🚫 C A P Í T U L O 6 🚫

El sol resplandecía en su esplendor sobre el campo. El trinar de los gorriones se oía a través de la ventana. La temperatura en el exterior debía rodar los 30° Celsius; dentro de la cabaña aquella era igual de calurosa y no solo por la estación del verano.

La tensión entre Catalina y Lucas era patente. Era la primera vez que se hallaban solos luego de su reconocimiento inicial, por lo menos, desde que ella estaba consciente. A partir de ahí, las comidas con ella y revisiones médicas habían sido con la compañía de María. Y las cosas habían cambiado, claro que habían cambiado.

Catalina no sabía el porqué, junto con las pesadillas que la atormentaban de noche —en donde revivía la violencia física de la que era objeto por su marido— experimentaba sueños en los que el doctor era el protagonista. Había veces que se había despertado gritando al recordar la enésima golpiza que había recibido en su pasado; en otras, se hallaba disfrutando al recordar su cálida voz, su suave roce, su tierna mirada... y seguía sin entender la dicotomía de todo ello. Solo de una cosa estaba segura: cada vez su presencia le era más necesaria, aunque ahora, cuando no había quién la controlara ni la juzgara, se sentía rara, sin saber cómo proceder, cómo actuar, cómo reaccionar ante esta nueva «normalidad».

Había estado acostumbrada a siempre comportarse como le decía la sociedad, su familia, sus amigas, y en los últimos años, como le ordenaba su esposo. Había aprendido a que debía guardar ciertas composturas, a callar —aún cuando dentro de sí creyera que algo andaba mal—, a satisfacer en todo a sus padres, luego a su marido, incluso, a sentirse culpable cuando la situación no saliera como él esperaba, aún cuando no estuviera en su control. Porque una mujer de la alta sociedad malagueña de esa edad no podía permitirse emitir su opinión, debatir, menos reclamar algo. Su mero papel era el de ser una esposa fiel, que acompañase en su marido en todo lo que este se propusiera, ayudarlo a mantener su estatus, a cerciorarse de que todo estuviera bien en su casa cuando él llegara del trabajo, a prodigarle hijos que continuaran el apellido...

Una mujer como Catalina del Rey no podía permitirse el que su corazón latiera con la sola presencia de aquel afable doctor. No podía permitirse contemplarlo de reojo cuando lavaba las verduras en la palangana para unirse a la preparación del gazpacho. No podía permitirse suspirar cuando veía cómo su camisa, mojada por el sudor, se apegaba a su piel, dejando ver parte de su figura atlética. No podía permitirse sonrojarse y, de inmediato, esconder la mirada y estar cabizbaja cuando Lucas le volvía a dedicar una de sus radiantes sonrisas. No, señor, aún en la clandestinidad, ella debía guardar las composturas, obedecer, callar y ser la mujer sumida de antes.

Catalina no debía soñar cosas inapropiadas, no debía tener emociones positivas, no debía experimentar sensaciones hermosas y nuevas, que solo le creaban confusión, vacilación, pero también expectación... Una expectación que era patente cuando su cara empezaba a sudar al sentir la cercana respiración de su médico. Una expectación inesperada cuando su pecho le dolía por la aceleración desenfrenada de sus latidos. Una expectación que se mezclaba en una peligrosa pasión cuando el perfume de él se volvía embriagante; sus movimientos irremediablemente elegantes; su sola presencia la envolvía, la extasiaba y la enloquecía, a tal punto de que no pudo evitar saltar como un cachorrito acorralado cuando sus pieles se volvieron a rozar.

—Disculpe —dijo, preocupado.

Contempló el cuchillo que tenía en la mano, preocupado por si le había producido un corte. Este no tenía huella de sangre alguna. De inmediato, le formuló la siguiente pregunta:

—¿Le hice daño sin querer? —Se acercó hacia ella para examinarla.

Ella retrocedió, dejándolo estupefacto.

—¿Doña Catalina...? —insistió.

