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Adeline volvió a diseñar, pero esta vez en gran escala. Pidió del pueblo más cercano unas buenas cantidades de telas, hilos y piedras, y dedicó sus tardes de convivencia a coser vestidos hermosos mientras las charlas flotaban en la estancia.

En cuanto a Damon, de él se podrían tomar como referencia todas las heridas de su alma para hablar de la fortaleza que lo tenía amarrado al sillón de la estancia viendo a la dama aplicar pedrería, se podría hacer un mapa de sus males y marcar con una gran equis roja el tesoro de su felicidad, pero había decidido ya hace mucho tiempo no hacer alusión a esas tormentas. Tomó su orgullo, ese que le había mantenido vivo por mucho tiempo, y lo guardó en un cajón.

-Tengo un viaje a Londres en un par de días, ¿te gustaría acompañarme?

La pregunta flotó en el aire rompiendo el silencio del salón.

-Por supuesto-Adeline respondió sin levantar la vista de la tela, omitiendo la parte donde le causaba un nudo en la garganta pensar en ir a la ciudad.

Hinchó el pecho mostrándose fuerte, ocultando sus miedos y diciéndose a sí misma que ya había curado muchas heridas en esos días que llevaban en el campo, tantas que si un médico la revisaba bien podría asegurar que estaba en condiciones de pisar un salón de té de una casa adinerada sin irse al piso desmayada.

«Soy fuerte» se dijo bajito, y Damon la cuidaría. Damon siempre estaría para cuidarla.

Puntualmente salieron de viaje a los dos días, temprano en la mañana cuando el sol aún mostraba pequeños atisbos de querer despertar. Había empacado muchas prendas, y la mayoría eran hechas por sus propias manos, como el vestido dorado que llevaba justo en ese momento. Se estaba volviendo amiga de la aguja aún cuando llevara el pulgar un poco (bastante) pinchado.

Llegaron a la ciudad temprano, antes de la hora de la cena, pero para su sorpresa, cuando bajó del carruaje no era precisamente la propiedad del señor la que estaba frente a ella. Ahí, a unos pasos de distancia había una estructura alta bastante mohosa con pequeños arbustos rodeando el terreno y una enorme cruz de madera sobre la puerta de entrada.

-¿Un convento?-preguntó con incredulidad mientras la mano de Damon se posaba con lentitud en su espalda.

-Ya verás.

Fue lo único que respondió mientras la atrajo hacia él para animarla a entrar.

En la puerta los esperaba una mujer vestida con una túnica blanca y un velo del mismo color pálido que hacía juego con su piel, llevaba un rosario colgado del cuello y una sonrisa dulce pintada en los labios.

-Buenas noches, hermana Sofía-saludó Damon con gentileza y seriedad-, ella es mi esposa, Adeline Gibbs.

No supo si le sorprendió la manera en como le dijo su esposa o el sonido melodioso que le recorrió los oídos cuando la llamó con su apellido. Ellos ni siquiera se habían casado aún...
Damon apretó un poco el agarre en su cintura para hacerla reaccionar.

-Un gusto-apenas pudo responder.

¿Qué estaba tramando Damon?

-El gusto es mío-la monja le sonrió y sus ojos brillaron. Transmitía mucha paz-. Si gustan acompañarme los llevo a la salita donde ya los están esperando.

-Por supuesto-dijo Damon mientras ambos comenzaban a seguirla.

¿Los estaban esperando?

Él estaba actuando de manera extraña, llevaba una sonrisa misteriosa en el rostro y sus ojos parecían ocultar un cofre de secretos, pero aún en contra de eso dejaba fluir una energía raramente feliz de su pecho.

La hermana Sofía los guió por unas enormes escaleras que daban a un pasillo largo iluminado por antorchas y velas.

Decenas de puertas los recibieron en su recorrido pero no entraron a ninguna, esperaron a llegar a la última del pasillo, esa donde una luz brillosa se veía por debajo amenazando con salir como si fuera agua.

-Están ansiosos por saludarlos-dijo la monja mientras abría la puerta y los dejaba ver la escena más dulce del mundo.

Una salita de estar los recibió con un coro de risas de niños que jugaban persiguiéndose, aventándose una pelota, vistiendo unas muñecas y fingiendo librar una guerra con dos espadas de madera. Adeline se quedó clavada en la puerta sin poder dar un solo paso al frente, su boca se abrió con sorpresa y sintió el agarre de Damon aumentar.

