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Ulrich



Tragué el último sorbo de champagne, le tendí la copa y tomé una tercera al primer camarero que vi. Una hora más respirando el aire atestado de toda clase de olores de esa muchedumbre y me estallarían las venas de la cabeza.

Tuve la intención de aflojar el moño constriñendo mi cuello, estar rodeado y tan cerca de tanta gente no era mi pasatiempo favorito, pero Helga, quien parecía tener una especie de alerta que le advirtiera tal infamia, lo prohibió soltando un golpe en mi mano.

—Cariño, sé que este no es tu ambiente más querido, pero trata de al menos no mirar como si fueses a asesinarlos a todos, ¿te parece?

Olvidé por completo el festejo de la llegada de la primavera de la abuela. De todas las fiestas que montaba a lo largo del año, esta era su favorita, la que más disfrutaba organizar. El jardín y cada rincón de la casa se hallaba revestido de flores de una variedad de colores que me afectaba a la retina. Lo olvidé por completo y de alguna manera apareció por casa y ha conseguido que me embutiese en un traje y me pasee por los alrededores ofreciendo una amena bienvenida, pero se ha enojado porque no he sido lo suficientemente grato. Simplemente no me sentía de humor.

La noche se alargaba en conversaciones aburridas, educadas, era exhausto cuidar cada palabra. Se me escapaban las horas en charlas intransigentes, ¿qué demonios me importa dónde la familia Presley pasó el invierno? ¿De qué me servía conocer que carro último modelo compró Leon Keller? Las veces que estuve a un paso de largarme, Ferdinand me observaba con la advertencia inscrita en la rotunda expresión.

—¿Quién ha dicho que esas no son mis intenciones?

Me gané un golpecito en el pecho con su adorado abanico.

—Mira a tu alrededor, en el salón hay unas cuántas bellas jovencitas con quien compartir, ¿por qué no saludas algunas antes de pasar a los negocios?

Escruté en breve las contadas muchachas desperdigadas por la sala. Unas conversaban animadas entre ellas, otras, no se separaban del costado de sus padres. Esas últimas eran las que llevaban como un saco de oro a cada evento que pudiesen.

Dale pan a un hambriento, se comerá las migajas. Dale vino al sediento, exprimirá hasta la última gota de la botella. Dale una hija al avaricioso, verás como la oferta.

Jörg me perforaría el entrecejo cada maldita vez que compartía palabras con una muchacha, leer lo que le cruzaba la mente era tan sencillo como abrir el periódico. Esperaba que alguna del limitado catálogo de señoritas pudientes concibiera el fenómeno de despertar mi atención, y de ser posible, un hijo.

—Porque les apestan las axilas.

Los ojos de la abuela se expandieron sin moderación. Abrió su abanico y cubrió la sonrisa que no pudo disolver.

—Baja la voz, alguien podría oírte—susurró apretando los dientes. Se aclaró la garganta, recobrando su inherente delicadeza—. Hagamos un trato, te dejaré partir a dónde sea que vayas si te acercas a una y le ofreces una copa. Estás en edad de buscar una novia para en unos años formar una familia. No quiero repetir el mismo ciclo que con tu padre. Quiero que seas feliz.

Podría largarme, ¿qué me haría? ¿Atestarme golpes con su viejo abanico hasta cansarse? Le dolería más a ella que a mí. Maldita sea, no tenía problema en asistir y contribuir a su retrato de familia perfecta y monstruosamente feliz. Pero esa noche no, esa noche tenía la mente enfocada en otras cuestiones más importantes que prestarme al teatro y exhibirme al juicio de miradas y cuestionamientos sobre mi vida privada.

—Hay días que no te soporto, Helga. Hoy es uno de esos.

Posó sus manos sobre su pecho, un drama que le salía cada jodida vez más sutil y perfecto.

—Me rompes el corazón—musitó, formando un puchero—. Solo te pido que seas cordial y reiteres que eres digno sucesor de Jörg. Además, hace un año te lo advertí, ¿por qué te tomó desprevenido?

Levanté la vista hacia el techo con resignación. La quería en exceso para pensarlo y, además, ceder a sus pedidos.

—Una y estoy siendo indulgente—sentencié y para ella fue la mejor noticia del año.

—Me harás sumamente feliz—se levantó sobre la punta de sus pies y selló un beso en mi mejilla con sus labios color carmín.

Fue sencillo dirigirme a la primera y única opción. Una antigua compañera de colegio un par de grados adelantada, antes de mi ingreso al internado militar. Si la amabilidad y la docilidad tuviesen una hija, sería ella.

