3 El amor de la infancia del fantasma - Parte 1
—Lizzy, ¡mira! —gritó el rubiecito acercándose a la muchacha pelirroja que cortaba flores en su jardín. Era solo un poco mayor que él, no más de dos años. Aun así, era tan delicada y hermosa que ya podía adivinarse lo que sería de mujer. La niña bruja lo miró con unos intensos ojos azules, y sonrió serenamente, lista para recibir otra de sus sorpresas.
—¿Qué es, Mel? —contestó, dejando el cesto para ir a su lado.
—Logré completar mi nueva fórmula. ¿No es increíble? —El frasco brillaba, en efecto, con un perfecto tono rosa, y Liz sonrió al ver el éxito que su mejor amigo había tenido tan solo en su primer intento.
—Eres increíble, Meliodas.
—Pues sí, ¡soy un genio! —Ella rió más y, aprovechando la diferencia de estaturas, lo tomó por las axilas para elevarlo unos segundos dando vueltas en el aire—. ¡Oye! No me cargues así, que ya soy grande.
—Disculpe, "caballero" —aceptó devolviéndolo al piso, pero aunque ella no parecía tomarlo muy en serio, él se sintió tremendamente halagado de que se hubiera referido a él con ese título.
«¿Cuándo creceré lo suficiente para que me vea... de esa forma?», pensó con angustia, desesperado porque el tiempo avanzara y pudiera confesar sus sentimientos. Su mejor amiga lo miró con un gesto confundido antes de que agitara su cabeza y volviera a mostrarle su avance.
—¿Lo hice bien? ¿Crees que con esto puedo hacer que me quieras para siempre? —La expresión juguetona de la niña se desvaneció completamente tras estas palabras, pero no su sonrisa que, para confusión del niño, se tiñó con el inconfundible matiz de la tristeza.
—Oh, Mel, no lo creo. Ese es un buen filtro de amor, pero aún no existe una pócima que haga que dos personas se quieran para siempre.
—¡No me refiero a eso! —La cortó. Sus mejillas se ruborizaron mientras buscaba las palabras correctas, y después soltó algo que hizo que a ella se le enterneciera el corazón—. Si soy bueno... Si soy el mejor en lo que hago, ¿tú podrías prometer que nunca dejarás de quererme? —El entendimiento atravesó el rostro de la niña, cuyas mejillas también se ruborizaron, aunque su alegría no alcanzó sus ojos.
—Puedo prometerte eso sin que hagas ninguna magia —dijo tomando su menique y enlazándolo con el de ella—. Nunca dejaré de quererte. Seremos amigos por siempre.
Eso no era lo que él buscaba, ni lo que quería oír, pero igual se sintió tan feliz que no pudo evitar sonreír. Se prometió a sí mismo hacer que la cosa en el frasco funcionara, y crear una poción de amor para que, algún día, los dos pudieran estar juntos eternamente.
—¿Mel? —lo llamó Liz, pero súbitamente él había perdido la voz—. Meliodas... —comenzó a escucharla cada vez más lejos, perdiéndose en la distancia—. Meliodas... Se... Meliodas...
*
—¡Señor Meliodas! —la llamó una voz distinta, y lo primero que vio al despertar fue el rostro alegre de Elizabeth, que lo sacudía para levantarlo de la cama—. Vamos, maestro, ¿no es usted quien insiste en la importancia del tiempo y el ahora? Hoy es un hermoso día. —Entonces la entusiasta albina abrió de par en par las cortinas del cuarto, mostrándole una asombrosa vista de la ciudad, y dejando entrar el sol a raudales.
—Pequeña criatura malvada —refunfuñó cubriéndose, pero ella no se dio por aludida, y pasó cual torbellino arreglando todo, como si también estuviera intentando reanimar la casa.
