|07|
Adeline estaba cansada. Damon se comportaba como si ella no existiera, como si fuera la causante de todo el mal que había en su mundo, como si no pudiera perdonar el daño que le había hecho.
Vamos, que ella sabia que lo había lastimado, que había cometido un error grande con él y con su corazón. Pero tampoco tenía la culpa de todo lo hecho, y no se le hacía justo que siguiera mirándola como aquella vez que lo dejó.
Los años habían pasado, sus vidas habían cambiado, y era injusto para ambos que se siguieran hiriendo con los ojos, como si revivieran el daño una y otra vez.
Fue por eso que ella decidió marcharse aquella mañana, cuando despertó y sintió su brazo más ligero. Estaba decidida, no iba a estar en un lugar en el que no era bien recibida. Se colocó las prendas antes de que subiera una doncella y lavó su rostro con agua tibia. No se puso ninguna venda en el brazo, ni se tomó ningún medicamento para el dolor. Se sentía bien, estaba curada, fácilmente podría arreglarselas sola. Estaba bien acostumbrada a hacerlo.
Salió de la habitación con la cabeza arriba y vaya que no pensó lo que se encontraría tras ella: Una decena de sirvientes subían rollos de tela por las grandes escaleras de la mansión. Se acercaban a su alcoba con paso cansado, mientras otros tantos cargaban cajas con hilos, piedras preciosas y zapatos.
Sus ojos estaban abiertos de par en par. Hacia muchísimo tiempo que se había olvidado de los bonitos que eran los vestidos de gala. Quiso contener el nudo que se le instaló en el pecho, eliminarlo, volverlo nada, fingir que todo aquello no le estaba abriendo heridas, pero fue inútil, porque vaya que extrañaba ser la flor inglesa que su familia veneraba.
Dejó que acomodaran todo en su habitación. La última en entrar, fue una mujer elegante que llevaba un enorme vestido extravagante cubierto de plumas, unos lentes anticuados y un cigarrillo en la boca que la hizo toser. Adeline tuvo que sostener sus pulmones para que no se le escaparan.
La mujer se plantó frente a ella y la examinó de pies a cabeza. Evaluó sus ojos, su tono de piel, lo delgado de su cuerpo y lo deteriorado que tenía el cabello.
—Vaya que eres hermosa, cariño, pero necesitas una pequeña manita de gato—susurró moviendo los anteojos para enfocarla bien.
Adeline frunció el ceño.
—¿Y usted es?—preguntó completamente confundida.
El rostro de la mujer fue adornado con una sonrisa enorme que provocó que sus mejillas regordetas se estiraran.
—Madame Salomé. El señor Gibbs me ha contratado para diseñarle un nuevo guardarropa y convertirla en toda una princesa.
La piel de la dama de erizó.
—Una princesa...—susurró bajito, solo para ella—. Lo lamento, pero justamente necesito hablar con él.
Ella deseaba marcharse. Por ningún motivo iba a aceptar su lastima.
Madame Salomé negó.
—Me temo que eso no será posible. El señor salió a arreglar unos asuntos al pueblo vecino, pero volverá esta noche para el baile de los Higgins.
La boca se le secó.
—¿Los Higgins?
—Una ocasión especial—de nuevo mostró su sonrisa excéntrica—. ¡Vaya que te vamos a dejar preciosa!
Adeline estaba temblando.
La sola idea de que la convirtieran en algo que ya no era, hizo que su estomago se revolviera. Dio un vuelco en su cuerpo y se aferró a sus entrañas como buscando fortaleza.
Sabía que no podía irse sin hablar con Damon, sin darle las gracias, y dar por terminada aquella aventura para que ambos pudieran continuar con sus vidas. Así que dejó que Madame Salomé le aplicara cremas, lociones, ungüentos y telas.
Por tan solo unas cuantas horas, se distrajo y olvidó que era la dama demente de Londres, y que aquello que le resultó extraño, hacia unos años atrás, se consideraba una rutina de su día a día.
Un equipo de costureras que acompañó a la mujer, apareció después de un rato, y ayudaron a confeccionar el vestido que utilizaría esa noche.
Adeline las ayudó a diseñarlo, e incluso colocó algunas piedras. Todos trabajaron lo más rápido posible, utilizando unos cuantos modelos base que ya estaban preparados.
