Capítulo 4
Un grito de guerra, una llamada a la muerte... Ese fue el precedente y el inicio de una nueva era.
— ¡Fomoria!
El fuego desapareció antes de chocar ambas fuerzas, se esfumó hasta la inexistencia por miedo a enfrentarse a semejante calamidad, y el viento, qué chillaba de agonía y desespero al ser consumido por la luz, acalló sus lamentos para no verse envuelto en aquella inimaginable contienda.
Una batalla de dos segundos en la que el destino del mundo estaba en juego, una lucha que terminó ante el certero golpe que acabó con la luminosidad profana y desgarró la esfera en innumerables trazas de claridad, que se precipitaron sobre la montaña suavemente como hojas de otoño teñidas de un brillante plateado.
Esos livianos residuos de una hipotética aniquilación cayeron en silencio para ser recogidos con cuidado por negruzcas manos aparecidas a partir de las sombras más oscuras del inframundo. Fueron un cómodo reposo para la luz durante dos segundos, pero tal y como dictaba aquella fuerza que las había creado, con el reposo llegaba el olvido y con el cerrar repentino de los puños la brillantez desapareció para siempre.
La montaña fue salvada y el druida, una vez terminada su labor, cayó de rodillas por el cansacio y la extenuación mientras respiraba de forma entrecortada.
A su lado aparecieron dos figuras preocupadas, quienes revisaron rápidamente su estado físico antes de dirigir sus miradas hacía el cielo despejado y la cima de la montaña, donde una única luz alumbraba intermitentemente el lugar como una estrella moribunda a punto de apagarse.
— Destrúyelos y yo me encargo de hacerla caer —dijo Ladiel antes de desvaecerse.
El espíritu simplemente afirmó con la cabeza antes de irse también, no sin antes echarle una mirada rápida al humano para asegurarse de su salud.
Ese día iba a morir un serafín y nada iba a impedirlo.
Sitael temblaba de ira y de horror por lo que acababa de presenciar, pues no era posible que un simple escuadrón de caídos pudiera bloquear un ataque que le había costado toda su energía y parte de la esencia de la puerta.
Era obvia la razón de su derrota, subestimó a Ladiel, a su odio por la luz, a su desesperado deseo de venganza... Y por eso no pudo discernir que ella había cometido el máximo pecado... Ella había formado una alianza con el enemigo natural de los celestiales.
Los demonios.
Un odio profundo surgió al mismo tiempo que murió todo el respeto que sentía por su antigua camarada. A esas alturas su honor como guerrera era irrelevante, porque si los demonios se habían aliado con los caídos para atacar una base de semejante importancia y con armas capaces de bloquear ataques de ese nivel... Ella debía retirarse.
Su orgullo no era tan importante como el informar sobre esa peligrosa amenaza.
Entonces lo sintió. Ese aire familiar que tanto recordaba en sus pesadillas... Ese poder inmundo y letal que arrasaba con todo a su paso. Una sensación que la hizo estremecerse y luego alarmarse cuando se dio cuenta de donde provenía...
Se giró rápidamente con la intención de salvar, aunque sea una pizca, la esencia de la puerta. Pero en vano fue su intento, pues una mano de tinieblas ya la estaba aplastando hasta su extinción. Y al lado de aquel trágico suceso una joven de ropas amarillas y cabello dorado se encontraba en posición de lucha.
— ¡Ladiel! —rugió la serafín con enojo.
Un torrente de llamas fue creado desde sus alas y arrojado a la caído, quien simplemente lo disipó a base de golpear el aire con su puño.
Inmediatamente después, Ladiel juntó sus palmas con fuerza, provocando una onda expansiva que hizo retroceder a su rival.
— Hay que ver como te has debilitado, Sitael, tus alas nunca fueron nada del otro mundo, pero ahora... hay principados con más potencia de fuego —se burló antes de reunir toda la energía que podía exprimir de la puerta moribunda y arrojarla hacía la serafín en forma de rayos violáceos.
Las alas superiores de la misma brillaron con fuerza cuando materializaron un escudo translúcido que la protegía de los ataques y las alas inferiores se incendiaron con el poder suficiente para poder arrojar hacía la traidora proyectiles ígneos de forma constante.
Ladiel rápidamente recurrió a sus juegos de pies para esquivar las balas de fuego que amenazaban con dejarla como un colador mientras procuraba lanzar rayos desde sus palmas a cada que podía.
