"4"
Ulrich
El Cadillac del viejo Ferdinand ocupaba el espacio principal en la entrada de la casa.
Debieron llegar en la mañana de la última vuelta al mundo, la abuela Helga primero tenía que, por obligación propia, dormir largas horas antes de dejarse ver con su última pieza deslumbrante de joyería que Ferdinand adquirió para ella.
Era una mujer altanera pero fieramente devota a su familia que inundaba la habitación que pisase con su embriagante aroma a algún perfume turco impregnado en su falda Dior. Así atrapó a Ferdinand Tiedemann, contaba a carcajadas en cada oportunidad que tenía, lo tenía persiguiendo las notas de su aroma como un sabueso dispuesto a nada más que hacer lo que ella le encomendase.
Avancé a través del jardín hasta el porche dónde hallé al emisario esperando cerca de una columna. Verlo me causó una amargura insufrible, su trabajo era tan simple y adictivo de sobremanera, que ardía en celos cada vez que le delegaba una tarea. Seguir la aburrida rutina de Agnes era un entretenimiento que podía permitirme a ratos.
—¿Qué informes me tienes?
Tenía la certidumbre de su respuesta, por un carajo, no había manera de que el muerto de hambre de Baker desaprovechara el dinero prometido para Agnes enviándola a un programa de novicia, menos, si ya probó el sustento que obtuvo de Annette.
Las probabilidades se redujeron a ceros cuando aquellos miles desaparecieron en el hoyo de las malas inversiones y gastos exorbitantes, por segunda vez. Nada espero del mismo hombre que envió a su hija a un destino sin retorno, poco menos que nada le costaba exprimirle hasta el último euro ahora que la traje de vuelta.
—La señorita en este momento está Raplh's Dinner con su hermanastro Melhor Crodler y un muchacho aún desconocido en la cena—comunicó, la vena cruzándome la sien creció—. El joven tiene cabello rojo y ojos café.
Una cena con un pelirrojo. Sentí la presión descender. No aprendió, no aprendió un carajo. En ese punto no sabía si me ocultaba el compromiso por querer protegerlo o por enfurecerme todavía más. Quizá lo que le apetecía era jugar a la viuda joven.
Un sabor ácido me atestó el paladar.
Agnes no era tonta, pero a veces luchaba por demostrarme lo contrario. Ella tenía la certeza de que lo sabría tarde o temprano, que tratase de esconderlo de mí no hacía más que llenarme la cabeza de sangre espesa y muy caliente.
Mi preciosa chiquilla soñadora. Lo que tenía en belleza lo tenía de ilusa.
En la ciudad habitaban miles de pelirrojos, de esos los que asistían al inmundo templo reducía la búsqueda a un apellido.
—Lark Peters.
El único de la familia libre de compromisos, estaba seguro. En esa secta todos buscaban aparearse con todos, se sabía quiénes engendrarían la próxima generación.
Me masajeé la frente, el enfado de los mil demonios quebrándome el buen humor. Debí saber que mentía, por supuesto que lo hacía, pero me liberaba de culpas, cualquiera que viese su rostro de muñeca y escuchase su voz, dulce como la miel, le hubiese creído que la tierra es plana y que ella era la joven más beata que pisaba la tierra.
Despaché al informante y me sumergí en el recibidor. Me palpé la sien percibiendo una jodida migraña presentarse, mis deseos de deshacerme del malestar en la tranquilidad de mi recámara antes de partir al maldito colegio, fue interrumpido por la aparición de la abuela Helga portando un vestido de terciopelo azul y una sonrisa tan brillante como los diamantes colgando de su largo y estético cuello.
Sin permitirme mediar palabra, me encadenó a ella con sus brazos delgados.
—Ulrich, hijo—musitó con pesar—. No tienes idea de cuánto te eché de menos.
Me tomé el tiempo devolverle el gesto y besar su frente con afecto.
—Los vientos húngaros te han sentado de maravilla, te ves más hermosa —concedí—. ¿Qué tal ha ido el paseo en el crucero? Vaya suerte tienes, no se volcó cansado de tus exigencias.
Ella rio con ganas y ancló las manos como pinzas a la cazadora y retrocedió dos pasos con gracia.
—Fantástico, como me hubiese encantado que nos pegaras una visita—se lamentó—. Debes ver las fotos que tomamos en la Basílica Esztergom, que ciudad más preciosa que es Budapest.
No existía mujer que adorase más que a ella, sin embargo, presenciar sus muestras de amor y dedicación era vomitivo, un absoluto martirio. Prefería la comodidad de un ambiente controlado y viperino, como el que Jörg y Franziska lograron construir tras dieciocho años de matrimonio.
