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1830
Adeline había planeado su boda desde que era una niña. Creció mirando a sus hermanas casarse, y desde los rincones solía envidiar sus vestidos, soñar en secreto con el suyo y diseñarlo por las noches, cuando nadie la veía.
Sí, ese era su pasatiempo favorito. Diseñaba atuendos precisos y guardaba las hojas coloridas debajo del colchón, donde nadie tuviera la dicha de ver los trazos delicados de sus suaves manos.
Creció imaginando hasta el color de las flores que elegiría, pero finalmente, llegado el día, nada fue como le hubiera gustado: llevaba una prenda carísima que definitivamente no era su estilo, unos zapatos incomodos que se enterraban en el jardín, un peinado tan alto que perdía el equilibrio cada dos pasos y un esposo que la ignoró durante toda la ceremonia, y sí, durante la gala también.
Recibió felicitaciones de todo Londres, y miró a sus padres sonriendo con fascinación por tan espléndido compromiso.
No se echó a llorar a medio salón solo porque, de cierta forma, le hizo feliz saber que les había regresado un poco de tantas cosas buenas que ellos habían hecho por ella. Aún cuando su dicha dependiera de la infelicidad que hizo hueco en su estómago.
Alrededor de las ocho de la noche un carruaje la llevó rumbo a su futuro hogar y su esposo la despidió con un casto beso en la mejilla que le supo amargo.
—Me quedaré un poco más con el resto de los caballeros— había dicho él, recorriéndole el cuerpo con la mirada—, pero la veré en casa cuando termine.
Quizas fue la sonrisa que le dio o la tétrica aura que desprendía, pero el marqués, ni aún con toda la bondad que mostraba, la hizo sentir cómoda.
Se marchó sin que se lo repitiesen una vez más y entró en una casa donde nadie le presentó al servicio, ni le indicó con señas el camino para llegar a su alcoba. Tuvo que seguir, rendida, el camino que hacían los sirvientes con sus pertenencias, ese que ondeaba sobre las escaleras y terminaba en un pasillo alto cuyo fin era adornado por una pesada puerta de madera que daba entrada a sus aposentos.
El lugar era frío, semejante a las madrugadas oscuras cuando la leña se humedece y la chimenea no quema en su hoguera el arropador fuego que en ella vive.
Las paredes estaban desnudas, de la cama colgaba un acolchado blanquizco y en las ventanas caía, como cascada, una larga cortina rosa pálido que le bajó las ganas que de por sí ya tenía por el suelo.
Una doncella, cuyo nombre no memorizó, le retiró la ropa y la ayudó a darse un baño tibio. Se le cubrió la piel con aceites y esencias y fue vestida con un camisón de encaje que transparentaba ciertos rincones de su piel.
Se sentía extraña y ajena, olvidada en algún rincón de la nada con poco menos que su cordura. En las esquinas se oían las voces de las almas que una vez, igual que ella, creyeron conveniente entrar en la vida del marqués, y en los pasillos retumbaba el silencio de una noche que juraba ser eterna.
No cenó ni un simple bocado y despidió al servicio rogando morir a mitad de la cama antes de que a su marido se le ocurriese meterse en su lecho.
No supo en qué momento comenzó a llorar, ni cual fue el segundo exacto en el que le navegaron en el estomago las penas que se le acumularon durante días. No había un mapa en la pared que indicara la salida que liberara sus males, ni una puerta secreta debajo de la cama que le sirviera para escapar de aquella condena.
No existía salida alguna, y no era de sorprenderse, porque aquel era su destino: cuando era niña alguna estrella con mala noche se posicionó donde no debía, y ahora, estaba condenada a yacer en una cama con olor ajeno, esperando a unos brazos que jamás calmarían su frío, rogando porque aquella boca que una vez mató con la suya, cruzara la puerta dispuesta a sacarla de aquella mala pasada.
Se durmió, incluso antes de seguir pensando que estaría mejor muerta.
~•~
A media noche un pájaro zumbó por la ventana y un cristal crujió al ser abierto. En el suelo retumbaron un par de botas finas y en el viento helado de la habitación flotó la cálida respiración de un hombre que admiraba la blanca silueta de una dama que yacía dormida en su lecho.