Una esquivaba lo que la otra le lanzaba y atacaba de forma intermitente, solo para que dichos ataques fuesen boqueados por la barrera. Un punto muerto que amenazaba con romperse gracias a las alas centrales potenciadas por los catalizadores, las cuales auguraban otra oleada de fuego aún más destructiva que la anterior. Una de la que esta vez no podría librarse con tanta facilidad.
Pero por suerte para el ángel caído, ella también tenía una carta oculta. Ya que cuando Sitael extendió sus brazos para dar inicio a su golpe de gracia, un par de nubes de neblina fría rodearon sus muñecas sigilosamente, quemando su piel y cubriendo los brazaletes con escarcha.
La serafín gritó, gritó de dolor, de sorpresa y por sobretodo de furia, pues sus canalizadores habían sido forzados más allá de sus límites hacía poco, debilitándoles lo suficiente como para agrietarse con el repentino ataque sorpresa.
Siendo Ladiel su prioridad, simplemente se deshizo de la niebla y protegió su espalda del misterioso atacante haciendo que sus alas centrales creasen una serie de lenguas de fuego que oscilaban a su alrededor.
Estas chocaron contra las corrientes heladas que el espíritu de la escarcha invocaba para debilitar a su enemiga, anulándose mutuamente, lo que recompuso el punto muerto y forzó a la serafín a tomar una desesperada decisión.
— Mi señora Ardamantiel me dio permiso para hacer uso de cualquier método con tal de acabar con la renegada. Hasta ahora me he moderado por el bien de la base pensando que con astucia bastaba para ejecutar mi labor... Ahora veo que no me queda otra opción que hacer un sacrificio en pro de mi misión... Mi señora lo comprenderá, ella fue quien me lo autorizó... Pero de igual forma, perdóneme por lo que voy a hacer —lamentó desde lo más profundo de su ser antes de llevar a cabo el más arriesgado acto que había tomado hasta la fecha.
Los caídos perdían gran parte de su poder con sus alas, por lo que sin fuentes de energía celeste cerca, llevar a cabo hechizos y ataques se tornaba una ardua tarea para ellos. Es por eso que, si la puerta se consumía, Ladiel ya no podría atacar tan seguido, lo que le daría la ventaja suficiente como para matarla de una buena vez.
Sitael hizo uso de su conexión con la puerta como líder de la base para debilitarla aun mas, lo que conllevó que la mano que la aplastaba acabase su trabajo, borrando cualquier rastro de ella para siempre y restaurando el orden natural.
Su enemiga se debilitó y el producir centellas ya no era algo tan fácil, ambas lo sabían, cosa que se reflejó tanto en la expresión de triunfo de Sitael como en la mueca de frustración de Ladiel.
Siguiendo las pautas de su plan, Sitael redujo la energía gastada para protegerse frontalmente y redirigió esta hacía sus casi destruidos y sangrantes brazaletes, los cuales le permitieron producir lentamente una esfera de luz altamente inestable.
Sin la puerta la cima de la montaña ya no necesitaba ser mantenida, lo que le concedía la libertad para volarla por los aires sin problema alguno. La amalgama de energía se comprimió hasta su máximo y fue cuidadosamente apuntada hacía la dirección de la caída.
Pero su trayectoria fue abruptamente desviada cuando una corriente de aire y nieve la golpeó con la fuerza de una tormenta, no en la espalda, sino en la nuca, donde descansaban las alas encargadas de mantener lejos los relámpagos de Ladiel.
Era una oportunidad que no iba a dejar pasar, por lo que, en el momento en que la barrera se desvaneció, un rayo con forma de jabalina fue arrojado hacía su abdomen, ensartándola de lado a lado y provocando que su defensa trasera se debilitase los suficiente como para que la escarcha cubriera sus seis alas y acabase definitivamente con las fuerzas de la celestial.
La serafín intentó cambiar a una posición en la que no fuese atacada a dos bandas, pero debido a su movilidad reducida gracias a las alas parcialmente heladas no pudo evitar que un ser bajito de pelaje azulado apareciese delante suyo y le arrancase los catalizadores, volviéndola definitivamente impotente.
Este se desvaneció como si fuera solamente un espejismo mientras le hacía un gesto obsceno, dejándola a merced de una caído muy cabreada, por cuyos brazos corrían pequeñas chispas de electricidad.
Su espalda brilló y en unos instantes estaba en frente de su antigua compañera, a quien con todas las fuerzas que pudo reunir golpeó con tanta potencia que un como trueno fue escuchado a cientos de kilómetros a la redonda y Sitael arrojada contra la planicie a tal velocidad que su impacto dejó un gigantesco cráter.