—Te pido perdón, la universidad y la compañía me consumen el tiempo.
Ella me dio un golpecito en el pecho.
—Espero que Jörg no te de problemas, eres joven, cariño. Necesitas disfrutar, salir de fiesta con tus amigos.
—Vive perfectamente, mi amor, nació para esto—Ferdinand, con su cabello rubio bañado por las canas, hizo acto de presencia—. Ulrich es tan astuto como un zorro e inteligente como sus abuelos, sabe en qué y con quién invertir su tiempo. ¿O no es así?
Sus ojos se posaron con recelo en mi semblante. Tenía que reconocer que la vaga experiencia me jugó en contra más de una vez, nadie me advirtió que asaltar casas de la élite de la ciudad, banqueros, embajadores, presidentes de compañías multimillonarias y... religiosos de ocupando los rangos más elevados, con mi buen grupo de apoyo escapado del penal más enfermizo del país, podría acarrearme consecuencias.
Por supuesto, ¿cómo podría saberlo? Era un juego que me disparaba la adrenalina, si éramos los suficientemente escurridizos, nos llevaríamos las drogas y el efectivo que ocultaban. Más de una vez dimos con fotos, videocasetes, material altamente comprometedor que a cualquiera con un poco de sentido común les haría regurgitar el almuerzo de cinco años atrás.
Ferdinand intercedió por mí, me respaldó y colocó bajo su ala de corrupta protección movilizando contactos, gente de este círculo de codicia y justicia a como prefieras servirla. Evadí unos buenos años de prisión porque mi señor abuelo sabía a quién estrecharle la mano.
—Que no quede dudas—respondí, mi bella abuela estrechó su mirada.
—Bueno, ¿nos acompañas en la cena?
Expelí una bocanada de aire y revisé la hora. Una comida rápiday recibir regalos la contentarían por el momento. En la mañana o la tarde le daría su tiempo, pero mis noches, esas le pertenecían a Agnes.
—No prometo la copa de vino.
Agnes
—Buenas noches, Agnes—se despidió Lark cuando, finalmente, bajé del vehículo.
—Adiós—me limité a contestar, imposibilitada de reprimir el hastío en mi tono.
Cerré la puerta con rudeza, harta, agotada hasta la raíz del cabello. Permanecer una hora en la misma mesa con él y la compañía de Melhor, custodiando que no vuelva a entregar mi castidad, ha sido la peor prueba que Dios me envió.
Melhor no tuvo nada mejor que hacer la noche de un viernes que burlarse de mí cada vez que tenía que sonreír y asentir ante las tonterías que el pelirrojo decía sobre cómo sería nuestra vida en pareja ideal.
Tenía que cortarme el cabello, había dicho, pues le parecía soso que fuese tan largo. No era pulcro. También esperaba engendrar descendencia la primera noche que pasemos juntos, en palabras más simples, necesitaba que fuese tan fértil como sea posible. Prefería tener el menor personal en casa, le gustaba mantener su privacidad, así que, en advertencia, me encargó aprender a lavar, planchar y cocinar.
Subí los escalones que llevan a la puerta principal, pisando con fuerza. ¿Cómo siquiera se usa una plancha o se enciende la hornilla?
El ruido del vehículo se alejó enseguida, entre al recibidor del colegio sumido en la oscuridad. Me sorprendió gratamente no encontrar a la abadesa o alguna hermana esperando por mí para asegurarse que volví a la hora estipulada. Me toqué el abdomen, enfadada por el mal rato y para el colmo, famélica. Pedí de cena un jugo de fresas pensando que acortaría la salida, pero tuve que esperar que Lark comiese su grasienta hamburguesa.
Antes de subir al dormitorio quise pasar por la cocina, debía haber aunque sea un pedazo de pan duro. Podría untarlo en mermelada si es que había o en mantequilla o en... lo que sea, solo necesitaba masticar algo o me desmayaría cuando alcance el cuarto piso.
Crucé los pasillos a ciegas, guiada por la intuición y el recuerdo de las distancias, lo último que necesitaba era un moretón en la nariz por tropezarme con una puerta o pared.
Solo me detuve en seco al vislumbrar una luz reverberando a través de la hendidura de la puerta de la cocina. Era temprano aún, pero la abadesa se encargaba de que nadie saliera luego de las ocho de la noche, nos arreaba como ovejas a las pocas que quedábamos.
Un peso me cayó en el pecho al oír murmullos. Avancé unos pasos más creyendo que se trataba de alguna de las chicas que se escabulleron a encontrar algo que tragar, pero al acercarme más, un gemido me heló la sangre.