Adeline se removió contra la dura almohada. De pronto, una brisa helada le surcó la espalda y tuvo que enrollarse más en la sabana. Tan perdida estaba en volver a recuperar la temperatura que con esmero había conseguido subir, que no notó las pesadas piernas que hundieron el colchón hasta que una mano retiró suavemente la tela con la que intentaba protegerse.
Se paralizó.
Era el marqués.
Por fin había ido por ella.
Tembló.
Ojalá estuviese muerta.
—Shhh—musitó el hombre tras notar el castañeo de sus dientes—. No voy a hacerte daño.
Le dijo como si entendiera el estado en el que ella se encontraba y el agónico lamento que proclamaba su corazón.
—He venido a cuidarte—volvió a decir él, y fue esa nota gruesa de la última palabra que le delineó la lengua, la causante de que Adeline abriera los ojos y se encontrase con una mirada verde que le hizo trizas las entrañas.
—Damon...—el nombre se le escapó de la boca como un lamento, y aquellas lágrimas que no habían dejado de surcarle el rostro, volvieron a convertirse en un rio que le desembocó en la boca.
—Lo sé—le dijo él, sin necesidad de que ella le explicara nada.
Rápidamente Damon se quitó la chaqueta y se metió entre las sabanas para darle de su calor, y la pequeña dama, con el corazón herido, se tumbó en su pecho como si en él viviera la salvación del mundo.
Y se permitió llorar mientras él le acariciaba el cabello con deleite, en una danza que les nubló el juicio a ambas almas.
No había explicación que existiese, ni argumento valido para justificar el acto de cobardía que había hecho la dama cuando destruyó al caballero. Todo había sido dicho por la presión del momento, y de eso ellos eran consientes, pero ni el verso más coherente podía aliviar el dolor que en él existía al saber que la joven ya no le pertenecía.
Aquel cuerpo que estaba tocando era de otro, como antes lo fue de sus labios y de su deseo. Aquellas suaves manos, delicadas flores que en primavera emergen, ahora nacían en jardín ajeno y vivían alimentadas de un río que no nadaba en él.
Era injusto, pero ya estaba acostumbrado a que la vida jamás se pusiera de su lado.
—¿cómo has entrado?—la voz de la dama sonó amortiguada por su firme pecho. Se negaba a soltarlo, a que fuera un sueño del que pronto despertaría con el alma rota.
—Por la ventana.
Damon no sabía si había ido allí para repararla a ella o para consolarse a sí mismo.
—¿Te han visto entrar?
—No.
—¿Ni siquiera mi marido?
—Ni siquiera él.
La sola idea de que hubiese pronunciado ese adjetivo fue suficiente para que entre ambos navegara un silencio que les caló en los huesos, como si en medio de la habitación hubiese revivido un muerto.
—¿Damon?—se animó a decir.
—¿sí?
La dama, temerosa, se levantó de su pecho y le tomó los ojos con los suyos.
—¿Puedes abrazarme más fuerte, por favor?
La súplica voló como la de una niña pequeña y él, que le era débil, la atrajo a su pecho y la aplastó contra sí, como queriendo que en algún rincón del mundo alguien se enterase de que ella seguía siendo suya.
Sus pieles embonaron y en el hueco del cuello masculino ella encontró el consuelo que necesitaba para la herida que llevaba en el pecho.
Se abrazaron durante la eternidad más efímera que ha tocado Londres, y el tacto terminó en un último beso, uno de esos que acarician la boca con delicadeza y pudor, de esos que empiezan con una caricia y acaban con una explosión.
Se besaron como anhelando que el reloj se detuviese para guardar el recuerdo de sus labios en un minuto interminable.
Se besaron porque bien sabían que esa sería la última vez que lo harían.
Y él, que de hombre tiene hasta las ganas, le tomó la cintura y la volteó hasta que su tersa espalda tocó el colchón cediéndole el paso para que se posara sobre ella.
