Paso a la locura

—Cinco años —murmuró Grindelwald con voz rasposa por la falta de uso—, cinco malditos años aquí encerrado...

"Y los que te quedan" le respondió una voz cruel nacida y desarrollada en su cerebro durante su estancia en la prisión. No es que llevase la cuenta del tiempo, todos los días eran iguales en Nurmengard; se debía a un motivo más prosaico: tenía un calendario mágico. Los días se iban tachando solos. Ese era su único contacto con la realidad, puesto que era el único residente del lugar. A la criatura –sospechaba que era un elfo por el tipo de magia— que le preparaba la comida ni siquiera la veía: le aparecía alimentos dos veces al día sin abrir la puerta mediante un encantamiento.

Al principio lo llevó con ánimo, quiso creer que sus seguidores acudirían para liberarlo. Cuando las semanas tornaron en meses, aceptó que Dumbledore habría convertido aquello en un bastión inexpugnable (más aún de lo que siempre fue) y nadie lo encontraría ni se arriesgaría a ello. Así que la solución residía en sí mismo. Obviamente estaba desarmado, tendría que ser magia sin varita. Era muy infrecuente, pero si el mago era lo suficientemente poderoso, podía ejecutar ciertos conjuros. Él era capaz en sus días: desviar hechizos, encender pequeños fuegos y por supuesto la aparición. Pero no algo grande como la explosión que necesitaría para huir.

—Si los niños, incluso los sangre sucia, pueden usar la magia antes de tener una varita, ¡cómo no voy a poder yo siendo uno de los magos más poderosos del mundo! —argumentaba para darse ánimos.

No pudo. No supo si por falta de poder o porque Dumbledore también había previsto aquello, pero no pudo. Aún así no se rindió, continuó intentándolo, pero más para sortear la desidia que por convencimiento.

Tenía una rutina, se obligó a tenerla. Dumbledore tuvo el detalle de encerrarlo en su propia fortaleza, en su mismo dormitorio con su cuarto de baño y su vestidor. Le requisó cualquier objeto mágico, pero aún así podía leer, escribir, hacer ejercicio y cuidar su aspecto. Tenía especial interés en lo último: sospechaba que cuando su imagen dejase de ser impecable, comenzaría el principio del fin. Así que el día en que cumplió cuarenta, su cabello rubio lucía perfectamente peinado, sus abdominales marcados y su traje impecable.

—Perfecto... Estás perfecto para recibir a la locura, Gellert.

La voz cruel de su cerebro a veces hablaba en voz alta, utilizando su propia boca. Conocía su mayor miedo: ceder a la locura. Sabía que sucedería tarde o temprano, pero le daba pánico: su inteligencia siempre fue su mayor aliada y perderla supondría morir en vida. Otros días, cuando el desánimo podía con él, cavilaba que igual no era tan mala opción...

—Los locos no saben que lo están y parecen felices —se decía.

Acaso así no se le haría todo tan gris, tan monótono, tan eterno... Se obligaba a soñar con su liberación, con el día en que finalmente escaparía y se vengaría de Dumbledore; necesitaba una fantasía a la que aferrarse y con la que evadirse. Pero, poco a poco, a esa ilusión le fue ganando terreno otra: la muerte. Se le antojaba cada vez más seductora, la liberación definitiva. Llevaba ahí cinco años, no se imaginaba aguantar otros cinco... ni mucho menos cincuenta. Odiaba a Dumbledore por no haberlo matado. Pronto se dio cuenta de que era mucho más cruel que Voldemort y él juntos.

—Quizá si me hubiese aliado con Voldemort... No, no hubiese funcionado, nos habríamos matado entre nosotros por liderar la causa... Aunque igual así estaría muerto, ¡qué puede haber mejor!

Era verdad, solo tuvo interés en Voldemort de los diecisiete a los veinticinco —los años que vivió en Inglaterra— y fue porque el mago oscuro poseía la varita que él deseaba. "Menuda inutilidad resultó al final" pensaba con rabia. Se equivocó al pensar que bastaría con esa arma para derrotar a Dumbledore... Bastó para todo, excepto para aquello.

—Todo es culpa suya, maldito Albus... Ojalá seas para siempre infeliz.

Lamentaba a menudo el momento en que lo conoció en el Valle de Godric. Fueron más que amigos, compartió con él sus ideas de grandeza y planearon juntos la conquista del mundo. Para lograrlo, la meta fundamental era conseguir las reliquias de la muerte. Grindelwald había oído a Gregorovitch, el mago búlgaro que le vendió su varita, presumir de poseer un arma inmortal. Así que lo interrogaron. En un viaje a Inglaterra, un joven muy pálido y con rasgos similares a una serpiente lo había desarmado estando él borracho y se la robó. A causa del alcohol, no recordaba nada más: el ladrón no necesitó ni borrar sus recuerdos. Con esa información, retomaron su búsqueda y sus planes.