Ya llevaban algunas semanas en París, y de alguna manera habían terminado estableciendo una rutina de "amo y mucama". Era conveniente, pues de esa forma no levantaban sospechas, pero ella parecía tomarse su papel muy en serio, pues no dejó de hacer ruido hasta que vio que se levantaba. La hermosa chica tarareó preparando todas las cosas que necesitaba su maestro, y aunque a él normalmente le fastidiaba que lo hiciera, súbitamente se vio agradecido. Lo había salvado trayéndolo de regreso al presente, y se obligó a guardar sus recuerdos en un pozo profundo mientras recobraba control de sí mismo.
«Claro», se dijo. «Es solo Ellie, ¿qué demonios me pasa? ¿Por qué de pronto veo fantasmas?». Tal vez se debía a lo que habían planeado para su agenda de ese día, pero antes de ponerse a pensar en ello, sonrió de forma traviesa, recordando la que, de hecho, era la primera acción de su rutina mañanera.
—El baño ya está listo. Puede entrar cuando quie.... ¡Kyah! —gritó. Él estaba prácticamente desnudo, su musculoso torso completamente visible por la abertura de la bata de seda.
—Querida —ronroneó, tentándola para que lo mirara y diera un recorrido a su cuerpo—. Recordaste preparar todo para la visita que haremos a mi amigo, ¿cierto?
—S-sí —evitó la visión de sus pies descalzos y del pantalón que le caía holgado por la cadera.
—¿Y has perfeccionado el uso del mecanismo? —caminó con pasos felinos—. ¿Has terminado los libros que te dejé? —Tal vez ese sería el día en el que rompería sus barreras, en el que finalmente la tentaría a mirarlo. No fue así. La albina sonrió, se paró frente a él, y con una expresión tranquila, le cerró la bata de golpe.
—Claro que sí, maestro. Lo espero abajo con su desayuno. —salió airosa como si nada hubiera pasado, y él soltó un suspiro de resignación, aún sorprendido de su resistencia.
«Increíble», se metió a la tina. La albina parecía inmune a sus encantos, pues a pesar de que seguro ella sabía mucho de erotismo y debía entender sus señales, no había hecho ni un solo intento por acercarse "de ese modo". «¿Cómo se supone que la seduzca, si no se deja tocar?», refunfuñó de nuevo. No era tan perverso como para forzarla, pero últimamente, estaba cada vez más tentado a ponerle un filtro amoroso en la comida. «No, no hace falta. Pronto no quedará de ella más que el fantasma», pensó, trayendo a la memoria a su atormentado amigo.
*
La mansión de los LeFée, señorial y antigua, se alzaba en la zona más exclusiva del sur de la ciudad, lugar de tradición para los nobles y terratenientes. Preciosa como un pequeño palacio, pero abandonada y derruida, se encontraba casi oculta por los frondosos árboles y jardines del cercano camposanto, lo que hacía que pocos visitantes se acercaran. Solo unos cuantos iban a saludar al recuerdo. Aún menos sabían que esa casa guardaba un secreto. Entre esos afortunados estaba una muchacha, una bella jovencita que, en días como esos, se adentraba a escondidas en sus jardines para visitar a su persona más querida.
Diane Géant caminó por los senderos empedrados llevando un ramo de flores, y cuando encontró la estatua de piedra con la tumba que buscaba, se sentó a rezar, cerrando los ojos y dejando que el cabello de sus coletas le cubriera el rostro. Sin embargo, había algo misterioso en ello. La tumba estaba en la casa, no en el cementerio. Y la noche estaba por llegar. Las sombras se alargaron, frías y siniestras como una mano esquelética, y siguieron hasta alcanzarla, como si la quisieran atrapar. Las campanas de una iglesia lejana tocaron las seis mientras el sol se ocultaba en el horizonte, y la sonrisa de la muchacha creció, sabiendo de antemano lo que iba a pasar. Cuando la luz se fue, empezó la invocación.
—Kingu-Kingu. Kingu-Kingu. Kingu-Kingu —repitió tres veces—. ¿Estás ahí? —La oscuridad cubrió la mansión, y solo continuó hasta que escuchó tres golpes responder—. Kingu-Kingu —continuó su canto—. ¿Quieres jugar conmigo? —Un lamento reverberó de forma espectral por las paredes. Y entonces, de la misma estatua ante la cual se había hincado, emergió una figura fantasmal.