Los pechos chocaron y un suspiro se les escapó de la boca como un fantasma. Y la caricia siguió matando de hambre las bocas.
Damon soltó los labios a mitad del beso y le acarició la mejilla, porque quería dejar en ella su bandera de marinero, y siguió andando hasta que el blanco cuello se volvió el centro de su lengua. Lo rozó con suavidad, hasta que la oreja se asomó y fue succionada también. De pronto los dientes se unieron y voraces le mordieron la carne, hasta que no quedó de otra más que volver a la boca de la dama.
Adeline vestía una tela ligera y delgada, tan liza que sus manos la proclamaron suya antes que nadie, tan suave que parecía que sus pieles se tomaban como si la ropa no fuese un obstáculo.
—Quiero que tú seas el primero—volvió a suplicar con su voz de mujer, y él, que embelesado estaba con su cuerpo, subió los ojos hasta tomar los suyos, como buscando cordura entre sus ganas.
—¿Estás segura?—susurró.
En sus pieles crecían llamas.
—Eres la única cosa de la que tengo certeza.
Damon necesitó un par de segundos para volverle a devorar la boca, pero esta vez, decidido a no quedarse con ganas de ella: le succionó los labios y lentamente dejó en ellos un mordisco que le arqueó la espalda a la mujer.
Bajó sus manos gruesas por los costados del delicado cuerpo hasta que los dedos le acariciaron el dobladillo al camisón y, echándole una última mirada a la dama para cerciorarse de que estaban haciendo lo correcto, subió la tela, liberando sus piernas, apreciando el vértice de sus deseos, el ombligo donde se podían escribir versos y los rosados pechos femeninos que lo invitaban a saborearlos con la lengua.
Ningún hombre la había visto tan desnuda como él lo estaba haciendo en aquel momento, así, del modo en el que en sus ojos nacía el fuego de un infierno candente y sensual.
—Bésame—le suplicó la dama.
Y claro que Damon lo hizo, pero no precisamente en la boca.
Posó los labios por los muslos mientras con las manos los amasaba con una fuerza sublime. La besó entrando de a poco en su piel húmeda y acariciando con la lengua los pliegues que lo recibieron con un temblor nervioso.
—¿Q-Qué haces...?—dijo ella mientras la lengua de Damon le acariciaba... ahí.
El hombre le mordisqueo el clitoris mientras con las manos le seguía tomando las piernas, esas, de donde partían pequeños calambres de placer que se comenzaron a repartir por todo el cuerpo de la mujer.
—Comienzo—le dijo como si nunca quisiese acabar.
Y subió por el vientre mientras con la boca le buscaba el ombligo para llenarlo de magia. La recorrió con un calor que hizo desaparecer la helada aura de la habitación hasta que su lengua se encontró con los erizados pezones que lo reclamaron como suyo.
—Comienzo porque daría mi vida porque hubieses corrido al muelle donde te esperé durante horas.
Tiró con los dientes de la rosada carne sintiendo como la mujer se arqueaba con su tacto.
—Yo habría dado mi vida por haber podido irme contigo.
Los besos del hombre subieron hasta llegarle al cuello, ahí, donde recorrió el camino de besos que le había dejado, hasta que volvió a reclamarle la boca.
La dama, deseosa de más, tomó con las manos los botones de la camisa intentando sacársela para tomarle la piel, y Damon detuvo sus caricias para ver cómo sus delicados dedos sacaban uno por uno los cuatro pedacitos de metal hasta lograr sacársela por la cabeza.
Adeline admiró su cuerpo de hombre, grueso, firme, un tanto bronceado y bien trabajado por las largas horas de trabajo pesado a las que se había sometido, y delineó con la mirada las pequeñas cicatrices que lo cubrían como peces en un mar cálido y fantasioso.
Bajó las manos hasta tomar el borde de los pantalones y después miró a Damon a los ojos, como buscando aprobación para lo que iba a hacer, y él, que no estaba en condiciones para negarle nada, dejó que le sacara lentamente la prenda mientras se maravillaba con el sorpresivo rostro colorado que cubrió a la mujer después de liberar su vasto miembro.
