Capítulo 7

El horror la inundó cuando escuchó ese nombre. Ese maldito y condenado nombre. Así fue como acabó todo, aterrada por la resolución de que su antigua misión, aquella en la que lo sacrificó todo, había sido un fracaso. 

Lo siguiente fue... oscuridad. 

Entumecimiento quizás sería la palabra exacta para definir como se sentía en medio de la negrura. Aunque el concepto de sentir no se adecuaba a esa ausencia en su mente.

Luego llegaron los murmullos. Borrosos y lejanos. Esos se hicieron más intensos, se acercaron o ella se acercó a ellos. Todo su ser empezó a vibrar y una cacofonía de gritos inundó su entorno.

Podía oír llantos, gritos, súplicas, toses, espadas envainándose, caballos, carne siendo desgarrada, gruñidos, palabras, risas, golpes estruendosos... Y un crujido. Uno breve, como el de una rama cuando la pisas.

Entonces se hizo el silencio de nuevo.

Somnolencia sería la siguiente palabra que cruzó su mente. O al menos la idea de esa palabra. Era difícil pensar con claridad, construir letras. Estaba muy agotada. Solo sabía que flotaba, pero no dónde ni en qué dirección. Era relajante, mucho. Demasiado.

Se sintió ser llevada lejos y cuanto más profundo era arrastrada más perdía la noción del tiempo. Pero no le importaba. No iba a resistirse. Tenía sueño.

En algún momento fue despojada de su ropa. Se sintió frío, se sintió desnuda. Era muy incómodo estar así de expuesta, pero también era un tanto aliviador. Un peso que siempre había tenido encima se le había ido.

Fue en ese momento, cuando empezaba a acostumbrarse a su nueva forma de existencia, que algo tiró de ella hacía abajo. Era una sensación de ¿Velocidad? ¿Fuerza? ¿Caída?

No, la sensación era gravedad.

El brillo de las velas desterró las sombras y ella se estrelló contra el suelo. Dolía, escocía. Estaba aturdida y un poco mareada. Además, no ayudaba nada que el suelo fuera tan áspero y... ¿Frío?

Era extraño, pues los serafines adultos no podían sentir "frio". Hacía siglos que había dejado de sentirlo, aunque una parte de ella siempre lo había recordado. La molestia... la debilidad... Era horriblemente traumático.

Se intentó levantar, pero el peso en su espalda la empujaba de nuevo hacía abajo. Sus alas estaban estáticas e inmóviles, demasiado grandes para ella en ese momento.

Con cuidado consiguió ponerse de rodillas, aunque las piernas le empezaron a doler por la presión. Pero lo ignoró, porque estaba más ocupada intentando controlar los constantes espasmos que sufría su cuerpo.

Definitivamente algo muy extraño ocurría. El frío se sentía por toda su piel, sus extremidades no paraban de temblar y sus dientes hacían un molesto sonido de castañeteo. Quizás sufría algún tipo de patología o la había maldecido uno de esos repugnantes infernales.

En todo caso solo tenía que mover su poder interior y subir su temperatura corporal. No era difícil, ya que su cuerpo contenía siempre mucho poder. Se concentró en esa pequeña llama que siempre la había acompañado desde que tenía memoria. Debía estar en su pecho, calentándola de la forma en que todos los serafines eran calentados, cuidados, por sus respectivas llamas.

Buscó esa lucecilla en medio de la penumbra, pero... No estaba.

Miró de nuevo, más profundo. Y de nuevo nada.

Intentó sentirla, la presencia familiar que daba por sentada. Empezó a asustarte. Pero nada. No había nada. Solo un vacío helado.

Se había apagado su fuero interior.

Entonces lo recordó, cuando era joven había hecho una pregunta estúpida a uno de sus mayores. Fue insensible dado que se trataba de un tema tabú. Pero a esa edad era demasiado curiosa para su bien.

