🚫 C A P Í T U L O 3 🚫

Cuando se despertó, se hallaba descansando en un pequeño mueble de madera, que hacía de improvisada cama. El sonido de los gorriones se colaba por sus oídos, como dándole la bienvenida.

—¿En dónde...? ¿En dónde estoy?

Intentó abrir ambos ojos para contemplar con mayor detalle en dónde se encontraba, pero no pudo. Un pedazo de tela, que aplastaba su ojo derecho, le impedía hacerlo.

—No se levante, mujer. —Oyó que una voz masculina le hablaba—. Debe descansar. Es una orden.

—¿Quién es usted para darme órd...? —Quiso continuar, pero un estornudo se lo impidió.

De inmediato, se cubrió su nariz y su boca al hacerlo. Luego de ello, se percató de algo que la dejó sorprendida.

El dolor en su nariz, que recordaba que le hacía respirar con dificultad, luego de la paliza que le propinara su marido, parecía que se había ido. ¿Cómo era posible?

—Este es el pueblo de Monda —dijo el hombre—. Y no soy nadie, solo un doctor que quiere lo mejor para su paciente, es decir, usted.

—¿Doc...? ¿Doctor?

—Sí. Por favor —agarró una silla y la colocó a su lado para sentarse—, hágame caso y descanse. Todavía está delicada. El esguince que tiene en su tobillo —le tocó el pie sin mediar palabras, de manera delicada y atenta, lo que provocó que ella se ruborizara—, todavía no se ha curado. Yo creo que debe tener el pie en reposo durante un par de semanas más. Y de su ojo...

Él alzó la vista. Acarició su mejilla de manera suave y cálida. Y cuando la mirada del doctor se cruzó con la suya, Catalina no supo por qué, algo en su interior se estrujó.

—Su ojo me preocupa —habló con aprensión—. Pero creo que, si sigue mis indicaciones, tendremos opciones de salvarlo. Confío en ello. —Le dedicó una amable sonrisa.

—Usted... usted... ¿usted es médico? —formuló, aún sin ser consciente de en dónde se hallaba y cómo había llegado hasta ahí.

—Sí, soy el doctor Lucas García. Y usted es mi paciente. La encontré desmayada y ensangrentada en el campo hace ocho días atrás.

—¡¿Ocho días?! —exclamó.

Lucas asintió.

—Sí, ocho días. Y de inmediato la traje a la clínica. No la podía dejar en su estado en ese lugar. ¿Cómo es posible que alguien se ensañara con usted de esta manera? ¿Quién le hizo esto, mujer? —habló indignado.

Catalina calló. 

¿Cómo podría decirle a un desconocido, por más generoso que se hubiera portado con ella, que uno de los hombres más poderosos de la provincia la había golpeado hasta decir basta? Seguro que se reiría en su cara. Nadie la creería. Aparte, se lo había merecido por no cumplir con su obligación como esposa al no brindarle hijos; esto era lo que le había dicho su marido, don Pedro Barquero y Rubio, antes de darle una bofetada y empujarla contra la pared, en el comienzo de una de las peores tardes que recordaba en su vida.

El silencio en su respuesta no pasó desapercibido para el doctor. Su mirada cabizbaja y el temblor en su cuerpo le hicieron darse cuenta de que su paciente decía mucho más de lo que callaba.

—¿De dónde es usted? ¿Tiene familia a la que podamos llamar?

—¿Fa...? ¿Familia? —Tragó saliva.

—Sí, familia. Esta es la clínica que tengo montada aquí en el pueblo para los más pobres, que no pueden movilizarse a la ciudad o asumir los gastos que su salud requiera; pero supongo que alguien le estará buscando, ¿no?

«No», se dijo con tristeza.

Si había pasado ocho días desde que su esposo la hubiera dejado muerta en vida, y no se había dignado en buscar en los pueblos cercanos a su finca sobre su paradero, eso quería decir que no estaría muy pendiente sobre su suerte. Total, una mujer estéril como ella, ¿a quién podría interesar? Aparte, solo imaginarse el tener frente a sí a aquel hombre que la había dejado en ese estado deplorable, para quién sabe qué volverle a hacer, provocaba que todo su cuerpo temblara.