Ese día un relámpago invisible no auguró tormenta, sino la muerte de un celestial.
Ese día, la primera purga se hizo presente con un sonido atronador... y una condena silenciosa.
Explosiones sonaban en la lejanía, induciendo escalofríos a quienes escuchasen esa melodía de muerte, y la energía se arremolinaba violentamente en el lugar de la contienda, donde desde su posición era muy difícil discernir cual de ambos bandos estaba más cerca de la victoria.
Los dioses le habían ayudado, pues el alma de esa serafín era algo que codiciaban desde hacía muchos años y muchos espíritus en pena serían liberados al cumplir condena aquel celestial.
Todas aquellas órdenes monacales que se crearon en su nombre... Herramientas solamente, que fueron desechadas nada más agotar su utilidad. Esa era la fuente de un inmenso rencor que infestaba en inframundo como una plaga.
— Ourea, os imploro vuestra ayuda. Dioses de la tierra, necesito sanación. Por favor, os lo ruego, que mi vida no termine este día. Por favor, os lo suplico, permitidme vengar a vuestros hijos —susurró al viento mientras extendía su cuerpo sobre el suelo frío.
Las grietas a su alrededor volvieron a exudar energía, pero esta vez no era una frialdad mortuoria y ominosa, sino una sensación pesada pero reconfortante, que cubrió su cuerpo y lo envolvió como un capullo.
Ese poder hizo desaparecer las heridas y la angustia que lo debilitaban, fortaleciéndolo lo suficiente para llevar a cabo el final de la batalla sin problemas. Pues, al mismo tiempo que los dioses Ourea le curaban, la puerta del Cielo se desvanecía para siempre, provocando que la montaña recuperase el poder de Ekonne que tanto tiempo se le había privado y fortaleciendo a Deiche, quien hizo que las nubes tornasen a inundar el cielo y la escarcha cubriera la meseta lentamente.
— Genial, vuelvo a congelarme de nuevo... Por algo le dije que restaurar el ambiente quedaba para el final —murmuró con fastidio mientras se levantaba.
Un ataque de la serafín desviado de su camino original en vez de destruir la cima de la montaña había provocado un fuerte derrumbe, el cual levantó una gran nube de polvo al impactar contra la planicie. Pero este no fue sino un precedente de un cataclismo mucho mayor, dado que, con un sonido estruendoso, una figura se estrelló inmediatamente después contra el monto de escombros, destruyéndolo a la vez que formaba una nueva herida en el monte.
— Arg, en verdad es una cara dura... Mira que he matado a diablos con escamas resistentes como rocas a base de puñetazos y en ningún momento me hice daño en la mano —se quejó Ladiel nada más aparecer a su derecha.
Su mano enrojecida era la prueba de que inclusive para ser un celestial habituado al combate lejano, aquella serafín había cultivado un cuerpo hecho para la batalla como ningún otro habitante del Cielo que conocía.
— Al menos tú te llevaste la parte bonita... ¡Nadie me dijo que el catalizador llevaba ojos de verdad! ¡¿Sabes lo asqueroso que es tener globos oculares aplastados en las manos?! ¡Son repugnantes y gelatinosos! —exclamó asqueado el espíritu mientras descendía desde los cielos.
Con su llegada el frio aumentó en la zona, retornando la nieve y el hielo a la parte superior de la montaña y reduciendo el calor abrasador del cráter humeante que se había formado con la caída del celestial.
La piedra derretida se solidificó al poco tiempo debido a la baja temperatura ambiental, despertando de su inconsciencia a la serafín, quien rápidamente se libró de la que casi se convirtió en su tumba y ataúd. La energía que irradiaban sus alas resquebrajó la tierra a su alrededor, permitiéndole ascender al aire mientras se disponía acabar con sus enemigos aunque fuese en combate cuerpo a cuerpo.
— ¡¿Quién osa atacar este lugar sagrado?! —gritó con la voz potenciada con su propio poder con el único objetivo de intimidar a sus oponentes.
A pesar de estar debilitada y herida no podía permitirse que sus atacantes creyesen que llevaban la ventaja. En cambio, tenerlos bajo la mentira de que apenas había recibido daño les pondría entre la espada y la pared, haciendo que sus acciones fuesen más erráticas y facilitando su retirada.
— ¡Sagrado y una mierda! ¡Echasteis a todos los espíritus y os cargasteis la fauna y flora del lugar! ¡Solo estamos recuperando lo que vuestros líderes de mierda robaron, maldito pavo desvergonzado! —le respondió Siora airado, increpándola tanto por las acciones de su especie como por el hecho de que se atreviese a ponerse en plan guerrera orgullosa cuando casi la mitad de su vestido había desaparecido en la lucha.
