Capítulo XV


Aunque no todos tenían las mismas ganas de estar allí, llegaron a la tetería, justo a tiempo para ocupar la que llamaban Sala azul, la preferida de la mayoría de ellos. Una vez que estuvieron todos acomodados y cada uno pidió lo que quiso, pudieron seguir hablando. Aída y María no se perdieron muchas cosas, pues estaban más allí que atendiendo, al fin y al cabo, la tarde siempre empezaba tranquila.

―Oye, esto está genial.

―Si tú esto ya lo viste, Ernesto ―comentó Aída.

―Bueno, pero ya no me acordaba. Además, antes lo tenías de un azul más feo.

―No hay azul feo, perdona ―replicó Nadia―. Bueno, pero sí que es verdad.

―Oye... ―dijo Ernesto quedándose pensativo.

―¿Qué? ―le preguntó Víctor.

―¿Falta alguien, no?

―Pues sí que eres observador ―bromeó Miguel Ángel.

―¿Falta Alex, no?

―Sí ―volvió a decir Miguel Ángel―. Y Belén, Rafa, Paloma, Diego...

―Alto, alto, ¿Rafa?

―¡Ah! Es que tú no lo conoces ―comentó Rocío.

―¡Leches! ¡Estás tú aquí! ―bromeó―. No, de eso sí que me había dado cuenta.

―Pues Rafa es el novio de Belén, pero creo que empezaron antes de que tú te fueras ―aclaró Nuria.

―¡Anda! Y parecía tonta ―bromeó de nuevo.

Pasaban los minutos y las horas y ellos continuaban hablando, era lo único que hacían. Daba igual donde estuvieran, la charla nunca faltaba. Aquello era algo que crispaba a algunos. Era el caso de Sandra y Antonio, uno de los recién llegados al grupo. Les parecía algo monótono, según ellos en el grupo faltaba acción, acción que siempre le gustaba protagonizar a Sandra.

Sobre las siete, ya estaba harta de tanta charla, opinión que compartía Antonio, novio de su prima Rocío, a la que también arrastraban con ellos. Y, aunque Nacho se lo estaba pasando bastante bien, tuvo que atender a la petición de su novia, que se puso muy pesada.

―Nacho, te he dicho más de quince veces que quiero irme.

―¡Vale! ―le respondió―. Bueno, nos vamos. Ya nos vemos mañana ―le dijo a los demás.

―¿Cómo que mañana? ―comenzó Irene―. Esta noche te vienes a los fuegos, ¿no?

―Pues la verdad es que ni me acordaba. Bueno, no sé, ya os llamo, ¿vale?

― Sí, claro ―contestó ella misma.

Nacho y Sandra se fueron, acompañados de Rocío y Antonio. El resto continuó allí, hablando. Apenas pasaron cinco minutos cuando el busca de Nuria comenzó a sonar. Era del hospital, donde ella trabajaba de cirujano. Llamó desde el móvil y se informó de lo que era.

―Bueno, gente, es una emergencia, me tengo que ir.

―¿Has traído tu coche o te llevo? ―le preguntó Víctor, siempre atento.

―No, no he traído mi coche, pero no te preocupes que cogeré un taxi.

―De eso nada. ¿Qué te lo has dejado en la Cruz?

― Sí.

― Pues yo te acerco, y no se hable más ―le dijo tajante, para luego dirigirse a sus amigos―. Ahora nos vemos.

―Venga, que os divirtáis ―les deseó Nuria.

Todos se despidieron de ella y así, en la sala, quedaron Nadia, Irene, Laura, Ernesto, Miguel Ángel y Dani, con las apariciones frecuentes de Aída y María, a la espera de que Víctor volviera.

―¡Qué pesadita se pone vuestra cuñá! ―comentó Ernesto.

―¡Joder! Yo soy tu hermano ―añadió Miguel Ángel―, y la mando a freír espárragos a la de ya.

―El tonto es él ―contestó Irene―. Eso le pasa por echarse una novia tan estúpida.