Alguien debía estar herida. Fue mi primer pensamiento. La voz distorsionada de placer de Clawtilde y de Lester, el guardabosques, me revolvió el estómago de asco. Quise moverme lejos, irme, pero la impresión me tuvo de rehén en ese lugar, oyendo el choque de las pieles, los susurros sucios, los gimoteos.
No solo fue oírlo, fue reconocerlo. Sabía que era eso, lo conocía bastante bien.
Algo cayó al piso y los sonidos se silenciaron, liberando un choque de adrenalina en mí cuando escuché las primeras pisadas acercarse a la puerta.
Salí corriendo sobre la punta de mis pies con las manos frente a mí, rezando y pidiendo no chocar contra nada. No respiré en todo el recorrido a mi dormitorio, sentía la presión atravesándome la garganta como una vara de hierro.
Me saqué los zapatos tan rápido como pude y tras colgar el bolso y la cazadora, me lancé a la cama y me escondí bajo las frazadas sin tener la mínima intención de encender las brasas en la chimenea.
Reduje mi respiración y me concentré en escuchar pasos en las escaleras, esperé y seguí esperando.
Mi mente se avivó ante el sonido de los pasos aproximándose por el pasillo, cerca, muy cerca. Podrían ser las chicas, como hacía una semana, sentí un nudo en el estómago al pensar en que sea la abadesa o Lester. Puede que me hayan visto y no fui tan sigilosa como creí, o lo hayan descubierto por ser la única que tenía una hora de llegada.
Un escalofrío me recorrió. Me matarían, me silenciarían para que no dijese nada de lo que oí. No podía permitirlo, aunque el terror me abnegase de pies a cabeza, me obligué a responderles, con suerte, podría escapar a las prisas de allí.
Mi mano me temblaba cuando la saqué de la cobija y la coloqué cerca de la lámpara de aceite, el temor embriagaba mis sentidos. La puerta cedió, mi pulso se desbocó, taladrando con saña mis tímpanos. Entonces el susodicho entró al dormitorio, cada paso que tomaba a la cama me adormecía un músculo más.
Cuando la mano encontró mi tobillo bajo las sábanas, yo permanecía laxa, pero hice el esfuerzo de estirar el brazo y estrellar la lámpara en la cabeza cuando retiró mis cobijas.
Su gruñido de dolor fue de inmediato. Recogí mis piernas rápidamente y sostuve cerca los restos de la lámpara, observando el rastro de sangre correrle por el cuello a la persona equivocada.
—Maldita sea, Agnes, ¿qué mierda te ocurre?—espetó Ulrich, palpando la zona herida.
Mi voz estaba enterrada en las profundidades de la fiera impresión. Claro, por supuesto que el intruso se trataba de Ulrich, ¿cómo no lo pensé? Vestía de prendas negras de pies a cabeza, la sangre recorriendo su piel blanca le ofrecía el toque de color que necesitaba.
Qué satisfacción me daba verle sucio como yo lo estuve. El rojo se adaptaba también a él muy bien.
—Vaya, por fin tienes un poco de lo que mereces—repliqué, orgullosa del resultado. Contemplarlo bañado en su propia sangre era un bonito cuadro—. Castigo divino, gloria a Dios.
Fruncí el ceño cuando se echó a reír.
—¿Desde cuándo tan fiera? Esa maldita de Nastya se excedió con las clases, ¿no?—sondeó con su usual acento pretencioso—. Joder, un poco más y me haces una cesárea en la cabeza.
El comentario sin sentido despidió la presión que me compungía el pecho. Ulrich era mejor visitante nocturno que Lester, no me costaba admitirlo.
—Es tu penitencia por asustarme de esa manera—devolví la lámpara echa trozos a la mesa—. ¿Qué haces aquí, por cierto?
Era una pregunta estúpida y su risa ronca con un toque de sarcasmo me lo reafirmó.
—¿Tú que crees? Te doy tres segundos para que adivines.
—¿Hostigarme? ¿Amenazarme? ¡¿Matarme?!
Pateó los pedazos de vidrio de su camino, se acercó dos pasos más, limpiando el hilacho rojo corriendo por su ceja.
—Cogerte, vengo a cogerte, tengo los testículos tan azules como mis ojos —profirió entre dientes un sonido de molestia—. Quítate la ropa, tengo prisa por...
Tambaleó al restregarse los ojos, ahogué un grito a verle caer sobre mi cama, sobre mis sedosas y preciadas sábanas, haciéndome rebotar sobre el colchón debido al impacto de su peso.