—Aaaaaaaah... —gimió el espectro, la boca completamente abierta mientras estiraba las manos hacia el cielo—. ¡Aaaaaah! —continuó, doblándose hacia atrás hasta casi partirse. Entonces la castaña soltó una risita divertida, y el fantasma por fin terminó lo que, en realidad, era un bostezo enorme—. ¡Diane! ¡Llegaste!
—Por supuesto que sí, dormilón. ¿Por qué tardaste tanto?
—Lo siento, tenía el sueño muy pesado. ¿Quieres jugar?
—¿Eh? —preguntó su inesperada testigo, la cual había presenciado todo ese extraño rito escondida tras unos arbustos—. ¿Maestro, qué está pasando?
—Shhh... —la calló el rubio, y con un gesto le indicó que siguiera mirando el affaire secreto entre una médium y un fantasma.
—¿O prefieres que te siga enseñando a bailar? —preguntó el pequeño traslúcido, quien ofreció caballerosamente la mano a la chica, la cual la tomó para entrar juntos a la mansión embrujada. El alquimista y la bruja no volvieron a moverse hasta que el sonido de sus pasos dejó de oírse y luces espectrales prendieron tras las ventanas.
—Ingrediente número uno: suspiros de un fantasma enamorado —indicó el mago, y Elizabeth tuvo que tomar un segundo más para procesarlo antes de que continuara con sus instrucciones—. Bueno, ¿a qué esperas, Ellie? Saca el fonógrafo.
—S... ¡Sí! —En eso habían estado trabajando las últimas semanas.
Entre todas las excentricidades que iba descubriendo en el mago, la más notoria era su fascinación por la tecnología. Le encantaba tomar los objetos que los mortales creaban para convertirlos en artefactos mágicos, y aquel invento suyo era uno de los más exitosos, pues podía grabar cualquier sonido natural o sobrenatural para después usarlo como ingrediente. La albina sacó el aparato y lo montó como le habían enseñado, pero justo cuando estaba por encenderlo, su cabeza volvió a funcionar
—¡Un momento! ¡Espere! Tengo demasiadas preguntas. ¿Quiénes son ellos? ¿Por qué piensa que están enamorados, si él es solo un niño? ¿Y cómo es que usted se enteró de su relación? —Meliodas volteó los ojos, nuevamente fastidiado, pero se sentó en una de las bancas del jardín y dio golpecitos en la piedra, indicándole que se sentara.
—Bueno, como te comentaba en el desayuno, el dueño de esta casa es mi amigo King. Y como seguro habrás podido notar, es un fantasma.
—Eso me pareció. ¿Eran buenos amigos?
—Sí. El infeliz murió durante una epidemia, pero estaba tan obsesionado por convertirse en cabeza de familia que terminó embrujando la casa. Lleva aquí siglos, y seguiría feliz así, de no ser por un pequeño inconveniente —señaló a la silueta de doncella danzante que se veía a través de una de las ventanas—. Diane fue un accidente. Era una niña de las calles que entró aquí buscando refugio. King se lo dio, hasta que unas monjas la rescataron. Han sido "amigos" desde entonces.
—Un amor de infancia —sonrió Elizabeth, tan fascinada con la historia que incluso dejó para después la duda de si el alquimista hablaba en serio al decir siglos—. Ahora comprendo.
—Él no es un niño, murió cuando era mayor. Me imagino que tomó esa forma para no asustarla. Y ahora, no se atreve a asumir la verdadera por temor a su rechazo. —La albina quedó pasmada, asimilando todo lo dicho, y cuando por fin pareció creerlo, él repitió la instrucción dada—. Bueno, ¿crees que estás lista para hacer las grabaciones?
—Esto, sí. —encendió el aparato, pero nada más hacerlo, Meliodas de nuevo sonrió con maldad. Ese era el primer paso hacia sus ilusiones rotas.
