Capítulo IV







A las siete y cuarto Irene entró en su dormitorio y la despertó, no había ni escuchado la alarma. Fue a la ducha, casi arrastrándose, pues le costaba demasiado trabajo abrir los ojos, y deseó poder utilizar su facultad bipédica, sin darse contra las paredes. Con la ducha se espabiló un poco, se arregló y se fue.

Por suerte para ella, tenía jornada intensiva de modo que a las cuatro de la tarde ya estaba fuera.

Irene después de despertar a su hermana, volvió a acostarse. Tenía su trabajo en casa, el horario que le fuera mejor para el caso y hacía lo que más le gustaba: escribir. Tenía publicadas tres novelas y con una de ellas había sido finalista del Premio Planeta. Se encontraba además, en su mejor momento, una vez que se ponía a escribir no podía parar.

La llegada de Nadia supuso para Irene un regreso al pasado. Sólo se había marchado hacía seis meses y ya había mirado, más de quince veces, todas las fotos y diapositivas que tenían en su casa, que no eran pocas, pues Nadia no soltaba la cámara.

Tumbada aún en la cama, no paraba de dar vueltas, las ideas no cesaban de llegar. A las ocho y media se levantó y se puso delante del ordenador. Las ideas y las imágenes se seguían sucediendo pero, por primera vez en mucho tiempo, no sabía reflejarlo en palabras. Sabía lo que quería decir pero no sabía cómo. Delante del ordenador, esperaba ansiosa el momento de la inspiración, que parecía no llegar nunca. Aquello era agobiante, no podía describir lo que pensaba, no podía poner palabras a los sentimientos. Estaba desesperada e intentaba concentrarse, sin conseguirlo. Finalmente optó por apagarlo todo y volver a la cama, tal vez descansar un poco más la ayudara a ordenar un poco las ideas.

De tanto tratar de ordenarlas cayó rendida en un profundo sueño, del que no despertó hasta las dos de la tarde. Se levantó y preparó la comida para ella y para Nadia, aunque sabía que ella llegaría tarde, por lo que tampoco puso mucho empeño en hacerla rápido.

Nadia mientras, estaba en el trabajo casi dormida, aunque conseguía disimular un poco el sueño. Se pudo ir a las tres de la tarde ya que por no estar quieta ni un momento, lo hizo todo a una velocidad pasmosa. Camino de su casa, pasó por el que antes de irse a Madrid era el trabajo de Laura, y pensó en entrar para preguntar si seguía allí. Antes de que terminara de aparcar, la vio salir. Tocó el claxon para llamar su atención, algo que no consiguió fácilmente.

―¿Ya has terminado? ―le preguntó Nadia, que había bajado la ventanilla del acompañante.

―Sí, ya me voy a casa.

―Vente a comer, así de camino hablamos.

―No sé.

―Venga, ¿dónde tienes el coche?

―Lo tengo en el taller. Esta mañana me ha traído Dani.

―Pues sube. Te llevo.

No opuso mucha resistencia. Nadia salió de allí y pudieron seguir hablando.

―Mira, como soy yo la que conduce te vienes.

―Vale, pesada ―contestó sonriente.

― Oye, llama a María y a Aída, anda.

Laura se puso a llamar por teléfono, aunque nadie le respondía, por lo que optaron por dejarlas por imposible.

En poco tiempo llegaron a su lugar de destino. Irene aún seguía en la cocina, con más problemas de la cuenta. Cuando Nadia y Laura llegaron a la casa, se encontraron con una nube de humo.

―¡Irene! ―la llamó Nadia tapándose la boca y la nariz.

―Sí ―gritó en respuesta―. Estoy aquí, en la cocina.

Irene abrió la ventana y en poco tiempo el humo se disipó.

―¿Pero qué has hecho? ―preguntó Laura incrédula.

―Pues que me apetecía hacer como que estoy en Londres y he creado niebla. Nada, que se me ha quemado un poco la comida.

―¡¿Un poco?! ―gritó de nuevo Nadia.

―¡Eh, eh! Cuidadito con gritarme, que no me quiero ni imaginar lo que hubieras hecho tú ―contestó gritando también.

―Vale, ya está ―dijo pacificadora Laura―. Pedimos que nos traigan algo y se acabó.

―De acuerdo ―afirmó Irene aún molesta.

―Ya puedes cerrar la puerta, Nadia. Mientras yo llamo a... donde sea.

