🚫 C A P Í T U L O 1 8 🚫

—¡Virgen Santa! —habló en voz alta Catalina, como si le adivinara los pensamientos a Josemi.

Todos contemplaron al doctor, boquiabiertos, mientras un frío viento entraba por la puerta que se hallaba abierta, a pesar del calor de esa noche de verano. Solo transcurridos unos segundos, en los que doña María se dio cuenta de que debía indagar más en lo que les había contado, hizo la pregunta de rigor que todos se morían por formular:

—Si no es impertinencia, ¿nos puede contar más detalles de su charla con don Arsenio?

Lucas tragó saliva. La pesadez en su mirada, al depositarse en cada uno de los presentes, no se comparaba a nada de lo que cargaba su alma. 


**********


—Qué sorpresa verlo por estos lares, doc.

Un hombre de mediana edad cogía una botella de anisado. Sirvió un poco de ello en dos vasos. Le ofreció uno de estos a Lucas, quien con un movimiento de cabeza lo rechazó de forma amable.

—Perdone que no lo haya invitado a cenar en mi casa, pero vi conveniente que viniéramos aquí pa' hablar —agregó don Arsenio para luego beber, de un solo sorbo, todo el contenido de uno de los vasos.

El hombre se sentó sobre un viejo sofá. Ambos se hallaban en las afueras de lo que parecía ser una vieja casa, que también servía de almacén para guardar algunas cosas para la sesga.

—La Encarna me dijo que vino porque quiere pedirme permiso pa' cortejarla, pero algo me dice que está equivocada. ¿Es verdad?

Lo contempló con una mirada de desafío.

—Así es.

Arsenio se rio. Los surcos en su rostro se acentuaron más en su bronceado rostro, producto de su incansable trabajo para el sol.

—¡No ve! Estaba en lo cierto. Y dígame, doctor, ¿pa' qué soy bueno?

—¿Es cierto que usted y su gente...?

Lucas hizo una pausa. Aunque había ido decidido a encarar al hombre, el tenerlo frente a frente minó por breves segundos su resolución.

Sabía que debía tomar acción, de inmediato, si no quería que las aguas llegasen de forma violenta a su cauce. Pero también sabía que debía usar el tino necesario. No debía empeorar más las cosas de lo que ya intuía. Al contrario, él estaba ahí para tratar de llegar a la mejor solución para todos los implicados.

—Con todo el respeto que sabe que le tengo, debo hacerle esta pregunta... —habló al tiempo que percibía cómo se llenaba de sudor la comisura de sus labios.

—Dígame.

Arsenio lo contempló. Tenía un dejo entre tranquilo y desafiante, que no hizo más que provocar estrujones de nerviosismo en su interlocutor.

—¿Es cierto que usted está implicado en los incidentes de «Las ilusiones»?

El padre en Encarna soltó una carcajada, tan sincera y socarrona a la vez, que Lucas se sorprendió cuando en un santiamén su tono de voz cambió a grave:

—Doctorcito, usté será muchas cosas, menos un empanao. —Se sirvió otro poco de anisado en su vaso—. ¿Por qué pregunta lo que ya sabe?

El aludido tragó saliva. Le sorprendió el desparpajo con el que el hombre, aunque sea de manera indirecta, se atribuía las muertes de unos seres humanos.

En otras circunstancias, Lucas podría haber compartido bando con él, pero se calló. Compartía muchos ideales con él, era cierto. El carné del partido que guardaba en uno de los bolsillos de su pantalón era el mismo que el padre de Encarna enseñaba con orgullo adonde fuese, con la diferencia de que hacía tiempo ambos hombres se habían dividido en dos caminos distintos.

—¿Sabía que los hijos de los dueños de «Las Ilusiones» solo eran unos niños? —lo interpeló con todo el pesar que su voz podía mostrar.

Los dueños a los que hacían alusión, don Efraín y Cristina Morente, tenían dos hijos, Bernardo y Blanca, quienes habían sido sus pacientes. En especial, le tenía cariño al primero de los mencionados, un niño que, a pesar de todo el dinero que su padre tenía, no pudo impedir que anduviera en silla de ruedas por una polio mal tratada. Y aunque era consciente de su movilidad limitada, el chiquillo en más de una ocasión le había contado ilusionado que le gustaría ir, en el verano próximo, al campo para cazar mariposas con otros niños.

Cuando se enteró de su muerte, Lucas no pudo evitar explotar en rabia. Había derribado todo lo que se hallaba sobre su escritorio y pateado su silla. Luego, cuando toda su ira se había por fin desbordado, se agachó y enterró su rostro sobre sus piernas. Su frustración e impotencia infinita fueron bañadas por las lágrimas de su gran pena, mas no desaparecidas.

«¡Así no se hacen las cosas! Así no...», se dijo en aquella ocasión.

Y, aunque ya había transcurrido unos meses desde lo sucedido, no por eso significaba que iba a ser cómplice de sus antiguos protegidos.

—¿Y usté sabía que el padre de esos chiquillos, don Efraín, violó a la hija de uno de sus jornaleros, el Rubiales?

Lucas abrió ampliamente sus ojos.

Si hacía memoria de a quien se refería Arsenio, el Rubiales era un trabajador de la finca «Las ilusiones». Este era viudo y con solo una hija, una chiquilla que debería tener unos dieciséis o diecisiete años.

