🚫 C A P Í T U L O 1 7 🚫
Lucas se detuvo en seco. La revelación de lo que intuía, pero que se había negado a aceptar, lo había golpeado y de manera poco sensata.
Era cierto que había sido consciente del nerviosismo que la sola cercanía de ella le producía. Era cierto que se había percatado que gustaba de posar sus ojos en los castaños de ella, en sus labios y en la curva delicada que hacían al hablar. Era cierto que su mal día cambiaba, y su sola presencia lo iluminaba, cambiando sus tristezas por alegrías y sus preocupaciones por ilusiones. Era cierto que para él Catalina ya no era solo su paciente, no.
Empezaba a tener por ella pensamientos que no podía procesar, emociones difíciles de aceptar, sensaciones que debía prohibir. Todo esto debía acallar, ocultar y nunca más dejarse llevar. Porque ella estaba bajo su cuidado, era su paciente, y él debía seguir su ética de médico de manera obediente. Y hasta ahora había sabido sortear las tentaciones que su sola presencia lo habían agolpado, de manera incesante, una y otra vez.
Cuando, a pesar de su bien cerrado vestido, este dejaba mostrar su curvilínea figura y no podía evitar posar su vista en sus generosas caderas. Cuando sus modales, finos y elegantes, la hacían andar de una manera que él consideraba embriagante. Cuando las pocas veces que sonreía, agradecía a los cielos el que aquel característico lunar, por encima de la comisura de su labio derecho, se acentuase todavía más. Tenía todas las credenciales de él, pero él se negaba a ver... hasta ahora.
Al comprobar que Josemi rozaba aquella piel que se había negado acariciar; ver que le provocaba aquella tierna, pero también atrayente timidez; escuchar aquellas palabras que solo en sueños se había permitido formular toda la razón, toda la ética, toda la compostura lo abandonó.
Se había convertido en un hombre furibundo que solo sentía, su ética perdía y que su corazón a mil por hora latía. Uno que se enojaba, que gritaba y que insultaba. Desconocido para muchos, hasta para sí mismo.
Cuando la compostura volvió a sí, no supo qué decir. Solo con miradas nerviosas, latidos trepidantes y gotas de sudor que llenaban su frente de un brillo fulgurante, le dejaban ver que su cuerpo se había manifestado y sincerado, al fin. Pero ¿lo haría su corazón? No lo sabía.
Todavía no estaba seguro de qué paso dar, de si era apropiado avanzar, porque todo lo que envolvía a Catalina le era un misterio; más, por lo mismo, le era atrayente, cada vez más envolvente y se clavaba en su mente, en su alma, y en su corazón, haciéndole perder la razón.
Catalina dominaba su cordura, pero debía esforzarse, una vez para no llegar a la locura. Él era un médico y debía repetírselo a sí mismo, una vez, ignorando las peticiones inquisitivas de doña María, aunque sea de manera momentánea. Porque, ¿qué podría decir a estas alturas? ¿Que se había mostrado impetuoso, al que la sola presencia del intrépido Josemi lo había dejado ver ante los demás como un hombre temeroso y celoso? Imposible. Y haría todo lo que estuviese a su alcance para salir bien parado de aquella bochornosa situación, y para ello apelaría a sus doctes de actuación.
—Discúlpenme —les dio la espalda a los tres—, vengo cansado y... —Meneó la cabeza al tiempo que se masajeaba con los dedos derechos la frente que tenía tensa—. Estoy estresado. Vengo de hablar con don Arsenio. Lo que está pasando en los alrededores... la quema de la finca «Las ilusiones» y la de la iglesia de Pizarra el otro día. Todo esto me desborda y...
Volteó para contemplar a Josemi. Lo escudriñó con la mirada adusta, como quien apreciaba, y a la vez respetaba, a su rival de duelo, en una pelea del Viejo Oeste.
El muchacho, aunque era más joven que él y de casi nula educación, sabía que era objeto de miradas de varias mujeres del lugar. Josemi era de cabello castaño rojizo, con ese dejo entre rebelde y misterioso que a muchas parecían encandilar. Era más alto que el doctor, y de una contextura atlética envidiable, gracias a que su faena en el campo lo había mantenido en buena forma.
Lucas era todo lo contrario de Josemi, ya que, que su pasión por los libros lo habían convertido en un ratón de biblioteca, como él mismo se calificaba. A su vez, su pálida piel, producto de su ascendencia inglesa por parte materna, contrastaba sobre manera con la bien bronceada piel del chiquillo, gracias a sus tareas extenuantes diarias en el campo, bajo el sol.
Uno, bien educado; el otro, campechano. Uno, delgado, el otro fuerte para ayudar en el campo. Pero, ambos, de buen corazón y unidos por su sentimiento a quien se había sentado en la esquina de la habitación.