Por suerte su mayor fue indulgente y le explicó... Como era morir.

Se siente frío, como si tu fuego interior se apagase

Y lo supo. Donde estaba. El lugar adonde los celestiales van a morir.

— Purgatorio... —murmuró pálida como el mármol.

La serafín levantó la mirada y se dio cuenta de que estaba el lo que parecía una catedral a oscuras. Había bancos de madera a sus dos lados y un presbítero en frente suyo. Reconoció la pila bautismal de mármol rosado, pulida hasta reflejar las cosas como un espejo.

Era una copia de una de las catedrales de Baulis. Una que conocía para sorpresa de nadie.

Estaba ahí para ser humillada y torturada para la diversión de los habitantes del otro mundo. Si cedía, sería arrojada al reino del olvido, donde no volvería a servir al Cielo nunca más. Y todo por culpa de esa farsante de Azrael.

Miró a su alrededor con angustia en busca de alguna pista. Porque siempre había alguna pista en los juegos enfermizos de los alas negras.

Había pilares que soportaban la estructura, enormes y gruesos. Estaban hechos de piedra blanca que se suponía que tenía que reflejar la luz diurna para dar un efecto visual hermoso a ojos de los humanos. En estos había lámparas de aceite, muy raras y muy caras, que iluminaban la parte baja del templo, pero que dejaban el techo a oscuras.

En las capillas laterales había murales de hechos religiosos y estatuas de santos efectuados por los mejores artistas de su tiempo. Cosas meramente decorativas que atraían la atención y la fe de los mortales por alguna razón.

No había nada que resaltase. Todo era lo normal en un templo de Baulis.

Suspiró resignada y poco a poco se puso de pie de forma muy tambaleante. Y se cayó.

Apretó los dientes y se arrastró hasta uno de los bancos, que utilizó de soporte para levantarse de nuevo. A partir de ahí fue apoyándose en ellos par andar hacia la entrada a medida que se acostumbraba al peso muerto en su espalda.

Cuando por fin pudo dar más de tres pasos sin correr peligro de besar el suelo de piedra, aceleró el paso todo lo que pudo. Tuvo que apoyarse en el portón por el cansancio durante un par de minutos en los que se maldijo por no nacer como una dominación hasta que por fin recobró el sentido y pudo centrarse en inspeccionar las enormes puertas dobles que llevaban al exterior.

Buscó minuciosamente cualquier forma de salir de ahí, pero no encontró ningún cerrojo o picaporte con el que abrir las puertas. Entonces se desplazó a los bordes del pórtico, solo para descubrir que tampoco habían bisagras.

No era una puerta de verdad, solo un trozo de madera hermético que existía únicamente para engañarla. Y lo peor de todo es que era terriblemente obvio una vez se dio cuenta. Ni siquiera corría aire por el hueco de abajo.

Había caído en la trampa. Los ángeles de a muerte se estarían riendo de ella en ese momento.

De ella.

Aquello la frustró más allá de sus límites y empezó a golpear la puerta en un ataque de furia.

— ¡Maldita sea! ¡Ábrete! ¡Ábrete! ¡Ábrete! —gritaba mientras seguía golpeando la madera con sus puños.

Al final sus piernas cedieron y cayó sobre sus rodillas, agotada. No tenía su poder ni su fuerza ni sus alas. Ella sabía bien que a los habitantes del Cielo se les concedía una segunda oportunidad si conseguían escapar de su prisión, pero carecía de las herramientas para dar lucha como era debido.

Por una muy buena razón que la mayoría no lo conseguía. Aunque habría estado bien que los renacidos hubiesen compartido más de su experiencia para poder saber a lo que se enfrentaba.

— Malditos llorones autocomplacientes... —Se levantó de nuevo, planeando darle un escarmiento a los miserables que se la pasaban quejándose de sus sufrimientos pasados en vez de tragarse sus penas y asegurarse de que nadie más sufriese lo que ellos.

