🚫 C A P Í T U L O 1 2 🚫

—¡Qué calina(1) hace, por Dio'! —Encarna se limpió el sudor de la frente con un pañuelo—. Nos hemos quedao sin agua —añadió luego de comprobar que su botijo estaba vacío—. Pero bueno, la chiquilla estaba sedienta. —Miró hacia atrás, donde se hallaban Catalina y doña María.

En el trayecto al cortijo, Catalina se hallaba pensativa, ansiosa, preocupada. Lo último que había escuchado de Encarna la mantenía inquieta, y había descubierto el motivo.

Se dio cuenta de que el sentimiento de nerviosismo, emoción y expectación que Lucas despertaba en ella cada mañana a su llegada, cada instante en que la hablaba, cada momento en que su piel tocaba era uno nuevo que no había experimentado antes, ni siquiera en los comienzos de su relación con su marido. Era amor. Y qué tipo de amor...

Sabía lo que era amar a las personas; la fiel devoción que había sentido por sus padres, por su abuela, por su mascota —un perro caniche que había tenido de niña— así como por una vieja amiga de la infancia a quien había considerado como su hermana, y lo que creía la atracción inicial por su marido, cuando recibió con sorpresa, luego con orgullo, su compromiso con el heredero de la prestigiosa familia Barquero. Pero nada, ninguno de estos sentimientos, se comparaba en una milésima parte de lo que percibía por el bondadoso doctor, su doctor.

Porque sí, a partir de ahora, en sus pensamientos no se refería a él como el doctor Lucas. Él era ahora su doctor, aquel que se había posado en sus retinas y en su corazón con su amabilidad y con su ternura. Y como tal, se moría por volver a ver sus cristalinos ojos azules, sus azules; disfrutar de su amplia y cálida sonrisa, su sonrisa; percibir de nuevo el leve toque de su blanquecina piel, su piel; aquella que la electrizaba, la estremecía y la enloquecía sin igual.

Porque Lucas era de ella, aunque este no lo supiera. Porque él le provocaba sensaciones hermosas y egoístas a la par. Porque él revolucionaba su corazón a mil por hora, pero también traía acidez a sus entrañas de unos celos... Unos terribles celos que le impedían no mirar de reojo, con el ceño fruncido y los labios tensos a quien caminaba a pocos metros más allá.

—¿Te pasa algo, muchacha? —la interpeló doña María.

—No —contestó, sin quitarle la vista a Encarna, que se hallaba metros más allá, sobre una mula.

Para la buena de suerte de las lavanderas, Josemi había regresado a tiempo para cuidar de la ropa seca. Le habían encargado cuidarla, mientras ellas se dirigían hacia el cortijo para almorzar.

—Nunca te había visto así...

—¿Cómo dice?

—Con ese semblante, digo. ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan seria?

—No suelo sonreír mucho. Hace tiempo que no lo hago.

Agachó la cabeza. No recordaba cuándo había sido la última vez que, antes de conocer a Lucas,  había sonreído con sinceridad.

—Pues en los últimos días te he visto muy sonriente —acotó—. Pero, desde que acabamos de lavar, algo te ha pasado.

Catalina la miró, pensativa. Aunque se moría por preguntarle más sobre la vida personal del doctor Lucas, si tenía novia o, peor aún, esposa, no se sentía con la confianza necesaria de abordar ese tema.

—Josefa, ¿tú crees que podrías llevarme mañana donde tu prima, a la ciudad? —habló Encarna, a quien se la podía oír con nitidez, a pesar de estar un poco más adelante.

—¿A la que es peluquera?

—Sí.

—¿Y eso?

Pos que quiero hacerme esas ondas que están de moda. Si el doctor va a hablar con mi padre y él acepta, le voy a pedir que venga conmigo al baile de mañana.

Catalina sintió que algo en su interior se retorció.