—¡No! ¡Mis sábanas francesas!—chillé avistando las huellas de sus manos impresas en la tela blanca, como si se tratase de una escena del crimen—. ¡Las estás ensuciando con tu asquerosa sangre! ¡Ponte de pie, ahora!
—Te veo doble, Primor, y no estoy de humor para un trío—pronunció arrastrando las palabras con resquemor—. Súbete, móntame, haz algo, pero sácame el...
—¡Cierra la boca!—mi mano viajó a sus labios fríos, soltó un quejido de dolor cuando calló sobre su espalda—. Dios, Dios, Dios... Lárgate, no haces más que arruinar mi vida, mis sábanas, ¡a mí!
Quise abofetearlo cuando su respuesta fue sonreír con malicia, disfrutaba de mi brote de cólera como si fuese un acto de comedia y placer, y quise hacerlo con tanta fuerza que los trozos que tenía incrustados en la cabeza volaran lejos, pero sería hacerle un favor.
—Me iré luego de varios orgasmos tuyos así que ayúdame con la causa y quítate la puta ropa—demandó.
Dudé, vacilé en cumplir lo que pedía y ese era uno de mis problemas. Tener una necesidad de seguir órdenes, porque así se supone que actúan las chicas buenas, las que se ganan el cielo y evaden problemas. Era una especie de tortura tener un cuerpo, una mente acostumbrada a recibir comandos por pura preservación, porque llevar la contraria significaba castigos, y los castigos causaban dolor.
Quise llorar al caer en cuenta que la única vez que este hombre me puso las manos encima, el único dolor que sentí, me hizo querer más.
Mi espalda chocó contra los tubos del espaldar de la cama cuando estiró el brazo y se atrevió a rozarme la pierna. La sacudí lejos de mí, como si quemara y me destrozara la piel.
—No pienso seguirte el juego, Ulrich, no más—era una sentencia endeble, se escuchó y sentí como tal, aun así, no me detuve—. Te debe fallar la memoria, pero te recuerdo que estoy iniciando mi conversión a novicia.
Su risa no contenía ni un poco de burla, era un sonido sádico que avisaba que nada agradable le procedería.
—Explícame cómo es eso posible, Agnes, si estás prometida a Lark Peters.
Percibí mi sangre escurrirse de mis venas hasta aglomerarse como una piscina en mis tobillos.
—¿Qué dices?—utilicé el último recurso: desentendimiento.
Mi corazón escalaba por mi esófago con dolorosa crueldad. Sabía que era una tontería mentirle, lo sabría de algún modo, siempre lo sabía todo, pero quise prepararme para cuando viniese a mí con reclamos... pero nunca estaría lista para eso porque era tan absurdo y sinsentido tener que rendirle explicaciones.
Se restregó los ojos manchando su piel de rojo.
—¿Entonces qué carajos hacías hace un rato con Lark, Agnes, si no es así?
Su tono era exigencia y enfado, sin embargo, su semblante endurecido perdió solidez con el paso de los segundos. Y no habló más, de hecho, en un terrible momento, creí que tampoco respiraba.
No conocía ninguna técnica de resurrección más que rezar unos cuantos salmos, no tuve otra opción en mente más que ir por lo seguro: una bofetada.
No respondió. Permaneció inerte, frío y cada vez más pálido.
El miedo reptó como víbora por mi pecho. No podría ocultar un cadáver, menos de esas dimensiones y contexturas, sería como tratar de levantar un pilón de concreto que duplicase mi peso y tamaño.
No podía permitir que ascendiera de esta vida aquí, no en mi dormitorio y mucho menos sobre mis sábanas francesas.
—No te mueras, Ulrich, no te mueras aquí—le murmuré directo al oído.
El milagro se presentó en la abertura de su mirada perdida y dilatada.
—Necesito que limpies y cierres la herida, ¿sabes hacer eso?
Jesús, realmente estaba mal.
—No—musité trémula.
—Entonces llévame con Barto—pidió, levantando el torso hasta sentarse en el filo de la cama.
Si logró hacer eso, podría manejar directo a la primera vía principal, unos quince kilómetros lejos de este lugar. Ahí también podría colisionar contra un árbol y seguro que un alma caritativa y bondadosa vería el humo y llamaría a emergencias.
—Estás loco si crees que saldré de aquí contigo.
Se veía demasiado complacido con eso.
—Perfecto, no encuentro más romántico que perecer en tu lecho, en la comodidad de tus brazos, cerca de tus tetas—volvió a echarse sobre mi cama y su cabeza podrida volvió a gotear líquido espeso—. Pero te advierto, no permitiré quejas de tu parte cuando te hable a través de las paredes y salga de los espejos a tocarte las piernas y...