En el preciso momento en que cerraba la puerta, una mano se lo impidió. Era María, que llegaba con Aída.

―No cierres ―dijo.

―¡María! ―exclamó Nadia―. ¡Qué sorpresa!

―Yo también vengo ―añadió Aída.

―Pasad. Os hemos estado llamando, pero no contestabais ninguna.

―No lo hemos oído ―contestó Aída―. Yo es que he puesto el móvil en modo silencio.

―Bueno, ¿qué ha pasado aquí? ―preguntó María viendo el lío que había en la cocina.

―Irene, que se ha puesto a cocinar.

―No te pases que te estoy escuchando ―dijo desde el salón.

Las tres pasaron al salón, donde ya estaban Irene y Laura, ambas soltaron el bolso en la esquina de un sofá y se sentaron. Laura se encargó de pedir la comida y, mientras esperaban, tomaron algo. Comenzaron con una amena conversación, que adquirió tintes más oscuros a medida que el tema se aproximaba más a la huida de Nadia, tema al que le daban bastante importancia.

―Bueno ―decía Nadia―, ¿y por qué se fue Ernesto?

―Ya te lo dije ayer ―contestó Laura.

―¿Me lo dijiste?

―Sí, te dijo que no tenía muchos motivos por los que quedarse ―aclaró Aída.

―¿Y tú? ―preguntó escuetamente Laura.

―¿Y yo qué? ―preguntó Nadia haciéndose la desentendida.

―¿Tampoco tenías nada aquí? ―añadió.

―Laura, no creo que cometiera ningún crimen cuando me fui.

―No, si de crímenes no estamos hablando. Pero la manera que tuviste de irte... Ni siquiera dijiste que te marchabas. De pronto tu hermano vino y nos dijo que te habías ido, que sentías mucho no haberte despedido pero que era mejor así. Incluso Irene se tuvo que enterar por él ―comentó María.

Nadia no sabía cómo defenderse, incluso estaba de acuerdo con ellas.

―¿Creéis que es momento de hablarlo? ―preguntó.

El timbre de la puerta interrumpió la posible respuesta. Irene fue a abrir y cuando volvió, con las pizzas en la mano, continuaron hablando.

―¿Qué mejor momento, Nadia? ―dijo Irene soltando las cajas en la mesa y sentándose.

―Este es un momento como otro cualquiera ―comentó Aída―.  ¿Tan difícil es para ti hablarnos claro?

―¿Hablar claro? Bueno, hablar claro nunca ha supuesto un problema para mí y, de hecho, todo el mundo sabe que puedo llegar a ser la más borde del mundo, ya he perdido a mucha gente que apreciaba por eso. Pero he de reconocer que con vosotras sí que suelo tener algo de cobardía, sí. No sabéis lo difícil que me puede resultar hablar. Me da... miedo, pavor, terror. Bueno, todos los sinónimos que queráis utilizar. Siempre que os quiero hablar de algo se me pone un nudo en la garganta. Vosotras no sabéis lo que es eso. No sabéis lo es que cualquier pequeña e insignificante tontería, en vuestra cabeza se convierta en un mundo y no poder contárselo a nadie. Y siempre con miedo de poder perder a...

―¿A quién? ―interrumpió Aída.

―A alguien más. Cualquier persona que se me acerca, y a la que llego a considerar como de mi familia, no sé porque se acaba alejando de mí, sin yo poder hacer nada para impedirlo. Pero vosotras... ―continuó haciendo una pausa―. Vosotras ahora me pedís claridad. Y seguro que tenéis razón, al fin y al cabo sois siempre tan claras, ¿verdad? Claras como el agua pura, clarísimas como el agua de una botella de Lanjarón...

―Vale, creo que ha quedado claro el concepto ―interrumpió ahora Irene para que siguiera por otro camino.

―Aquí nadie es claro y nunca quedan claros los conceptos. Siempre vamos con medias tintas, con mucha ironía, mucho sarcasmo, pero aquí ninguna de nosotras habla claro, nadie de aquí habla claro.

―Te repites, Nadia. ¿A dónde quieres llegar? ―le preguntó Aída.

―Está claro ―contestó irónica Irene.

Nadia pasó por alto el último comentario de su hermana y se dispuso a contestar a la pregunta.

―¿Cuántas veces hemos hablado? ¿Cuántas? Porque yo creo que nunca nos hemos puesto a hablar en serio. Yo creo que no ha habido una sola ocasión en la que nos hayamos contado algo.