*
—No, no, no —repitió Elizabeth, cansada y ojerosa. Llevaba un par de semanas grabando suspiros en la mansión embrujada, pero ninguno le parecía de amor. Su oído experto reconocía la añoranza y la tristeza, y estaba segura de que eso no era lo que necesitaba para completar su pócima—. Pero, ¿qué es lo que falta? —Meliodas se reía desde las sombras.
Ahora que conocía mejor la naturaleza de Elizabeth, sabía exactamente cómo manipularla. Era el tipo de persona perfeccionista y terca que no soltaba algo hasta que lo resolvía, y aunque eso a le parecía admirable, sabía que acababa de atraparla en un callejón sin salida.
¿Cómo conseguir ese suspiro de amor, si los tontos ni siquiera lo habían confesado? ¿Cómo confesarlo si, para empezar, uno de ellos estaba muerto? Elizabeth no tendría cómo resolver ese dilema, él ya no tendría que seducirla y, antes de que se dieran cuenta, seguramente el tiempo se le acabaría. Eso pensaba, cuando de pronto salió con algo que casi lo hace tirar el té sobre la mesa.
—¡Suficiente! —estalló, saltando sobre el aparato para desmantelarlo.
—¿Te rindes? —ronroneó, dejando que su monstruo interno asomara—. ¿Tan pronto?
—¿Qué? No, claro que no. —desvió la mirada para evitar ver cómo el astuto rubio cruzaba las piernas de modo sensual—. Se acabó esta espera sin saber que está mal. Maestro, voy a quedarme en la mansión embrujada, y no regresaré hasta que dé con la respuesta.
—¡¿Qué?! —se espantó, perdiendo la pose. No había esperado esa actitud tan decidida, y mucho menos el vuelco que sintió en el corazón con su súbita partida.
«¿Se va?». Habían pasado poco más de un mes juntos, pero se había acostumbrado tanto a ella que la noción de su ausencia le pareció inesperadamente dolorosa. «Tonterías», reprimió la ola de emociones. «Solo se debe a que extrañaré su comida. Mejor que se vaya. De esa forma podré descansar de su presencia». Apenas logró creer lo suficiente sus propias mentiras, levantó la nariz con arrogancia y apartó la vista.
—Haz lo que quieras. Solo recuerda que tienes un límite de tiempo. —No notó como ella se acercaba, ni como lo miraba, ni cómo sonrió, enternecida por una reacción que tampoco esperaba.
—Volveré, lo prometo. —dijo con una voz tan dulce que lo obligó a mirarla. No debió hacerlo. Y no debió, porque por un instante vio sus ojos llenos de amor, y eso le dolió aún más que los recuerdos de Liz.
*
Elizabeth estuvo andando desde el Gran Hotel hasta la mansión LeFée, pero ni siquiera con la larga caminata su corazón se calmaba.
—¡Uff! —bufó, soltando un acaloramiento que nada tenía que ver con el ejercicio. Cada vez le estaba costando más trabajo pretender que no sentía nada por él.
¿El maestro Meliodas siempre había sido así? ¿O su sensualidad era solo parte de una estrategia de control mental contra ella? Llevaba días teniendo sueños donde ambos hacían cosas indecentes, pero sabía que eso era lo último que podía dejar que pasara. No era solo por lo peligroso, o por lo oscuro que él era.
«Es que... aún soy virgen», se ruborizó, colocando la mano sobre su vientre. «Prometí hacerlo solo con la persona que amara». Siguió andando, avergonzada de sus pensamientos lujuriosos, cuando escuchó voces en una plaza cercana. Se ocultó en los árboles cerca de las dos siluetas, y escuchó una conversación por demás interesante.
—Diane, no puedes seguir así —suplicaba una joven monja a la chica de coletas—. No está bien que sigas yendo a esa casa.
—¿Pero qué tiene de malo rezar por los muertos, Dolores? —lloriqueaba, abrazando a un gato—. ¿No es eso también lo que hacen las monjas?