Se calló. El demente no terminó la frase, quedó con la boca a medio abrir y los ojos casi cerrados por completos, desenfocados.
No ha muerto, la gente como él, malas de corazón y acto, vive hasta que apestan a rancio.
—Ulrich—le removí hasta que emitió un gruñido de queja—. ¡Ulrich! Bien, ¡bien! Te llevaré con ese tal Barto, pero no cierres los ojos, no lo hagas.
Abrió un ojo y me miró con una sagacidad que me tentó a sacarle ese ojo con las uñas.
—¿Ya ves cómo podemos entendernos?
Me gané con orgullo un jadeo de dolor cuando le aplasté la cara con la almohada.
—Ponte de pie y enséñame por dónde te escabulles—demandé, yendo por mi viejo abrigo y roída bufanda—. Y que Dios nos bendiga.
Hacía años que no tocaba el volante de un auto. En la época de mis once años, cuando papá aún era salvable de las garras de Tully, se preocupó lo suficiente por nosotras, Annette y yo, para darnos unas clases de manejo. La Wilssen Manor, como era conocida la residencia, quedaba tan apartada de la civilización como el mugroso colegio, en caso de una emergencia, podríamos tomar cualquier vehículo con ruedas y salir disparadas a dónde sea.
Una vez serví de ayuda en la iglesia, en las celebraciones de pascua se oficiaba un festín en el templo en conmemoración de la resurrección de Jesús y el fin de la cuaresma. Se necesitaba alguien que pudiese maniobrar la pick up del padre Fedro, ausente en ese momento lleno de mujeres, Annette que nunca se le dio bien controlar los cambios, me empujó a mí.
Ella lo tomaba como un trabajo sucio, pero yo me sentí libre y feliz.
Esa noche el viento gélido no me contuvo de abrir la ventana y permitir la brisa disparatarme el cabello. Era una delicia, tan placentero que lo considerarían un pecado que reprocharme.
Podía echar a Ulrich de su propio vehículo y presionar el acelerador hasta cruzar la frontera y olvidarme que me llamaba Agnes y al recordar que no sabía de la vida más que eso, me sentí miserable.
¿Qué tan lejos podría llegar con nada más que el peso de los recuerdos en los bolsillos? Seguro que no mucho más allá de Tirol. Era cuestión de evitar los mares y ríos, tantos kilos de memorias acabarían por derrotarme y hundirme.
Me dediqué a contemplar la ciudad en el esplendor de la noche. Era como una turista más en el lugar que la vio nacer y crecer, ¿así de limitada me hallaba que las calles más concurridas me sabían a inédito y novedoso?
Ulrich me señaló dónde aparcar y aunque lo hice de la peor manera, aquello no le importó. Salió del vehículo y esperó... a algo.
—¿Qué haces todavía ahí dentro?—me hizo señas con las manos—. Sal. Ahora.
Eché una ojeada al cartel en color crema y letras negras. Pompas fúnebres Ransaier.
Negué. Era un no terminante.
—Esperaré aquí.
—¿Y qué me dejes sin auto?—bufó—. No. Sal, Agnes, no me hagas sacarte a la fuerza.
—No entraré a ese sitio lleno de cadáveres. Ve en paz que no me llevaré tu amado auto, no tendría donde esconderlo—contesté precisa y definitiva—. Solo apresúrate, quiero volver cuanto antes.
Inspiró sonoramente.
—Carajo, se te de maravilla seguir órdenes, ¿qué te ocurre cuando te digo las mías? Mágicamente pierdes audición—me reprochó y aquello me importó tanto como las estadísticas de cuantos limones mensuales vendían en el mercado al mes.
—¿Qué harás? ¿Llorar?—fue mi turno de bufar—. De verdad, Ulrich, he llegado a creer que no tienes percepción de las cosas que haces.
Apoyó los brazos en el carro e inclinó su cabeza hacia abajo. Un brillo feroz y retórico abarrotaba sus pupilas.
—¿Y qué es lo que hago, Agnes?
Percibía sus ojos atravesarme como dagas letales.
—Que lo preguntes ya es un signo de demencia—sufrí la falta de aire ocasionada por la intensidad de su mirada—. No me mires, evita mirarme, no lo soporto.
Creí que vendría por mí y un atisbo de miedo me heló los huesos. Pero lo único que hizo fue expulsar el aire con resignación.
—Te dejo decidir esta noche, pero solo esta noche, Agnes, no te confíes, no suelo ser misericordioso.
