🚫 C A P Í T U L O 4 🚫
El sonido a lo lejos de la copla, que se escuchaba a través de la radio portátil, terminó por espabilarla. Se había negado a ceder a su ruido, pero los rayos de sol, que se posaban sobre su rostro a través de la ventana, le insistían que ya hora de despertar, de explorar, de disfrutar...
Había pasado varios días más desde que conociera a aquel doctor que la había atendido con tanto servicio. Cada día, sin excepción, tanto en la mañana como en la tarde, él la visitaba para verificar cómo se hallaba. A su vez, doña María, una mujer mayor entrada en años y de robusta figura, la trataba como a la hija que hubiera alguna vez querido tener. Entre ambos, con aquella convivencia diaria, había experimentado una sensación que hacía tiempo extrañaba: como en casa.
A pesar de lo humilde del lugar, a pesar del aire de campo que se respiraba entre el cacareo de las gallinas y el rebuznar de las mulas, a pesar de la ausencia de las comodidades a los que estaba acostumbrada, Catalina se sentía distinta y mejor. Se sentía atendida, se sentía querida, se sentía como una persona. Porque, al fin y al cabo, ella era una persona, ¿no? A pesar de que su esposo —secundado por el cura, por su madre y por sus amigas— le dijera que no servía como mujer, ya que no le había dado hijos, ella era una persona. Catalina Del Rey, castigada y rechazada por la alta sociedad malagueña; o doña Catalina a secas como le decía don Lucas, el doctor; o «hija», como le decía doña María.
Ella, la llamasen como la llamasen, se sentía como una persona, y como tal, empezaba a cuestionarse si lo que le habían inculcado desde pequeña, a obedecer en todo en su marido, estaba bien. Porque, ¿de qué le había servido serle siempre obediente? Un ojo vendado y un pie todavía resentido eran solo la punta del iceberg de todo por lo que había tenido que pasar por ser obediente; ay, obediente.
Años atrás, se había enterado de la primera infidelidad de don Pedro. «Es tu culpa por no cumplir con tus obligaciones de esposa», él se había justificado al tiempo que la contemplaba con desdén.
«Acéptalo y no le reclames. Esfuérzate por complacerlo más», le había comentado quien decía ser su mejor amiga.
«En algo debes estar fallando para que se haya buscado otra. Lo bueno es que nadie más lo sabe, si no ¿qué dirán nuestras amistades? ¡Qué horror!», le había soltado su madre con una mirada de reproche.
Nadie le daba palabras de aliento. Todos la culpaban. Y así había creído que debían ser las cosas, de no ser porque, desde que había llegado a aquella choza, algo había cambiado en su interior... y quizá para mejor.
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—Dicen que Fuensanta se ha escapado del pueblo —comentó el doctor en el desayuno.
Doña María había arreglado la mesita que estaba al costado de Catalina para que fungiera de comedor. Desde hacía tres días que Lucas, para hacerle compañía a su paciente, antes de dirigirse a la clínica que tenía en el pueblo, le había pedido a la señora que lo hiciera.
No quería que ella comiera sola. Al contrario, como la susodicha se había negado a la fecha a dar información sobre algún pariente para contactarlo, al verla una mañana tan sola, decidió desde ese día que pasaría, a diario, a comer el desayuno en la mañana con ella y, en la tarde, el almuerzo, en su regreso del pueblo y antes de dirigirse a la ciudad.
—Esa mujer sí que tiene agallas —agregó—. ¡Me ha sorprendido! —Sonrió complacido.
Catalina no supo por qué, pero experimentó un pequeño estrujón en su interior al percibir aquella mirada en el doctor.
—Esa niña era un dolor de cabeza para su padre —frunció el ceño doña María, antes de servirles la pequeña botella con el aceite de oliva, mientras trataba de portarse de manera educada en la mesa. Su cercanía con el médico había hecho que tratase de adoptar sus modales, así como su culta manera de hablar—. Sabía que se perdería. Escaparse con el novio; ¡qué vergüenza! —Hizo la señal de la cruz.
El médico rio.
—¿Vergüenza de qué, María? ¿De escapar de un padre abusivo que le pegaba? Y vaya uno a saber qué otras cosas más...
Frunció el ceño al recordar cuando la susodicha había llegado a su clínica tiempo atrás. La suciedad de tierra en su rostro no se comparaba en nada con la suciedad que percibía en su alma.
Después de examinarla, había concluido que había sido víctima de violación. Entonces, cuando le comunicó a su padre lo ocurrido, se sorprendió que al hombre no le interesara asentar alguna denuncia.
«¡No se meta en los asuntos de mi familia! Yo veré qué hago con mi hija», fue lo único que don Julián de la Rubia se esmeró en decir. No culpables, no violación, para él su hija era de su propiedad y podía hacer de ella lo que quisiera.
La mirada de horror de la chica, que se confirmaría tiempo después, cuando le confesara al doctor de lo sucedido, había provocado en el médico impotencia y rabia.
Le había aconsejado que lo denunciara, pero ¿quién la creería para entonces? Peor todavía, cuando su reputación en el pueblo, por ser una joven sociable y alegre, sumado a que unos decían que ningún hombre la tomaría como esposa debido a lo sucedido tiempo atrás, y que su padre afirmaba que solo era una rebelde que le traía dolores de cabeza, le habían granjeado mala fama.