Él, sabiéndola tensa, se acercó a su oído y susurró lentamente:

-Respira, no vayas a caer al suelo. Aún falta una sorpresa más.

Hizo lo que indicó y respiró inundando a sus pulmones de aire, para después soltarlo en un suspiro que disimuló con su mano en la boca.

-Acérquense, por favor-indicó la monja animándolos a entrar a la salita.

Ambos le siguieron hasta que sus pasos dieron con una segunda monja que estaba sentada en un sillón cargando un bulto de sábanas blancas que envolvía una bebé de mejillas semejantes a dos manzanas rojas.

El aire que había introducido a sus pulmones se fue sin dejar rastro y tuvo que tomar la mano de Damon para no caer.

-¿Es ella?-habló el hombre como si supiera exactamente lo que estaba pasando ahí.

-Así es-respondió la segunda hermana-, ¿quiere cargarla?

-Por supuesto.

Damon asintió y Adeline solo alcanzó a delinear los movimientos que hizo la mujer para depositar en sus manos a la pequeña bolita.

-Los dejaremos solos un momento-dijo Sofía mientras ambas comenzaban a reunir a los niños-. Es la hora de la cena, pero volveremos por ustedes en un rato más.

-No se preocupe-respondió Damon con la bebé aún en brazos, y para cuando Adeline se dio cuenta ya estaban solos.

Se quedó paralizada, con los pies pegados a la madera y un sudor frío corriéndole por la frente.

¿Qué era esa sensación en su estómago?, ¿en verdad estaba temblando?

-Ven, acércate-la animó, pero poco podía moverse.

Jamás había visto a Damon cargando un bebé, y ahora que sus ojos estaban puestos en la pequeña criaturita no pudo hacer más que contemplarlo como si fuera arte, como si fuera un cuadro caro en la pared de un museo preciso y admirado.

El hombre, al ver que ella no se movía, cortó la distancia entre ellos y se acercó lentamente, hasta que los ojos de Adeline pudieron ver de cerca los rasgos de la bebé.

Su piel era rosada y en sus ojos cabían dos constelaciones enteras dentro de sus iris azules, mientras en su cabello se veían unos pequeños mechones castaños.

-Es como un angel-susurró lentamente.

-La dejaron en la puerta del convento hace unos días. No hay rastro de sus padres-comenzó a contar Damon mientras acariciaba su mejilla rojiza-. Cada mes dono dinero a este lugar para cuidar a los huérfanos, y ya tenía tiempo pensando en adoptar uno, así que en cuanto llegó la bebé, la hermana Sofía me mandó una carta.

Todo pasaba tan lento para sus ojos, que para cuando Damon había terminado de hablar, Adeline apenas y estaba digiriendo las primeras frases.

-¿Quieres cargarla?

Le ofreció él, pero sus manos estaban muy temblorosas y el sudor estaba aumentando. De pronto, una mano se colocó nuevamente en su cintura y la acarició con delicadeza.

-Todo estará bien. Yo estoy para cuidarte-habló Damon mirándola a los ojos.

-¿Lo prometes?

Tenía un nudo en la garganta.

-Lo prometo.

A cómo pudo estiró las manos para recibir a la bebé, mientras el hombre la depositaba con cuidado.

Era ligera, suave. Pesaban más las sábanas que la cubrían que el pequeño cuerpecito. No podía tener más de 3 meses, pero Adeline podía jurar que cuando sus ojos se cruzaron, ella sonrió saludándola con sus pequeños labios.

-¿Cómo se llama?

El corazón le latía fuerte en el pecho.

Damon se permitió mirarla con la bebé antes de contestar. Todo en Adeline brillaba, y él sabía que aunque ella estuviera temblando de terror, tenía el potencial para ser la mejor mamá del mundo.

Por Dios mismo que se veía hermosa.

-Puedes ponerle el nombre que gustes. Ahora somos sus padres.

Ella levantó los ojos para verlo, aún sin podérselo creer.

Si, definitivamente su corazón iba a salir corriendo.

-¿Sus padres?

Él asintió.

-Aquí creen que ya estamos casados, así que es mejor no decirles lo contrario, pero creo que vamos a tener que acelerar un poco las cosas para hacerlas en regla.

Adeline seguía sin poder formular una frase completa.

-¿Crees que podamos hacerlo?

Damon se encogió de hombros.

-Estoy seguro de que seremos los mejores del mundo.

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