Vaya, que gran consuelo.
—Esperaré aquí y da gracias al señor que me provee misericordia por eso—devolví, hosca—. No te la mereces.
Le vi entrar, conté exactamente tres minutos antes de hurgar cada espacio del auto. Bajo los asientos, lugares donde podrían caer cosas y olvidarse, pero además de un par de libros interesantes, di con mi objetivo en el sitio más obvio.
Tomé la libreta y el bolígrafo en la misma guantera de los tesoros y le escribí mi más significativa nota.
"Me llevo la ofrenda, la necesito más que tú. Y también los libros, asumo que son para mí, así que te ahorro una visita más."
Conté mil doscientos euros en billetes de los grandes, me los guardé en el bolsillo y robé, además, los veinticinco que tenía en monedas, y con los libros en manos, salí del carro y corrí a la calle más cercana a tomar un taxi y volver al inmundo lugar que por esos momentos debía llamar hogar.
☽༺♰༻☾
"No consumas del vino, a menos que pretendas participar en una orgía.
Pd: A la madre de Jesucristo le prenden las palomas, ¿y tú te crucificas por desearme? ¿A mí? Date cuenta, no somos los degenerados de esta historia."
La nota permanecía arrugada dentro de los confines de mi sujetador. No podía parar de pensar en las posibilidades.
—¿Puedes parar con eso? Me pones los nervios de punta—Tully me asestó un golpe en las manos—. Le abrirás un hoyo al piso.
Detuve el rebote del pie enseguida. No había caído en cuenta del movimiento hasta que ella lo señaló.
El ambiente en el templo atestado de gente se reñía entre las plegarias de los feligreses y la sombra ocupando una esquina, vigilando el comportamiento de cada persona que entrase al sitio. Su mirada me provocaba un hormigueo en la nuca y escalofríos que me hacían refregarme los brazos para desvanecer la sensación. Estaba a la expectativa de que algo terrible sucediese. No tenía dudas de que pasaría.
Hice mi más arduo esfuerzo en ignorarle, darle mi atención era un regalo para su mente trastocada. Conversé con Yelda, Hilde y su abuela luego del momento de veneración en el altar. También devolví los saludos que recibía, cada vez más frecuentes, y fue una decepción. No me alegró como pensé que lo haría integrarme a la comunidad. Seguía existiendo el castigo de ser señalada cual mancha sucia en un retrato familiar.
¿Era solo yo quien sufría del ataque de la concupiscencia? ¿Solo yo caía en las trampas del enemigo? Estaba segura de haber visto a todos adentrarse al confesionario, sobre todo a los padres de familia, muchos cargando con rumores de haber cometido adulterio, ¿qué recibían ellos? La tarea de recitar plegarias en ayunas y luego actuábamos como si nada hubiese pasado, su historial de pecados quedaba eximido por la bendita gracia de nuestro Señor.
Era un acuerdo injusto, ¿por qué no pude confesarme en ese mismo sitio como ellos a rendirle cuentas a Dios para redimir mis pecados?
Adúltera, promiscua, puta.
¿Promiscua? Me acosté con solo un hombre. Puta... me miré las manos, percibiendo el azote de vergüenza en la cara. Puede que lo sea, pero, ¿adúltera? Ni siquiera estaba casada, ¿por qué encajaría en esa transgresión? No tenía sentido, ni una pizca de razón.
La palabra menciona el sexo como un acto bueno para proveer creación y placer dentro del matrimonio. Dentro. Del. Matrimonio. Incluso Jesús fue compasivo con la adúltera, vete y no peques más, y señaló de malos seguidores a quien criticase. Solo él podría culparme y liberarme.
Enlacé las manos sobre mi vientre cortando el curso de pensamientos. No me inquietaba desentrañar todo lo que rodeaba mi partida a Rumania, lo hacía el que tuviese concordancia con lo que el enfermo manifestaba.
—Lo siento—musité entre dientes y ella rodó los ojos con hastío.
—Ve y acércate a Lark, la gente debe empezar a verlos juntos, de esa manera el anuncio de su compromiso no será una sorpresa—me dio un empujón con el hombro cuando no me moví—. Anda, apresúrate.
Fruncí el ceño y su mirada airosa lo notó.
—No, ¿sin anillo? Será un bochorno para la familia y ya tenemos muchos, ¿no te parece?—protesté—. No haces más que recordármelo.
A solas me quitaría la irrespetuosa expresión volteándome la cara de un bofetón, en público no podía dejarse ver como la mala mujer que realmente era.