—No... —se limitó a mentir, aún con el miedo que invadía todo su ser.

—¿Cómo? 

—No sé si tengo familia ni nada.

Él alzó la ceja, poco convencido.

—¿Cómo no puede tener familia? —Frunció el ceño—. ¿Cómo se llama? Quiero saber cómo se llama mi querida paciente. Yo ya me he presentado, falta usted para estar a la par, ¿no cree?

Le sonrió. Sin darse cuenta, ella lo hizo con él.

No sabía por qué, pero se sentía cómoda en aquel sitio. A pesar de lo duro del camastro, a pesar del sonido de las cigarras y del rebuznar de una mula, a pesar de lo rústico de aquella cabaña. Todo aquello, junto con la amabilidad de ese extraño, quien había cuidado de ella durante aquellos días y la miraba con sincera preocupación, provocaron que se sintiera abrazada por una calidez que ya había olvidado. Más todavía, cuando él le volvió a preguntar «¿Cómo se llama, mujer?», aquella voz le pareció el complemento perfecto para aquel escenario de ensueño.

—Catalina —se limitó a decir.

—Catalina —repitió—. Bonito nombre. ¿Se lo pusieron por la emperatriz rusa?

—Por Catalina de Aragón —habló cabizbaja.

—Ya veo. ¿Y su apellido? ¿Vive cerca? Quizá alguno del pueblo conozca a su familia y pueda avisarles que la hemos encontrado.

No supo qué contestar.

Por una razón que desconocía, quería mantenerse alejada de aquella cárcel de oro, por lo que representaba para ella: rechazo, miedo y violencia. Solo quería prolongar, por un tiempo más, aquel ambiente de afabilidad que se le presentaba.

—No lo recuerdo.

—¿Eh?—Frunció el ceño.

—No lo recuerdo —contestó. Se cubrió con la manta hasta el cuello y agachó el rostro—. No me haga más preguntas, por favor. Me duele la cabeza y...

Ladeó la cabeza, pensativo.

—Está bien. —La miró de soslayo y se levantó—. La dejaré descansar, ¿le parece bien?

La mujer asintió, sin todavía dirigirle la mirada. Se sentía fatal al mentirle a quien se había portado tan servicial con ella.

—Bueno, Catalina... —dijo, poco convencido—. Me retiro.

—¿Ya se va? —habló sin pensarlo mucho. Se había levantado de la cama y olvidado de su actuación.

Lucas sonrió al darse cuenta de lo rápido del cambio de su actitud.

—Sí.

—¿Regresará? —le preguntó con esperanza.

—Claro. —Le sonrió para luego dirigirse a donde tenía su maletín—. Pero tengo que ver unos pacientes y otros asuntos en la ciudad.

—Ya veo... —dijo con pesar.

Él se dio cuenta de aquello, así que habló lo siguiente sin pensarlo mucho:

—Pero la dejaré en buena compañía durante mi ausencia. Doña María, una de las señoras que me ayuda, está cocinando sopa mondeña, muy típica del pueblo, y le pediré que se la traiga ni bien la termine. ¿La ha probado?

—No —contestó, poco convencida.

La verdad era que, probar algo hecho por pueblerinos no era que le hiciera mucha ilusión.

—Está muy rica... y la ayudará a recuperar fuerzas. Así que, cómala. Es una orden —acotó en el umbral de la puerta, antes de proceder a abrirla.

—¿Me está dando órdenes acaso?

Su lengua habló antes que su mente, tan acostumbrada que estaba a que un extraño, incluyendo médicos, la trataran con pleitesía, por lo que su apellido y dinero significaban. Cuando se dio cuenta, se tapó la boca, en un gesto que a él le hizo gracia.

—Perdón —agregó, avergonzada.

—Soy un médico y usted mi paciente. —Se acercó donde ella descansaba, para luego inclinarse a su lado y replicar—: Por favor, obedezca mis indicaciones, ¿vale? Aunque sea, mientras esté convaleciente.

Ella asintió. Lucas se despidió con un gesto con la mano y con la promesa de regresar.

Cuando lo vio cruzar por la puerta, una sensación —que se le hizo impropia cuando fue consciente de ello horas después— de echarlo de menos la invadió momentáneamente.

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