Muy en el fondo, deseaba una última noche en la sociedad. Una despedida con la cabeza alzada para que todos notaran que seguía siendo la mujer fuerte que un día intentaron pisotear.
Se regalaría la oportunidad de cerrarles la boca a todos y después se marcharía, a un lugar en el que nadie conociera el dolor que llevaba en el pecho.
~•~
La fiesta se celebraría justo a las 8:00 pm, y a Damon le gustaba ser puntual.
"Entre más pronto llegara, más rápido podría irse". Ese era su mantra.
Después de los trabajos que había hecho en el pueblo vecino, se dio un baño fresco y relajante para calmar sus músculos estresados. Peinó su cabello hacia atrás y colocó lociones en su cuerpo. El traje se amoldó a sus brazos fuertes y el saco enmarcó su trabajado pecho.
Se veía guapísimo, no por menos era uno de los caballeros más solicitados por aquellas pequeñas debutantes ingenuas que buscaban marido. Era una lastima que el hombre ni les hiciera caso, que no deseara a ninguna mujer, ni buscara en su vida a una esposa.
En el pasado ya le habían roto el corazón, ya lo habían destruido y rebajado a nada. Sabía perfectamente cual era el sonido de las ilusiones muertas, y no iba a permitir que llegara a su vida una damita de sonrisa bonita a querer acabar con todo lo que le había costado mucho esfuerzo construir.
No había mujer alguna que llegara al estándar que él deseaba, porque hacia ya bastante tiempo que sus sentimientos respecto a ese tema habían muerto.
Así que no, Damon no quería casarse. Tenía suficiente tiempo aún para buscar un heredero para su fortuna, y estaba pensando muy seriamente hacerse cargo de un niño desprotegido que se encontrara a media calle.
Toda su vida había sido medida a la perfección para que no hubiera ni un solo error en los planes, y si a caso llegara a ocurrir alguno, llevaba truquitos de reserva guardados en el saco.
Aunque bueno, en todos sus años de oficio, jamás pensó que volvería a ver a Adeline siendo la princesa que una vez lo enamoró. En ningún momento se le ocurrió que existiría la posibilidad de verla bajar las escaleras con un vestido rojo, de esos que resaltaban su hermoso cabello dorado y marcaban el paso de los latidos de su corazón.
No estaba preparado psicológicamente para fascinarse con aquella escena, y quizás por eso, terminó con la boca seca cuando la dama llegó al recibidor y lo miró con sus ojos profundos.
—¿Está listo para irnos, señor Gibbs?—le sonrió levantando ligeramente una de sus cejas rubias.
Damon tragó y se aferró a su saco para recuperar fuerzas.
—Sí, claro—carraspeó antes de ofrecerle el brazo.
Adeline lo tomó lentamente, de forma cautelosa. Y cuando los cuerpos entraron en contacto, volaron chispas en la mansión.
Hay quienes juran que por un momento se detuvieron todos los relojes de Londres, en honor al amor que los trágicos amantes algún día se proclamaron.
El viaje en el carruaje fue calmado. Adeline veía por la ventana, mientras Damon la veía a ella.
No había aceptado muy gustoso la idea de llevarla a un evento social, pero lo cierto es que tampoco podía mantenerla encerrada en la mansión y privarla de aquellas cositas que quería hacer. Si la dama quería correr, entonces Damon tomaría su mano para que corrieran juntos, aún cuando admitirlo le rompiera cada uno de los huesos del cuerpo.
Había un sentimiento, semejante a una cadena bendecida, que se aferraba a los cuerpos en una unión deseada hasta por Dios. Y por más que lucharan, nadie iba a sacar una llave para romper el candado.
Aparcaron en la mansión de los Higgins justo a las ocho en punto.
Adeline esperó a que Damon diera la vuelta para abrirle la puerta y tomó su mano como si tuviera aprendido de memoria aquel gesto.
Definitivamente estaba temblando cundo las enormes puertas de la mansión se levantaron ante ella. El caballero a su lado la tomó con fuerza de los dedos y acarició su palma para brindarle fuerza.
—Si quieres podemos volver al carruaje. Nadie te está obligando a hacer esto—le susurró el hombre.
