rumores sobre mi magia del tiempo se limitaban a visiones vagas del futuro y gusto por la tecnología?

—No, pero... —dijo, incapaz de apartar los ojos de aquel paisaje milagroso—. Oh, maestro, ¡es hermoso!

—Sí... —suspiró él, que solo tenía ojos para ella—. Hermoso. Quería que nuestra última noche fuera especial. —Elizabeth por fin pudo recuperarse de la impresión tras escuchar esas palabras, confirmando lo que se había temido. Así que sí estaban por despedirse. Estaba muy triste y, al mismo tiempo, tan feliz como para llorar. Tomó la mano que él le ofrecía para descender lentamente, y al aterrizar, había transformado su ropa en un futurista vestido azul.

—¡Qué alto está! —siguió ella, asomándose por el balcón de la terraza del rascacielos donde habían aterrizado—. ¿Cuándo se volverá posible que construyan algo tan alto? Aquellas luces son electricidad, ¿verdad? ¿La gente aún usa fonógrafos? —Meliodas no respondió. Estaba absorto en su belleza y su alegría, consiente, por primera vez, de que eran tan rara como él. Jamás lo había juzgado por sus excentricidades, ni llamado loco, ni mostrado algún tipo de envidia, o rechazo.

«¿Cómo pude desperdiciarla tanto?», se recriminó. «Tan hermosa, tan buena. Tan demente como yo».

—¿Elizabeth?

—¿Sí? —Por fin podía tragar el nudo en su garganta. Se había propuesto hacerla feliz esa noche, así que, haciendo un gesto con una elegante reverencia, le mostró la mesa servida solo para los dos, sacándole a la albina una expresión de asombro.

—Personalmente, prefiero lo que prepara mi cocinera, pero ya que tengo la oportunidad de invitarte, ¿qué tal si evalúas estos platos?

—¿De verdad? ¿Puedo hacerlo? —Era una plebeya. Una mestiza. Una mera aprendiz. Y el alquimista se dio cuenta, asombrado, que ninguna de esas cosas le importaba. Esa bruja era su igual, su alumna más brillante, su colega más preciada, y se merecía ser tratada con respeto, y mucho más.

—Esta noche es tuya, Ellie. Considéralo parte de tu regalo de graduación.

—¡Gracias! —exclamó ella, sin poder ocultar del todo la voz temblorosa. Una hora después, ambos brindaban con copas de un vino considerado joven en su época, pero antiguo en aquella moderna ciudad, y entre risas y tragos, él entendió otra cosa. Elizabeth era su amiga. Era fácil conversar con ella, se entendían perfectamente, lo conocía demasiado bien. Sabía todo sobre él.

«Bueno, no todo». Aún le guardaba un gran secreto, y una vez que lo revelara, su repudio sería tal vez lo último que recibiría de ella. El licor siguió corriendo, Elizabeth cada vez más relajada. Cuando vio sus primeros signos de ebriedad, decidió que era momento para atreverse un poco más.

—¿Bailarías conmigo?

—¿Qué? —Acto seguido le mostró un minúsculo dispositivo de color blanco, y al apretar un botón, una música hermosa llenó el aire, haciéndola sonreír de nuevo ante el enigma de si era magia o ciencia.

—Por favor —Ella miró su mano extendida con duda, sabiendo que estaba demasiado vulnerable. En cuanto sus dedos se tocaron, todo el miedo se fue, y se levantó mientras los envolvía un vals famoso en todas las épocas. Él tomó su cintura, ella cerró los ojos. Giraron y giraron, más allá del tiempo y el espacio, por unos instantes que parecían eternos, sin importarles lo que pasaría después. Eso, hasta que Meliodas posó la mirada en sus labios, y casi se rompió de deseo mientras se obligaba a soltarla dándole la espalda.

—¿Maestro? —preguntó ella, confundida.

El Hotel Azul estaba debajo de ellos, en ese estado, no podría negarse, la parte más oscura de sí mismo clamaba por hacerla suya y atraparla para que no lo dejara. «No puedo, ¡no le haré eso! No otra vez, sabiendo que tengo que liberarla». Entonces, lo impensable pasó. Sintió el abrazo de la bruja rodeándolo por la espalda, y toda la oscuridad se silenció mientras lo que en verdad sentía por ella emergía con fuerza.