—Lo bueno es que no se conformó con lo que decían de ella. —Comió un pedazo de pan al que le había echado tomate—. Siempre quiso más... Hasta fue a votar hace dos años atrás. ¡Estaba tan orgulloso cuando me lo contó!
—¡Qué horror! —dijo doña María.
Lucas sonrió.
Conocía de las ideas tradicionales de la señora, por muy servicial que fuera con él y con su paciente. Había intentado hacerla cambiar de parecer, pero ella se mantenía en sus trece. Afirmaba que el derecho a voto, que les había sido concedidos por primera vez a las mujeres hacía dos años atrás, era una aberración.
—¿Horror por qué? ¿Porque tengan derecho a elegir sobre quién nos gobernará?
—Exacto —alegó la señora.
—Pero ¿por qué? ¿Qué nos diferencia a los hombres y mujeres? ¿Por qué sí nosotros podemos votar y vosotras no?
Doña María se explicó en mil y un razones para argumentar, pero todas se resumían en que la máxima aspiración de una mujer era atender su hogar y nada más.
—Y usted, doña Catalina, ¿qué opina?
—¿Eh? —preguntó, bastante sorprendida. Se había hallado distraída al saciar su apetito durante el desayuno.
—¿Votó hace dos años? —preguntó Lucas con la esperanza de encontrar una aliada para su argumentación.
La susodicha abrió ampliamente sus ojos.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Qué va! Esas cosas y yo... —Sacudió la cabeza varias veces—. ¡No!
Él rodó los ojos, derrotado.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué una mujer no puede decidir sobre quién quiere que la gobierne y un hombre sí?
Ella tragó saliva.
—Si es tan capaz como un hombre —añadió Lucas—, ¿por qué una mujer no puede decidir?
«¿Decidir?». Sin darse cuenta, esa palabra empezó a sonar, de manera cálida y amable, en sus oídos y sin parar.
Él la contempló con aquellos ojos celestes que, por una extraña razón, empezaron a gustarle que la observaran.
—¿Decidir? ¡Tonterías! Y ojalá que los policías encuentren a esa niña —acotó doña María.
Sin saberlo, había roto con el extraño ambiente que se había formado entre doctor y paciente, y del que solo esta se había percatado sin querer. Cuando Catalina fue consciente de ello, agachó la cabeza, avergonzada y pensativa.
—Dicen algunos que se ha ido a Ronda, en donde tiene una tía —agregó la señora—. Otros, que la vieron sentada en una mula para Cádiz.
«Mejor no le cuento que está en la capital y que se ha unido a las jóvenes milicias», pensó el hombre.
Lucas sonrió al saber que escondía un secreto. Se sentía como un niño que ayudaba a otro en esconder una travesura.
—Pues yo espero que no. Cualquier lugar es mejor que vivir con un padre abusivo, doña María. ¿Acaso no sabía que Fuensanta se fracturó el brazo el verano pasado, debido a que don Julián la empujó desde las escaleras?
—Pues lo tendría bien merecido.
—¡María! —La miró con el entrecejo fruncido ante la locución de la señora, pero esta no se inmutó.
—¿Qué habrá hecho? Con la reputación que tenía esa niña, ningún hombre la tomaría como esposa. Vaya vergüenza para la familia.
El médico sacudió la cabeza como desaprobación. Discutir sobre estos temas con la mujer siempre era llegar a un punto muerto.
Para tratar de aligerar la tensión del ambiente, alzó la mano con dirección al pequeño bol en donde se hallaba la salsa de tomate. Lo que no se percató era que Catalina había hecho lo mismo. Los dedos de ambos se juntaron, arrancando un par de risas en el doctor, para abochornamiento de la mujer.
—Se ve que tiene hambre.
—¡Qué pechá(1) de comer se ha dado! Si es el tercer bollo que se sirve —observó doña María.
—Lo-lo siento —dijo Catalina, cabizbaja.
Por un motivo que desconocía, su apetito era voraz esa mañana.
—Eso es bueno. Tener hambre indica que está mejorando. —Sonrió complacido.
—¿De verdad?
Él asintió.
—Y sírvase usted primero. —Empujó el bol hacia ella—. Yo lo haré después.
Catalina obedeció. Untó la salsa sobre el bollo. Y cuando ya comía feliz y entusiasmada el cuarto —luego de que doña María se retirara para traer más— la observación que le hizo el doctor la sacó de su concentración:
—Su boca... —Se señaló con el dedo índice en su rostro, como para que lo imitara.
—¿Eh? —Se tocó su mejilla.
Él sonrió al observar su gesto de sorpresa e inocencia.
—Tiene restos de tomate... aquí... —Volvió a referirse a su cara.
Catalina echó mano de la servilleta que se hallaba frente a ella. Sin embargo, a pesar de que lo intentaba, no podía limpiarse de la manera debida.
—Aquí —insistió Lucas con amabilidad.
Se hallaba a pocos centímetros de ella. En un impulso que a él le había parecido natural, había cogido la servilleta que tenía y se había levantado de su asiento, para ayudarla a limpiarse. Pero, cuando un segundo roce se daba entre sus pieles y esta fue acompañada por un choque de miradas que les estremeció el corazón, algo cambió.
Por primera vez, tanto el uno como el otro fueron conscientes de que él era más que un doctor y que ella era más que una paciente... Desde entonces ya les sería difícil volver atrás.
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(1) Una «pechá» es un exceso, mucho de algo o de alguien.
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