Eso iba a hacer, iba a disciplinar a esa panda de inútiles, iba a vengarse de Ladiel e iba a recuperar lo que le pertenecía por derecho propio. Porque ella fue una serafín mayor, que empezó como nadie y acabó como general, como antorcha.

Con eso en mente emprendió su camino hacía la ábside. Maldita sea que odiaba la manía de los humanos de colocar el lugar del sacerdocio en el fondo del edificio. Y encima elevado y con escaleras.

La madera rojiza de los escalones crujió bajo su peso y por un momento pensó que acabaría rompiéndose. Por suerte soportó el peso de un serafín lo suficientemente bien como para que ella pudiese llegar hasta el suelo de mármol blanco.

La estructura a su alrededor era semicircular con las paredes llenas de mosaicos que representaban a celestiales alrededor de los sacros arcángeles. Una bonita obra de arte, de sus favoritas. En verdad los humanos servían bastante bien para crear belleza.

Con un escalofrío recorriéndole la espalda fijó su mirada en los ventanales, pero no había nada más allá del cristal. Solo penumbra. La misma que recordaba vagamente en sus momentos entre el espíritu y el frío.

Los asientos aterciopelados tampoco le decían nada. Eran lujosos y se veían cómodos para alguien sin tres pares de alas en la espalda. Todos estaban dispuestos en dirección al ambón, que se encontraba en el centro de la sala. Allí había un libro viejo y desgastado de un color blanquecino bastante repugnante.

Era inquietante la forma en que sus ojos no se podían despegar de esa portada desgastada y rota. La hacía acercarse poco a poco, a sabiendas de que se trataba de otro truco de los alas negras. Pero sabía que nada ganaba teniendo miedo. Lo que sea que habían preparado para ella lo iba a enfrentar de frente.

Por eso acercó su mano al libro, poco a poco, esperando alguna reacción o peligro. Su dedo corazón fue el que más cerca estuvo de la piel desgarrada y polvorienta, menguando la distancia de forma temblorosa hasta que lo rozó.

— ¡Joder! —exclamó del susto cuando el libro dio un pequeño salto. Inmediatamente retiró las manos y dio varios pasos hacia atrás con cautela, mirando en todas direcciones con expresión temerosa.

Una vez se aseguró de que no habían amenazas a la vista, volvió si mirada al ambón. Con dudas, acercó de nuevo su mano y tocó la solapa con las yemas de sus dedos, pero esa vez al rozar la rugosa y polvorienta superficie apenas sintió vibración alguna.

Aquello hizo que Sitael se avergonzara de sí misma, se estaba asustando, se estaba dejando intimidar. Estaba claro lo que tenía que hacer para iniciar la prueba, pero su miedo la estaba limitando. Entonces, sin pensarlo dos veces estampó su mano contra el libro y la mantuvo en el sitio aun cuando este empezó a vibrar cada vez más violentamente.

Sentía como se retorcía con fuerza bajo su agarre, pero ella no cedió. Se negaba a dejarse amedrentar por esos cobardes. Iba a demostrar de lo que estaba hecha. Al menos esa era su línea de pensamiento antes de que el libro saliese disparado hacía el techo, tirándola hacía atrás con fuerza y expulsando una estela de polvo y ceniza a su paso.

Sitael intentó moverse hacía el ambón para apoyarse mientras tosía, pero el polvo le escocía en los ojos, obligándola a cerrarlos. Ciega, aturdida y tambaleante fue como acabó tropezando con los escalones y cayendo de la plataforma.

Fue doloroso y punzante, tanto que se le saltaron las lágrimas. Se sentía como cuando era pequeña y todos se ponían en su contra en los entrenamientos. Tan... sola y humillada.

— Mierda... —maldijo por lo bajo mientras se limpiaba los ojos a tiempo para ver como el libro caía al lado de la pila bautismal con un sonido sordo que reverberó por toda la estancia.