—Nuestra noche está por terminar, ¿cierto, maestro? —preguntó, al mismo tiempo entendiendo y malinterpretando el que se hubiera alejado—. Está bien. Será mejor que nos vayamos.

—Sí, tienes razón. Llegó el momento de despedirnos. —Se giró lentamente, sufriendo ya por lo que había decidido hacer, y entonces aquella realidad titiló mientras tomaba la botella de vino vacía—. Solo resta tu regalo de graduación. Voy a darte el último ingrediente, fresco, y recién extraído de un buen espécimen.

—¿Qué...? —La bruja albina palideció, y retrocedió dos pasos, temiendo lo que iba a hacer—. ¿Aquí? ¿Ahora? Pero señor, no debería invocar a una criatura tan peligrosa en un sitio como este. El último ingrediente es... es...

—Sangre —sonrió él de modo macabro—. De un demonio con el corazón roto. No te preocupes, te aseguro que soy perfectamente capaz de contenerlo. ¿Empezamos? —Pese a su evidente miedo, la albina asintió con los ojos brillando, llenos de confianza en él mientras se preparaba para asistirlo.

«Elizabeth. Mi Elizabeth», se sintió orgulloso de su valor y lealtad. Acto seguido, tomó el único cuchillo que no había sido usado esa noche en la mesa, y comenzó a caminar, dejando a su paso una marca negra que ella entendió, era un círculo de invocación.

—Recordarás... —explicó, usando el tono con el que solía darle lecciones, pero cargado con el dolor del arrepentimiento—. Que te dije que soy incapaz de amar.

—Vagamente —se mofó con ironía. Ambos rieron, y él continuó explicándose.

—Seguro te sonó a excusa de mujeriego, a cliché de hombre cobarde, lo típico que diría un patán que no quiere comprometerse, y que usa sus heridas amorosas como justificante. —Ella no respondió. No quería faltarle al respeto admitiéndolo. Él le sonrió, agradecido de que incluso tras lo que le hizo fuera tan considerada.

—El maestro debe tener sus motivos. Pero no tiene por qué justificarse, está bien si no me corresponde. Ya lo he aceptado. —Fue el turno de Meliodas para cerrar los ojos, dividido entre contener a la bestia que trataba de surgir, y dominar sus erráticas emociones. Cuando lo logró, el círculo estaba completo y pudo volver a sonreír.

—Te agradezco la confianza, Elizabeth. Y tienes razón. Tengo mis motivos, y estos son tan simples que rayan lo absurdo. —Del suelo se elevaban hilos de una sustancia que podía ser tanto humo como materia oscura, y tras hacerle una seña para que retrocediera, él mismo entró al centro de todo aquello.

—Ma-Maestro...

—La razón es que no tengo corazón —declaró—. Al menos, no uno completo. —Entonces, su sello por fin se rompió. El círculo de invocación brilló en rojo con una luz sanguinolenta, la oscuridad rodeándolo mientras sus ojos se volvían aún más oscuros, y marcas como la tinta aparecían en su frente—. Soy un fraude, Elizabeth. Hice trampa. Y el precio fue perder la parte de mí con la que habría podido corresponderte.

—¿Qué está diciendo? ¿De qué habla? ¡¿Qué está pasando?!

—Calma —le pidió, su sonrisa serena a pesar de aquel lúgubre escenario. Ella logró sonreír de vuelta, y él se sintió tan agradecido que lo que estaba a punto de hacer dejó de dolerle—. ¿Recuerdas la "piedra del amor"?

—S-sí. Su éxito solidificando amor en forma de cristal.

—No sé si considerarlo éxito, considerando que es una mentira.

—¿Cómo? —quedó anonadada, evaluando lo que ella sabía sobre la misteriosa joya—. No, no lo es. Está viva. La gema definitivamente emana amor. No puede ser una falsificación, ¡yo lo sabría!

—Olvidé que hablaba con una experta. Eres magnífica, Ellie —Aquel halago la hizo ruborizar, y ella agachó la mirada mientras el rubio la contemplaba como si fuera lo más extraordinario del mundo—. Tienes razón, la gema es genuina. Pero la investigación y método para obtenerla, no tanto. Es un trabajo que no hice solo. Hubo otra persona —tuvo que detenerse para tragar en seco, años sin pronunciar su nombre—. Liz. Mi aprendiz antes que tú.