―Y anda que tú también ―le dijo Aída a Ernesto―, meterme a mí en medio. ¡Ya te vale! Lo escucha la otra y se pone histérica.

Mientras todos se reían del comentario hecho por Aída sonó un teléfono móvil, el de Miguel Ángel, aunque le costó bastante trabajo escucharlo. Mientras éste respondía, los otros seguían a lo suyo. Una vez terminada la conversación telefónica, volvió a guardar su móvil en el bolsillo.

―¿Quién era? ―le preguntó Nadia.

―¡Qué cotilla eres! ―se metió con ella, que no tuvo ningún reparo en afirmarlo―. Alex, para saber dónde estábamos.

―¿Viene? ―preguntó ahora Ernesto.

―No, sólo quería saberlo, por el mero hecho de controlar, ya sabes ―ironizó.

―¡Ah! Bien, así lo veo ―contestó ignorándolo.

Al cuarto de hora, Alejandro apareció acompañado de Víctor.

―¡Anda! Pero si habéis llegado los dos a la vez ―observó Irene.

―¡Pero miren qué poder de observación! Estás hoy inspirada ―bromeó Miguel Ángel.

―¡Mira, no te pases!

―Cuidado que muerde ―comentó Alex mientras saludaba a todos.

―Acabas de llegar y ya me estás provocando. Vas a llorar, nenito.

Ernesto fue el último, se levantó para saludar a su amigo con un abrazo.

―¡Oh, qué tierno! ―comentó Irene.

Se volvieron a sentar. Alex se pidió algo, pues estaba sediento y, mientras esperaba, le preguntó a Ernesto por su vida en esos meses en que nadie había sabido de él. Todos escuchaban atentos, una vez más, a ver si contestaba algo más de lo poco que había dicho, y bromeaban de vez en cuando, algo muy usual en aquel grupo de amigos. La risa estaba asegurada. Aunque también en muchas ocasiones la broma era mal interpretada, sobre todo por los que llegaban últimos al grupo, porque al fin y al cabo, los que ya estaban hechos a él conocían perfectamente la intencionalidad, que no era otra que hacer una simple broma. Por esta forma de interpretar la vida, tuvieron al principio bastantes broncas y discusiones. Por suerte para ellos esa época había quedado ya muy atrás, y ahora tenían una consolidada amistad que duraba ya seis años para los que menos.

Algunos tenían un concepto más elevado de lo que significaba la palabra amistad, como era el caso de Nadia, pero todos coincidían en pensar que no sólo es llevarse bien todo el tiempo. Tenía que haber algo de mordacidad, algo de ironía. Pero esas son armas de doble filo, por eso mismo tenían tantos conflictos. Aunque también los conflictos a veces son necesarios.

Continuaron la charla durante largo tiempo, y monopolizaron aquella sala hasta las diez, hora apropiada para ir a cenar y a ver los fuegos artificiales. Aída y María pudieron acompañarlos ya que en la tetería sólo quedaban ellos.

Una vez fuera, comenzaron a deliberar sobre dónde podían ir. Se ofrecieron algunas posibilidades y optaron por no complicarse la vida e ir a donde casi siempre acababan yendo. Un local bastante céntrico llamado Eladio. Como estaba cerca, prefirieron ir andando. Hacía algunas semanas que no iban, así que el dueño ya les echaba de menos.

Aunque allí estaban muy a gusto, eran casi las once y media, y no tuvieron más remedio que irse si querían llegar a tiempo para ver los fuegos. Decidieron verlos desde la playa, aquella playa que les había visto crecer juntos. Aquella playa que fue testigo de romances, de peleas, de bromas, de juegos, y que ahora era testigo de su reencuentro. Ellos eran conscientes de todo eso, al igual que eran conscientes de que, aquel reencuentro, no iba a ser todo lo largo que quisieran.