Ni siquiera se atrevía a mirarla directamente debido a la enorme vergüenza que sentía, pero eso no evitaba que no fuera capaz de vencerla. Él era el druida, estar ciego y levemente excitado no era razón suficiente como para perder contra esa celestial pechugona.
Pero la serafín ni siquiera se dignó a mirar directamente a aquella criatura a la que consideraba nada más que una bestia lo suficientemente descerebrada como para enfrentarse a un ser superior como ella. En cambio, toda su atención se dirigía hacía su antigua rival, la única presencia que ella veía como una verdadera amenaza para su vida.
— Ladiel... Realmente no puedo decir que me lo esperaba, que tú... te hayas aliado con esos... demonios —escupió con asco mientras ganaba tiempo a para su escape.
Un acto que más que alargar el preámbulo de la contienda, no hizo más que enfurecer al pagano, quien arrastraba una semana de constante frustración y enojo que ni en la batalla había podido liberar por completo. Sin saberlo, al confundirlo con los infernales, esos que eran más bestias que una raza en sí, básicamente había menospreciado los poderes de su linaje, despertando antiguos fantasmas de su pasado y llevándolo a atacar con todo lo que tenía.
Las venas de su brazo izquierdo se marcaron profundamente a medida que manchas oscuras se esparcían coloreando su piel y los músculos de hinchaban innaturalmente. Luego la extremidad misma empezó a retorcerse violentamente, adoptando formas que sus huesos nunca habrían de permitirle alcanzar y desgarrando sus tendones con cada movimiento brusco.
La tensión aumentó hasta tal punto que su hombro se dislocó mientras su carne empezaba a tomar una forma cada vez más y más inhumana. Entonces el brazo llegó a su límite, estallando fuertemente y reconstruyéndose en una nueva forma mucho más eficiente para la batalla.
Donde antes había una extremidad, un grupo de zarzas largas de color metálico se movían como si serpientes se tratasen. Eran gruesas como un puño y estaban decoradas con infinidad de púas que las convertían un arma perfecta para batallas a media distancia.
No prestarle atención a Siora había sido un error que Sitael pagó muy caro, pues aquellos apéndices vegetales se extendieron rápidamente en su dirección e, ignorando cualquier intento de destruirlas, las zarzas apresaron a la serafín, constriñendo sus alas hasta romperlas, lo cual la dejó sin forma de canalizar correctamente su poder.
Aún así, el tener sus extremidades partidas y sus músculos desagarrados no fue suficiente como para que la arquitecta de luces gritara de dolor. Ella aguantó orgullosamente el sufrimiento infringido mientras recapacitaba sobre los errores que había cometido al no valorar bien las amenazas.
Ladiel nunca fue de las que se juntaba con gente de gran poder, pues su temperamento acostumbraba a crear enemigos más que otra cosa, es por eso que confió que sus aliados serían incapaces de hacerle sombra y, por ende, incapaces de enfrentarse a ella directamente.
Estaba claro que se había equivocado completamente, su antigua rival ya no era la mujer que conoció en el Cielo.
— ¿Te parezco ahora un demonio? Dime ¿Qué se siente ser derrotada por el pueblo al que tanto menospreciasteis tú y tus compañeros? —dijo el druida con una sonrisa burlona y cruel.
Su voz rezumaba odio y malicia, dejando claras sus intenciones asesinas hacia la celestial, cuyo cuerpo oprimió con fuerza con el único objetivo de escuchar sus gritos de dolor.
— Siora... sinceramente, eso de torturar a una mujer semidesnuda con esa cara que tienes ahora... es muy de infernal —le susurró Deiche al oído, haciéndole perder por completo la concentración y aflojar el agarre de las zarzas.
— ¡Deiche! —exclamó sonrojado y furioso, dando inicio a una discusión con el espíritu sobre si tenía o no un fetiche sadista.
La caído observó toda esta situación con sorpresa, pues hasta el momento nunca había imaginado que los seres humanos pudieran metamorfosear sus cuerpos de esa manera, incluso siendo paganos de poderes misteriosos.
No podía ver donde exactamente terminaba la carne y comenzaba la materia vegetal, pero por como había cambiado de forma ese brazo estaba claro de que no se trataba de una prótesis oculta, sino una parte de su cuerpo.
Y respecto a la discusión... ella no opinaba.