Elizabeth estaba asombrada. Por su reacción la primera vez que preguntó, ella había esperado no saber nunca el origen de la piedra. Ahora, él mismo lo estaba confesando. Se iba a enterar del método para crearla, y aquello solo podía significar que en verdad se estaban despidiendo.

—Hicimos una fórmula similar a la tuya. Pero no la utilicé para hacer un elixir, o la piedra, ni siquiera para concentrar la esencia del amor. La usé para crear un arma. Una con la que me saqué la mitad del corazón, para entregárselo a una mujer que no me correspondía. —Elizabeth quedó tan aturdida ante esa revelación que por poco cae de espaldas.

—La daga —dijo cuando todo tuvo sentido en su cabeza—. Aquella con la que hizo el pacto conmigo. Entonces... —Eso explicaba por qué había tenido tanto miedo a la piedra cuando la vio, y por qué no quería ni tocarla. Meliodas hizo la misma expresión de satisfacción que hacía cuando ella entendía sus explicaciones a la primera. Comenzó a desabotonarse la camisa a una mano hasta mostrar su pecho. Y ahí, perfectamente clara y nítida, había una grieta hecha de luz que abría no hacia el interior de su piel, sino hacia su alma. Fue como ver un golpe irremediable en una hermosa vasija de porcelana.

—Creí que de esa forma me amaría como yo quería, pero me equivoque. Ella ya me amaba de otra manera. Y no pude entenderlo hasta que fue demasiado tarde.

—Usted... ¿La mató? —Él simplemente rio mientras cubría su herida.

—No, claro que no. Sé qué hice parecer que así fue, pero la verdad es que murió de vejez. Muy, muy anciana. Y feliz, rodeada de su familia. Una que tal vez tú conozcas bien.

—¿Qué? —Meliodas no podía creer que se hubiera tardado tanto en reconocer a Elizabeth como su descendiente, pero le daba igual. Sabía que no era esa la razón por la que había caído por ella.

—El caso es que no puedo amar, porque no tengo con qué hacerlo. Pero incluso si tuviera un corazón completo, hay otro motivo por el que no podría amarte. —La bestia en él estaba cada vez más incontrolable, y Elizabeth retrocedió asustada mientras las sombras en el círculo gemían y se arrastraban hacia él—. Es una cuestión de genética. Sabes, mi familia es un tanto... peculiar.

—¿Señor? —titubeo mientras obedecía su señal de apartarse.

—Mi madre —comenzó a explicar mientras se desabotonaba las mangas y mostraba sus fuertes antebrazos—. También fue una bruja prodigio. Era una experta en invocaciones, domaba a las criaturas del abismo como si fueran sus mascotas. Logró controlar a decenas de demonios. A todos, excepto a uno. ¿Puedes imaginarte a cuál? —La respuesta estaba ante sus ojos. Un par de alas de color negro emergieron de la espalda de su maestro, y las marcas cubrieron todo su cuerpo, mezclándose con su ropa en una versión aterradora de si mismo.

—Usted... ¿Usted es...?

—Sí. —admitió, una enorme aura de poder emanando de cada poro de su piel—. Mi padre era un demonio excepcionalmente fuerte, un dios oscuro que no dudó en poseerla y preñarla conmigo y mi hermano. Gran parte de nuestros poderes nos vienen de su parte. Pero el talento para la magia vino de la educación de mi madre.

«Supongo que fue de ella que aprendí que para merecer amor, debía ser el mejor», pensó para sí mismo, aunque tal vez algo se reflejó en su rostro, pues ella lo miró llena de compasión.

—Oh, maestro...

—No puedo amar, Elizabeth. —se explicó—. Ni antes, ni ahora. No está en mi naturaleza. No aprendí a hacerlo de nadie, y no pude hacerlo bien, incluso cuando tenía un corazón que dar. Por eso, no puedo corresponderte. Y es por eso que tengo que dejarte ir. —Había llegado el momento que había estado esperando. Su transformación se completó, tomó el cuchillo con la zurda, y con una firmeza que reflejaba sus sentimientos por ella, se cortó la muñeca, que de inmediato empezó a manar sangre a borbotones.

