🚫 C A P Í T U L O 2 9 🚫
Agosto de 1935
—No sé cómo me daré abasto para todo esto.
Era fin de semana. Ya había transcurrido algunos días desde que Lucas había empezado a cortejar a Catalina. Y como era su costumbre desde entonces, iba a la casa de doña María siempre que podía para pasar tiempo con ella. Sin embargo, la noche anterior no había podido hacer acto de presencia porque había terminado agotado.
Acababa de terminar sus consultas en Cártama el día de ayer y las clases que impartía en «Los nogales» como cada viernes. No obstante, había decidido pasar la noche en la finca, dado que había terminado tarde con sus quehaceres.
Desde que se había ampliado la escuela e inaugurado la biblioteca, nuevos estudiantes habían decidido matricularse. Se había corrido la voz de que la escuelita en «Los nogales» incluso era más grande y con una biblioteca más completa, que la que había en el pueblo. Y, si bien en un principio Lucas se había sentido muy complacido al ver cómo varios niños dejaban sus labores del campo y se entusiasmaban por el estudio, esto trajo consecuencias imprevistas.
Por un lado, el número de estudiantes se había casi triplicado. Por otra parte, no solo los niños varones se habían entusiasmado por el deber.
Varias niñas, algo poco usual para le época, les habían dicho a sus madres que querían ir a la escuela. En especial, la dulzura y el carisma con la que «la rubita de voz de gorrión», como habían bautizado a Catalina el día que había acompañado a Lucas para hacerse de La Regenta, se había corrido la voz bastante rápido.
Como con los estudiantes en la escuela de Monda, a la joven se le hizo natural ganarse a los niños de «Los nogales», cuando acompañó a Lucas durante su jornada escolar. Para esa noche, durante la cena, en todos los hogares de los campesinos de Cártama no se hablaba de otra cosa de lo simpática y amorosa que había sido Catalina. Y al transcurrir los días, el maestro pudo comprobar, primera mano, de la buena fama que su novia había ganado entre los niños del lugar. Lo que no contaba era que, tuviera que hacerse cargo de casi cuarenta niños, entre varones y mujeres, por sí solo.
En un primer momento, se le había ocurrido separar a los niños en un salón y a las niñas en otro, para que todo fuera más viable, pedagógicamente hablando. Como el número de aquellas era menor a la de los varones, decidió asignarles los largos bancos que había en la biblioteca para poder impartirles clases. No obstante, ese viernes había terminado agotado luego de mediar entre ambos salones, mientras impartía clases en uno y revisaba las tareas en otro. Al llegar las cuatro de la tarde, y todavía no acabar la jornada escolar, añoraba solo estar en su cama y descansado.
Cuando llegó a la casa de doña María, resolvió desahogarse con Catalina. Mientras tomaba el gazpacho que la joven ya había aprendido a realizar, le contó los pormenores de todo ello.
—Por un lado, no te voy a negar que estoy muy contento con que los niños se unan a la escuela. Es lo que siempre busqué cuando decidí hacer también de maestro —habló muy orgulloso para luego dar un sorbo a su bebida—. Pero por otra, son casi cincuenta niños, Catalina. No caben en el aula, por eso mandé a las niñas a la biblioteca, en donde acondicioné un salón improvisado para ellas, pero tengo que estar corriendo de aquí allá.
Sacudió la cabeza, al recordar lo agobiado que se había sentido el día anterior.
—Esta mañana, antes de venir, hablé con el alcalde para preguntarle si podía insistir a las autoridades para que enviasen un maestro de una vez por todas, pero no me dio esperanzas. Dice que desde hace meses han pedido ampliar la escuela del pueblo, y ni caso les hacen, menos se van a interesar en los del campo. —Suspiró, desanimado—. Olvidé que esa zona está abandonada y el porqué me ofrecí a enseñarles.
—¿Y qué vas a hacer?
Ella se sentó a su lado al tiempo que acariciaba su mano para darle ánimos. Él esbozó una triste sonrisa y le devolvió el gesto.
Por un lado, se sentía complacida de que él acudiera donde ella para contarle sus pesares y temores. Y aunque no se le ocurriese qué salida proponerle para hacerle que aquellos fueran menos, quería demostrarle que estaría con él para apoyarlo. En ese momento, una espinilla de culpa la invadió.
Así como Lucas se sinceraba con ella y le contaba sus anécdotas y vicisitudes, no podía decir lo mismo de sí misma.
Desde que se hubiera cruzado con don Pascual, y creyese que este la reconocería, con las terribles consecuencias que eso traería, no había podido evitar tener pesadillas al verse de nuevo junto a su marido, que tan mal la había tratado. Cada tanto, sin decirle a nadie, miraba a través de la ventana, por los caminos, por si un coche o carruaje veía pasar. No obstante, cuando aquellos solo le mostraban el de Lucas, suspiraba para dejar escapar la tensión. Pero, esto no significaba que pensar en que podía pasar eso, no le causara preocupación.
—No lo sé —habló Lucas, quitándole momentáneamente de sus cavilaciones.
El médico apoyó su rostro en su mano derecha.
—En la ciudad —añadió—, últimamente la iglesia ya no se hace cargo de la educación, y es un gran avance, aunque a muchos curas no les guste nada —le informó con un dejo de gustillo.