Todo iba bien hasta que un día, por culpa de Aberforth, el hermano de Albus, discutieron y Ariana Dumbledore murió en el fuego cruzado. El hechizo asesino salió de la varita de Aberforth, los tres lo sabían, pero nadie lo mencionó. Aún así, aquel hecho bastó para quebrar todos sus planes y el deseo de Dumbledore por cumplirlos junto a él. Le reprochó a Grindelwald que habían sido crueles y necios, estaban equivocados y cegados por su ansia de poder. Albus le informó que no lo permitiría:

—Si no entras en razón, me obligarás a actuar contra ti —fue la frase exacta del mago.

Grindelwald sabía que perdería en un duelo contra él, así que tuvo que renunciar a sus ideas (o al menos aparentarlo). Intensificó entonces la búsqueda de las reliquias de la muerte, en concreto la de la varita. Dumbledore le ofreció trabajar en Hogwarts, donde él enseñaba Transformaciones. Era más una imposición que algo voluntario: deseaba tenerlo vigilado. Como Grindelwald sabía que el muchacho que le robó la varita de sauco a Gregorovitch era británico, aceptó quedarse. Ese era el mejor lugar para buscar el arma y así Albus se confiaría.

En cuanto Voldemort empezó a conseguir poder y seguidores, sospecharon que era el dueño de la varita. Lo confirmaron la primera vez que se enfrentaron a él y huyó al ver a Dumbledore. Grindelwald esperó a que su compañero sacara el tema y se mostró muy de acuerdo ante la idea de quitársela a Voldemort para proteger al mundo. Pero en su fuero interno el plan estaba claro: "La consigo y conquisto el mundo en solitario". Gracias a una enana molesta la consiguió. Abandonó Inglaterra y no quiso saber nada más del país: que se encargara Voldemort mientras él conquistaba el resto de Europa.

Su único contacto con Inglaterra era el mal acechador que enviaba una vez al año para entregarle algún obsequio a la niña que le consiguió la varita y la piedra filosofal. No sabía por qué lo hacía: ni le gustaban los niños ni era en absoluto un hombre sentimental. Quizá se debía a la gratitud porque gracias a ella aterrorizó y conquistó gran parte de Europa durante casi una década. De cualquier forma, cumplió con ese compromiso hasta que todo terminó. A veces se preguntaba qué habría sido de ella: si sería feliz en Hogwarts, si seguiría queriendo convertirse en duelista, si le gustarían todavía las historias de dragones, si aprendió a pronunciar la erre... Esas ideas dibujaban en su rostro una pequeña sonrisa; gesto extraño en un rostro hecho ya a la inexpresión.

El día en que todo cambió, su rutina había transcurrido como siempre: lectura, ejercicio, comida, reposo, ducha y lectura de nuevo. En eso estaba, con un insípido libro sobre criaturas marinas que no le interesaba lo más mínimo pero por fuerza de la costumbre se lo sabía de memoria. Escuchó una explosión muy fuerte. Se levantó del sillón sobresaltado. Se sintió muy desprotegido al no disponer de una varita. Había intentado fabricar un cuchillo o similar, pero ya se había asegurado Albus de que eso tampoco fuese posible... Estaba solo ante el inesperado visitante.

—Voldemort... —murmuró para sí mismo.

Se habría vuelto lo suficientemente poderoso para burlar los hechizos del director. Querría preguntarle dónde estaba la varita de sauco.

—Si promete matarme, se lo digo— pactó Grindelwald consigo mismo. Esa idea le alivió bastante, empezaba a rozar la ansiada libertad eterna.

Escuchó un golpe fuerte en su puerta, pero esta no cedió. Hasta que recibió tres impactos más, entonces los goznes chirriaron y se abrió lentamente. Grindelwald no sintió el más mínimo temor, incluso esbozó una sonrisa entre altiva y burlona para recibir a su visitante. La cambió involuntariamente por una mueca desconcertada al ver que no se trataba de Voldemort. No, era una chica.

Esbelta, con agilidad felina, larga melena oscura que le caía ondulada hasta la cintura y ojos casi negros en los que se afincaba la determinación y relampagueaba cierta locura. Sus rasgos, postura y actitud derrochaban nobleza, como si estuviese por encima de cualquier criatura viviente. Lucía unos pantalones de cuero y un corsé tipo armadura con unas botas de combate. No tendría más de veinte años, pero toda ella emanaba poder y una confianza que a cualquier mago le llevaría décadas reunir. La bruja se apoyó ligeramente en el marco de la puerta y le miró con curiosidad y diversión, como si se tratase de una criatura a la que estudiar.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —le preguntó Grindelwald.