—Quiero verme guapa como las pijas(2) —añadió Encarna con desdén—, que lo único pa' lo que sirven es pa' tenerlas de referencias. Incluso, creo que me veré más guapa que doña Matilde; sí, señor.

—Cualquiera de nosotras es mejor que esa vieja de mierda.

—¡Pos claro!

Las mujeres se rieron al unísono, a excepción de Catalina y de María.

—Si no fuera porque dependemos de ella y de don Julián, no me daría pena que casi la quemaran la otra vez —informó Josefa.

—Casi se les va la olla —acotó Pilar.

—Bien merecido se lo tienen, por explotadores —acotó Josefa.

—Tienes razón —dijo Encarna, con el rostro muy serio—. ¡Pijos de mierda!

—¡Eh! —intervino doña María—. ¿Te refieres a los dueños del cortijo?

—Sí —le contestó Josefa.

Doña María tragó saliva.

Al llegar al cortijo «Los nogales», había descubierto que los dueños del mismo eran la familia Huelín y que, la dueña de esas tierras era Matilde Huelín, prima hermana de Celia Castel, la mujer para la que había trabajado años atrás.

—¿Y cómo es eso de que casi queman a la señora? —añadió María, tratando de ocultar su nerviosismo por lo que acababa de enterarse.

Aunque doña Celia había fallecido años atrás, sus hijos y demás familia con la que había tratado durante su tiempo de servicio siempre se habían mostrado muy amables con ella, por lo que todavía les guardaba respeto y cariño.

—El otro día, cuentan que fue a Málaga con sus hijos, al bautizo de no sé qué pariente, ¡y las milicias quemaron la iglesia!

—Se cargaron al cura y a algunas beatas de la iglesia —habló con orgullo Josefa—. Y los ricachones que estaban se salvaron por un pelo.

—Más suertudos esos capullos(3)...

—Pero no siempre tendrán la misma suerte.

Un coro de risas la acompañaron.

Catalina se quedó boquiabierta ante el desparpajo y el desprecio con el que hablaban. Solo doña María, que antes había suspirado de alivio al saber del buen destino de los parientes de doña Celia, se unió a su asombro, y rechazo:

—¿Cómo pueden hablar tan tranquilas de eso¡ ¡Por Dios! —exclamó la señora.

Las aludidas la miraron con el ceño fruncido, entre asombradas y ofendidas.

—¡Que son personas! —alzó la voz María—. ¡Como tú o como yo!

—¿Qué van a ser personas esos ricachones y curas de mierda, señora?

—Si nos tratan como bestias...

Pos claro.

—Les apestamos.

—Es lo mínimo que se merecen los muy jodeputas —se quejó Inma—. A mi Nancho no le quieren subir el jornal.

—Ni a mi Francisco.

—No se puede seguir viviendo con una peseta al día, ¡por Dio'!

—Yo por eso no veo las horas de ennoviarme con el doctor Lucas —afirmó Encarna, muy segura de sí—. Ya me cansé de vivir en la miseria.

—Apúrate, que con la edad que tiene, ya te lo ganan. ¿Cómo sabes que está soltero?

—La Juana habló con él, el otro día, y se informó.

—Ahhh.

—Es viudo, no tiene novia, así que tengo el camino allanado.

Al escuchar esto último, un bálsamo de tranquilidad envolvió a Catalina. Se había estado preguntando cómo podía enterarse de la situación de pareja del doctor Lucas, aunque no pudo evitar sentirse culpable cuando sus ojos se posaron en su dedo anular derecho, en donde meses atrás había llevado su anillo de casada.

—¿Viudo?

—Sí, viudo. Se casó siendo un chiquillo y al poco tiempo su mujer murió por un trancazo(4).

—Vaya. Ya se me hacía raro que no tuviera novia ni mujer. Con lo bueno que está... —dijo Inma al tiempo que una sonrisa ladeada, de picardía, se dibujaba en su rostro.