—¡No! —Se horrorizó Elizabeth, que intentó entrar al círculo mágico, siendo expulsada con violencia hacia atrás—. ¡Señor Meliodas!

—Tranquila —rio él. Dolía, pero sabía que no estaba en peligro. El hilo de su sangre se transformaba en una luz de color rojo que se iba vertiendo en espirales dentro de la botella de vino. No paró hasta que estuvo llena, cerrándola con un corcho, y en ningún momento ella alejó los ojos de la herida, apretando sus hermosos labios en un enorme puchero.

«Aun sabiendo lo que soy, se preocupa por mí», pensó Meliodas, sintiendo tanto dolor como placer, y utilizó lo último de su cordura para hacer flotar la botella directamente hacia sus manos.

—Eres tú la única destinada a crear el elixir del amor verdadero. Fue un gusto ser tu maestro, Elizabeth. Y es un honor ser también el último de tus ingredientes.

—Señor... —susurró la bruja, abrazando la botella llena de su esencia—. Gracias —No hizo nada por acercarse a él. Pero sonrió de tal forma que cada fibra de su ser explotó de pasión por ella. Sabiendo que no podría controlarse por mucho más tiempo, Meliodas activó el portal con el que la enviaría de regreso.

—Ahora, vete, pequeña criatura malvada. Y no vuelvas jamás. —La tierra desapareció bajo los pies de Elizabeth, que flotó en el vacío unos segundos antes de caer en un lugar donde él no podría encontrarla. Se aseguró de no poder seguirla. El portal se cerró, y su lado humano y demoniaco aullaron de pena por su perdida, cimbrando la ciudad de Londres con los ecos de un grito que los aterrorizados ciudadanos no pudieron comprender.


*

Habían pasado varias semanas, y a Meliodas le sorprendía que hubiera durado tanto su agonía. Su parte demoníaca lo desgarraba desde dentro, un hambre que jamás saciaría al perder a la única presa que deseaba. Sin embargo, su parte humana estaba en paz y feliz. Merecía el castigo, por fin estaba pagando sus pecados, y lo más importante: había hecho lo correcto. A esas alturas, seguro ella ya habría completado su poción, y estaría celebrando el éxito con su aquelarre, o enfrascada en la evaluación de los resultados de su investigación.

No había hecho ningún intento por volver a él, o buscarlo. Y por doloroso que fuera, eso también lo tenía contento, ya que significaba que lo había superado, y además, obedecido su última orden. Vagó por la casa, cada rincón de ella iluminada con bellos recuerdos, y volvió a lo que era su única medicina contra la pena, imaginándola en cada rincón de la mansión encantada. Oía su risa en el laboratorio, olía su comida en la cocina, saboreaba sus labios en la taza que siempre usaba, y sentía la huella de su calor en la cama que ocupaba.

Su cuerpo entero ardía, necesitándola, pero estaba resignado a no tenerla, y solo quedaba esperar que la muerte lo calmara. No debía faltar mucho. Quizás, para cuando el otoño acabara. Los días y las noches seguían consecutivamente, pronto no pudo diferenciar uno del otro, ni sabía cuánto tiempo había pasado. Fue quizá por eso que no se dio cuenta de que había llegado la Noche de Brujas. La quietud de su casa era tenebrosa, fría y vacía como un sepulcro. Por fin estaba logrando quedarse dormido, y en el silencio de aquella pausa tan cercana a la muerte, de pronto escuchó un sonido que le erizó todos los vellos del cuerpo. Un silbido.

—¿Elizabeth? —lo escuchó a la distancia. El conjuro protector que había puesto sobre ella llenó su débil cuerpo de fuerza, y al terminar de entender lo que significaba, se paró de golpe del lecho—. ¿Está en peligro? —Un nuevo silbido confirmó lo que se temía y, tan rápido como pudo, salió de aquella habitación sin importarle su estado y apariencia, reuniendo lo que le quedaba de magia para abrir un portal—. ¡Ya voy! —exclamó en dirección a los silbidos. La oscuridad se lo tragó mientras atravesaba el círculo que probablemente no podría volver a cruzar, y en cuanto sus ojos se acostumbraron a la luz del lugar a donde llegó, no supo si lo que veía era parte de sus delirios, o había ido por error a dar al cielo.