La cordial Malena rondaba los últimos meses de embarazo, había contraído nupcias con un arquitecto de Michigan que desconocía de qué manera vestir en ciertos eventos y que, muy aparte de tal fallo, apestaba a queso frito.

Me despedí de la feliz y apestosa pareja y me encaminé a la salida, noté a la distancia la mirada acusadora de Helga y, para iniciar la velada con los ánimos elevados, me topé de frente con la última de los Ferrara.

—¿Tan pronto te vas?—su aguda voz me hizo enfurecer.

—Vaya, Chiara—saludé—. Contigo quería conversar, ¿tienes un momento?

La sorpresa se instaló en sus ojos.

—Si, por supuesto.

Por dónde lanzara la vista veía gente, recordé lo que detestaba esos festejos, la gente pisotea tu propiedad como si les perteneciera.

Moví la vista al camino hacia el jardín trasero.

—Ven conmigo—pedí y señalé la senda—. Demos un paseo.

Chiara hizo lo mejor que sabía hacer. Hablar, llenar el silencio con temas que jamás finalizaba. Soltaba preguntas al aire, al cielo y ella misma se respondía, un espectáculo digno de un exhibirse dentro para un hospital de enfermos mentales.

Nos detuvimos en el área lejana y cerrada de la piscina. La luna se reflejaba en el agua, su luz reverberando a través de la ventana iluminaba la zona desolada.

—La noche está hermosa—respiraba a todo pulmón—. La primavera despierta mis alergias, pero tengo que sufrirla para disfrutar del verano, por cierto, ¿a dónde piensas ir este año? Mi familia planea navegar un par de semanas por las costas italianas, le dije a papá para visitar nuestro chalet en Portofino, podrías venir con nosotros, ¿bien? Conozca la zona perfectamente...

Silencié su barboteo exasperante cuando la empujé al agua y su boca se inundó. La inútil no sabía nadar, por lo visto, una absoluta incoherencia, ¿no planeaba pasar el verano en Portofino? Me sacudí traje las gotas que me alcanzaban por culpa de sus efusivos pataleos, luchando con impetuosidad por salir a la superficie.

Esperé, esperé... me fue difícil ocultar mi decepción cuando pudo aferrarse al borde.

—¡Por Dios! ¡¿Qué te pasa?!—gritó furiosa entre bocanadas urgidas por aire—. ¡Sácame de aquí!

Revisé que nadie estuviese cerca, el eco de sus contundentes pataletas se escuchaba dentro del espacio cuando me agaché y le hundí la cabeza. Ancló una de sus manos a mi brazo, la otra me arañaba la mano. Conté hasta sesenta y la saqué.

—¡Auxilio...!

Volví a sumergirla, sus gritos bajo el agua provocaron burbujas que estallaba con la mano libre por puro entretenimiento. Medité dejarla allí hasta que el cloro se le mezclara en la sangre, me detuvo pensar lo enervante que sería para Helga evocar a esta simplona en el fondo de su preciada piscina cada vez que quisiese echarse un chapuzón.

En contra de mi voluntad la impulsé del cabello fuera del agua, Su boca lucía un bonito azul, la laxitud de su cuerpo por un instante me hizo dudar si seguía viva.

Chiara entreabrió los ojos, tomaba respiros largos y extensos, esperé a que recobrase la consciencia, pero no fui dotado con paciencia, sacudí su cabeza con fuerza hasta que clavó su mirada aterrorizada en mi rostro. Apreté el agarre de mi mano en su cabello cuando capté su intención de proferir uno de sus chillidos.

—¿Ves lo que pasa cuando vas por ahí escupiendo mentiras?—cerré con más fuerza el puño enredado en su cabello—. Vuelve a mencionar mi nombre y te hago tragar la lengua, vuelve a tocarle un pelo a Agnes y te ahorco con mis propias manos—decreté, contemplando la sombra de horror asediarle la expresión—. Una calumnia más sobre mi novia y te prometo que le mando tu espantosa cabeza a tus padres envuelta en papel, ¿escuchaste lo que dije, Chiara?

El miedo la paralizó, no parpadeó, no replicó. El esperpento remojado no hacía más que temblar a causa del frío del agua y lo que acababa de ocurrir, pero bien sabía que procesó cada palabra.

—¡Chiara, por Dios!—el grito de una muchacha resonó a través de la noche—. ¡¿Qué pasó?!

Me enderecé escondiendo los mechones de su pelo pegados en mi piel y enfrenté a quién debía ser una de sus amigas. Las vi compartir una sonrisa cómplice en la caminata. La mirada de la muchacha rebotaba de Chiara a mí, tratando de descifrar lo que evidentemente se veía como la escena de un crimen.

