🚫 C A P Í T U L O 3 4 🚫

Aún con los nervios que recorrían su piel, cuando Catalina apretó su mano con firmeza, Lucas obtuvo el apoyo necesario para tomar el toro por las astas. Más sangre no había llegado al río. Todavía podía hacer las cosas a tiempo. A pesar de que le producía mucho estrés expresarse, apeló a las pocas fuerzas que le quedaban.

Con calma, pese a tener las manos sudadas y con las piernas que le temblaban, Lucas les informó a ambos bandos los detalles de lo que verdaderamente había ocurrido.

Al principio, dudosos, no fue hasta que, discutieron por su cuenta y concluyeron que la única explicación plausible para todo ese embrollo era lo que Lucas les había relatado, que le dieron, por fin, la razón.

—Ese manillero hijo de puta —masculló don Francisco—. ¡Me las va a pagar!

—¿Y ahora quién nos va a pagar a nosotros?

El señor Carabantes se rascó la cabeza, pensativo. Se dio cuenta de que estaba en un aprieto, del cual no sabía cómo salir. Para su mala suerte, no podía asumir hacer un pago doble para cubrir el del mes de julio (que sus trabajadores no habían cobrado). Aunque no lo había querido admitir ante su familia, sus empresas no iban tan bien en los últimos meses y había tenido algunas varias pérdidas económicas.

—Tiene que pagarnos, jefe —agregó el líder de los peones—. Tenemos familias que mantener...

—¿Y por qué Francisco tendría que asumir algo que no es su culpa?

Una voz, que Catalina ya había escuchado antes, provino del molino.

—¿Y quién lo va a sumir, si no?

—La culpa es del manillero, ¿no? Reclámenle a él, no a Francisco —agregó el hombre que caminaba, de manera muy segura, desde el molino hacia donde estaba el dueño de la finca.

—Pero ¡¿qué dice?! Si ese ya se habrá pirado, vaya uno a sabe'.

—Ese es vuestro problema, no nuestro.

Catalina se quedó de piedra cuando terminó de darse cuenta de quién era ese hombre, que estaba al costado de don Francisco: era don Pascual, el socio de su marido.

—¿Acaso quiere que nos muramos de hambre? ¡Tenemos hijos que mantener!

—Una pena, pero no es algo que ni Francisco, mi socio, ni yo debamos asumir.

El dueño de la finca, que en otras ocasiones le hubiera replicado a don Pascual Galindo en alguna opinión con la que no estuviera de acuerdo, prefirió callar. Cabizbajo, rumiaba su mala suerte por estar una posición que lo ubicaba en desigual, al tener que depender de los préstamos que don Pascual le había hecho para reflotar sus fincas.

—¡Don Francisco, apelamos a su caridad, po' favo'! —habló uno de los peones con desesperación.

—Mis niños no comen hace días...

—Tengo a la Lina muy enferma. —Un hombre con barba temblaba, al borde de la desesperación y de las lágrimas—. Necesito dinero para sus medicinas.

Por breves instantes, el hombre se compadeció de su gente. Había trabajado codo a codo con aquellos cada año. Y aunque su orgullo le impedía demostrar sus sentimientos, en el fondo, se había sentido más de una vez agradecido por el trabajo por ellos realizado. Si por él fuera, a esa terrible situación no hubieran llegado.

«¡Virgen santa! Dime, ¿qué hago? Toda esta gente ha trabajado conmigo y ahora depende de mí. Pero ¿de dónde saco el dinero para pagarles? Si lo hago, deberé seguir agachando la cabeza con Galindo y...».

—Don Francisco, po' favo'.

—¡Fran no les debe nada! —intervino don Pascual con mucha autoridad. Quería zanjar el tema de una vez—. Arréglenselas con el tal Raúl. Él es el ladrón.

—¿Pero de dónde vamos a sacar dinero para comer?

—¿Cree que podemos estar así hasta septiembre?

—¡Mi mujer se me muere! —gritó el hombre de barba al tiempo que quería llorar pena, frustración y rabia—. ¿Es que acaso no tiene corazón?

—¡Escúcheme todos! Creo que podemos llegar a una solución —intervino Lucas.

—¿Y usted quién es? —habló don Pascual por inercia.

Pero, cuando volteó y sus ojos se toparon con los de Catalina, su recuerdo de aquella tarde en el bar regresó. Ahora más arreglada, con el típico peinado de la década, los labios pintados y bien vestida, era de fácil identificación.

—¿Catalina? —Abrió grandemente los ojos—. Pero ¿qué haces aquí, mujer?

La aludida, en un santiamén, escondió su cabeza con su mano derecha al tiempo que daba unos pasos a la izquierda para separarse de Lucas. Este se percató, de inmediato, y la miró sorprendido. No tenía ni idea de qué estaba pasando, pero pronto don Pascual respondería sus preguntas:

—Pensaba que estabas muerta cuando quemaron tu finca.

—¿Usted la conoce? —lo requirió, esperanzado de que, por fin, pudiera haber dado con la familia de su novia.

—Pues claro. Ella es Catalina del Rey, la esposa de un viejo amigo, don Pedro Barquero. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top