Miró fijamente el condenado libro con cautela y enojo, esperando cualquier movimiento o temblor por su parte. No sabía exactamente como tendría que responder, pero el candelabro a un lado del presbítero se veía como una buena herramienta para quemar enemigos de papel. Solo tenía que cargar con un pesado trozo de metal mientras intentaba mantener el equilibrio con sus alas.

Pero esa línea de pensamiento fue cortada cuando vio por el rabillo del ojo como la nube de polvo se empezaba a arremolinar. No tuvo tiempo para girarse siquiera, pues una fuerte corriente de viento recogió cada mota esparcida y la transportó hacia el remolino.

¿Voy a tener que enfrentar un tornado de suciedad en medio de una iglesia? —se cuestionó poniéndose en lo que era su intento de una postura de batalla.

¿Había siquiera una pose de pelea adecuada para enfrentar un nubarrón de polvo y pelusa? Quizás algún principado podría responder a esa pregunta afirmativamente, pero ella era un serafín. Un débil, poco ágil y nada obsesionado con técnicas de combate cuerpo-a-cuerpo serafín.

Por suerte para ella la nube gris dejó de girar a medida que en su interior se formaba una figura pequeña. Una vez que el movimiento paró y el polvo y la ceniza cayeron de nuevo al suelo se reveló un anciano encorvado que vestía una holgada túnica marrón.

El hombre miró a Sitael con una sonrisa extraña y desdentada, a lo que inmediatamente ella se cubrió el cuerpo con pudor. Antes prefería no renacer jamás que dejar que un humano mirase sus partes pudientes. No sabía quien era, pero más le valía a ese hombre que no llegara a recuperar sus poderes en ese lugar o le iba a carbonizar los ojos.

Tardó un tiempo en calmarse y mirar al viejo con algo más que ira asesina, pero cuando lo hizo, procuró ver con atención y cuidado al que era claramente una parte fundamental de la prueba de los ángeles oscuros.

A simple vista se veía como un sacerdote de edad avanzada normal y corriente. Estaba arrugado, delgado, canoso... Parecía frágil como una ramita y su ropa le quedaba grande. Aunque llegó a notar algo similar a marcas en sus muñecas y cuello, semi-ocultas tras la túnica que llevaba.

Frunció el ceño al no notar nada más en su aspecto. Tenía la seguridad de que había visto a ese hombre antes y no solo porque todos los humanos tuviesen prácticamente el mismo aspecto al envejecer. Esa frustración fue notada por el anciano, quien la miró con resolución antes de pronunciar unas palabras.

— Yo no creo en un dios que favorezca solo a los poderosos... —murmuró el anciano, desbloqueando los recuerdos de la celestial.

Aquella mera frase había desatado en su tiempo la duda hacía el emperador de Ferna. Era increíble como una simple oración efectuada por ese hombre de túnica raída había llevado al imperio a una casi revolución.

— Ve-Verdimer, Juan Alfonso Verdimer, p-pero si...

—¿Morí? Sí, es cierto. Morí después de ser tachado de hereje, encarcelado, torturado y quemado en la hoguera,... Ciertamente en bastante triste que no me recuerde, teniendo en cuenta que fue usted la responsable de mi final —dijo tranquilamente... cómodamente... debajo de su túnica.

Él era una sombra del pasado, invocada para recordar los pecados cometidos y revelar las verdades olvidadas. No era un alma ni un espíritu, sino una existencia efímera y vacía nacida únicamente de la memoria de los dioses.

Y llevaba ropa.

— Tú... Dame esa túnica —dijo determinada como nunca antes lo había estado.

Se veía tan cálido ese trozo de tela.

— ¿Qué? —respondió sorprendido.

Tan cálido, cómodo, tapado... Lo quería. 

Lo necesitaba. 

¡Lo ansiaba!

— Dame la túnica que llevas, Verdimer. O te juro que haré que la hoguera te parezca una cálida noche de verano en comparación con lo que te haré —amenazó con un brillo depredador en los ojos.

