Capítulo XXIX
El mes había pasado volando, casi sin darse cuenta, que es lo que suele ocurrir cuando uno está a gusto. Los días pasaban demasiado rápidos y el momento de la despedida de Nadia cada vez estaba más cerca, a pesar de que tenía casi las mismas ganas que de clavarse un tenedor en el ojo. Lo único que la consolaba era que, realmente, le encantaba su trabajo.
El viernes por la mañana, Nadia se levantó temprano para hacer las maletas. No había dormido prácticamente nada, y ahora eran las diez, y continuaba pensando en que, después de comer, tendría que coger el coche y volver a alejarse de sus amigos. Esos amigos con lo que había compartido tantas cosas. Esos amigos con los que volvió a reconectar en ese mes de visita. Esos amigos de los que había aprendido tanto. Ya no recordaba los motivos por los que se había marchado en primer lugar.
Discusiones, peleas, gritos, cosas que se echan en cara... Todo perdía validez. Todo se veía difuso en su mente y ya nada de lo pasado importaba. Y, cuando estando agachada, mojó una de sus camisetas, fue cuando notó que lloraba. No lo hacía muchas veces, y casi nunca por ella. Pero ahora lo hacía, y no sabía cómo detenerlo.
Lloraba, mientras hacía las maletas, porque se iba de nuevo para estar a algo más de 500 kilómetros. No era una gran distancia, al menos no ahora, pero nunca era lo mismo que estar allí. No los tendría a 10 minutos si quería abrazarlos. No los tendría cuando quemara una comida. No los tendría con ella, no como le gustaría. Pero no sería como la primera vez, ya no.
Nadia ya se había despedido el día anterior, de todos sus amigos, de una forma rápida. No quería hacer ningún drama de aquello, ni tampoco una agónica despedida. Pensaba tener un viernes tranquilo.
Al escucharla trastear en la habitación, su hermana se levantó para ver si necesitaba ayuda. Cuando entró en el cuarto para preguntárselo, la vio llorando sin consuelo.
―Dile a papá y a mamá que los quiero mucho. Es que ha sido mala suerte que no estuvieran, anda que irse todo un mes... ―dijo antes de que su hermana dijera nada.
―¿No te estás muriendo, no? ―bromeó―. No te preocupes, yo se lo digo. Oye, venga, si sólo te vas a Madrid. Ya lo hiciste una vez ―le dijo abrazándola.
―Ya. La otra tuve también lo mío, pero lo hice por el camino ―explicó dejándose consolar.
―¡Si eso está ahí al lado! ―prosiguió separándola para mirarla―. Además, no sabes las ganas que tenemos de ir a Madrid todos juntos. Que cuando he ido no he podido llevarme a tantos acompañantes y están todos deseando que la liemos por allí. Esta vez sí que iremos.
―Lo sé, pero ya me conoces, ya sabes lo llorona que soy.
―¡Pero qué tonta eres! ―le pegó en un brazo―. Tú no eres para nada llorona. Pero sí que sabes lo que a mí se pega ―contestó llorando también y volviéndola a abrazar.
Las dos seguían así cuando sonó el timbre. Eran María, Aída y Laura, que no pensaban hacer caso a eso de la despedida rápida. Fue Irene la que abrió, aún con lágrimas en los ojos. María nada más verla no tuvo ni que preguntar.
―No me lo digas. Nunca tienes tú la culpa, así que te lo ha pegado la idiota aquella, ¿verdad?
Ésta tan sólo asintió y se apartó de la puerta para que pasaran, indicándoles con la mano que estaba en su habitación. Sin esperar invitación alguna, las tres entraron al cuarto.
―¿Qué hacéis aquí?
Nadia estaba algo más repuesta. Ese corto lapso de tiempo en el que había salido su hermana, le había servido para tranquilizarse un poco.
―Eso de las despedidas rápidas es una estupidez, no sé quién se lo inventó ―dijo Aída abrazándola.
―Pues a mí me pareció una buena idea ―contestó sin separarse.
―¡Tonterías! Ten mucho cuidado en la carretera, ¿vale? ―le aconsejó resbalándosele las lágrimas―. Que tú eres muy loca al volante.
