1 La poción que nunca ha sido creada - Parte 2
—Londres —murmuró, tan emocionada como asustada mientras era sacudida por el suave traquetear del tren—. ¡El maestro está en Londres! Es increíble. —Ciertamente, era una locación poco común.
Las personas mágicas solían rehuir los lugares densamente poblados. Tal vez era una memoria antigua de los días en que las perseguían, tal vez era el constante choque entre su magia y la tecnología; tal vez, sencillamente era demasiado ruidoso. De cualquier forma, a Elizabeth le encantaba la idea. Pese a haber pasado toda su vida en el campo, el misterio de la metrópoli le atraía de una forma que no estaba dispuesta a reconocer. Se había convencido a sí misma de que era mejor la naturaleza, y de esa forma, no se vería tentada a dejar el hogar donde la habían criado, por mucho que ya no hubiera nadie ahí para hacerla sentir en casa.
«Basta. No tengo tiempo para esos pensamientos melancólicos, ¡debo planear la estrategia con la que voy a convencer al maestro!», se dijo, pensando tan intensamente que en algún punto del camino se quedó dormida, soñando con su éxito y la amistad que seguro tendría con el alquimista. No tenía idea de que pronto sus sueños azucarados se convertirían en realidades tenebrosas.
*
Londres era, en efecto, una ciudad grande. Muy grande. De hecho, enorme, tanto que se había perdido. Para cuando por fin dio con la calle donde se encontraba el local que buscaba, la noche ya la había alcanzado, y una neblina fría cubría todo como un manto fantasmal que tratara de apagar sus ilusiones. La primera de todas murió al ver la destartalada fachada del edificio donde, supuestamente, se hallaba el alquimista.
«No, no creo que sea aquí», reflexionó mirando a través de los cristales lo que parecía ser una tienda de baratijas y antigüedades. «Es decir, el maestro es un hombre rico». Puede que ella no conociera la ciudad, pero sí había oído lo suficiente para saber que una persona de su estatus solo podía estar en un sitio como Belgravia o Mayfair, y no en una tiendita casi invisible en Bloomsbury. Aunque el adjetivo de "invisible" fue lo que le indicó que estaba en el lugar correcto. Era sospechosamente invisible, lo suficiente como para hacerla pensar que tenía un hechizo de ocultamiento. Tocó tres veces a la puerta sin recibir respuesta, y al notar como las sombras a su alrededor se volvían más siniestras, una gran urgencia se apoderó de ella.
—Ma... ¿Maestro? —llamó, teniendo la sensación horrible de que alguien la observaba—. ¿Señor? —nadie respondió—. ¡Señor Meliodas! ¡Señor Me...! —llamó a gritos, pero no terminó de decir su nombre, pues se había sujetado con tal fuerza al picaporte que descubrió que la puerta estaba abierta. Cayó de bruces en el polvoso establecimiento, y se puso de pie tratando de penetrar las sombras con la mirada.
Había toda clase de cachivaches extraños en la tienda. Relojes rotos, aparatos con tuercas, cajas de formas extrañas y unos cuantos muebles anticuados. Caminó con tiento, como si intentara no despertar a alguna de las durmientes máquinas que hacían tic-tac desde sus empolvados asientos, y ya había comenzado a ganar un poco de confianza cuando ocurrió algo que le puso los pelos de punta. La puerta tras ella se cerró con estruendo, algunas máquinas se encendieron con focos rojos, y una voz ominosa le habló desde el techo.
—¡¿Quién es?!
—¡Gyaaah! —cayó de nalgas, temblando ante el metálico chirrido espectral.
—¡¿Quién me invoca?! ¡¿Quién clama la intervención de los poderes ocultos?!
—Y-yo, señor —tartamudeó. Aquel debía ser el maestro, y tenía que apresurarse a explicarle todo, antes de que la echara—. Mi nombre es Elizabeth Liones, y vengo desde muy lejos para solicitar su ayuda. Deseo crear la poción que nunca se ha hecho. —Un macabro silencio se escuchó tras sus palabras, y fue seguido por el sonido de una serie de estallidos pequeños y potentes. Parecía que las máquinas del establecimiento se reían de ella, y luego, aquella voz metálica también rio.
—No —soltó a secas, y aunque aquella respuesta debió dejarla fría, fue tan grosera que logró despertar en la bruja algo de ira. Puso los brazos en jarras nomas ponerse de pie.