—Bueno, sí pero... Hablando de eso —cambió de tema, atacando por otro frente—. ¿Ya te has decidido? ¿Tomarás los votos? —Elizabeth pudo percibirlo incluso sin mirarla. Diane destilaba pura tristeza, y la monja también lo notó, por lo que decidió dejarla en paz por el momento—. De acuerdo. Piénsalo, pero no te tardes tanto. —Apenas ella se fue, la pobre castaña se soltó a llorar.
—Oh, Dayane, Helbram... —balbuceó, abrazando a un segundo gato—. ¿Qué voy a hacer? Cómo le diré a King que... que...
—Disculpe —No resistió más. Elizabeth salió de su escondite para hablar con ella—. Señorita Diane. ¿Puedo hablar con usted? —La conversación que las chicas tendrían le daría a la bruja las respuestas que necesitaba.
*
Indiscutiblemente, Meliodas estaba triste. Y al mismo tiempo, estaba enojado consigo mismo por sentirse así. ¿Cómo dejó que la pérdida de su cocinera lo afectará tanto? Tal vez el problema es que no solo extrañaba su cocina.
—Pequeña criatura malvada —refunfuñó, considerando si no le habría echado un hechizo a su comida. Pero no. Esta era deliciosa por sí misma, y lo que a él le pasara, era otra cosa—. Tal vez aún allá postre —se dijo, pero no se había siquiera levantado de su silla, cuando la mansión mágica se estremeció y la alarma saltó diciendo "intruso-intruso-intruso".
—¡Cállate, Chandler! —gritó al mismo tiempo que otra persona. Hizo su mejor esfuerzo por reprimir su sonrisa cuando su estudiante irrumpió por la puerta con las manos llenas de libros.
—¡Maestro!
—¿Por qué eres tan gritona? Aquí estoy. —acudió a ayudarla tratando de no revelar su felicidad—. ¿Qué es todo esto?
—Tengo la respuesta —susurró—. Ya sé qué hacer para obtener los suspiros de amor perfectos. Debemos crear una nueva pócima mezclando esta fórmula con esta otra.
—Habla normal. Y no te rías —se ruborizó al verla mofarse de él. Luego miró los libros que le ponía en las narices, y al instante su curiosidad quedó picada—. Veritas Verisi, y... vaya, vaya. —Entendió de inmediato, pero igual esperó su confirmación—. ¿Hablaste con ellos?
—Solo con ella. ¿Y bien? ¿Cree que podamos elaborarla? —sin querer, acababa de elegir las palabras correctas. A Meliodas le encantaban los retos intelectuales de ese tipo, y ya estaba preparando su genio cuando le soltó el mismo desafío.
—¿Y tú? Sin duda podremos crear lo que quieres, pero eso podría tomarnos meses. ¿De verdad quieres desperdiciar tu tiempo haciendo una pócima que podría tanto salvar como matar a quien la tome?
—Salvar. ¡Y claro que sí! —gritó de nuevo, dejándolo tan feliz como estupefacto, aunque no tanto como se sintió con sus siguientes palabras—. Sé que, si es con usted, sin duda podré lograrlo, maestro.
—Bueno —sonrió altivo—. Pues entonces, vamos a trabajar. —Ella sonrió aún más.
—¿Ahora?
—Sí. Ahora.
***
Awwww 🥰 Esto no es exactamente un enemies to lovers, pero les confieso que me encanta cómo Ellie va venciendo poco a poco a Mel, ¡y yodo comenzó con comida! Yo así he conquistado varios novies, fufufu 🤭 pero me estoy desviando. ¡Hola a todos, aquí Coco! Quien sigue maratoneando con sus coquitos y quien, en efecto, sigue algo atrasada con su especial 😳 Pero no se preocupen. De que lo termino lo termino, solo que no creo hacerlo antes del 31.
Bueno, no pasa nada, ¡nos extendemos hasta el 2 de noviembre! 😘 Y mientras tanto, lo dejaremos aquí por hoy para que Coco pueda descansar... aunque no tanto 😏 Espero poder traerles otro capítulo mañana antes de la siete, y luego uno en el horario normal. ¡Muchas gracias por su comprensión y apoyo a esta historia! ❤ Sigan disfrutando de la semana spooky 💋
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