Ya había tratado lo suficiente con el arcángel Nathaniel como para saber que nunca hay que inmiscuirse en los gustos de los demás, por muy inmorales, repelentes y asquerosos que fuesen.
Lo mejor era no decir nada, matar a Sitael e irse en silencio.
— Vaya, nunca pensé que la cosa acabaría así... No me malentiendas, siempre supe que te acabaría venciendo, pero pensé que para entonces seguirías siendo una antorcha... ¿Quién iba a imaginar que Forkasiel te arrebataría el puesto? —comentó tranquilamente mientras se le acercaba.
Su meta era acabar con los ocho generales conocidos como los Hijos de Miguel, aquellos reconocidos por el mismísimo príncipe como los mejores serafines de entre los círculos inferiores del Cielo.
Ellos eran responsables de su caída... ellos eran los asesinos que la indujeron a rebelarse.
Ella participó ese día.
Y por eso debía morir.
— Matarme no te la devolverá... —dijo Sitael sin perder su porte.
Sus alas rotas no podían reunir suficiente energía a tiempo. A esas alturas solo podía lamentar no haber podido alcanzar la meta que Ardamantiel le había prometido...
- Por un momento estuve tan cerca de poder volver a verte... -pensó mientras veía el puño de Ladiel cubrirse de electricidad.
Pero antes de que pudiera siquiera apuntar correctamente a su enemiga, fue interrumpida por el humano, quien la detuvo enojado.
— ¡Quieta ahí, ladrona de venganzas! ¡Yo la atrapé, yo la mataré! ¡Búscate tu propio rencor personal que solucionar! ¡Esta es mía! —gritó indignado por el hecho de que casi le arrebatasen la oportunidad de descuartizar a esa maldita serafín.
Ladiel se molestó mucho con esa actitud, pues fue ella quien la bajó lo suficiente como para que él pudiera inmovilizara, por no mencionar que casi todas sus tropas cayeron ante ella.
Sus poderes increíbles habían sido una ayuda, pero nada más que eso...
Ella era prioritaria.
— ¿Tu venganza? Disculpa, yo llegué a esta montaña perdida de la mano de dios primero, además de encargarme de más de cien ángeles antes siquiera de que aparecieras ¡Por lo que a mi parecer alguien que necesita la ayuda de un espíritu para sobrevivir, no debería opinar! —le respondió furiosa.
A esas alturas todo el compañerismo que habían creado desapareció por completo, dejando paso a una enemistad intensa y agresiva, ya que ambos ansiaban ser quien le arrebatase la vida. Aunque no tanto por cuestiones personales como por su honor.
— Yo voy a ser quien mate a Sitael, ella participó en la destrucción de los míos y es mi deber vengarlos... Allá tú si tomas el mérito para ti, solo vete a que Sandalfón te rasque la oreja por tu trabajo bien hecho y déjame en paz —le dijo ácidamente de forma calmada, pero al mismo tiempo oscura y provocativamente.
Esas palabras pincharon más de un nervio en Ladiel, quien por poco y le arranca las tripas ahí mismo. Porque ella, definitivamente, con toda seguridad, no iba a permitir que la vuelvan a tachar de lo que nunca sería...
— ¿Qué... has... dicho? —murmuró con el escaso autocontrol que le quedaba mientras se le acercaba intimidantemente.
— Que tú y todos los de tu maldita calaña no sois más que perros sarnosos —dijo acercando su cabeza a la de Ladiel.
No se necesitó una palabra más para sacarla de sus casillas y de un momento a otro sus manos se encontraban encima de su cabeza, estirando de su cabello con la fuerza suficiente como para arrancarle la cabeza a un buey.
— ¡Aiaiaiaiai! ¡Bastarda! ¡Suéltame! —gritó al sentir un dolor recorriéndole desde su cuero capilar hasta su cuello.
Pero la caído hizo caso omiso de sus exigencias, lo que impulsó al humano a hacer uso de su mano libre para defenderse, cogiéndole de la oreja con la intención de desgarrarla, consiguiendo únicamente estirarla de una forma bastante antinatural. Ese acto produjo que Ladiel aumentase la fuerza utilizada, lo que a su vez retroalimentó la contienda en un círculo vicioso de ensañamiento.
Así fue como la discusión se convirtió en una lucha de resistencia al dolor, que fue aprovechada por Sitael para acumular el poder suficiente como para intentar escapar otra vez, solo que en ese momento tenía la seguridad de que ya no se aliarían en su contra.