Pero Adeline negó, respiró profundo y sacudió su cabeza como si con ese gesto eliminara sus miedos.
—Voy a hacerlo, yo puedo—respondió bajito, mirando los ojos de Damon para volverse indestructible.
El hombre asintió, y entonces ambos cruzaron la enorme puerta.
Cientos de ojos se volvieron hacia ellos y un enorme bullicio de chismes se alzó en el aire. Muchos quedaron horrorizados y otros espantados. Era la dama demente de Londres, por favor. Era la mujer loca que seguía creyendo que aún podía encontrar a su hijo, que vivía ante la agónica vergüenza de haber sufrido el abandono de su esposo y un divorcio que terminó con el matrimonio de éste con su amante.
Adeline era el chisme andante, y quizás por eso, soltó una carcajada y entró como si el salón volviera a ser suyo, como si fuera, de nuevo, aquella chiquilla de diecisiete años que todos veían como si fuera un ángel.
Estaba ahí, con un vestido rojo despampanante, el cabello bien recogido, las mejillas coloradas y la barbilla en alto, tomada del brazo del hombre que todas querían, y si aquello les molestaba a los presentes, bien podían irse largando de la propiedad, porque aquella, era su noche.
—Eres famosa—musitó Gibbs tragándose la carcajada que se le atoró en la garganta mientras dejaban los sacos con el mayordomo.
Adeline se encogió de hombros y sonrió despampanante.
—Soy la dama demente de Londres, ¿lo olvidas?—susurró con coquetería mientras se volvía a colgar de su brazo.
"Para mí, solo eres la mujer más hermosa del mundo". Respondió para sí mismo, negándose a admitir frente a ella que aún le era débil.
—¿Qué quieres hacer?—preguntó en su lugar.
La sonrisa de Adeline se hizo más grande.
—Justo ahí derecho están esas bebidas rosas que me encantan, ¿vamos por una?—sus ojos chispearon y sus párpados se abanicaron en uno de esos gestos encantadores a los que él no les podía decir que no.
—De acuerdo.
—¡Genial!
La tomó con más fuerza del brazo, como si temiera que en cualquier momento alguien le fuera a hacer daño, y la escoltó hacia el sirviente que daba las bebidas.
Adeline se hizo de una y Damon la siguió con otra. Fue relajante mirarla sonreír, fresca, reluciente, como si nada le doliera, como si el pasado solo hubiera sido una cruel pesadilla.
—Adeline... en verdad eres tú.
Ambos se giraron lentamente hacia la voz suave que se escuchó en sus espaldas. Ante ellos apareció una dama de cabello castaño y ojos oscuros, que llevaba una mueca de sorpresa en el rostro y un temblor desenfrenado en sus manos enguantadas.
—Hola, Matilde—le sonrió la rubia con las pupilas brillantes.
—En verdad no puedo creer que seas tú...—le volvió a susurrar con la voz estrangulada.
Ambas habían sido amigas, se entregaron el corazón como jamás se creyó que sucedería. Se volvieron confidentes, guardaron secretos, alegrías y penas. Fueron un par de almas gemelas que la tragedia también arrasó.
—Ven aquí—le dijo Adeline, sin poder aguantarlo más, y la abrazó. Acortó la distancia entre sus cuerpos y volvió a sentirla suya.
En aquella amistad, Adeline era la fuerte y Matilde la que lloraba un martes cualquiera mirando la lluvia caer. Por eso no le sorprendió que sollozara en su cuerpo y se aferrara a sus brazos para que no se la arrebataran.
—Te extrañe mucho—susurró la morena contra su piel.
—También te extrañé.
Aquella salida le estaba haciendo tanto bien...
Matilde se separó de sus brazos y sacó un pequeño pañuelo amarillo para poder secar las lágrimas que corrían por sus ojos.
—¿Qué ha sido de ti?, ¿dónde puedo encontrarte?—le preguntó admirando sus ojos azules.
Adeline vaciló, no supo qué responderle. Ella tenía planeado marcharse esa misma noche de la casa de Damon, pensaba dar por terminada su estancia y acabar con todo aquello de una vez por todas.
Así que no supo que contestar, hasta que el hombre a su lado se adelantó y soltó las palabras por su cuenta.