Me encogí de hombros y apunté a la versión azul de Chiara.

—Resbaló y cayó. Que desafortunado evento, tu vestido era hermoso—me lamenté.

La recién llegada seguía observándome con sospecha. Le tendió los brazos a su amiga y aunque aquella dudó en dejarse ayudar, el frío del agua y la presencia de la chica la persuadió.

En ningún momento apartó la vista de mí.

—¿Estás bien, cariño?—le preguntó, quitando las hebras mojadas adosadas a su mejilla.

Deslicé el pulgar por mi cuello, se encogió aterrada y solo así, pudo desviar los ojos de mí.

—Sí, sí—musitó.

Titiritaba víctima de la brisa y del terror, se sacudía con violencia. Ojalá siguiese de ese modo, la ropa se le secaría pronto.

—Ten más cuidado la próxima vez, Chiara, estos accidentes pueden resultar fatales.

Desaparecí por la misma senda que recorrí, dejando detrás de mí el susurro de su llanto.

☽༺♰༻☾

Un pestilente olor a hierbas y humedad me hizo escupir en el piso en cuanto traspasé el umbral. Ni siquiera el maldito guardabosque apestaba tanto como ese lugar.

Cerré la puerta y me adentré a la oscuridad, arrastrando en el piso la hojilla ensangrentada del hacha. Permanecí quieto, estudiando el sitio. Era una casucha dotada con dos puertas, incómodamente angosta a la que se le notaban las décadas en la madera desprovista de tono uniforme.

Encendí la linterna, me dispuse a buscar el interruptor de luz. Con el bombillo encendido, pude ver con total nitidez la suciedad cubriendo las superficies.

Aquella era una manera muy pobre de vivir para alguien que comercializaba a sus inocentes estudiantes como si fuesen pan y vino, para saciar a sus más asiduos feligreses.

La cabeza colgando chocó contra la puerta cuando toqué la manija con la mano cubierta en un guante. Un olor nauseabundo se infiltró en mi nariz hasta hacerme tensar la mandíbula por culpa del maldito asco revolviendo las tripas. Cerré y me moví a la segunda, confiando que estuviese allí. Traté de abrir, me encontré con el pestillo impidiendo mi entrada.

Retrocedí un paso y procedí a pegarle una patada a la manivela, no hizo falta demasiado esfuerzo, la madera podrida cedió ante el endeble empujón.

Di un paso al frente, ocultando el regalo tras de mí.

Ruidos de arrastre sobre sábanas llenaron la habitación, la luz del espantoso recibidor abastecía de suficiente claridad para permitirme ver la cara de facciones toscas, nariz desviada y un par de cejas espesas, particularmente arqueadas cuál pináculo de un triángulo que le daban una apariencia cruel.

La mujer permaneció inmóvil sobre el desorden de la cama, apoyando la espalda contra la pared. Un poco más y se volvía una con el material.

—Buenas noches, me han dicho que aquí reside Clawtilde Möller, ¿es eso cierto?

La susodicha buscaba protección bajo las cobijas. Debajo de la punta caída de su nariz aguileña, la mueca de furioso reconocimiento le torció los labios finos, cómo hojas de papel.

—Ulrich Tiedemann, ¿qué vienes a buscar aquí? ¿No te han dicho que es de mala educación irrumpir el sueño ajeno?

Reviré con exageración los ojos y avancé un pasó. El suelo crujía bajo mis zapatos de cuero italiano.

—¿Usted qué cree? ¿Qué piensa que me ha traído aquí?

Ella distinguía, detallaba mi aspecto con sumo recelo. Alzó la frente con decisión, es posible que infundiéndose valentía luego de notar la sangre manchando mi vestidura.

—No hay nada que pueda interesarle en este lugar, así que le pido que se largue, cualquier asunto debe ser tratado con nuestro monseñor.

Esbocé una sonrisa y levanté como un trofeo la cabeza de Lester, el guardabosque que, según Nadine, ha sabido ganarse las bendiciones monetarias prestando servicios carnales a la sierva más púdica de dios.

—¿Conoce a este hombre, abadesa?

Una extraña quietud lúgubre se situó en su expresión.

—¿Qué es lo que quieres?—inquirió, su tono afectado me provocó expandir mi sonrisa—. El monseñor responderá todas sus dudas, yo no tengo información sobre nada.

Arrojé la cabeza a la cama, a ella. La miserable huyó despavorida de su lecho cuando la tuvo sobre los pies.

