🚫 C A P Í T U L O 2 8 🚫

A partir de ese momento, todo pareció ir de maravillas entre Catalina y Lucas. El ambiente entre los dos era tan relajante y espontáneo, desde que ella le hubiese respondido con un contundente y categórico «Sí».

«¿De verdad me lo estás proponiendo?».

«Sí».

«¿Tienes intención de cortejarme?».

«Sí».

«¿Estás seguro?».

«Sí».

«¿De verdad?».

«Catalina, ¿cuántas veces tengo que decirte que sí?».

«Vale, disculpas, ya me quedó claro. Sí, quieres cortejarme».

«Genial».

«Oye, esos niños, que están riéndose detrás del árbol, nos están mirando. ¿Son tus alumnos?».

«¡Hey, detente! No me dejes solo».

«Pero están jugando».

«Catalina...»

«Quiero verlos. Amo los niños y estos son muy monos».

«¿No crees que tienes algo pendiente que hacer?».

«¿Eh? ¿Qué cosa?»

«Mi propuesta...»

«Oh, verdad».

«Verdad».

«Bueno...»

«Bueno...»

«Ay, pero mira la de allá, la de trenzas. Le toca cantar "Un, dos, tres. Toca la pared". A mí me encantaba jugarlo de niña.».

«Catalina...».

«¿Sí?».

«¿Y qué me respondes?».

«Claro que sí quiero que me cortejes, Lucas. Estoy muy feliz. Siiiií y mil veces siiiií».


Aparte de su permiso para cortejarla, ese día Catalina descubrió algo más. Se sentía muy a gusto acompañándolo a la escuela, y no solo porque había tenía la certeza de que sus sentimientos hacia él le eran correspondidos.

Como iba a pasar toda la tarde ocupado en sus clases, y hubiera sido muy engorroso que caminara sola los kilómetros que la separaban de vuelta a casa, Lucas le hizo una propuesta. La iba a presentar a sus alumnos, y ella podía sentarse viéndolo trabajar. Había una mesa extra al lado de su pupitre, en donde ella podía descansar.

Animada, aceptó su segunda proposición del día. Pero, cuando observaba embelesada al maestro en acción, no pudo menos que confirmar que hizo una buena elección. El joven se manejaba con sapiencia y con soltura ante los pocos más de diez niños que lo contemplaban con atención.

—¿Alguien puede leer este poema que Antonio Machado le dedicó a Juan Ramón Jiménez, el autor de Platero y yo?

Nadie dijo nada. Parecía que los alumnos eran tímidos o tenían miedo de que los abuchearan.

—Venga, niños —los alentó Lucas—. Lo hemos practicado el otro día. No me hagan quedar mal con la señorita. —Movió su cabeza en dirección a Catalina.

—¿Ella es su novia? —preguntó un niño con lentes, que se hallaba en primera fila.

Todo el salón empezó a abuchear. Risas y codazos, murmullos y susurros, eran lo único que se escuchaba.

Avergonzado, el doctor solo atinó a toser para luego sobarse el puente de la nariz.

«¡Chiquillos del demonio!», pensó al tiempo que le daba la espalda al alumnado.

«Creo que fue mala idea el pedirle a Catalina que me acompañara». Movió la cabeza para mirar de reojo a la joven.

Ella arrugó la frente, entre sorprendida e interrogativa. No entendía qué es lo que pasaba. Sin embargo, no debió esperar mucho. Cuando otro de los niños alzó su voz para preguntar «¿Y se van a casar?», seguido de «¿Tendrán muchos críos?» y un coro de risas final, se dio cuenta de que era la comidilla del lugar.

Resuelta, se paró al centro del salón de clases y habló en voz alta:

—Para todos aquellos curiosos que preguntáis: sí, soy la novia del profesor García.

Un coro de risas y aplausos resonó en el ambiente.

«Pero ¡qué cojones!», pensó Lucas, boquiabierto.

—Justo hoy me pidió permiso para cortejarme y yo le dije que sí —añadió, muy orgullosa y feliz.

Otra comparsa de gritos, felicitaciones y bromas se unió a la de festejos infantiles.

«¡Qué vergüenza, Dios santo!».

El joven agachó la cabeza, terriblemente abochornado.

—¿Vosotros qué decís? ¿Hice bien en aceptar su proposición? ¿El profesor García es un buen maestro?

Los alumnos respondieron al grito de «Siiiií».

—¿Pero os vais a casar?

—¿Cuándo vais a la cigüeña llamar?

—Las cigüeñas no existen, ¿no te enteras?

—¿Cómo que no?

—Mi primo Alejandro dice que, cuando una mujer se pone gorda, a punto de reventar, es que está preñada.

—¿Como las cabras?

—¿Se aparean?

—¿No has visto acaso cuando un gallo quiere pisar a una gallina y...?

—Venga ya, ¡dejen a Catalina en paz! —intervino Lucas, irritado.

«Ya les vale que mi vida personal sea motivo de discusión en clase».

—A ver, ¿nadie se anima a leer el poema de Antonio Machado? —habló, muy decidido.

Catalina se hallaba recostada en una esquina de un pupitre. Lo observaba con mucho cariño, ternura y devoción, a pesar de que él se encontrase bajo tensión.

—¿Nadie? ¿Nadie se ofrece a leerlo en voz alta? —insistió Lucas.

Un silencio sepulcral fue lo único que obtuvo como respuesta.

—Bueno, ni modo. —Movió la cabeza, resignado—. Supongo que deberemos seguir repasando y...

Le dio la espalda al alumnado. Tomó la tiza para proceder a empezar a anotar en la pizarra. En ese instante, ella tuvo una idea.