—Es...—¿cómo podía decirlo?—...Grande.
Damon sonrió perversamente de lado mientras se volvía a recostar sobre ella, tan lentamente que primero se saludaron las piernas, los muslos, el hinchado miembro con la húmeda vagina, y los pechos cálidos que dieron paso a las bocas que se devoraron con lujuria.
—Él jamás va a tocarte cómo yo lo hago—le habló mientras le mordisqueaba con fuerza el labio, rogando que de su boca floreciera un quejido de dolor solo para sí—.El marqués no es un buen hombre para ti.
Dirigió la mano hasta la cavidad de la mujer para sentir la humedad que mojó sus dedos y saberla lista para el encuentro lo excitó aún más. Sustituyó los dedos por su pene y lo colocó con suavidad en la entrada de la dama, admirando los gestos que le surcaron el rostro con confusión y deseo.
—Cada que beses su boca terminarás deseando que sea la mía y en sus ojos buscarás mis pupilas como deseando que se desvanezca y en su lugar nazca yo—no le soltó los ojos mientras iba entrando, abriendo paso en la cálida cavidad que fue abrazando con gusto el grueso miembro—. Te va a tocar, y te va a tomar, y cerrarás los ojos anhelando que sea mi cuerpo y mi entrega.
Entró centímetro a centímetro, lento, teniendo cuidado para no lastimarla, pero tal parecía que su rostro era más de placer que de lamento.
Damon jamás había estado con una mujer y los consejos de Hunter habían sido claros: espera a que esté lista para ti. No te precipites. Se trata de disfrutar no de lastimar.
Cuando estuvo completamente adentro de ella, se detuvo tres segundos, los suficientes para verla a los ojos y concentrarse en cada punto de los cuerpos dónde la piel se tocaba una con otra.
Era el paraíso, o posiblemente fuese el infierno y el estar un poco ebrio le llevase a sufrir una mala jugada, pero había pasado días tan agonizantes pensando en la ausencia de esa que mujer que, tenerla tan solo una vez más consigo, esa suficiente para agradecerle a Dios toda la vida.
Salió de su cuerpo, buscando volver a llenarla, y entró sin soltarle la mirada, hasta que de nuevo tocó fondo.
Adeline quería cerrar los ojos, embriagarse del placer lento que poco a poco comenzó a recorrerle el cuerpo, pero no podía dejar de verlo: habría cometido el pecado más grande del mundo si olvidase que era Damon quien la tocaba como si la vida se les fuese a arrebatar llegado el sol.
—Un poco... más rápido—pidió ella, adhiriéndole las manos en la fuerte espalda para que los pechos se tocaran con más fuerza.
El hombre sonrió, bajando a la boca femenina y besándola mientras volvía a salir de ella completamente, hasta entrar con más fuerza, tal como su mujer se lo había pedido.
Temía lastimarla y causarle algún daño a su cuerpo, pero a Adeline eso no le importaba, quería sentirlo, llenarse de él, empaparse de su cuerpo y jamás olvidar el sabor de su boca contra la suya.
Bajó las manos hasta las caderas de Damon y lo impulsó a darle con más ganas. Le marcó el ritmo, primero lento, y después fuerte, rápido, apresurado, como si fuesen a ser descubiertos en cualquier momento.
Los movimientos del hombre eran abrumadores, la devastaban con cada embestida, mientras con los labios la besaba con deleite, casi asemejándola a una obra de arte.
Una, otra vez, saliendo por completo y entrando con tanta entrega, que por un momento dejó de ser invierno en Londres.
—¡Ah!
La dama gemía en su boca, bajito, amortiguando los suspiros con sus labios, mientras los roncos sonidos de Damon, le morían en la garganta.
—Fuerte—le volvió a pedir ella.
Deseaba que fuese mañana y todavía pudiese sentirlo.
Y él lo hizo, fueron tres estocadas profundas y placenteras, que terminaron con una explosión que llevó a Adeline a curvar la espalda con fascinación, pegándose a él, embriagándose con su cuerpo, fundiéndose en su boca mientras de nuevo volvían a hacer el amor.
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