Respondió, meneando con la cabeza.

—¿Está segura?

Volvió a negar con la cabeza. Poco convencido, se sentó en la adusta silla de madera que tenía detrás de sí:

—Es de pocas palabras, ¿eh? —Acomodó los pepinos verdes a un costado de la mesa de cortar—. Por eso me sorprendió que insistiera en que quería aprender a cocinar.

La miró como un profesor que estuviera satisfecho de la curiosidad de su alumno. Ella aún se acariciaba el hombro izquierdo que había sido rozado por él, en un intento todavía por procesar las nuevas emociones que la estaban recorriendo.

—Pienso que a veces me gustaría conocerle más —añadió Lucas sin pensarlo mucho.

Cuando se dio cuenta de lo impropio que podría sonar aquello en su posición como doctor, tragó saliva. De inmediato, concentró su vista sobre las verduras que esperaban por ser troceadas.

—¿Tiene otro cuchillo con el que pelar los tomates? —Empezó a buscar en los cajones de la cocina.

—Doña María tiene uno más pequeño en el cajón de abajo —le respondió, casi con inercia.

Al ver que por fin volvía a hablar y que, en efecto, en el cajón inferior se hallaba lo que buscaba, Lucas sonrió.

—Gracias.

Se sentó y empujó su silla hacia la mesa.

—¿Nunca ha cortado una verdura? —la interpeló, sin pensarlo mucho—. Es curioso que tenga que enseñarle. —Soltó una pequeña risa—. Digo, lo normal es que ustedes cocinen y...

Volvió a reír, pero ahora con cierto nerviosismo. Recordó la época en la que había tenido que aprender a cocinar, a regañadientes, porque se iba a independizar para ir a estudiar a la capital. Entonces, debía hacer malabares para hacer que el presupuesto de su padre, un burgués venido a menos, le alcanzara, por lo que no se podía permitir comer todos los días en los bares. De lo aprendido, el gazpacho era una de las recetas que mejor se le daba debido a su sencilla preparación. Por lo mismo, se le hacía extraño que alguien tan joven como Catalina no supiera cocinar, siendo que era una de las primeras cosas que toda mujer debía aprender.

Ella lo miró, avergonzada. Con rapidez, apeló a la misma excusa que venía usando desde su estancia:

—Debe ser por la amnesia —contestó con timidez.

—¿Sigue sin recordar nada de su pasado?

—Sí —se apresuró en decir.

Lucas la miró, pensativo. Quería saber más de aquella enigmática paciente, cuyo pasado se le negaba a ser revelado.

En sus años de carrera, había tenido que atender episodios de amnesia en un par de pacientes. En uno, aquella se había manifestado de tal manera que le costaba memorizar su pasado, mas no situaciones a corto plazo. En otro, era al contrario: su paciente, un norteamericano acaudalado radicado hacía años en España, recordaba al mínimo detalle los nombres de los presidentes de su país de origen. No obstante, le dificultada recordar quién era su doctor, por lo que Lucas, cada tanto, tenía que presentarse ante él e informarle de su situación.

En el caso de Catalina, pues creía que tenía síntomas del primer tipo de amnesia. Parecía recordarlo cada vez que la visitaba. Las indicaciones para su debida convalecencia eran obedecidas por ella sin chistar, a excepción de su presentación inicial. No obstante, lo siguiente que le diría le haría ver que había algo que no le cuadraba:

—Una vez intenté ayudar en la cocina, pero mi madre se molestó —añadió con una pequeña sonrisa de complicidad—. Creo que esto será divertido. —Tomó los tomates para contemplarlos, al tiempo que se preguntaba cuál sería el ideal para que él comenzara a enseñarle a trocearlos.

Lucas frunció el ceño.

Catalina mostraba signos de poder memorizar a corto plazo... y le había dicho que no podía recordar su pasado. Pero, ahora confesaba parte de aquel. ¿Qué tipo de amnesia era la que tenía?



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