Sin embargo, su confianza en su talento y su poca percepción de las circunstancias que la envolvían volvieron a jugar en su contra, ya que a pesar de que los dos principales enemigos estuvieran peleando entre sí, aún quedaba un tercero, que como la última vez volvió a atacarle por la espalda en su momento de más brillo para opacar su victoria inminente y arrastrarla hacia abajo.
El espíritu de la escarcha rodeo su cuello en un sueva abrazo que no inspiraba ni cariño ni calidez, sino muerte y frialdad, puesto que él era un hijo del invierno, quien trae la decadencia a la primavera y porta el hielo a las llanuras.
— Saludos de parte de Amara Tuth Malair —susurró en su oído, recordándole lo que tanto había intentado olvidar...
La única orden de la que se había arrepentido de seguir.
No obstante corta fue su iluminación, pues su cuello fue girado por aquellas pequeñas manos con tal brusquedad que sus vértebras crujieron y la vida del serafín se extinguió como la luz de aquella montaña a la que había dejado perecer para salvarse a sí misma.
Incluso una vez muerta la mujer por cuya ejecución se disputaban ambos, ignorantes de lo que había pasado justo delante de sus narices, seguían su ya sin sentido duelo mientras Deiche les observaba en silencio en espera de que acabaran de una vez.
Pero pasaron los minutos y poco a poco se fue hartando de quedarse ahí sin hacer nada, por lo que después de intentar avisar a Siora de su partida, quien no le hizo el más mínimo caso, emprendió el camino de vuelta.
— Hah, debí haber hecho caso a Erilia —suspiró mientras le daba la espalda su compañero y bajaba la montaña.
Un bello y calmo cielo estrellado era el que se veía aquella noche en cierta llanura, una donde no existía el conflicto desde hacía décadas, situado al borde de un gran bosque que se extendía lateralmente hasta más allá de lo que la vista permitía como una muralla que unía los extremos del mundo y no dejaba pasar a los mortales. Ciertamente era una sensación extraña la que emitía su imagen, pero una que describía muy bien la linde que separaba lo conocido y lo desconocido y alertaba a todos los incautos que se atrevieran siquiera a pensar en codiciar sus secretos.
Allí un muchacho de cabellos trigueños que brillarían de dorado balo la luz del día y ojos claros de color crema que mostraban una inocencia y curiosidad enternecedoras le hablaba atentamente a un orbe flotante de luz verdosa. Aquel inusual joven llevaba una túnica blanca ancha y holgada con el emblema de una pluma blanca en vertical con un ojo en la parte superior de esta.
Al mismo tiempo, lejos de donde se encontraba, las luces de las casas del pueblo más cercano a ese endemoniado bosque se hallaban apagadas, en un intento de ocultarse de los horrores que podrían surgir de la codicia de los magos, quienes hasta ese momento habían creído sus protectores.
Pero nadie que quisiera protegerlos vendría desde aquella torre tan alta que pareciera rozar el cielo, aquella se podía ver incluso desde la distancia que los separaba, con el único objetivo de adentrarse en donde no se debería entrar... Pues aquel bosque no era un bosque, era una tierra salvaje donde los últimos resquicios del viejo mundo se ocultaban, esperando la provocación perfecta para surgir de las sombras y reclamar lo que era suyo por derecho.
Era eso lo que habían intentado advertirle... y era eso lo que había sido tomado como una vieja leyenda por el domador de espíritus, quien, ignorando sus súplicas, siguió su camino hacia la destrucción.
— A ver, si notas algún poder maligno dentro del bosque parpadea tres veces, si no notas nada, parpadea solo dos —le dijo al orbe gesticulando todo lo correcto que podía habar, pues siendo un espíritu de bajo nivel, su entendimiento del lenguaje humano era más que pobre.
La entidad se acercó a los árboles que parecían llamarlo silenciosamente con ímpetu antes de parpadear dos veces, pues no había fuerzas malignas en ese bosque.
El mal era algo demasiado pequeño como para englobar lo que había allí.
— ¡Genial! Sabía que eso de la maldición eran supersticiones —exclamó entusiasmado— Seré el primero en documentar sobre lo que hay en el bosque de Nemetón... ¡Eso me volverá el mago más famoso y rico de mi generación! —murmuró con un brillo de avaricia en sus ojos.