Ya estaba. No aguantaba más el frío, la sensación de desnudez... ¡Iba a volverse loca!

¡A la mierda los pecados, las verdades y el pasado oscuro de sus acciones! ¡Tenía que tener esa túnica!


-Disculpe, pero creo que no estamos en situación de hablar sobre esto. Yo estoy aquí como juez de la prueba, la representación de aquel pobre hombre al que lincharon los seguidores de su orden mientras usted veía indiferente ante el crimen de sus acólitos. Fueron los ideales que usted impartió los que causaron la muerte de los mayor filósofo de Ferna y... -decía antes de recibir una puñalada por parte de una pluma voladora en el ojo, la cual le atravesó el cerebro.

El anciano cayó de espaldas y su cuerpo se convirtió en polvo mientras Sitael aún mantenía el brazo extendido.

- Tenías razón en algo, Ladiel, soy ruda hasta en mis plumas -murmuró mientras se acercaba la pila de polvo y ropa vieja.

Y sin ningún tipo de remordimiento, despojó a la víctima de su túnica para luego ponérsela, no sin antes hacer un agujero en la espalda para cada ala. Así mismo también notó que las llamas de las velas se volvieron más intensas.

- Valdrá por ahora -dijo antes de mirar a su alrededor- Mejor me voy de aquí antes de que aparezca otro humano arrugado con sus discursos de criatura inferior.

Pero cuando emprendió su camino hacia la entrada de nuevo, uno de los candelabros cayó sobre las sillas sacerdotales, prendiéndolas instantáneamente.

Lamentarás habernos subestimado... Y robado también.

El fuego rápidamente se esparció por la plataforma de madera, consumiendo todo a su paso. Sitael se alejó lo más rápido posible de las llamas. Sí podía tener frío, sentir el dolor de una pequeña caída y asustarse por un libro volador, también podría quemarse viva por el fuego.

Como si de una reacción en cadena se tratara, las naves laterales también se prendieron, así como los bancos, reclinatorios, tribunas y pilares. Toda la catedral se tiñó con el color del fuego en cuestión de segundos.

Entonces lo recordó. Su orden era la encargada de la construcción y protección de templos y monasterios, pero también estaba muy unida a la orden de Ardamantiel, encargada de juzgar a blasfemos y herejes.

Ambas llevaron a la hoguera a muchas personas, entre las cuales estaba Verdimer. Teniendo eso en cuenta era fácil deducir que su prueba era no quemarse como lo hicieron los juzgados por su señora Ardamantiel, por lo tanto solo debía huir al campanario para evitar rostizarse.

Sitael corrió por en dirección a la puerta que conducía a la torre, que si no le fallaba la memoria se encontraba a su derecha, al lado de la puerta principal. Pero fue entonces cuando des del portón se empezaron a escuchar gritos y lamentos seguidos de golpes y arañazos. La madera empezó a tomar un tono negruzco y a expulsar humo a medida que los gritos y golpes se hacían más y más fuertes.

Esto incitó a la serafín a ir más rápido, lo cual le permitió llegar a la puerta de la torre antes de que la entrada se rompiese, dejando entrar a una multitud de criaturas en llamas, esqueletos calcinados que se arrastraban mientras emitían alaridos inhumanos. Estos se acercaban a la mujer mientras se retorcían y empujaban entre sí como bestias salvajes.

Al verlos ella intentó abrir la puerta, pero al igual que la de la entrada no poseía ni pomo ni aperturas. A medida que los muertos se acercaban Sitael golpeaba la puerta con más fuerza y desesperación, pero no importaban los golpes, puñetazos y patadas que diese, la puerta no cedía. Se dio cuenta de que era mucho más débil que cuando estaba viva, quizás tanto o más que una humana, y que así no podría abrirse paso.