—Se está quedando en mi casa. Puede pasar a charlar con ella mañana mismo si gusta.
Los ojos de Matilde viajaron hacia el señor Gibbs, y se abrieron enormes, como entendiendo por primera vez que él era el acompañante de su amiga.
Adeline sonrió. Se podía imaginar el desorden que corría en su cabeza castaña.
"¡¿Cómo es posible que volvieras con él?!"
Casi la pudo escuchar gritar con emoción, brincando arriba de su cama, como muchas veces habían hecho juntas.
—Muchas gracias, señor Gibbs. Tomaré al pie de la letra su ofrecimiento—le respondió la dama con una inclinación de cabeza.
—Es usted bienvenida cada que guste—le respondió él.
—¿Yo también puedo ser bienvenido?
La piel de Adeline se erizó, fue como colocar un fósforo en sus pies descalzos esperando que el fuego llegara a su garganta y consumiera todo a su paso.
Fue una voz que acarreó dolor, sufrimiento y recuerdos espantosos que solo se repetían una y otra vez en su cabeza.
Quedó paralizada en medio del salón y no pudo musitar una sola palabra.
—Un gusto saludarlo, milord—Damon le respondió al marqués de Wherrinton mientras se apoderaba de la mano de Adeline para transmitirle fuerza.
La sintió helada y temblorosa. Quiso tomarla entre sus brazos y salir corriendo de allí para ponerla en un lugar seguro.
Los ojos de Phillip, el ex esposo de la dama, siguieron puestos en ella. Delineó sus hombros, su escote profundo, su piel pálida y los ojos que, después de cinco años, lo seguían viendo como si fuese el mismísimo diablos.
Sonrió con picardía. Quizás lo fuera.
—Veo que sigues igual de preciosa—delineó las palabras con su lengua, y ocultó en ellas, cientos de recuerdos asquerosos.
Damon apretó los dientes.
—No tiene derecho a hablarle así.
Matilde se removió inquieta en su lugar, comenzando a hacerse a un lado para no interferir en la guerra que estaba por desatarse.
Los ojos de Philip se voltearon hacia Damon, y en ellos, habitó con soberbia el fuego del mismísimo infierno.
Volvió a sonreír con desprecio.
—¿Y tú quién te crees para decirme lo que puedo y no puedo hacer, pobretón?
El cuerpo de Damon comenzó a temblar con rabia y coraje. La sangre poco a poco comenzó a hervirle en las venas, y en su pecho, rugió una bestia que creía extinta.
—Soy su prometido.
Lo soltó sin más, provocando que giraran el rostro todos aquellos que estaban atentos a la conversación.
Lo dijo por instinto, por reflejo y frustración. Lo dijo porque la dama no tenía apellido, ni posición, y ante los ojos de la ley y del marqués, él no podía ser nadie para protegerla.
Phillip soltó una carcajada estridente y sonora.
Damon sintió como Adeline tembló con más intensidad.
—Vaya, creo que te sigues comiendo las sobras de los dem...
¡PUMM!
Lo siguiente que se escuchó fue el estruendo del golpe que Damon le soltó en el rostro al cabron que se seguía sintiendo superior a él.
La fuerza con que lo impactó fue tan poderosa, que terminó trastabillando y cayendo ante sus costosos zapatos franceses.
Phillip se llevó una mano al labio para limpiar la sangre que le brotó de la carne reventada, mientras Damon se inclinaba, conteniendo las ganas que tenía de matarlo frente a todos de una vez por todas.
Acercó su rostro al suyo, y lo miró con todo el desprecio con el que se debía de ver a los de su clase.
—Ambos sabemos, marqués, que me debe tanto dinero que, fácilmente, podría dejarlo en la calle en éste mismo instante si se me viene en gana—susurró solo para ellos, mientras tomaba su saco y hacía un puño con la tela—. Más le vale que vaya cuidando sus modales si no quiere terminar sabiendo lo que es comer sobras.
La amenaza flotó en el aire como una bomba a punto de explotar.
No dejó que el marqués le respondiera, solo se levantó, tomó la mano de Adeline, y la sacó de ahí, intentando protegerla de los rostros espantados que les persiguieron la espalda.
~•~
Definitivamente se vienen mis partes favoritas😍
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