—¿Cómo dice?
—¡No! —explotó la voz al tiempo que un potente viento la golpeaba, derribándola de nuevo—. ¡Largo de aquí! —rugió, y la puerta se abrió mientras el viento trataba de expulsarla.
—¡Espere! —pidió, tratando de sujetar su sombrilla y sombrero—. ¡Por favor, escuche!
—Intruso-intruso-intruso. —repitió la voz, perdiendo el tono humano y sonando cada vez más metálica.
—¡Tengo una recomendación de mi maestra! —explicó, agarrándose con todas sus fuerzas a un sofá desgastado—. ¡Es una carta! ¡Una carta de la maga Merliiiii...! ¡Ay! —dijo cayendo de bruces al suelo, pues súbitamente, tanto las máquinas como el viento se habían detenido. Fueron retrocediendo y apagándose mientras otra presencia llenaba la habitación y, al escuchar sus tacones, ella tuvo la seguridad de que era la persona que buscaba.
—¿Merlín, dice usted? —Elizabeth sintió un escalofrío de cuerpo completo al escuchar a su misterioso interlocutor. Ni siquiera había levantado la nariz del polvoso suelo para verlo, pero de alguna forma, sabía quién era. Y nunca había escuchado una voz tan varonil y sensual. Un par de zapatos finos de piel acabaron frente a ella, que estaba demasiado temerosa para mirar—. Permítame.
—¡Kyah! —saltó al sentir que algo se movía en su bolsillo. La carta salió volando desde su ropa a manos del mago, que se tomó su tiempo para leerla, y después soltó una risa sombría.
—¿Su alumna? Vaya, esto se puso interesante.
—¡Intruso-intruso-intruso! —repitió la voz metálica.
—Cállate, Chandler. Apaga el sistema de seguridad. —ordenó con voz monocorde, pero aunque pareció que las máquinas obedecían a regañadientes, volvieron a quedarse tranquilas—. Mis sinceras disculpas. Como seguro sabe, no estoy acostumbrado a recibir visitas. Me es tan inesperado como indeseado —suspiró, pero aunque el tono volvía a ser antipático, Elizabeth no se sintió ofendida—. Supongo que puedo hacer una excepción, por mi vieja amiga. —Una mano de dedos pálidos acabó frente a su cara, y entonces sí, se levantó lentamente para conocer al que, probablemente, era el mago más importante de los tiempos modernos—. Meliodas Demon. Un placer. —Era obvio que lo último no era cierto, pero ella estaba demasiado ocupada mirándolo como para darse cuenta de lo áspero de su tono.
No se parecía en nada a la imagen mental que se había hecho de él. Esperaba que el alquimista fuera un viejo de barba blanca, o tal vez un calvo de expresión severa. Lo que tenía frente a ella era un hombre guapísimo, un perfecto caballero de maneras elegantes y porte distinguido. Pese a su túnica holgada, era obvio que tenía un cuerpo fuerte, esbelto y firme, y pese a su talle pequeño, tenía unas proporciones sencillamente perfectas. Su naturaleza mágica solo quedaba evidenciada en sus intensos ojos negros, y tal vez su cabello, tan dorado como una barra de oro y tan desaliñado como si estuviera recién levantado de la cama.
—¿Es su deseo permanecer tendida en el suelo de mi tienda? —rio en un tono sarcástico, y fue cuando ella por fin reaccionó en que seguía extendiéndole la mano para ayudarla a levantarse.
—No... no es... ¡Lo siento! —tartamudeó, tratando de recomponer su apariencia y dedicándole una sonrisa—. Permítame presentarme. Yo soy...
—Elizabeth Liones —la cortó mientras le daba la espalda—. Sí, la escuché la primera vez. —Y le hizo un gesto para que lo siguiera
«¿Sabía por lo que estaba pasando, y no me ayudó?», pensó, rompiendo por fin la burbuja de su embeleso. Sin embargo, cualquier tipo de enojo quedó olvidado con sus siguientes palabras.
—Lo siento, pero no estoy muy seguro de qué piensa que puedo hacer por usted. Yo no recibo más alumnas, y Merlín lo sabe. No tiene sentido que me pida escucharla, sabiendo eso.