—Ve con él, Agnes— Exhaló hondo y tras anclarme una mirada desdeñosa, agregó con falsa sutileza—. Es tu deber fortalecer el lazo que tendrás con él.
No escuché lo último que siseó, me largué de su lado antes de gritarle que me dejase en paz. Me moví dos filas atrás, ocupada por cabezas pelirrojas y rostros precarios de sonrisas o vestigio de amabilidad. Tratar con ellos era como pasar un trago de leche vencida.
Todos dirigieron su fría mirada a mí. Ninguno tuvo la modestia de ofrecerme un saludo.
Todos, exceptuando a su vástago menor.
Lark me hizo un espacio a su lado que ocupé y fue una experiencia que no quise volver a repetir. Me contuve de vomitar las uvas que comí antes de ir al templo de solo imaginarme en una vida junto a ese chico, con su familia amarga como corteza de limón.
—Te ves decente, Agnes, ¿cómo te encuentras?—fue su sincero y singular saludo.
—Bien—mantuve mi postura firme, aunque por dentro sintiese un hoyo en el centro de pecho—. Prestemos atención, no queremos evocar la furia de Dios.
Ninguno dijo nada más, nos concentramos en el sermón de la semana.
Todo marchaba de la forma que tenía que ser, hasta que el sentido de precaución infestando mi mente retomó su insistencia cuando, luego de que el pan y el vino fuese repartido y me debatía entre obedecer lo que la nota advertía o seguir aparentando castidad, el aura dentro de las paredes del templo se vio perturbada por la pronta salida de las personas.
Los primeros en recibir el cuerpo y la sangre de Cristo eran las cabezas de la congregación. El clérigo, el monseñor y los dos diáconos. Continuarían los hombres de familia, sus hijos varones, seguirían sus esposas y finalmente las hijas y alumnas de la institución.
El padre Fredo se ausentó dejando a medias la fila de mujeres y una diócesis entera a la deriva y confundida. Uno a uno escapaba del templo como si el mismísimo demonio les persiguiera, sigilosos, tratando de mantener un perfil bajo. Llamaba mi atención que los ojos de los hombres estaban a nada de salir rodando por la alfombra y las mujeres se abanicaban los rostros sonrojados contraídos en exageradas muecas de horror.
En cuestión de segundos, el caos invadió el sitio.
—¿Por qué todos actúan tan extraño?—susurró Hilde, apresando mi brazo hasta cortarme el flujo de sangre.
—No lo sé—mentí.
Comprendí lo que ocurría pronto. Las palabras de Ulrich tomaron todo el sentido cuando Lark se apartó de mi lado cubriendo la pretina de su pantalón con las manos.
De pensar lo cerca que estuve de eso me infligió una repulsión que apenas pude soportar.
—Oh, no, Agnes—Hilde zarandeó mi brazo con brusquedad—, mira eso.
—¿El qué? ¿En dónde?
—En sus pantalones...
Ella señaló al engendro mayor de Tully, Melhor, con una prominencia en los pantalones observando fijamente a nuestra posición. Tuve que taparme la boca para no escupir en el piso el disgusto que me ocasionó la paradoja en su mirada. Vacía, pero a la vez cargada de perversidad y toda la vertía en mí, como una especie de amenaza tácita.
Desapareció de mi vista gracias a su madre, quien, al verlo tan libre de vergüenzas, se lo llevó a rastras a la salida susurrándole solo Dios sabrá qué, pero estaba segura de que no era nada de lo que a mí me hubiese dicho.
—Todos están así—musité, mi voz aplacada por el asco esparciéndose como hiel en mi boca.
—Es un ataque del maligno—decía trémula, impulsándome al piso—. Póstrate conmigo, Agnes, pidamos la protección de Dios.
Me mordí el labio borrando la sonrisa que se formó sin consentirlo. Lo que pedía Hilde sonaba tan ridículo hasta cierto punto y me sentí una pésima congregante. Debía ser que en cada encuentro de moral cuestionable con Ulrich me contagiaba más su desvergüenza, porque me parecía una tontería orar por protección en contra del deseo, conociendo el placer que entregaba.
Pensar en esa palabra dentro de la iglesia debía ser una injuria. Que no sufriese la carencia de decoro, una peor.
No tenía sentido, ¿en qué momento lo dictaminaron como un acto corrupto y casi delictivo? ¿Por qué? Todos somos creados en esa circunstancia: un acto sexual.
Hilde no logró siquiera doblar las rodillas, su abuela quiso salir del templo tan rápido pudo, la pobre mujer estaba que se arrancaba los ojos de ver aquel desate de lascivia en un lugar tan sangrado. Ambas se despidieron de mí, me quedé en la entrada contemplando el vehículo de perderse tras la neblina de la noche.
