La plaga
La plaga empezó tras la muerte del rey. Los Devotos dijeron que los dioses los estaban castigando por no haberlo protegido del malvado brujo que le robó el alma delante de todos sus cortesanos.
El primer síntoma era la fiebre, tan alta que era como si las personas se quemaran por dentro. Después el dolor terrible que los postraba durante días y días. Por último, los dedos y los labios se les ponían negros como la noche, pero para ese momento, muchos estaban ya muertos o tan débiles que no les faltaba demasiado. Fue rápida y brutal. Las casas permanecían cerradas a cal y canto, nadie cantaba en las tabernas y en el aire flotaba el tufillo de los cadáveres que nadie llegaba a enterrar.
Se llevó a sus padres, y Alicia y Rosen decidieron escapar.
–Dirán que somos brujas porque no hemos enfermado –dijo Alicia–. Nos arrastrarán hasta el tribunal de los Devotos y nos quemarán en la hoguera. Dirán que es culpa nuestra que haya muerto el rey. Tenemos que irnos.
Rosen lloraba mientras preparaba su atado.
–Pero, ¿a dónde? Los viajeros no querrán recogernos. Sabrán que hemos venido de un pueblo infectado.
–Se nos ocurrirá algo –prometió Alicia. Era la mayor y tenía que fingir serenidad frente a su hermana.
Durante la mañana del segundo día, un carromato pasó por su lado. Era un vehículo destartalado cuyas ruedas chirriaban sospechosamente sobre el camino.
El hombre que la guiaba, sin embargo, no era viejo. Paró el carro unos pasos más adelante y espero a que las hermanas llegaran hasta él. Solamente entonces levantó el extraño sombrero que le ensombrecía el rostro y les sonrió con galantería.
–¿A dónde van solas las señoritas? ¿No sabéis que hay rufianes sueltos por el reino?
Las hermanas se detuvieron a mirarlo. Se veía joven y apuesto, a pesar de sus ropajes viejos y parchados. Sus ojos las inquietaron. Alicia hubiera jurado que eran verdes, pero Rosen insistió después que eran azules.
–Nos dirigimos al sur, señor –mintió Alicia–. Nuestros padres nos mandan allí hasta que pase la enfermedad en nuestro pueblo.
–¡Qué casualidad! También voy en esa dirección. ¿No querríais viajar conmigo? El camino siempre es más ameno con compañía.
Las hermanas vacilaron, pero estaban cansadas de caminar y era cierto que les vendría bien conversar con alguien más que sus miedos y sus pensamientos taciturnos.
El hombre las ayudó a subirse. Cuando levantó a Alicia de la cintura para subirle al pescante, ella notó algo que brillaba suavemente alrededor de su cuello: una especie de colgante extraño, con forma de botella.
–¿Qué es eso?
El hombre rápidamente se ajustó el cuello de la camisa para esconderlo.
–Una reliquia de familia –dijo, con la misma sonrisa de antes–. La guardo porque soy un sentimental. Bueno, ¿ya estáis listas?
Puso en marcha el carromato. Alicia lo observó largamente mientras traqueteaban hacia el sur, pero al final decidió no insistir.
Al fin y al cabo, ellas también le habían mentido.
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