La reciente separación de la educación de la influencia secular era algo que siempre le hubiera gustado tener de niño. Detestaba la severidad con la que había aprendido en primaria, y el tener que rezar el rosario todas las mañanas. Cuando creció y, gracias a su educación superior, había empezado a cuestionarse varias cosas que le habían inculcado de niño, optó por hacerse ateo.
—Pero, por otro, en el campo no tenemos las ventajas que hay en la ciudad. Allá las escuelas son más grandes. Los niños están divididos por cursos, y no unidos todos, independientemente de su edad, como pasa en «Los nogales». Si a eso se le suma que han venido más niñas de las que pensaba —antes solo había dos, pero ahora son casi veinte.
Frunció el ceño y apoyó su frente sobre su mano derecha. Su vista se depositó en el hermoso campo veraniego, que se podía ver a través de la ventana abierta. Las flores de girasol que podían verse estaban recién creciendo, por lo que dirigían su vista hacia el este.
—Son muy buenas niñas, con unas ganas de aprender que no tienes idea.
Catalina se llevó el vaso de gazpacho que ya estaba vacío. Se dirigió hacia la palangana para poder lavarla.
—Me siento culpable porque no las puedo atender como se merecen —añadió con pesar.
Para menguar su autorreproche, resolvió voltear para contemplarla. No sabía cómo, pero siempre que estaba con ella, bastaba su sola compañía para relajarse y olvidarse de los problemas.
Cuando contemplaba cómo Catalina lavaba los utensilios que la habían ayudado a preparar el gazpacho así como sus platos, no pudo evitar soltar un suspiro de orgullo. Si alguien la hubiera visto semanas atrás, en las que ni siquiera sabía cómo cortar un tomate sin hacerse daño, no se lo creería. El cambio que había tenido en tan poco tiempo era brutal, por lo que no podía menos que hinchar su pecho cada vez que la veía hacer algunas labores por sí sola.
—Lo curioso es que más de una quiere conocerte, ¿sabes?
—¿Y eso? —Lo miró, incrédula.
—Eres muy famosa entre los niños, pero sobre todo entre las niñas. De hecho, desde que fuiste a la biblioteca, y pasaste por el aula y leíste un fragmento de un poema de Platero y yo, más de uno quiere oírte de nuevo declamar.
¡Benditos pájaros, sin fiesta fija! Con la libre monotonía de lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser una dicha vaga, les dicen a ellos las campanas. Contentos, sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos que extasían o que amedrentan a los pobres hombres esclavos, sin más moral que la suya, ni más Dios que lo azul, son mis hermanos, mis dulces hermanos.
Recordó cómo la voz de Catalina, cuando leía poemas, le parecía quieta, suave y cantarina.
Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal.
«Eres mi amada universal».
La contempló sonriente, complacido y orgulloso al tiempo que su mente viajaba a ese momento. Sus estudiantes, primero mudos de asombro, luego felices por su buen don de gente, la recibieron con vítores cada ves que terminaba un verso.
Y cuando las gentes, ¡las pobres gentes!, se van a misa los domingos, cerrado las puertas, ellos, en un alegre ejemplo de amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía fresca y jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que algún poeta, que ya conocen bien, y algún burrillo tierno —¿te juntas conmigo ?-— los contemplan fraternales.
«Estoy tan orgulloso de que hayas decidido juntarte conmigo, mi amor».
El amor con la que contemplaba, cuando sus ojos sostenían su mirada y un gran brillo le dedicaba no era suficiente para demostrarle todo el sentimiento que en él germinaba.
—Me preguntaba de dónde se les había ocurrido llamarte «la rubita de voz de gorrión», pero ahora sé que tienen razón.
Ella se detuvo y alzó la ceja, sorprendida por ese apodo.
—¿Así me llaman?
—Sí.
—Bueno, por lo menos no me llaman «rechoncha y desabrida», como los del bar ese que le dicen a doña María.
Lucas no pudo evitar soltar una carcajada.
—A veces los niños son más educados que los adultos. Tienen tantas cosas que enseñarnos...
—Tienes razón. Pero ahora, en cuestiones de leer y aprender, esas niñas necesitas que las guíes.
—Ni modo. —Se encogió de hombros, resignado—. Aunque termine cansado, es mi debes guiarlas. No las puedo dejar atrás.
Se levantó de su asiento. Quería salir afuera a respirar un poco de aire libre. Cuando se apoyó sobre el umbral de la puerta que daba afuera, hubo algo que llamó su atención. Sobre una de las ramas de un arbusto avistó un gorrión, que creía que semanas atrás lo había visto caerse mientras aprendía a volar.
—Si tan solo hubiera alguien más que supiera leer y escribir —agregó Catalina—, sin necesidad de ser profesora estudiada, te podría echar una mano con ellas. Aunque sea momentáneamente, hasta que manden a un maestro a la finca.
En ese instante, finalmente, los celestes ojos de Lucas fueron testigos de cómo el gorrión extendió sus alas, levantaba vuelvo y parecía acercarse a su destino, que era el sol, con su incandescente y hermosa luz. De pronto, una idea iluminó su mente y su corazón:
—¿Y si tú eres esa persona? —le preguntó.
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