Ya era medianoche, y aquella concurrida playa comenzaba a iluminarse con la luz de la pirotecnia. Se hizo un silencio abrumador y comenzó la fiesta de color. Incomprensiblemente para aquellas fechas, empezó a refrescar un poco. Las que más notaron el frío fueron ellas que, debido a que habían salido por la tarde, iban con camisas sin mangas. Ellos, Miguel Ángel, Alex, Dani, Víctor y Ernesto, como si de una coreografía se tratase, se acercaron un poco, ya que estaban ligeramente retrasados, y rodearon con sus brazos a Irene, Aída, Laura, María y Nadia respectivamente, detalle aquel inesperado y agradecido.

Terminaron los fuegos con el aplauso de todos los allí presentes, que no eran pocos, aunque por un momento les había parecido que estaban solos. Eran las doce y media y no sabían qué hacer. Era demasiado pronto para irse a casa. De pronto a María se le iluminó la cara, y justo cuando iba a dar su magnífica idea sonó un teléfono móvil.

―¡Joder con los móviles! ―exclamó.

―Pero si es el tuyo, María ―observó Víctor.

―¡Oh! ―fue lo único que dijo antes de ponerse colorada.

―¡Pero cógelo, chiquilla! ―le dijo Irene.

―¡Ah, sí, claro! ¿Diga?

Todos permanecían atentos a la conversación, que escuchaban perfectamente, pues el volumen del móvil estaba muy alto, demasiado.

―María, soy Nuria ―decía la voz al teléfono―. Os he llamado a todos, pero nadie contestaba.

―Es que había demasiado ruido para escucharlo. Dime.

―¿Dónde estáis?

―Ahora mismo en la Malagueta, pensando dónde vamos a ir.

―Bueno, mira. A mí me queda aquí un cuarto de hora, mientras me visto y eso. Cuando sepáis lo que vais a hacer me mandáis un mensaje y yo tiro para allá.

―Vale.

―Venga, hasta luego.

―Adiós ―concluyó volviendo a meter el móvil en su bolso.

―Tienes que bajar un poquito el volumen ―le comentó Alejandro.

―Ya, que era...

―Ya lo hemos escuchado ―interrumpió Aída.

―Pues entonces ya lo sabéis. Lo que se me ha ocurrido es que podemos ir a un karaoke, que ya hace mucho tiempo que no vamos.

―¡Oye, es una buena idea! ―afirmó Irene con entusiasmo.

―Es una idea pésima ―contrarrestó Ernesto.

―Vale, pero a cantar todos ―dijo Dani obviando el último comentario.

―¡Venga! ―exclamó María entusiasmada.

―Pero antes nos pasamos por casa y cogemos algo, que yo me estoy quedando como el palmito ―comentó Nadia.

Después de enviarle un mensaje a Nuria diciéndole dónde iban a estar, fueron a por los coches. Como eran diez personas y demasiados vehículos de transporte, decidieron ir en dos coches y el resto dejarlos en casa, ya que iban a por algo de abrigo. Luego pudieron ir tranquilamente al karaoke.

Allí estuvieron cantando, pasándoselo bien, y dedicándose canciones unos a otros como si fuera algo normal en sus vidas cantar delante de decenas de personas. Hasta Ernesto, que estaba reticente, tuvo que reconocer que se lo había pasado bien.

Hasta las cinco y media de la mañana no salieron de allí, justo cuando todo el mundo salía del karaoke, que además estaba a punto de cerrar, y sus gargantas estaban resecas y algo doloridas. Apenas podían emitir sonidos y en el coche no tenían nada mejor que hacer que seguir cantando.

―Tenemos la voz propia para cantar Bailar pegados ―comentó Miguel Ángel mientras conducía.

Con él iban Ernesto, Víctor, Irene y Nadia. Era el coche más concurrido ya que todos vivían por la misma zona y no tendría que dar muchas vueltas, algo que, por otra parte, no es que le molestara mucho.

Mientras, Dani llevaba a Laura y Alejandro, y Nuria a María y Aída, que vivían en la misma calle.

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