—Buenas noches, señor. —Era ella. La bruja del amor lo recibía en un hermoso vestido blanco, con un enorme caldero hirviente, y una sonrisa traviesa en la boca.

—Elizabeth... —murmuró él, atónito—. ¿No estás en peligro?

—Claro que sí —sonrió de forma pícara, como un gato que hubiera logrado atrapar un canario—. Estoy a punto de morirme. Tal vez.

—¡¿Cómo?! ¿Por qué? —Entonces por fin notó la mesa llena de botellas a su lado, y cuando su cerebro descifró lo que estaba pasando, se dio cuenta de que estaba atrapado en un círculo de invocación del que no podía salir—. No... ¿Qué haces? ¡Detente!

—Me temo que no puedo hacer eso. Usted ya no es mi maestro. Y aunque lo fuera, nada me impedirá salvar al hombre al que amo.

—El hombre al que... —balbuceó, sin entenderlo, las campanas de medianoche de una iglesia sonando a lo lejos—. ¿De qué estás hablando? —La albina rodeó el caldero con pasos suaves, sonriendo tanto que parecía a punto de romper en carcajadas. Se paró delante de él, levantando una mano hacia su rostro, y acarició su mejilla con unas palabras más contundentes que la misma muerte.

—Te amo, Meliodas. —declaró con toda firmeza. Y su demonio interior gritó en agonía mientras trataba de hacerse para atrás sin lograrlo.

—No. No puedes amarme.

—¡Bah! —Se burló la bruja, brazos en jarras antes de darle la espalda y volver a sus instrumentos y botellas—. Cómo dije, usted no me dirá lo que puedo o no hacer. Solo yo decido a quién entregarle mi corazón.

—¡No puedo corresponderte!

—¡¿Y quién le dijo que quiero que lo haga?!

—¿Qué...? —Ahora sí que se rio. Elizabeth tomó el primero de sus ingredientes, y la flor se deshizo entre sus manos mientras recitaba su conjuro.

"De la rosa salvaje brota la pasión, fuerte y vibrante, como un corazón."

—¡No lo hagas! —suplicó desesperado. Pero no podía moverse, y ella había tomado una decisión.

—El amor no se trata de lo que uno pueda dar. No es una obligación, un deber, o algo por lo que debas pagar.

—Por favor, Elizabeth, detente. ¡No sabes lo que haces! —La albina tomó su frasco lleno con rayos de luna, y los vertió lentamente en la pócima, que destelló de color blanco.

"Luz de luna que secretos esconde, entre amantes que el destino responde."

—Lo que estás haciendo no se puede deshacer. ¡Te arrepentirás por el resto de tu vida!

—El amor verdadero siempre es irreversible. Y sin importar lo doloroso que sea, haber amado nunca es algo por lo que uno deba arrepentirse.

—Elizabeth, por favor... —Ella simplemente sonrió revolviendo todo, y mientras tomaba el siguiente ingrediente, abordó un tema completamente diferente.

—Sabe, señor... cuando lo conocí, mi maestra Merlín me hizo tres advertencias. No firmes ningún trato con él. Nunca le digas que está loco. Y nunca le preguntes cómo creó su piedra.

—Yo... lo siento mucho. —Ella le dedicó una expresión llena de ternura, disculpándolo sin decirlo en voz alta.

—Fallé en casi todo. Pero la travesura no estaría completa sin romper el último tabú.

"Fuego de estrellas que cruza los cielos, que nunca se apague en los corazones llenos". El último fragmento del Sanguis Cometa que le quedaba fue lanzado a los pies de aquel fuego. Acto seguido, volvió a acercarse a él, lo miró con ojos más brillantes que la estrella, dando al traste la última advertencia.

—Señor Meliodas: usted está loco.

—¡¿Qué?! —Ella rio con más ganas, y alineó las botellas con los valiosos ingredientes que habían reunido durante un año, lista para añadirlas tras terminar la explicación a su nuevo pupilo.