—Por favor. Al menos, permítame hablarle de mi fórmula. —Hubo un nuevo silencio, y el mago la miró de arriba a abajo mientras tomaba asiento detrás de un escritorio. Ella no sabía qué estaba buscando, pero su inspección la estaba haciendo sonrojarse de nuevo. Devoraba los rasgos de su cara con una insistencia que rayaba en lo grosero, y soltó un nuevo suspiro a la vez que se obligaba a apartar los ojos de ella.
—La poción que nunca ha sido creada. ¿Y cuál de todas sería? —Se cruzó de brazos mientras se reclinaba en su silla—. ¿Para levantar a los muertos? ¿Viajar en el tiempo? ¿Cambiar plomo en oro?
—No, claro que no —se sacudió, impresionada de que aquellas siquiera fueran posibilidades—. Aunque supongo que mi objetivo tiene un poco que ver con eso. —El rubio levantó una ceja, intrigado por primera vez en ese encuentro—. Lo que deseo es resistente a la muerte, infinito y eterno. Quiero crear una poción para el amor verdadero. —Y con aquella declaración, aquel frío caballero finalmente perdió la compostura.
Se agarró al mueble de madera con ambas manos, súbitamente pálido. Confusión. Tristeza. Miedo. El coctel de emociones pasó tan rápido por sus rasgos que ella no pudo seguirle el ritmo. Al menos, no hasta que la última de ellas quedó asentada. Ira. Los labios perfilados del rubio se apretaron en una mueca amarga, y volvió a levantarse, temblando por la tensión en su cuerpo.
—No.
—Pero...
—Dije que no. Buenas noches, señorita Liones. —terminó la conversación apuntando hacia la puerta. Ella no sabía si reír, llorar o hacer una rabieta, pero al final, no hizo ninguna. Se levantó de la silla, y realizó su última jugada completando el encargo que le había hecho su maestra.
—Primero permítame devolverle esto —dijo sacando el estuche de terciopelo negro. Entonces, las emociones en él se transformaron de nuevo, y nada más vio la piedra, el pánico lo dominó por completo.
—¡No! —gritó haciéndose para atrás y cubriéndose con su toga—. ¡Aleje ese objeto infernal de mí! ¡Lléveselo ahora! —Fue el turno de Elizabeth para sonreír de forma astuta. Tomó la preciosa gema en la mano, y comenzó a acercarse a él con gesto de diablilla.
—¿Esta piedra? Pero si es suya. Vamos, téngala.
—Por piedad, señorita. ¡No! —Comenzó un juego de gato y ratón, pues terminaron persiguiéndose en círculos alrededor del escritorio por un buen rato, hasta que ambos comenzaron a jadear de cansancio. Ella no entendía por qué no la echaba con magia, pero era muy divertido ir detrás de él mientras veía sus mejillas colorearse. Finalmente, cuando el pobre quedó exhausto, se detuvo poniendo ambas manos al frente tratando de alejarla—. De acuerdo, ¡de acuerdo! Pare y hablemos.
—¿Lo promete?
—Le doy mi palabra. —Ambos se detuvieron tratando de recuperar el aliento, y como él fue el primero en hacerlo, soltó algo que ella no supo si tomarse como insulto o halago—. Pequeña criatura malvada... —lo dijo con enfado, pero al mismo tiempo, parecía que estaba conteniendo una sonrisa—. Muy bien, revisaré su fórmula y analizaremos al fondo su investigación. La invito a tomar el té en mi casa.
—¡Sí! —saltó con entusiasmo, y acto seguido puso una expresión confundida—. Espere, ¿esta no es su casa?
—Claro que no. Es solo la fachada —dijo sacando una llave dorada del bolsillo y cerrado la puerta de la destartalada oficina—. Mi casa está en un lugar un poco más... privado. —Solo supo a qué se refería cuando metió la llave en el cerrojo y volvió a abrir la puerta, que no dio hacia la tienda de baratijas, sino a un lujoso pasillo de piedra iluminado con farolillos de oro y cubierto de tapetes finos—. Si tuviera la bondad de guardar esa cosa y seguirme. —pidió en un tono entre la amabilidad y la molestia. Y así, de forma irreversible y absoluta, la bruja del amor entró en la vida del alquimista.
***
Ahora sí, ¡eso es todo por esta noche, mis coquitos. El siguiente capítulo ocurrirá sin falta mañana a las siete de la noche, ¡no se lo vayan a perder! 🎃
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