—¿Lucas? —le dijo en un susurro, imperceptible para los demás, menos para el profesor.

—Dime... —le respondió también en voz baja.

—¿Me prestas tu libro, por favor?

—¿Eh? —Alzó la ceja.

—Será por breves segundos, nada más. Luego de ello, tus alumnos volverán a ser todo tuyos.

—Va... le —dijo aún poco convencido.

Catalina tomó el libro de las manos de Lucas. Cuando sus dedos se rozaron, ambos se transmitieron cientos de cargas eléctricas combinadas de devoción, cariño y admiración.

«Este poema creo que lo he leído antes», se dijo cuando empezó a leer los primeros versos del texto que tenía ante ella.

—Bueno, niños —se colocó muy segura frente a los alumnos—, les quiero hacer una propuesta.

—¿Cuál? —preguntó el niño del frente, que tenía gafas.

—¿Pues no estáis interesados en saber si me voy a casar con vuestro profesor o no? —Ladeó la cara hacia Lucas, con una sonrisa traviesa.

Él abrió los ojos como plato.

—¿Y se casarán?

—¿La ceremonia será en Monda o en Málaga?

—En Marbella me han dicho que hay una iglesia muy bonita. Ahí se casaron mis padres.

Ella no pudo evitar sonreír ante el desparpajo de los niños.

—¡Esperad! Les voy a responder todas las preguntas que tienen sobre vuestro profesor y yo...

Un vitoreo de hurras se escuchó en todo el salón.

—Peeeero —añadió Catalina—, primero deben cumplir con una tarea.

Los niños callaron y la miraron expectantes ante lo que iba a decir:

—Uno de vosotros deberéis leer, en voz alta, el poema que vuestro profesor les ha pedido.

«Este poema lo he leído antes, sí. Ahora lo recuerdo. Me gustaba mucho releerlo cuando era niña y feliz».

—Pero recién estamos aprendiendo a leer, profesora —acotó el niño de gafas, que estaba sentado en el primero de los pupitres.

«¿Profesora?», resonó en los oídos de Catalina para su gran sorpresa.

—Es verdad.

—Ese poema es muy largo y difícil de leer.

La joven volteó hacia el profesor para encontrar apoyo. Él asintió, desanimado, al tiempo que se acercaba hacia ella y le susurraba:

—No me sorprende. Varios de ellos faltan mucho a clases porque se dedican a estar arando en el campo o con el ganado todo el día. Ya con que vengan una vez al mes, siquiera, es un gran avance.

—Ya veo —dijo con tristeza.

Pero, cuando creía dar su batalla por vencida, hubo un detalle que capturó su atención.

Al fondo, un chiquillo delgaducho, que estaba sentado a la esquina, al lado de la ventana que daba para la calle, parecía estar muy concentrado con algo. Cuando ella alzó un poco más la cabeza para confirmar qué era lo que lo mantenía ajeno a lo que ocurría, no pudo menos que sonreír de emoción.

—¿Eh, tú? —lo llamó al tiempo que se dirigía caminando hacia él—. El niño vestido con el mono de tirantes...

No fue hasta que Catalina se colocó al lado del susodicho, que el alumno se dio por enterado:

—¿Cuál es tu nombre? —le dijo al tiempo que agachaba la cabeza para ponerse a su mismo nivel.

El niño lo miró, con la frente arrugada. Poco convencido, volteó su rostro hacia Lucas.

—Vamos, Javi, contéstale a la señorita.

—¿Te llamas Javi? Bonito nombre.

—Javier, mi nombre es Javier. No me gusta que me llamen Javi. —Frunció más el ceño—. Eso es para los críos.

Catalina abrió la boca, sorprendida. El niño no debería tener más de diez u once años.

—Vale, Javier. —Trató de disimular una sonrisa—. ¿Tú sabes leer?

El aludido asintió.

—Bien. ¿Podrías leer este poema para tu profesor y tus compañeros, por favor?

—Claro. Esto está chupao'.

Le entregó el libro. Javier se levantó de su asiento y empezó a declamar:


¿No eres tú, mariposa,

el alma de estas sierras solitarias,

de sus barrancos hondos

y de sus cumbres agrias?


Apoyado sobre su pupitre, Lucas no pudo evitar contemplar, embobado, y pensar cómo Catalina había cambiado desde que se la había encontrado. Cual mariposa salida de su capullo, empezaba a alzar sus alas hacia la libertad.


Para que tú nacieras,

con su varita mágica

a las tormentas de la piedra, un día,

mandó callar un hada,

y encadenó los montes

para que tú volaras.


¿Quién diría que aquella que tenía al frente era la misma mujer malherida, asustada y con el alma rota que había yacido a sus pies, meses atrás, implorante de ayuda y caridad?


Anaranjada y negra,

morenita y dorada,

mariposa montés, sobre el romero

plegadas las alillas o, voltarias,

jugando con el sol, o sobre un rayo

de sol crucificadas.


Ahora, con sus heridas sanadas, su autoestima restaurada y con sus alas curadas, era una mariposa morenita, pero dorada a la vez. Morena, porque el bronceado de su piel dejaba ver que era una mujer independiente, que había aprendido a hacer hasta las labores más fuertes del campo. Dorada, porque brillaba más fuerte que los mismos rayos del sol, que iluminaban a través de la ventana.

Era una Catalina renovada, segura y con cualidades que todavía le quedaban por descubrir, como las de ahora, cuando se había metido en el bolsillo a su alumnado. Era una mariposa a quien había ayudado a crecer en su capullo, animado a alzar sus alas y volar con su color moreno y dorado. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top