🚫 C A P Í T U L O 3 5 🚫

—¿Por qué no me contaste la verdad, Catalina? ¡¿Por qué?!

Lucas y la joven corrían presurosos hacia su coche. Ahora se hallaban separados, y no solo para facilitarse la huida de aquella turba. Después de que don Pascual les informara a todos los presentes, y no solo al doctor, la verdadera procedencia de la rubia, la aparente calma que se había logrado ahora se había quebrado.

*****

Don Pedro Barquero, marido de Catalina, no solo había sido un hombre cruel y violento con ella, no. La arrogancia que el dinero y el poder le habían otorgado, lo hacían ser déspota e inhumano con todo aquel que tuviera bajo su cuidado. La quema de su finca de Alhaurín de la Torre era solo el iceberg de algo mayor.

Días atrás a que ello sucediera, se había negado a aceptar las peticiones de mejoras laborales que sus jornaleros le habían solicitado. No contento con esto, ordenó a sus hombres, gente cercana a los grupos falangistas, que asesinaran a los líderes sindicalistas. Quería acabar de raíz con lo que llamaba «la semilla de la rebeldía».

Cuando le confirmaron que ya habían cumplido con el trabajo encargado, creyó que el «problema» ya había acabado. Lo que no contaba era que los peones, amigos y familiares de los desaparecidos no se quedarían tranquilos. No pasó mucho tiempo hasta que cobraran venganza.

Para la mala suerte de la pareja de enamorados, aquello no terminaba con el problema causado.

Cuando uno de los peones de don Francisco oyó el nombre de Pedro Barquero, no pudo evitar entrar en rabia. Miguel, el grandulón que anteriormente había querido golpear al dueño de «Las margaritas», era hermano de uno de los dirigentes sindicales asesinados.

—¿Así que tú eres amigo de ese hijo de puta?

Don Pascual lo miró de reojo.

—¿Y quién eres tú para llamarme de esa forma? —lo encaró de mala manera—. Cuida tus modales, que yo no soy tan benevolente como Fran. Aunque, dudo mucho que gente como vosotros tengáis modales. Si no fuera porque sois necesarios, al igual que las bestias de carga...

—¡Te voy a matar, cabrón!

Miguel asestó un golpe a don Pascual, que lo lanzó al suelo.

—¡Francisco! —Se limpió el polvo y la sangre que le salía de la nariz—. ¡¿A qué esperas?! ¡Dile a tus hombres que acaben con estas bestias! —Volteó hacia el dueño de la finca, buscando que lo obedeciera.

El propietario de «Las  margaritas» temblaba, a la vez que dudaba. Cansado de esperar una respuesta que no sabía si llegaría o no, Pascual movió su cabeza con dirección a uno de los hombres que tenía escopeta:

—¡Mátalo! ¿A qué esperas?

—¡Migue, cálmate! —dijo el líder sindical en un tono falsamente calmo. Por más que lo intentara, toda la tensión del ambiente se colaba por sus venas.

—¡Suéltame, Tomás! ¿Acaso no ves que a ese hijo de puta no le importamos? Su gente acabó con la vida del Pepe, del Salvi y del Pato.

—Lo sé, hombre, lo sé, pero así no se resuelven las cosas —le contestó el aludido, a quien cada vez se le hacía más difícil contener a su compañero, debido a la diferencia de tamaño de ambos.

—Por favor, tranquilícense todos —les pidió Lucas, interponiéndose entre ambos bandos.

Aunque todavía estaba en shock por lo que acababa de enterarse de Catalina, había prioridades que resolver. Ya luego le pediría explicaciones a la joven.

—No es necesario que se empeoren las cosas —añadió al tiempo que alzaba ambas manos para tratar de apaciguarlos—. Creo que podemos sentarnos a conversar...

—¿Tú acaso no eres el amante de la riquilla esa? ¿De la esposa de ese asesino?

Lucas se quedó boquiabierto.

—¿A...? ¿Amante? No, estás equivocado. Yo...

—Es cierto —acotó el líder sindical—. Os vimos llegar cogidos de la mano. —Lo miró con desprecio—. No sé qué lío raro os traéis, siendo que la tipa esa es la mujer del Barquero hijo de puta. —Escupió en el suelo para dejar patente todo el rechazo que le producía la situación que sus ojos veían.