Si no podía abrirla por sí misma, tendría que buscar algo que la ayudase a salir de ese infierno, pues no le quedaba mucho tiempo, esas cosas eran lentas, pero se acercaban cada vez más. Por donde iban, el suelo el volvía negro como el carbón, y no iba a esperar a saber lo que le pasaría a ella si la alcanzasen.

La celestial buscó con la mirada a su alrededor hasta que vio un candelabro caído al lado de una de las columnas en llamas. Rápidamente corrió hacia él, solo para darse cuenta de que le empezaba a escocer garganta de forma repentina al respirar. El humo que se filtraba por su boca era expulsado con una violenta tos que le hacía doblarse. Empezó a sentirse mareada por la falta de aire.

Era asfixia, nunca había sentido algo tan desagradable.

Llegó tambaleante hasta el candelabro, el cual apenas podía ver con sus ojos llorosos, y, sin pensarlo dos veces, agarró el objeto de metal enrojecido. El dolor de sus manos quemándose la hizo gritar, era como si la despellejasen, pero no podía soltarlo, no podía dejarse alcanzar por esas cosas, así que corrió con el candelabro ardiente en alto y golpeó la puerta con todas sus fuerzas.

La madera se agrietó y Sitael volvió a golpearla, una y otra vez. Los muertos estaban cada vez más cerca, prácticamente podía escuchar como arañaban el suelo de mármol al arrastrarse, como crujían sus huesos al moverse...

Solo había hecho un pequeño agujero y ya apenas los tenía a un metro de distancia. Golpeó con más fuerza aunque tuviese los brazos entumecidos por el cansancio y las manos insensibles por las quemaduras.

Podía ver sus huesos negros y las grietas en los mismos de las que surgían llamas anaranjadas; podía ver el brillo blanquecino en sus ojos y las grotescas sonrisas que formaban sus mandíbulas; podía ver sus manos alargadas y sus dedos descarnados, rotos por arañar el suelo.

El agujero apenas le permitía meter la parte superior de su cuerpo y ya sentía el olor a carne putrefacta y quemada de las criaturas. Con rapidez golpeó la madera una vez más para agrandar el boquete lo suficiente como para entrar. Tiró el candelabro a un lado y metió su pierna dentro de la puerta.

Consiguió meter su cuerpo con algo de dificultad, pero cuando pensó que ya había entrado por completo, sintió una mano sujetando una de sus alas inferiores. En respuesta se apartó inmediatamente liberándose del agarre, pero para entonces la negrura ya había empezado a carcomer su extremidad mientras sentía como si un millar de agujas de le clavasen. Su ala se volvió negra, sus plumas de consumieron en cenizas y la carne desapareció dejando solo trozos de hueso calcinados como los de los esqueletos vivientes.

No pudo gritar, su mente no podía apenas procesar el dolor. Sus piernas perdieron fuerza y por unos instantes no se escuchó nada, solo había dolor, un dolor inimaginable. Intentó centrarse en el olor a quemado, en el tacto frío del suelo de piedra, en cualquier cosa menos el dolor.

Con expresión vacía empezó a levantarse en dirección a la escalera de caracol de la torre. Se tropezaba, se levantaba y se volvía a tropezar. Su cuerpo apenas respondía y al llegar a las escaleras, la fuerza la abandonó completamente.

- ¿Eso... es... lo... qué... se siente? -murmuró Sitael- Ja...jajajajajajajajajajajaja.

Sitael reía por no llorar. Nunca supo lo que sintió Ladiel en el momento en que la exiliaron, ni siquiera se atrevió a mirar cuando le arrebataban las alas en público. Solo escuchó como gritaba y suplicaba mientras le arrancaban las extremidades hasta acabar inconsciente y ser arrojada al Limbo.

Aquel día pensó que gritó porque era débil, pero ahora sabía que era al perder una parte del cuerpo. Era irónico que pensase en eso a esas alturas, después de todo, el encargado de castigar a los traidores era aquel en quién más confió y quien acabó traicionándola.