No estuve demasiado rato a solas, enderecé la postura cuando percibí la presencia de Ulrich acercándose. No tenía que verlo para saber que estaba cerca, meses de sentirlo fuera de mi alcoba noches sí y otras no, afiló el radar que su aroma viajando con la brisa instaló en mis sentidos.
Me contuve de verlo cuando se detuvo a mi lado, nadie, ni siquiera yo, se adaptaba a su asistencia y jamás lo haría. Ulrich no estaba hecho ni criado para un sitio como ese y se le notaba a millones de leguas. Era pecado puro y encarnado, todo lo que me señalaron como aberración. Y comenzaba a arrastrarme con él, porque en ese entonces, dudaba de que también ese lugar fuese para mí.
—Pobres cobardes—soltó una risa desprovista de humor—. Huyen a la primera parada de verga.
No emití comentario. Batallaba en silencio con mis contradicciones. Sabía que tenía que alejarme, pero era lo último que anhelaba.
Presionó su hombro contra el mío, el sutil contacto encendió mis terminaciones nerviosas. Estaba demasiado atenta a él como para pretender que mi cuerpo se mantuviese absorto en otros asuntos, como las miraditas y cuchicheos de la gente cuando bajó el rostro y acercó su boca a mi oreja.
—¿Lo ves? Toda esta gente corre a sus casas a fornicar como escépticos desalmados. El placer no es exclusivo de los pecadores, las putas y los adúlteros. Somos seres primitivos, instintivos, unos animales cualesquiera—murmuró con cierta arrogancia, sus labios rozaban mi oreja—. El fervor que sientes entre las piernas es tu naturaleza, querida, elevar plegarias a un ser que jamás has visto, no es más que una doctrina inventada por estos malditos codiciosos.
Como un capullo de fuego floreciendo en mi estómago, nacía el enojo anudado a la razón.
No quería escucharlo más. Cada palabra, toque, cada orgasmo me contaminada de sus conceptos heréticos, blasfemos como su propia existencia. Eso era lo que buscaba el enemigo, la caída de los correctos y Ulrich tenía toda la pinta de ser su más fiel aliado.
—La gente nos mira con sospecha, Ulrich—bramé apenas.
No le importó, por supuesto que no. Tomó mi trenza y jaló el listón blanco hasta desanudarlo.
—Si me dices que lloras porque te excita y no porque la culpa te carcome, entonces espera que vaya por ti—empuñó la cinta y bajo la mirada atónita de los presentes, se la acercó a la nariz—. Te daré unas cuantas razones para que te ahogues en más que tus lágrimas.
Tully apareció de la nada y me jaló del brazo con violencia, apartándome de él. O quizás era yo que me permití caer en el encanto de sus planteamientos y obscenas proposiciones. Otra vez.
Lo miré una última vez antes de que me arrastrara a la línea donde iniciaba el espeso bosque, lejos de las miradas consternadas de los feligreses. Metiches feligreses.
—¿Qué crees que haces?—rugió Tully una vez se aseguró que no tenía a nadie cercca—. Tu futuro marido pudo estar por aquí y verte cerca de ese maldito hombre, ¿qué crees que pensaría?
Me encogí de hombros. Genuinamente lo que Tully tenía para decir ya no despertaba temor en mí.
—Me comentaba sobre querer realizar un donativo más para la reconstrucción de la estructura del templo—le eché un vistazo a papá. Callado, siempre callado—. Además, creo que es lo último que le debe de importar, tenía asuntos más duros que arreglar.
Me atravesó el cráneo con su fea mirada severa.
—Esos asuntos no te competen, ya los hablará con nuestro Obispo cuando vuelva de su peregrinación—torció la boca como si fuese a escupir—. No permitiré que sigas manchando el nombre de nuestra familia, Agnes, si lo que quieres es terminar tus estudios, compórtate como una dama de tu clase, no una zorra sacada de los arrabales.
Me pregunté si esas zorras tenían pavor de un castigo divino cada vez que los pies se les curvaban cuando recibían un orgasmo.
Seguro que no.
Tully me despidió empujándome a la senda que me llevaría al instituto. Eché a andar por ahí, cuidada y perseguida por la luz de la luna y la sombra del lunático.
Holi😇
Bueno, paso a decir que estoy subiendo una historia "Bendita Tentación" sobre un padrecito y una actriz, para amortiguar lo que se viene con este libro.
Es breve, ligera y autoconclusiva. Está en mi perfil.
Nos leemos,
Mar🖤
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