—¿Por qué tanto miedo? ¿No es ese el hombre que la empotra contra la alacena de comida? No me diga que me equivoqué...

—¡Largo! ¡No tengo nada que ver!

Levanté una mano y me encogí de hombros.

—No la he acusado de nada, ¿Por qué tanto aspaviento, Clawtilde? ¿No será el cargo de consciencia?—torcí los labios—. No, no creo. Usted hasta hace poco parecía orgullosa de sus actos.

Su pecho se alzaba y descendía en un compás mórbido. Tenía el rostro desierto de sangre, pálido, resaltando en la densa penumbra acechando la esquina, dónde el alcance de la luz era un espejismo.

—Tampoco te he hecho nada y evidentemente tus intenciones no son nobles.

Eché la cabeza a un lado, en desacuerdo con ella.

—Le doy la razón, a mí no, pero a una persona que aprecio decir que le ha jodido la vida, es quedarse corto—revelé, acortando la distancia un paso más—. Y en mis cálculos rápidos, es como si me hubiera acuchillado a mí y entenderá que no puedo permitirme dejarla por allí impune un día más.

No demoró en unir puntos, no era complejo, era tan sencillo como sumar dos más dos. La información significó el deslave del miedo coaccionando sus burdas facciones.

—La chiquilla de los Wilssen.

Una urgencia frenética por abrirle cabeza en dos de un hachazo emergió de mis entrañas como un incendio voraz al escucharle mencionar a Agnes de su boca fétida, con ese maldito tono de desprecio y repudio.

Las falanges me tronaron cuando reforcé el agarre en la empuñadura del arma.

—Tengo que reconocer que fue un rotundo error permitir que viviese tanto tiempo, no acostumbro a cometer fallos—concedí—. Quise ser un caballero con usted, Clawtilde, jamás he matado a una mujer, será usted mi primera experiencia, pero le advierto que no lo disfrutará tanto como yo.

Un paso más pudo aproximarme, la mujer con los ojos abiertos de par en par pareció entrar en razón, empujada por el instinto de supervivencia, corrió despavorida y la dejé ser, le permití estirar las piernas, un último disfrute.

No llegó lejos, no pude evitar sonreír grandemente cuando se encontró de frente a Barto custodiando la puerta principal.

Clawtilde retrocedió cuál animal preso del terror al verse acorralada, supuse que el rudo despertar causó estragos en ella, más de una vez buscaba sujetarse a una mesa invisible porque sus pies se torcían.

Algo en el aspecto de la mujer capturó el interés de Barto, entró decidido, cerrando la puerta tras él.

—Aléjense, ¡no se me acerque! ¡Hermana Nadine! ¡Hermana Glorietta! ¡Auxilio!

Blanqueé los ojos. Los chillidos de una jauría de cerdos dentro de un matadero sonaban como una melodía frente a los que esa mujer desprendía.

Ninguno hizo siquiera el ademán de acercarse, podía percibir cómo la ausencia de respuesta acrecentaba en considerable medida el pavor escociendo en sus venas. Me ahogaría en el pozo repleto, atestado hasta el desborde de pura satisfacción que me generaba verla tiritando ante el escrutinio de mi mirada.

Podía asegurar que cuando actuaba como verdugo, no lucía como el espanto pálido que apenas pudo sostenerme la mirada. Según las cartas que me hacían llegar y las malditas heridas que encontré en una piel que debía lucir como la seda misma, la definición más propicia declaraba que, Clawtilde Möller, se trataba de un ser despiadado con una pérfida fijación por arrodillar jovencitas frente a ella para sentirse más cerca de un dios ciego, poseedora de una piedra dónde debía postrarse un corazón.

Me acerqué a la mesa actuando de obstáculo en medio de los dos, barrí con el brazo la taza y el plato lleno de sobras de comida, cayeron en trozos desperdigados en el suelo. Sentía sus ojos hincados en mí, observando en su temerosa quietud como tomé el tarro de sal y esparcí una cantidad considerable sobre los pedazos de loza en el piso.

La sangre me hervía, los oídos me punzaban, evocando la imagen de Agnes, mi bonita Agnes, padeciendo los tratos sádicos a los que ese pedazo de excremento la sometían.

—Arrodíllese—demandé, se negó, por supuesto que lo hizo—. ¿No me oyó, maldita cerda? ¡Que se arrodille, he dicho!