Había escuchado rumores de que, meses atrás, la habían encontrado herida cerca del riachuelo aledaño a «Las ilusiones», y no dudó en querer hacerse del caso. Sin embargo, cuando hizo sus rondas médicas en el lugar, se le hizo extraño que el padre no llevara a su hija a la clínica para que la examinase y curara sus heridas. Cuando hizo las indagaciones del caso, se enteró de que ella se negaba a salir de su casa. Tiempo después, le habían contado que la habían visto en la plaza, en evidente estado de gestación. Y aunque después de varios intentos, por fin, había conversado con el Rubiales y le había indicado que su hija debía tener supervisión médica, este se negaba rotundamente. Decía sentirse avergonzado porque habían mancillado su hogar. Lo que desconocía era que el finado don Efraín, el dueño de «Las ilusiones», fuera el responsable de tan condenable hecho. Ahora varias cosas tenían sentido.

—Así que fue por eso por lo que quemaron su finca, ¿verdad?

—Se lo merecían.

La mesa retumbó. Don Arsenio había depositado, con mucha furia, el vaso que acababa de terminar de beber.

—¿Y acaso los hijos tienen la culpa de lo que hacen sus padres? —Lo encaró, con la indignación en su rostro—. ¡Bernardo solo tenía diez años!

El temblor en su voz, mezclado con rabia, furia e indignación, era palpable en el ambiente. Tenía ganas de coger al padre de Encarna del cuello de la camisa, zarandearlo, golpearlo e increparlo de que aquel bondadoso niño era muy al contrario de su padre, don Efraín, un hombre conocido por ser déspota y cruel con la gente a su cargo.

—Una lástima lo que pasó —acotó Arsenio—. Supongo que son lo que ustedes, los intelectuales, llaman «daños colaterales» —dijo con desprecio.

Lucas no pudo más. Se levantó de su asiento y caminó para encarar al señor. Cada avance que daba para acortar su distancia pesaba más que el plomo. Era como, si tocara el suelo del mismo infierno por el calor de la ira y rabia que despedían sus pasos.

—¡Qué daños colaterales ni pollas! —alzó la voz al tiempo que su respiración y latidos de su corazón se agitaban.

El dolor e indignación que recorrían toda su piel le impedían formular con claridad lo siguiente que quería añadir.

Don Arsenio lo miró desafiante. Dejó a un costado de la mesa el vaso que había estado bebiendo y se levantó de su silla.

—Le repito: ¡los hijos no tienen la culpa de lo que hagan sus padres, y más si son unos niños como Bernardo, que no se pueden mover por su cuenta! —habló con el temblor en su voz. Tenía unas ganas inmensas de llorar, pero se contuvo, aunque fuera de manera momentánea—. Los testigos cuentan que estuvo pidiendo ayuda hasta el último minuto y... y... y... ¡Ustedes son unos hijos de puta!

Al escuchar su insulto, el hombre dio dos pasos para estar a pocos centímetros del doctor.

—¡El padre de ese niño es un hijo de puta, no yo! Explotando a mi gente por una miseria, desde que sale el sol hasta la noche. Haciéndolos dormir en el suelo, junto al estiércol de las cabras. ¡Se hacen ricos a nuestra costa, mientras nosotros pasamos hambre y miseria! Esa gente es una hija de puta. ¡Se merece lo que les pasó y mucho más!

—¡Bernardo no tenía culpa de lo que hizo su padre!

—¡Y la Rosa no tenía la culpa de lo que hacía el Rubiales! ¿Sabe por qué don Efraín la violó? ¿Sabe, doctor? —avanzó hasta estar cara a cara, frente a frente, opinión frente a opinión—. Porque su padre era dirigente sindical, y pedía mejores condiciones de trabajo y de sueldo.

El médico abrió con amplitud sus ojos. Lo que acababa de decir le era información nueva.

—Y para que el Rubiales ya no le jodiera más y se pusiera lacio, fue y se cargó a su hija, y con ella a él. ¡Se cargó a ambos y están jodidos, porque esa niña está manchada y ningún hombre se va a querer ahora ennoviar con ella! ¿Cómo la ve, doctor? Pobre gente, ¿no es así? ¡Ni una mierda!

Lucas agachó la cabeza, entre decepcionado y asombrado. Se masajeó el puente de la nariz al tiempo que sacudía su rostro.

—Yo.... Yo no lo sabía. —Lo contempló con la mirada ensombrecida.

—Usté está muy cómodo en su posición de hacerse el bueno con mi gente —agregó—, pero usté nunca sabrá lo que es pasar hambre, miseria o humillación. Tiene una paga asegurada, techo y comida, educación, ha viajado y tal... Tiene todas las comodidades a los que cualquier persona puede aspirar. ¿Nosotros? Nosotros para los señoritos y toda la gente de esa calaña valemos la misma mierda. Pero los que valen una mierda son esa gente, y como tales, ¡les vamos a hacer pagar!

Arsenio alzaba el rostro y lo miraba con una furia tal, que Lucas no pudo contrarrestar.

Retrocedió unos pasos, le dio la espalda y se sentó en uno de los sofás, pensativo, cansado, derrotado. Cuando, por fin, pudo procesar que la sucesión de terribles hechos había traído dolorosas consecuencias a inocentes, se preguntó en qué mundo estaba viviendo y si valía la pena creer en los ideales que defendía.

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