―Oye,  nos hemos contado muchas cosas ―interrumpió María.

―Mentira ―le contestó tajante y continuó con su pseudodiscurso―. Algo nuestro, lo que pensamos, lo que sentimos.

―Muchas veces nos hemos contado lo que sentimos ―continuó defendiéndose María ante la atenta mirada de sus amigas.

―No te engañes, muchas veces nos hemos contado quién nos cae mal, o ese tío está muy bueno, o ese no. Gilipolleces así, para qué negarlo. Y yo la primera, por supuesto. Pero no sé, ¿acaso Laura nos contó que le gustaba Dani por lo menos cinco meses antes de salir con él? ¿O nos avisó cuando comenzó a salir con él?

―Perdona, pero nunca os oculté que estaba saliendo con él.

―No digo que nos lo ocultaras, pero te conozco de toda la vida, tal vez fuera demasiado ingenua cuando pensé que nos llamarías para contarnos algo.

―Bueno, mira, acaba ya con el discursito que las pizzas se enfrían ―volvió a decir Laura secamente.

―Vale. Vamos a comer. De todas formas para lo que tenía que decir.

―Pues para no tener que decir nada te has tirado hablando un buen rato ―comentó Aída.

―Mira, lo que yo sé es que esta discusión ha empezado porque queríais saber por qué me fui, y eso es algo a lo que yo no puedo responder con total claridad. Supongo que no soporto que la gente me deje de hablar.

―La verdad es que no me acuerdo ni de por qué discutisteis, pero lo que yo sé es que te emparanoiaste tú sola.

―Tal vez, Laura. Al fin y al cabo suelo ser muy paranoica.

―Aún así esas no son formas.

―Aída tiene razón, los problemas no se evitan... ―dijo María.

―Se afrontan ―concluyó la frase Aída.

―Os queda muy bien el rollito ese de "completemos la frase" ―respondió a la defensiva haciendo el gesto de las comillas con los dedos―. Mirad, tal vez no entendáis por qué me fui, lo cierto es que cuesta. Pero tengo un buen trabajo, me encanta lo que hago, y soy buena, soy muy buena, de verdad. Tengo unos compañeros que me ayudan en lo que pueden, ¿no podéis alegraros por mí?

―¡Claro que nos alegramos por ti! ―dijo Irene en nombre de todas―, pero...

―¿Pero qué? ―preguntó cuando vio que su hermana se callaba.

―¿Pero podemos comer ya?

―Odio que hagas eso ―le reprochó.

―¿El qué, ponerme sarcástica?

―Sí, a veces sí.

―Estamos en paz, porque tú también haces muchas otras cosas que me repatean.

―Pues suéltalo, es malo reprimirse.

―Lo sé, pero no tengo ganas de comenzar una batalla por chiquilladas, lo que quiero es comer algo.

―Sí, mejor será que comamos ―dijo ahora Aída.

―No, si me gustaría oírlo. Me gustaría saber lo que piensa realmente de mí. Tiene que ser de lo más interesante.

―Sabes perfectamente lo que pienso de ti. No te voy a contar nada del otro mundo. Lo único que digo ―comenzó abriendo una de las cajas y cogiendo una porción de pizza―, es que hay cosas que haces que no me gustan, al igual que hay cosas que yo hago, que no te gustan a ti. Lo normal.

―¿De verdad no quieres comer, Nadia? ―le dijo Laura, para intentar callarla.

―Sí, claro, pero antes me gustaría saber lo que no os gusta de mí.

―Oye, a nosotros no nos metas que no hemos dicho nada ―intentó escaparse María.

―Pero seguramente tendréis una opinión al respecto.

―Pues mira... lo que más coraje me da es lo enserio que te tomas las cosas. ¿Por qué te lo tomas todo así? Tú me has hecho un comentario antes y yo te he contestado, simple y llanamente ―le contestó al final Irene, harta de su insistencia.

―Yo no me tomo las cosas enserio, simplemente me importan.

―Si a mí también me importan las cosas. ¡A todas! Las cosas importante, pero es que tú... ―dijo parándose.

―¿Que yo qué?

―Que tú es que no estás comiendo nada, ya decía la abuela que eras de poco comer ―dijo de nuevo, con su sarcasmo habitual.

Nadia sabía que no iba a sacar nada si ellas no se lo querían decir, así que cogió un trozo de pizza y se unió a las demás, a la espera de volver a sacar el tema en otro momento.

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