El joven caminó alegremente hasta cruzar el límite marcado cuidadosamente con una línea de piedras tan extensa como la propia selva, la cual hacía de frontera entre el bosque y el territorio humano. Pero no llegó a darse cuenta de su existencia debido a su ensoñación en una fantasía rebosante de riquezas y pomposidad, de la misma forma que no se percató cuando el orbe que lo acompañaba desapareció nada más internarse bajo la copa de los árboles, y junto al espíritu el paisaje que se extendía detrás suyo se desvaneció, siendo substituido por una superficie infinita de bosque.
El mago novicio siguió caminando con mirada curiosa, observando cada detalle que llamaba su atención, sin darse cuenta de que había sido encerrado en el reino de los Dannan.
— Pobre mortal, que su sed de fama no pudo controlar.
Pobre mortal, que la jugosa baya va a devorar.
¡Ay, de aquella muchacha!
¡Ay, de aquella ciudad!
Mortal, si hubieses hecho caso de las advertencias de las gentes del pueblo
y no hubieses entrado,
tu amada conocería la felicidad.
Entretanto las voces entonaban, el chico, sordo a la voz del bosque, observó la jugosa mora de color anaranjado que crecía del gran árbol que tenía justo delante antes de arrancarla rápidamente en un impulso repentino y metérsela en la boca con un apetito que el desconocía padecer.
Y nada más tragarse la baya, su conciencia se vio alterada por la magia del bosque y sus pactos y poderes relacionados con los demonios desaparecieron al instante, dejándolo a la deriva, sin el poder ni la protección de las tinieblas ni de la torre que hasta ese momento había sido su hogar.
Así, el chico siguió caminando, ignorante de lo que sucedía fuera del bosque, sin darse cuenta como pasaba el tiempo, ni cuanta distancia recorría. Solo anotaba todos sus hallazgos en su libreta mientras era seducido por la belleza del bosque.
Los árboles gigantes parecían tener miles de años y las flores del lugar eran algo que no se encontraba fuera de aquellas tierras con sus colores brillantes y sus múltiples formas que desafiaban a todo lo que el mago Melchor conocía de botánica.
Así mismo, los animales no se quedaban atrás, pues los insectos podían medir tanto o más que una cabeza humana, los pájaros poseer más de un par de alas, los lagartos ser gigantes de cuerpos robustos con protuberancias óseas en su espalda... Las maravillas que contenía no parecían tener fin.
Melchor apuntaba y dibujaba en la libreta día y noche sin necesidad de dormir ni comer demasiado o nada. Y de nuevo, cuando parecía haber terminado, volvía a fascinarse de nuevo con los árboles monumentales, los insectos y los reptiles gigantes; y siempre volvía a apuntar y dibujar mientras murmuraba sobre los logros, ascensos y elogios que recibiría, una y otra y otra vez repitiendo ese ciclo sin parar nunca.
Sin embargo, un día, en medio de su expedición, algo cambió, pues se escuchó a lo lejos un aullido siniestro y gutural que consiguió, a duras penas, eclipsar la belleza y la magia del bosque. Melchor por fin levantó la cabeza de su libreta y se giró en dirección a la fuente de aquel sonido que hacía hormiguear su piel y temblar sus piernas por el extraño sentimiento que le transmitía.
— Noto el poder de un demonio —dijo en algún momento buscando la fuente de esa extraña energía con la mirada— Qué hostil... mejor me voy volviendo —murmuró entre escalofríos por la sensación que ese poder emitía.
Por alguna razón, notó como si esa energía le buscase a él desesperadamente, pero esa siniestra y perturbadora fuerza desapareció tan repentinamente como apareció, dejando al joven despierto, quien inició el camino de regreso, deseando no volver a sentir un poder tan horrible como aquel y pensando si se trataría de alguna bestia demoníaca salvaje y agresiva. Pero a los cinco pasos perdió el sentido de la orientación, lo que le hizo preguntarse el por qué caminaba con tantas ansías. Una pregunta a lo que no encontró respuesta alguna, por lo que decidió seguir apuntando sus descubrimientos olvidándose por completo de lo que había pasado hacía unos instantes.
Los aullidos siguieron llamándolo, cada vez más fuerte y lastimosamente, pero el joven mago ya era sordo a su sonido e indiferente a su presencia; y al final llegó el momento en que los aullidos cesaron para siempre, dejándolo a la merced del bosque otra vez.
Ese día Melchor lloró por alguna razón, pero nada más limpiarse las lágrimas olvidó todo el asunto y retomó el dibujo que había quedado a medias.
Cada día se adentraba más sin saberlo, pues ya había dejado hace mucho de pensar en distancias o en lo que haría al volver. Su mente solo era ocupada por el deseo de observar y documentar, siempre insatisfecho con su trabajo, pues nunca parecía comprender por completo aquel fantasioso bosque.