Catalina aprovechó el silencio repentino para descansar. Se arrejuntó sobre una vieja silla de madera. Se preguntó cuándo descansarían porque sentía que tenía ambos pies hinchados. Le iba a preguntar al doctor si la podía examinar, y luego retirarse a dormir, pero primero quería saber cómo terminaba todo aquello. La actuación de Lucas le era extraña, por lo que, antes de requerir de sus servicios, quería asegurarse de que estuviera tranquilo. Pero había un asunto más que le intrigaba: la conversación que había tenido con el padre de Encarna.
—Perdónenme, no debí portarme así con usté —se dirigió a Josemi con sinceridad—. Sé que no es excusa, pero simplemente ya no puedo más...
Se sentó a un sofá que se hallaba a pocos metros de donde se hallaba Catalina. Se ocultó la cara entre las manos para luego añadir:
—Lo siento, pero ya no doy más.
Josemi le iba a preguntar a qué se refería, pero alguien más se le adelantó:
—¿Nos puede contar qué le pasa, doctor? —le inquirió doña María al tiempo que se sentaba a su costado—. ¿Cómo le fue con Arsenio? ¿Por qué está estresado? ¿Qué diablos está pasando?
Lucas alzó la vista hacia el techo. Buscaba soltar las palabras que delatarían lo que había estado sospechando, pero a la vez se preguntó si estaba haciendo lo correcto. Don Arsenio era una persona amable, pero justa con su gente y demás. Entendía por lo que luchaba, pero no estaba de acuerdo con sus maneras y procederes. Pero, si no buscaba pronta una solución, todo iba a convergir en una terrible situación.
Suspiró profundo. Había hecho bien en hablar con él hoy, aunque se diese cuenta de lo delicado y peligroso de todo el panorama.
Movió su vista hacia cada uno. Podía confiar en los presentes, claro que sí, aunque su mente le dijera que no debía soltarlo aún. Pero, si no lo hacía de una vez, aquella verdad lo terminaría por carcomer:
—Don Arsenio y su gente han estado detrás de la quema de algunas propiedades de la zona y...
El grito mudo que escapó de la boca de doña María fue tal, que hizo estremecer no solo a los presentes, sino también a las pocas luciérnagas que había cerca de ellos. La luz que rodeaba el lugar a través de los candiles parecía haber sido absorbida por la sombra de la preocupación y de la tensión.
—Yo —Lucas tragó saliva—, creo que lo sospechaba. ¡Qué cojones! ¡Claro que lo sabía! —alzó la voz, para luego bajarla—: Malditamente, lo sabía.
Bajó la mirada. Agachó la cabeza para no afrontar los sentimientos de amor por Catalina que recién había confirmado, los sentimientos de culpa que lo carcomían por distanciarse de la gente a la que tanto apoyaba y quería.
Josemi lo miró serio. A diferencia de las dos mujeres, él estaba al tanto de varias de las acciones del lugar. Y aunque no había participado de manera activa con su gente, estaba de acuerdo con sus peticiones y reclamos. Por lo mismo, le dio ganas de decirle chivato, traidor, cobarde, de no ser porque, aunque sea de manera momentánea, no quería avivar más el fuego de la tensión entre ambos. Ya suficiente había tenido con que lo insultara antes.
—¿Está seguro? —habló, muy preocupada María—. ¿De verdad?
—Lo es, mujer, lo es —habló con pesadez.
—Pero sé que la Guardia Civil estuvo buscando a los responsables de la muerte de los señoritos de «Las Ilusiones». Si no tuvieron piedad con esa gente, solo encontraron sus huesitos al lado del río Guadalhorce y... —Su cuerpo se estremeció de solo imaginarse que había estado conviviendo ese día con personas que vivían al margen de la ley—. ¿Qué va a hacer, doctor? ¿Los va a delatar? Porque si no le decimos a las autoridades, seríamos cómplices y... ¡Ay por Dios! —Se hizo la señal de la cruz— ¡Que me perdone nuestro Señor!
—No lo sé, María, no lo sé. —Entrecerró los ojos—. Pero eso no es lo más grave.
—¿Qué me quiere decir?
Lucas se secó con un pañuelo el sudor que caía a borbotones por todo su rostro. Aunque era verano, era evidente que la alta temperatura del ambiente no era suficiente para hacerle estragos sobre su cuerpo.
—Arsenio me confesó que quieren tomar este cortijo para mañana.
—¡Dios bendito! —gritó María.
—¡¿Cómo?! —preguntó Catalina con la palidez en su rostro.
Josemi abrió sus ojos con amplitud al tiempo que pensaba «Así que de verdad lo van a hacer. ¿Van a aprovechar el baile de mañana? ¡La que se va a liar, Virgen Santa!».
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