—Está loco si piensa que no es digno de amor —dijo con voz cantarina—. Está loco si piensa que para obtenerlo uno debe ser perfecto, ofrecer cosas como poder y riqueza, o ir y forzar a alguien a corresponderle. Está demente si piensa que no puede ser amado debido a su pasado, a como luce, o por lo que es. Y es un tonto, si cree que un corazón roto ya no puede amar.

—Yo... Elizabeth, yo...

—Al contrario. Lo hace con más fuerza. Un corazón roto aprende a amar más intensamente. El amor verdadero no es algo que se agote cuando ya no se tiene al ser amado. Se hace más fuerte, trasciende la muerte, el espacio y el tiempo.

"El suspiro del alma que nunca partió, amor que en la muerte aún perduró". Recitó mientras vertía los suspiros de fantasmas. Y ella también exhaló, para después hacer un puchero.

—Creí que lo comprendería después de lo que vivimos juntos, después de todo el tiempo que estuve a su lado. El amor no tiene porqué ser siempre dulce o fácil. Basta con que sea el motor que te impulsa hacia adelante.

"Aullido feroz bajo la luna llena, destino que ata, pasión que no frena."

—No merezco tu amor —declaró por fin—. Estoy demasiado dañado para que merezca la pena salvarme.

—No hay nadie que no merezca ser salvado. Señor Meliodas, todos merecemos amor. Así que déjeme dárselo. —Los gemidos embotellados cayeron sobre la mezcla, volviéndola casi dorada, y ella lo mezcló siguiendo su canto.

"Gemidos de inmortales, pasión sin final, más allá del tiempo, donde el amor siempre es leal."

—¿Y qué pasa si, después de hacer esto, aún no puedo corresponderte? —dijo la parte más oscura de él en un último intento por detenerla—. ¿Qué pasa si haces tal sacrificio, y aun así no puedo amarte como quieres?

"Con sangre amarga de traición soportada, el amor sobrevive, por siempre forjada.", en cuanto terminó de recitar, lo miró con la boca apretada en un imposible y adorable puchero.

—¿Qué no puso atención? —se enfurruñó, la botella con su sangre ya sobre el caldero—. Lo amo, no importa si no puede amarme de la misma forma. Está bien. Lo único que deseo es que sea feliz, que sea libre, y que encuentre esa conexión, aun si no es conmigo. Soy Elizabeth Liones, la bruja del amor, y si no puedo darle al menos eso a la persona más importante para mí, prefiero dejar de ser una bruja.

No pudo seguir deteniéndola, no pudo rebatir ni una sola palabra de lo que había dicho. Y no pudo, porque también la amaba demasiado, aunque no lo comprendiera. La amaba con el pedazo de corazón que le quedaba, con su parte humana y demonio, con todo lo que era. Vio horrorizado cómo tomaba una daga casi idéntica a la que él había utilizado para hacer lo mismo, y vio destellar el filo antes de que ella la metiera en la pócima. Al salir, el arma brillaba igual que la piedra mágica, blanca, traslúcida, con millones de colores, llena de vida. Y al elevarse sobre la bruja, brilló más que la luna.

Un instante después desapareció, enterrada hasta la empuñadura en su esternón, abriendo una grieta idéntica en su alma, una fisura en su piel, de la cual emanó una luz celestial. El grito de Elizabeth inundó la noche mientras usaba el arma para hurgar en sí misma, viviendo el mismo dolor que él, pero con un valor muy superior. Cuando por fin llegó al centro de su ser, apretó la punta justo sobre su corazón de cristal. Crack, se partió en dos, y mientras el órgano con el mismo nombre sufría un infarto, la bruja metió la mano a su pecho para extraer una joya aún más bella y poderosa que la de él. Era un cristal imperfecto, lleno de grietas, partes rotas, y uniones hechas de oro. Era un corazón que había amado de verdad, uno que latía por él, y que le entregó con una enorme sonrisa y dedos temblorosos, la vida escapándose de su cuerpo.

—Incluso si no hubiera hecho esto, mi corazón ya te pertenecía. Tómalo, Meliodas. Y por favor, encuentra a quien amar. —Con la pérdida de su magia, el círculo de contención de él también se rompió, y apenas tomó la gema, ella quedó tendida en el piso.

«¿Qué es el amor?», reflexionó él mago mientras caía de rodillas ante su silueta cada vez más fría. «¿Alguna vez lo supe?». Una risa misteriosa vibró en su interior, y las palabras de un fantasma luminoso resonaron con eco en todo su ser.