La tomé del cabello cuando hizo el inútil intento de huir, di un par de puntapiés en la parte de atrás de sus rodillas, el primer grito fue el inicio de una deliciosa balada de gritos, precediendo los aullidos de crudo dolor cuando estiré uno de sus brazos, apoyé su muñeca en el borde de la mesa y con Barto sosteniendo sus dedos engarrotados, clavé el hacha en la muñeca, desprendiendo la mano por completo de un golpe certero.

Se sacudía como una posesa, se retorcía con salvajismo, pero para mí placer, cada vez que lo hacía repercutía en sus rodillas heridas, sucias de sangre y sal.

—¡Maldito bastardo!

No pude contener la risa.

Tomé la otra, separé el meñique del resto y presioné el filo.

—No—enterré la hoja en la mesa, atravesando más que su piel—. Se—repetí el mismo método con el anular—. Toca—fue el turno del medio—. A—siguió el índice—. Agnes—para cuando desprendí el pulgar, el ambiente se infestó del olor a orine.

Clawtilde balbuceaba incoherencias, solo ella comprendía aquel atropello de verbos, sin embargo, era un deleite escucharlo.

Recogí un trozo ensangrentado del piso y lo levanté a la altura de su cara. Su mirada de absoluto horror se abrió perpleja.

—Abra la boca, venga, ¿no es esto lo que tanto le place hacerles a sus estudiantes?—se lo acerqué a los labios sellados con fuerza—. Como si fuese a decir amén.

El azul de sus labios le brindaba una apariencia mortuoria, no me gustó sentir tan pronto su piel fría al tacto. No le quedaba mucho tiempo más, así que no tuve otra opción más que desistir del trozo de loza y adelantar la diversión.

Presioné un dedo en su sien hasta que cayó de espalda contra el piso, en señas le pedí a Barto que la tomara de los tobillos y de una estocada, el primer pie salió del rompecabezas.

Uno más y la risa desaforada de Barto y los aullidos de dolor de Clawtilde seguro espantaron a los animales del bosque.

—Las probabilidades de escaparte corriendo se redujeron a cero—se burlaba el imbécil, levantando los pies sobre su cabeza como un trofeo—. Tendrás que arrastre, vieja, ¡Cómo una serpiente! Psss psss...

Tuve arcadas de ver la sangre sobre mis zapatos. Mis malditos zapatos, joder.

—Se acordará de mí, esa zorra maldita se acordará de mí, ¡y me estaré riendo de ella y de ti, malnacido!

—¿Le tiene miedo a su nombre?

Sopesé si debía desprender sobre o bajo la rodilla, me decanté por las dos. Clawtilde era una mujer de huesos gruesos, bastaron una serie de hachazos para desprender el hueso, para el malestar de Barto no fue un corte limpio, una venta perdida, se lamentaba en unísono con la desgraciada desmayada por segundos. Era irrisorio la manera frenética cómo regresaba a la vida y volvía a ofendernos en un coro de gritos.

Di por perdidos mis zapatos y toda mi jodida indumentaria cuando me fijé que la sangre estaba por todos los putos lados y a montones, el cuerpo incompleto de la mujer flotaba sobre sus propios fluidos espesos y malolientes a metal de la sangre y orine.

Eran pasadas la medianoche cuando la abadesa Clawtilde Möller, había sido reducida a la mitad de su estatura.

—Agnes, ¡esa maldita puta! ¡Se acordará de mí! ¡Lo juro! ¡Lo juro por Dios!

—¿Todavía puede hablar? Pero, ¿Cuántas vidas tiene usted, Clawtilde?—la risa para ese punto, era inevitable—. Tráeme la cabeza, está sobre la cama.

Barto regresó cinco segundos después, con las pupilas cubriéndole el iris. El maldito disfrutaba el momento más que yo.

Acomodé el cuerpo contra la pared, la mujer arribaba en el limbo entre la vida y la muerte, su mirada permanecía fija en su punto, desorbitada, apenas mantenía los ojos a medio abrir.

Le acerqué la cabeza de su amante, una imagen digna de retratarse. Ella usó su último esfuerzo para apartarse, contemplé con el pecho congestionado de gozo, el pavor apabullante encarcelado en sus pupilas.

—Dele un beso de despedida, carajo, no pretenderá morir sin un último gesto romántico, ¿o sí?

Barboteo cuánta palabrería pudo más, acomodé la cabeza entre sus muslos grotescamente abiertos y tras pedirle a Barto que mantuviese su cuello erguido halando su pelo...

—¡Que vivan los novios! ¡Bravo!

Arrojé la última estocada limpia y certera de la noche a su garganta expuesta. La velada culminó con la cabeza de Clawtilde Möller rodando sobre su propio mar de aguas rojas.

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