- Mierda... Ahora... No puedo odiarte como antes...-Su expresión de dolor se convirtió en una de frustración.

Definitivamente no iba a salir tal y como había entrado.

Extendió su brazo y con fuerza se agarró a uno de los escalones. Dobló su brazo y consiguió, con mucho esfuerzo, subir un peldaño. Entonces, miró hacia arriba y... quedaban doscientos escalones más.

Se arrastró con sus brazos al igual que las criaturas, solo que estas se aplastaban y retrasaban entre sí constantemente. Agarraba un escalón y se impulsaba con las rodillas para subir, aún sí los codos le doliesen a muerte y tuviese las piernas llenas de arañazos.

Subía, no por venganza, no por deber ni deseo de vivir, sino por miedo, por miedo al dolor que sufriría si la volvían a tocar esas cosas.

Giró su cabeza para mirar abajo y se encontró con que había dado casi una vuelta entorno a la torre, mientras los esqueletos apenas se arrastraban por las escaleras. Era como si en vez de perseguirla a ella simplemente fuesen en todas direcciones sin un objetivo claro.

No buscan presas, buscan redención.

Aquella vocecilla volvía a hablarle. Sabía que no debía responderle, pues era la voz de un morador del otro mundo, pero aun así lo que dijo le pareció curioso.

¿Si no iban a por ella, por qué estaban allí?

Además, era extraño que los que buscasen redención se pasasen el día destrozando todo a su paso, gritando como bestias salvajes y aplastándose los unos a los otros. Por no mencionar su terrible aspecto. Era como sí se hubieran quemado vivos y aún siguiesen ardiendo después de muertos. Bueno, estaban en el inframundo, así que sí algo se quemaba debían de ser sus almas.

Sitael decidió no pensar en los misterios del más allá y centrarse en escapar del mismo. Así que, habiendo recuperado parte de sus fuerzas, emprendió de nuevo su subida, solo que esta vez con sus piernas.

Caminó por varios minutos, pues la torre era alta y ancha, los escalones pequeños y ella tenía que aguantarse en la pared para mantenerse de pie. Pero al final, después de muchos descansos, consiguió llegar a una especie de techo de madera con una trampilla, la cual era la entrada al campanario.

Sitael dio gracias al universo al comprobar que esta sí que se podía abrir y rápidamente entró para encontrarse con una habitación oscura, polvorienta y con un gran agujero en el centro desde el cual atravesaba una parte de la inmensa campana.

Al ver el inmenso instrumento la celestial recordó que todos los encargados de tocar las campanas de las grandes catedrales solían acabar sordos y ahora sabía el porqué. Pero aparte de la campana destructora de tímpanos, no había nada más en el lugar que pareciera servirle, así que decidió intentar buscar alguna salida por la ventana, solo para encontrarse con una horrible imagen.

Sangre, sangre alrededor de la catedral, cubriéndolo todo hasta el horizonte. Un mar rojo escarlata con géiseres de fuego y esqueletos retorciéndose en su superficie. A lo lejos habían estructuras en ruinas de edificios y barcos que eran escalados con esfuerzo por las criaturas.

El cielo no era más que una gran capa de humo de la que caían copos de ceniza y rayos que acertaban en las criaturas que se encontraban en las partes más altas de las estructuras.

- Con razón buscan redención -dijo mientras observaba el panorama.

Con una gran explosión, una figura brillante salió volando del interior de una de las estructuras, destruyéndola por completo. Estaba lejos, pero se podía ver que se trataba de un ser humanoide. Y no solo eso, sino que dicho individuo poseía alas.

Pero antes de poder discernir más de la misteriosa entidad, esta empezó a volar a toda velocidad en dirección a la torre, que sin reparo alguno atravesó, provocando que la misma cayese al mar de sangre y se hundiera en él sin que ella pudiese hacer nada para evitarlo.

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