"Cuando deseas la felicidad del otro, contigo o sin ti". Cómo acababa de hacer ella, como hizo él al dejarla ir. "Cuando buscas su paz, incluso si eso te aleja". Como cuando ella lo perdonó, cuando él decidió no ir a por ella. "Cuando eres capaz de sacrificarte por el bien de la persona amada, sin importar si eres correspondido", como lo hizo él al dejarse morir. Cómo hacía ella en su bellísima agonía. El rubio levantó la cabeza hacia el cielo, riéndose de su rotunda estupidez, y por fin, llorando lágrimas que no había derramado en todos sus siglos de vida, pudo elegir qué hacer.

—Bueno, si estás tan decidida a amarme, no te dejaré retractarte tan fácilmente.

Bum.

Elizabeth escuchó un golpe lejano, una especie de llamado que la despertó del apacible sueño en el que estaba.

Bum-Bum.

«¿Qué será ese ruido?», pensó, un poco molesta de que no la dejaran dormir.

Bum-Bum-Bum.

«¿Un tambor?». Sonaba demasiado fuerte. Sonaba por todas partes, a su alrededor, y también dentro de sí misma. Latía fuerte, tanto que dolía, y al entender que el dolor demostraba que estaba viva, por fin abrió los ojos. Lo primero que vio fue los colores del arcoíris destellar en una gota que caía sobre su cara, las lágrimas de Meliodas bañando su rostro.

—Te amo. Te amo —gemía, temblando sin control mientras la abrazaba con fuerza—. Te amo, ¡Te amo, Elizabeth! —continuó con sus sollozos mientras la mecía atrás y adelante—. Te amo, te amo, te...

—¿Señor Meliodas? —Él se apartó de golpe apenas la escuchó hablar, y al hacerlo, por fin entendió lo que había pasado. El pecho de Meliodas también estaba abierto, su corazón nuevamente completo latiendo con fuerza, fusionado permanentemente a la parte que le había dado ella—. No entiendo, ¿qué...? —Ni siquiera pudo formular su pregunta. El alquimista se lanzó sobre ella para besarla con desesperación, y pareció que estaba tratando de matarla con un beso, dejándole apenas escasos segundos para tomar aire.

—Pequeña tonta —gimió con la respiración agitada cuando hizo una pausa en su ataque—. Criatura malvada, bruja, ¿no entiendes lo que has hecho?

—Yo... ¡Kyah! —Se escandalizó al sentir la mano de Meliodas sobre sus pechos.

Pero resultó no ser lo que se temía, pues lo que acariciaba era lo que estaba entre ellos. Un latido sonó tan fuerte en su interior que hizo retumbar su cabeza, y entonces por fin entendió el porqué. El estuche de terciopelo negro había sido arrojado a unos metros, la daga aún estaba resplandeciente. Su corazón estaba completo, y la legendaria piedra del amor que era el corazón de un demonio latía con fuerza en su interior, fusionado al de ella por toda la eternidad.

—N-no estoy alucinando, ¿verdad? Es decir, ¿no hay forma de que lo esté malinterpretando?

—¿Quieres más pruebas? —rio él sin parar de llorar—. Ahora mismo te las voy a dar.

—¡Aaaah! —Después de todo, sí que debía tener un linaje demoníaco. De otra forma, Elizabeth no se explicaba como sus caricias podían incendiarla de esa forma, un calor ardiente que dejaba a su paso una estela de placer.

Sintió sus manos deslizarse arriba y abajo sobre su cuerpo, dedos como garras, aferrándose a su carne con tanta fuerza que sentía que podría deshacerse. Su lengua bailaba alrededor de la suya en una búsqueda sensual dentro de su boca, y sus alientos se mezclaban en el frío aire otoñal, elevándose al cielo en nubes cálidas junto con una sinfonía de gemidos y suspiros.

Algo estaba pasando. Los latidos se aceleraban cada vez más, sus respiraciones se habían sincronizado. Su vientre se contraía con fuerza, un contrapunto perfecto a lo que él mismo sentía entre sus piernas. La sonrisa del rubio se hizo aún más grande mientras sus labios iban hacia abajo, hacia la herida abierta de su alma expuesta, y con un gesto tan asombrosamente erótico que la dejó temblando, deslizó la lengua sobre ella, lamiendo el cristal viviente que habían creado juntos.