No la conocía, estaba seguro. Casi seguro. A semejante bruja no la olvidaría jamás... Aún así, había algo en sus ojos y en su actitud que le sonaba vagamente familiar, de un pasado muy remoto.

—He venido a salvarte, ¡sorpresa! —exclamó la chica con una sonrisa burlona más propia de un demente.

Aquello aún desconcertó más a Grindelwald, que repitió la pregunta:

—¿Quién eres? ¿Te conozco?

—Me salvaste hace años, así que te devuelvo el favor. No me gusta deberle nada a nadie —murmuró la bruja poniendo morritos.

Grindelwald necesitaba más pistas. Se acercó lentamente a ella, intentando descifrar en su pálido rostro de qué le sonaba. La bruja seguía mirándole divertida ante su desconcierto. Descubrió que en su cabello lucía un pasador con forma de dragón, aquello le sonó vagamente familiar. Aunque no tanto como sus ojos y su sonrisa. Cuando la joven ladeó la cabeza y se acarició la mejilla con su varita, Grindelwald dio un respingo. Solo había conocido a una persona con una varita curva... y con esa expresión entre asesina y adorable.

—¿Bellatrix? —preguntó con incredulidad.

—Sí, Gelly —sonrió ella con cariño.

El mago la contempló todavía más sorprendido.

—Has cambiado mucho, enana molesta —comentó con admiración haciéndola reír.

—Tú no, la verdad —respondió ella alegremente—, estás igual que como yo te recuerdo... Aunque han pasado quince años, solo recuerdo que tenías los ojos bonitos y tu pelo era divertido.

Ante semejante comentario absurdo, Grindelwald fue incapaz de contenerse y la abrazó. Él no era un misántropo como Voldemort, a él le gustaba la gente; la gente inteligente, de sangre pura y a ser posible bien parecida, pero gente, al fin y al cabo. Tras cinco años encerrado en completa soledad había pocas personas a las que no abrazaría en busca de contacto humano. Y se le ocurrían escasas opciones mejores que la presente.

Bellatrix, poco acostumbrada pues su obsesión con la magia eliminó su interés en la socialización, se dejó abrazar. En esa ocasión, muchos años después de su primer encuentro, fue él quien se aferró a ella con todas sus fuerzas, sin ningún deseo ni intención de soltarla. Aún así, un minuto después, tuvo que intentar recuperar la compostura. La miró a los ojos muy de cerca, sin saber qué preguntar primero.

—¿Qué tal estás? ¿Por qué has venido? ¿Cómo has conseguido encontrarme? ¿Qué ha pasado con...?

—Puedo contestar a todo eso ahora —le interrumpió ella— o nos largamos de aquí y ya vemos luego.

No hubo más que hablar. Grindelwald tomó su mano y ella se echó a reír mientras corría por los intrincados pasillos de piedra de aquella prisión. Al principio el mago creyó que los perseguían y por eso corrían, pero pronto comprendió que Bellatrix estaba un poquito trastornada y simplemente se divertía así. Por tanto, se dejó llevar. Recorrieron una serie de corredores que parecían infinitos casi en completa oscuridad. Al fin, en uno de los giros el mago distinguió luz natural. Comprobó que había un enorme boquete en el muro.

—¡Ya estamos! —exclamó la bruja.

Se acercaron al borde y el aliento del mago se cortó al ver la noche estrellada sobre los Alpes. Para alguien que llevaba tanto tiempo encerrado, esa imagen tan hermosa casi hizo que se le saltaran las lágrimas. Sintió el viento azotar su rostro y revolver su cabello y respiró profundamente intentando saborear su ansiada libertad. Bellatrix agitó su varita y de ella emergieron unas chispas doradas que se suspendieron en el aire. Pocos segundos después, un imponente thestral se acercó volando hasta ellos. La bruja se subió de un salto.

—¡Vamos! —le gritó al mago tendiéndole la mano de nuevo— ¡No hagas esperar a Pesadilla!

Totalmente desconcertado y sin estar seguro de que aquello no fuese un sueño, Grindelwald montó tras ella. Sin necesidad de indicaciones, el animal alzó el vuelo hasta superar los altos picos de las montañas alpinas. Mientras las sobrevolaban, el mago (agarrado a la cintura de Bellatrix) se giró y observó como Nurmengard se hacía cada vez más y más pequeño... hasta desaparecer.

—¡Rumbo a la libertad! —declaró Bellatrix para después soltar una carcajada. 

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