Nadia asentía. Aída se quitó para dejar paso a Laura.
―Te vamos a echar de menos, enana. Bueno... un poco ―comentó juntando los dedos índice y pulgar.
―Cuida de mi sobrino, ¿eh? No quiero enterarme de que no lo haces, me obligarás a venir y patearte el culo ―comentó abrazándola acto seguido.
Llegó el turno de María que ya estaba pañuelo en ristre.
―No llores que me lo pegas ―bromeó yendo hacia ella.
―Siento mucho los malos rollos y mis paranoias. Creo que...
―Hey, hey, hey ―la paró ―. No hace falta que digas nada.
―No, sí hace falta María. Porque creo que nos equivocamos, creo que he perdido mucho tiempo.
―Bueno, debo de tener muy mala memoria porque ya no recuerdo ni lo que dijimos ni dejamos de decir. Reseteamos y empezamos de cero, ¿vale?
Asintió con la cabeza, de nuevo cayéndole lágrimas. Acto seguido se las enjugó y continuó con la maleta.
―Bueno, si me dejo algo pues... nada, ya volveré.
Allí estaban las cinco en el cuarto, todas con lágrimas en los ojos, como si fuera el adiós definitivo. Pasaron unos minutos hasta que, de nuevo, sonó el timbre, y una vez más, Irene fue a abrir.
Allí aparecieron el resto de sus amigos, que llegaron para despedirse de Nadia, que ya no tuvo más remedio que salir al salón, pues tanta gente no tenía cabida en el cuarto.
―Se ve que tengo poder de persuasión cuando digo que no quiero despedidas largas ―comentó irónica.
―¡Venga ya! ¡Eso era una estupidez! ¿Quién se lo inventó? ―dijo Nacho.
Nadia sonrió y, de soslayo, miró a Aída, que también tenía una media sonrisa por la similitud con sus palabras
―Yo no podía dejar que mi hermanita se despidiera de mí con un simple adiós ―continuó cogiéndola en brazos―. Todavía recuerdo la absurda llamada de la última vez.
―Oye, creí que estaríais de carpintería ―le dijo a Paloma y a los demás, cuando su hermano la dejó en el suelo.
―No compares ―contestó escueta Paloma.
Se fue despidiendo de todos y cada uno de ellos, casi de forma exagerada, como si fuera la última vez. En parte quería compensar lo mal que lo hizo la vez anterior, así que fue uno por uno diciéndoles lo mucho que les quería, algo que nunca había hecho, y dejando para el final a Víctor y Ernesto.
―Bueno Vic... ―comenzó
―Te quiero niña ―dijo él sin dejarla terminar, abrazándola en el proceso.
Un "oh..." de todos fue la música de fondo de aquel abrazo. Se separaron riendo, por las tonterías de sus amigos.
―Y mi Ernesti. ¿cuándo vas a ir a verme?
―Sólo tienes que silbarme y lo dejo todo ―bromeó―. Yo no voy a ser menos que esta gente ―ahora la abrazó él también―. No te preocupes que nos veremos pronto.
Eran las doce y, aunque no estaba en sus planes marcharse antes de comer, prefirió irse en aquel momento o le sería mucho más difícil. Cogió su única maleta y no dejó que nadie la ayudara a llegar al coche.
Salió de allí aún con lágrimas en los ojos. Pero antes de irse, tenía que hacer algo. Con la maleta ya metida en el coche y, ante la atenta mirada de sus amigos, que la observaban desde la ventana, Nadia se dirigió a la playa.
Fue a aquel espigón al que tantas otras veces había ido a evadirse. Desde allí, un último vistazo a su Málaga, a la que no vería en algún tiempo. En el camino al coche, los momentos que había vivido en aquel intenso mes se le sucedían en la mente, como si de fotos se tratase.
Sabía que, como siempre ocurre, las fotos quedan. Y aquellas fotos siempre irían con ella, a cualquier lugar, a cualquier destino. Sólo tenía que rememorarlas en la mente.
Sacó su móvil y echó una foto de ese momento. Sabía que, cuando la viera, recordaría esa paz que sentía. Sabía que, por muy lejos que fuera, esos momentos estarían ahí y, con ellos, lo más importante: sus amigos.
FIN
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