—Me... ¡Meliodas!

—Voy a tomarte —No era una pregunta—. Voy a hacer que seamos uno de forma definitiva. —Fue su turno de llorar. La voz había sido la de su autoritario maestro. Pero el tono, el tono había sido el del más tierno de los amantes. Era más una súplica que una orden, más un ruego que una sentencia. O tal vez, simplemente estaba haciendo la declaración hablada de lo que los dos sabían que era inevitable. Hacía tiempo que ella había decidido entregar su virginidad solo a aquel hombre al que amara.

«Llegó el momento», no tenía duda alguna, y tan emocionada como aterrada, abrió sus brazos, sus piernas y su corazón.

—¿Po-podría tratar de ser gentil? Es mi primera vez. —El hombre, el demonio y el amante en él rugieron de hambre sensual ante tal declaración, casi convulsionando de ansiedad y deseo. Tras colocarse en posición listo para tomar su sacrificio, el ser formado de sus tres facetas por fin le respondió.

—Lo siento, Elizabeth, pero no puedo. Acabamos de fusionar nuestras almas. Llevo deseándote todo un año. Y por si eso fuera poco, te amo demasiado. Tanto, que lo único que deseo es fundirme en tu interior, quedarme ahí, y pertenecerte para siempre. ¿Me dejarás?

Por respuesta, las manos blancas de la bruja tomaron su rostro para acercarlo nuevamente a su boca en un beso que sabía a iluminación. Enroscó sus piernas delicadamente alrededor de sus caderas y, atrayéndolo con suavidad, clavó en sí el arma que desgarró su virginidad de la misma manera en que la daga del amor había desgarrado su pecho. Meliodas gritó de locura y pasión mientras su virilidad se abría pasó en su carne hacia su centro, y cuando por fin lo alcanzó, cada parte de él quedó completa, dando origen al milagro con el cual la bruja comprobó haber encontrado el verdadero amor.

Sus ojos, antes oscuros como la tinta, eran de un verde tan brillante como la vida, y estaban llenos de lágrimas, mirándola como si no existiera criatura más hermosa en el universo. Luego vino su primera embestida, y ambos murieron y resucitaron varias veces con cada golpe de su pelvis. No podía detenerse, y en algún momento, pareció como si estuviera tratando de matarla a puñaladas mientras ella lo ahogaba en sí misma.

De la luz a la oscuridad y de regreso en un círculo infinito, los dos seres copularon hasta que el tiempo dejó de existir y no hubo división entre uno y otro. En el minuto antes del alba, con sus pechos pegados, las gemas de sus corazones abiertos se fusionaron en uno solo por un instante, y cuando por fin pudieron separarse y mirarse a los ojos recuperando la identidad, la Noche de Brujas había terminado, igual que esa aventura, mientras se elevaba el primer sol de noviembre.


***

Uff, que viaje. Hola a todos, aquí Coco, quien sonríe llena de paz por poder al fin concluir esta bella historia, y quien ya está lista para despedirnos. ¿Qué es el amor? Tal vez por eso es que tardé tanto en escribir el final de esta historia. No es una pregunta que pueda responderse fácilmente, pero estoy tranquila sabiendo que, al menos en este universo, mi mago y bruja han encontrado la respuesta.

¡Muchas gracias por haberme acompañado hasta aquí! Ahora, dejemos un poco la solemnidad y déjenme contarles algunos detallitos de lo que pasará a continuación.

La próxima semana tengo exámenes finales (los últimos ahora sí), pero creo que, con todo, sí me va a dar tiempo de hacer un epílogo. Y con ese epílogo... fufufu, ¡por fin revelaré al ganador de nuestra trivia de Halloween! Estén al pendiente en Coconoticias para la entrega de los premios, y prepárense para un capítulo doble (y final) de mi otra historia, Closet Friends.

La Navidad se acerca, igual que este cierre de ciclos. Muchas gracias por haber formado parte de este camino y, como suelo decir en todos mis finales, nos vemos pronto en otra historia. 🎃💕💋



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