—Cosa de riquillos. Son unos inmorales que no les importa compartir a sus esposas.

—¡Qué asco me dais!

—Es... ¡Esperen un segundo! —habló Lucas al borde de la desesperación. Sentía que se iba a desfallecer. Sus piernas ya no le daban más de sí—. Están equivocados. Catalina y yo no somos...

Sus cristalinos ojos se posaron en ella.

La joven lo miraba con la frente arrugada. Con lágrimas en los ojos, que bañaban su rostro, su alma y su corazón, se dio cuenta de que los peones tenían razón.

«¿Cómo se llama cuando tienes una relación con una mujer casada?», se dijo al tiempo que una estaca se enterraba, sin piedad, sobre su pecho.

—Amantes... —añadió para luego agachar la cabeza, derrotado.

Ahora todo parecía encajar. Sus finos modales, su acento elegante, su desconocimiento de las labores típicas del hogar —porque claro, seguro que tendría personas que trabajaban para ella, algo que solo un rico podía pagar—, el saber leer y escribir, su nerviosismo cuando cruzaron por Alhaurín de la Torre... 

Todo en ella era una mentira, desde el comienzo hasta el final, porque ahora su relación debía acabar... y mal.

—Nunca habías perdido la memoria, ¿no? —acotó con una tristeza tal, que le partía el alma.

«Dime que no, por favor. Dime que estoy equivocado».

La miró con los ojos brillosos, pero ahora no de adoración, sino que, en el fondo, quería que le mintiera por compasión.

—Lo... lo siento.

Al oír su respuesta, todo dentro de él se quebró, sus esperanzas, sus sueños y su confianza que en ella depositó. 

 —Quise decírtelo antes, pero yo... yo... —añadió Catalina al tiempo que trataba, de manera infructuosa, de secarse las lágrimas que seguían ensombreciendo su corazón. 

«¿Cómo se llama cuando tienes una relación con una mujer casada? En efecto, amantes. ¡Cómo pude ser tan ignorante!».

Lucas sacudió la cabeza varias veces como si, con ello, pudiera desaparecer en un santiamén lo que su corazón se negaba a ver.

«¡Qué estúpido que fui! Todo siempre estuvo ahí, estuvo ahí... solo que, no lo quise ver», se dijo mientras sus piernas con las justas lo sostenían. La culpa, la vergüenza y la decepción por haberse enamorado de quien no debía empezaron a ser una carga demasiado grande para su alma.

—Bueno, dejen la plática de amantes para después —añadió con desprecio Tomás, el líder sindical.

Algo dentro del estómago de Lucas se revolvió al volver a escuchar aquella palabra que tanto odiaba.

—Lo que sí, de toda esta farsa, hay algo que no me queda claro, y quisiera que me lo explicara, doctorcín.

—¿Y ahora qué? —habló aún con el alma ensombrecida.

Ya estaba harto de toda esta situación. Él había ido con la mejor intención, pero solo se estaba llevando una puñalada al corazón.

—Si es tan cercano a esta riquilla, ¿quién me garantiza que, lo que nos ha dicho del manillero es verdad o no?

—Tiene razón.

—¿Quién nos garantiza que es tan imparcial como dice ser?

—Seguro que solo ha venido para liarla más.

—¿Cómo? —Tragó saliva—. ¿Acaso insinúa que estoy de parte de ellos? —Movió la cabeza con dirección a don Francisco y don Pascual.

—No lo insinúo. Lo digo y lo confirmo.

Tomás escupió al suelo con desprecio al tiempo que se acercaba, de manera intimidante, hacia Lucas y Catalina.

Al intuir el peligro que se les avecinaba, el doctor retrocedió y se puso delante de la rubia.

—De gente como vosotros —añadió Tomas, quien seguía avanzando, pero ahora seguido por los demás peones—, que no tenéis asco alguno para matar a nuestra gente, me espero cualquier cosa.

—¡Esperen un seg...! —gritó Lucas, pero no pudo terminar su frase.

—¡A por ellos! —ordenó Tomás.

Sin dudarlo mucho, el médico tomó a la joven de la mano y ambos se echaron a correr.

—¡Vamos hacia el coche!

—¡No recuerdo en dónde está! —dijo Catalina al borde de la desesperación.

—No te preocupes, yo conozco bien el camino. ¡Sígueme y no mires hacia atrás!

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