—¡Eeeeeeh! ¡Que el doctor Lucas es mío! Adema', ¿le quieres ser infiel al Nancho?

—No me seas chivata(5), anda. Que es broma.

—Uhmmm...  —le habló poco convencida.

—¿Y cómo era su mujer?

—¿Eh?

—¿Que cómo era su mujer? Rubia, morena, pija o una campesina como nosotras.

Encarna hizo una mueca de fastidio.

—El doctorcito es muy bueno y nos atiende a todos por igual, seas pobre o seas rico, por eso se hace querer en la comarca.

—Eso es algo que admiro de él... y por eso me gusta tanto —habló Encarna con complacencia.

—Pero eso es una cosa y otra, su gusto por las mujeres.

—Que va a hablar con mi padre hoy en la noche, ¡él me lo ha dicho!

—¿Pero le va a pedir para que seáis novios, no?

—¡Pos claro! ¿Qué ma' va a ser? Me ha lanzado los tejos desde que me conoció.

—¿Ah, sí?

—Ese día me ayudó a subir los cestos de ropa a la mula. A ninguna de vosotras dos, no.

—Ay, qué orgullosa —masculló Inma de rabia.

—Y la semana pasada me regaló un pañuelo para secarme el sudor del sol.

—¡Qué chulada!

Al escucharlas, Catalina sintió que se quería bajar del borrico en donde viajaba, para no escuchar más. Mientras Encarna le contaba a las lavanderas sobre las atenciones que Lucas había tenido con ella desde hacía meses atrás —como alabarla por la comida que hacía o felicitarla por ayudarlo en un parto en una finca vecina, gracias a que era comadrona— su interior cada vez le carcomía más. Y se hubiera marchado para no continuar enterándose de cómo él la galanteaba, de no ser porque seguía teniendo dificultad para movilizarse y tenía miedo de perderse, al desconocer la zona.

Pos aligérate, Encarna, que te lo puede ganar una ricachona. Si lo mandan a la capital, como el anterior doctor, y mandan a su reemplazo, ya no tendrás oportunidad.

—Antes de eso, ¡me ennovio con él y lo obligo a casarnos!

—¿Y si le gusta otra mujer?

—Si es una ricachona de la comarca, seguro que no sale viva. ¿Acaso no sabías que lincharon a unos señoritos de Pizarra?

—Sí, me enteré. Pronto va a haber una revolución.

—Y van a arder más iglesias y ricachones de mierda.

Un murmullo de susurros, seguido de un coro de risas, se oía en el camino, aunque dos personas del grupo estaban enmudecidas por las revelaciones de las que se acababan de enterar.

Doña María pensó intervenir y aclararles que, entre los señoritos —como ella llamaba a las personas de dinero— había gente de buen corazón, como doña Celia y su familia, que no se merecía morir de una forma tan cruel, menos que esto inspirara carcajadas y burlas tan crueles como las que escuchaba.

Catalina, por su parte, experimentaba un sudor frío que le recorría toda la piel. Aunque tenía ganas, desde lo más profundo de su ser, de enfrentar a Encarna y llenarla de preguntas para saber con más detalles la relación que tenía con Lucas, prefirió callar.

Por primera vez, le era palpable la agitada y violenta España de la que había escuchado, solo por noticias en la prensa y radio. Y cuando se percató de que, lo que ella creía inicialmente no eran habladurías, como gente de su entorno había calificado a los rumores de levantamiento social que había en la provincia, se dio cuenta de que debía ser prudente.

El miedo se impuso a sus celos. Ahora más que nunca su amnesia, y con ello el ocultar su identidad y verdadero estatus social, le eran convenientes en ese lugar.


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1) ¡Qué calina!: ¡Qué calor!

2) Pijos: personas ricas.

3) Capullo: estúpido, imbécil.

4) Trancazo: una gripe muy fuerte.

5) Chivata: persona que delata.

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