Vida pasada
Hace muchos años atrás cuando yo aún era humano, nació un niño en el seno de una importante familia. El niño tenía los ojos tan naranjas como el sol, la voz clara como una noche estrellada y el alma inocente. Sin embargo, el pequeño tenía un regalo más grande: la capacidad de ver más allá de las horas, el tiempo, y la bruma de la incertidumbre que era el futuro.
Buenas o malas noticias pronto empezaron a llegar a su mente con exactitud. Ninguna imagen fallaba en cumplirse para felicidad o tristeza de quienes recibían su palabra. A su alrededor, la gente se maravillaba y pronto empezó a temerle y adorarle como un dios. Día y noche, las personas en las largas filas aguardaban a escuchar la cantarina voz exclamar: "Sí, he logrado verte, y no tienes porqué preocuparte."
Su fama se extendió por todo el país, aumentando a su vez la influencia de su familia y el poderío de su nombre. Su padre, hombre precavido, envió a buscar a los mejores constructores de la región y les encargó erigir un templo de piedra blanca, donde su primogénito estuviera cerca de sus fieles y habitara con los mayores agasajos. Las habitaciones cubiertas de alfombras rojas brindaban comodidad, mientras que las lámparas ardían aceite a todas horas para reflejar a la pequeña criatura que se sentaba en el centro de los cuartos, a la espera de alguna visión que regalar a su invitado.
Un buen día, el joven príncipe de la región escuchó acerca del pequeño niño. Deseoso de una visión de gloria y poder que bendijera su propia ascensión al trono, marchó con sus consejeros al templo donde el niño recibía alabanzas. Sin hacer caso a las largas filas, se adelantó frente al dios. Ni el cansancio de sus súbditos ni el aire divino del ser ante él lograron perturbarlo, grande era su egoísmo y desprecio ante los débiles y pobres.
Plántandose en una actitud humilde, exclamó con tranquila voz:
"Niño del Sol. Vengo a mostrarte las más preciosas joyas y las más tiernas mujeres para brindar a tus ojos la alegría necesaria, y me des como regalo una visión afortunada para tu rey e Imperio."
Sin aguardar una respuesta, el joven príncipe elevó los ojos al infante de ojos naranjas. La delicadeza de su cuerpo apenas lograba mantenerse con el gran tocado sobre su cabeza, pero la firmeza de su mirada afirmaba solo una férrea creencia y habilidad en lo que hacía.
La voz clara que salió de sus labios era la de un hombre maduro, al tiempo que sus ojos tan naranjas, brillaban como bolas de fuego.
"Príncipe Seung. Te he visto en un sueño. Dulce será tu imperio. Más allá de la línea del horizonte, hasta pasar las más altas montañas. Una hermosa mujer a tu lado estará, saludables hijos te dará. Llegarás a una avanzada edad y no verás a tu reino perecer."
La sonrisa que asomó los labios del príncipe no se completó al ver que el niño elevaba una mano.
"Sin embargo, esta visión tiene el precio de la sangre. Cada milla de tierra nueva costará vidas inocentes y cada nueva ciudad será otra línea en tu karma. Tu mujer, aunque hermosa, nunca logrará amarte. Y tus hijos, fuertes y listos, vivirán solo suficiente para dejar descendencia. Tu Imperio terminará dentro de once generaciones, cuando las rencillas internas prevalezcan sobre un sueño que nunca volverá a ser alcanzado y la última gota de tu sangre se pierda en el campo de batalla."
El niño bajó la mano, dejándola sobre el regazo de su túnica también blanca.
"Príncipe Seung. He hablado. Es el futuro que he visto. Gloria pasajera por vidas futuras miserables. Es su escogencia ahora seguir por este camino."
Anonadada, la audiencia permaneció en un silencio pesado. Sin embargo, su príncipe, sin el menor asomo de haber perdido el ánimo, habló:
"Joven cuya mirada traspasa las décadas, ¿sabes qué sucederá en los próximos minutos?"
La burla en su expresión aumentó con la negativa del infante. Instantes después, el brillo de una espada deslumbró a la servidumbre cercana, al tiempo que eran bañados por un chorro de sangre cálida. El pequeño cuerpo cayó del altillo donde descansaba, destruido su reino y sus enseñanzas.
"¡Un dios que no puede ver el peligro que corre es meramente un farsante! ¡Yo les demostraré, mi gente, el verdadero significado de la gloria!"
Y con la espada llena de sangre, la gente se postró a sus pies, pues había sido el único que alguna vez desafió un dios. Años después, se recordaría ese momento como el primero de una larga vida de lucha, expansión y liderazgo para ese príncipe, ya hecho emperador.
El viejo templo blanco, abandonado, habría de ser el lugar de reposo del Oráculo de cinco años. Un recordatorio de la decadencia, la idolatría y la hipocresía de una familia.
Sin embargo, esta idea habría de mantenerse hasta que, siglos después, la vida de Taeming Seung, último nieto del Emperador, cayera de su caballo en plena batalla. Sin hijo ni hermanos, moriría con él la sangre gloriosa de Seung y renacería el culto a Sung, el niño sol que nunca se equivocó.
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