Siempre que veía su libreta, se extrañaba por tenerla tan vacía, pero luego recordaba que acababa de ingresar, por lo que simplemente dejaba de lado sus sospechas y se comprometía con profundizar más y más en la selva para encontrar aún más hallazgos.
Nunca superaba la quinta página y siempre llegaba a la misma conclusión, todo el día, todos los días, con la misma frecuencia, con las mismas reacciones y siempre olvidando y volviendo a empezar... Algo que inconscientemente le carcomía y nutría a partes iguales.
No obstante, su exploración se vio truncada por completo cuando llegó a una estructura similar a una torre, la cual se encontraba en un pequeño claro. El joven, acercándose pensando que se trataba de unas ruinas, llegó a la entrada de lo que a él le recordaba un poco a las torres de los magos, cosa que era muy extraño, ya que las torres eran grandes instituciones y la suya era la única que se encontraba tan cerca del bosque desde hacía milenios.
— ¿Quizá un templo de los antiguos? —se dijo a sí mismo.
La entrada era similar a un pentágono alargado como la de su torre y al igual que la misma poseía en las puntas escrituras desgastadas en lenguas muertas, aunque a parte de eso, no había ninguna otra semejanza a simple vista entre los escombros de piedra descolorida.
Aun así, los restos poseían cierta belleza, una antigua y misteriosa aura los envolvía junto a un extraño sentimiento de nostalgia y familiaridad.
El mago decidió sacar su cuaderno de hojas amarillentas y su fiel pluma mientras se sentaba en uno de los escombros. Iba a documentar en su libreta sobre unas posibles ruinas que, según él, podrían ofrecer información sobre el origen de los magos, al menos hasta que vio una de las rocas que había a sus pies, la cual parecía tener una especie de símbolo grabado.
Rápidamente dejo sus objetos en el asiento improvisado y se inclinó para coger el pedrusco, el cual era más grande que su propia cabeza y pesaba más de lo que su fuerza podía levantar, a lo que simplemente lo arrastró hasta un suelo más regular para revisarlo más cómodamente.
Estaba claro que la piedra se había caído de la pared, pues poseía una superficie bastante lisa y pulida, aunque estaba cubierta de musgo y algunas pequeñas hierbas que habían nacido de las minúsculas grietas del objeto. Debido a eso el chico fue arrancando el musgo y las plantas más grandes para dejar descubierto el grabado algo descolorido de un pentágono con un pentagrama en su interior, que poseía un ojo en cada punta y tres en el centro de la figura estrellada.
— ¿Eh? ¿Q-qué e-es esto? —preguntó al aire, pues era un pentagrama invertido con ocho ojos grabados con un agujero en cada pupila donde irían las joyas que simbolizarían las virtudes de un sabio... un símbolo que conocía bien.
— Has tardado lo tuyo en darte cuenta ¿No? Después de todo... dos mil años es bastante tiempo, Melchor —dijo una voz que sobresaltó al muchacho.
— ¡Ah! —gritó y saltó dejando la piedra, pero tropezó y cayó de trasero contra el suelo.
— Tú... eres muy torpe ¿No? —comentó la joven que se encontraba en frente de Melchor.
— ¿Qué? ¿Qu-quién eres? ¿Qué hac —preguntó antes de enmudecer al darse cuenta del aspecto de la criatura frente a él.
— ¿Yo? Una simple guardiana —respondió la muchacha de piel morena y largos cabellos negros recogidos en dos trenzas que descansaban sobre sus hombros.
— ¡Aaah! ¡Ah! ¡N-no! —empezó a gritar en estado de pánico.
— Oye, vamos, tampoco soy tan fea —protestó haciendo un puchero mientras se acercaba a él con sus cuatro patas.
Melchor inmediatamente se echó a correr, dejando atrás su bolsa y sus objetos, los cuales empezaron a descomponerse a una velocidad sobrenatural hasta convertirse en polvo.
— Vaya, esto será un problema —dijo rascándose la nuca— Maldito Siora, yéndose y dejándome a los encantados a mí.
Detrás de ella empezó a arremolinarse el viento que levanto una gran cantidad de polvo, el cual parecía formar una silueta con dos ojos rosados.
— Te lo dejo a ti, Tuthsaf —dijo sin girarse, obteniendo una pequeña brisa que la acarició en respuesta.
Ese día, un prisionero de Tír na n'Óg había tomado conciencia de sí mismo y, por ende, les tocaba a los guardianes evitar que escapase.
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