3. El palacio de las moscas
¡Come el Tiempo la vida, ¡oh dolor! ¡oh dolor!
¡Y el oscuro Enemigo que el corazón nos roe,
Con nuestra propia sangre crece y cobra vigor!
EL ENEMIGO, Charles Baudelaire
El gato atravesó el muro de un salto y echó a correr por el estrecho callejón. Caía una fina llovizna, una de esas lluvias que sin llegar a mojar, resultan molestas. Las gotas solo eran visibles bajo las mortecinas luces de los faroles que se levantaban, toscos y enclenques, en cada esquina de aquel desolado barrio.
Aquel era el barrio de la magia, del mal de ojo, de las cartas del tarot y las velas con formas humanas. Era el barrio de los gatos negros. El mito decía que si un habitante de París llevaba a su casa un gato nacido en los territorios de Malaveur, jamás enfermaría y sería acompañado toda su vida por la buena fortuna.
Los niños tenían miedo de perderse entre sus tiendas, los callejones eran laberínticos y no había carteles que señalaran los nombres de las calles. Tampoco los autos se aventuraban a pasar por allí. Incluso los que no conocían el barrio siempre encontraban un motivo misterioso para llegar a su destino sin tener que internarse en él.
Las callejuelas estaban sucias. Y el gato detestaba la suciedad. De mal humor, se detuvo y comenzó a lamerse el lomo. Con disimulo, mantuvo sus amarillos ojos en la oscuridad que había dejado atrás. Lo vio. El muchacho lo había estado siguiendo durante los últimos diez minutos. Era bajito, delgaducho y tenía cara de no haber comido hacía siglos. Vestía unos pantalones raídos y una camiseta que el tiempo y el uso habían teñido de gris. No obstante, al gato le gustó el muchacho. Y por eso estaba dejando que lo siguiera.
El animal reemprendió la marcha. Los faroles iluminaban su impecable pelaje negro y la campanilla que llevaba al cuello tintineaba a su paso, de manera que el chico tan solo tenía que seguir la musiquilla para no perderlo.
Ah, aquel muchacho olía tan bien. No debía tener más de quince años. El aroma de su carne era intenso, salvaje. Al gato se le hacía agua la boca.
De repente, el animal se detuvo frente a una tienda cerrada. Y, en menos de un instante, desapareció.
El muchacho parpadeó. Había jurado que el maldito gato se había detenido junto a aquella tienda de brujería. Desorientado, se dirigió hacia la entrada del local y contempló con miedo el viejo letrero de madera.
«EL PALACIO DE LAS MOSCAS», anunciaba el cartel. Tenía pintada una grotesca calavera blanca y una vela roja encendida. El tiempo las había difuminado, pero todavía era visible la macabra sonrisa desdentada del cráneo. El muchacho habría jurado que la llama de la vela se había movido, como acariciada por el viento.
Las puertas de la tienda estaban cerradas. El sitio tenía aspecto de estar abandonado. Todo en aquel barrio lucía como muerto. Lo único vivo eran los gatos y una anciana le pagaría mucho dinero a la muchacha si lograba llevarle uno de ellos.
El chico se llamaba Michel, tenía quince años y se había escapado del orfanato donde vivía. Hacía dos años que Michel vivía en las calles con Julien, otro muchacho que se encargaba de cuidarlo y de que no pasara hambre. A Julien no le importaba que Michel se pusiera faldas o que quisiera jugar con muñecas. Desde siempre lo había protegido de los niños más grandes que se metían con él llamándolo «mariquita» o cosas peores. Había curado sus heridas cuando lo golpeaban y les había dado su merecido a aquellos brabucones en varias ocasiones.
Michel acercó el rostro al escaparate. El vidrio estaba empañado por una gruesa capa de polvo. Por detrás de la mugre, alcanzó a distinguir los objetos expuestos, todos amontonados torpemente sobre un trozo de tela roja carcomida por las polillas.
El bello rostro del chico se torció en un gesto de asco. En el escaparate había muñecas apuñaladas con alfileres, sapos metidos en frascos, velas con formas grotescas. Definitivamente, los rumores tenían razón. Ese barrio estaba embrujado y era la morada de hechiceras, vampiros chupasangre, hombres lobo y otros seres igual de horripilantes. Solo una bruja pondría a la venta muñecas vudú y cadáveres de animales.
Sorprendido, pegó su nariz al vidrio y abrió los ojos al máximo. Una lechuza muerta, con las cuencas de los ojos vacías (el cartel que tenía a su lado rezaba que los ojos se vendían por separado) estaba adherida a un soporte de madera que la mantenía erguida, con las desvaídas alas desplegadas.
Michel dio un respingo. La puerta del negocio se abrió y una melodía como de cristales acariciándose se oyó por encima del silencio nocturno. Estático y mudo, observó al diminuto anciano jorobado que salía de la tienda, arrastrando los pies y con una escoba en la mano. Lo primero que pensó fue que el viejo se montaría en la escoba y saldría volando.
Pero no fue así.
El anciano caminó lentamente hasta el cordón de la acera y comenzó a barrer las hojas que habían caído del árbol que estaba en la esquina y que el viento había arrastrado hasta su tienda. Vestía una larga túnica púrpura muy parecida a un camisón de mujer y en los pies llevaba unas babuchas negras, llenas de parches y costuras mal hechas.
—¿Buscas algo, querido? —le preguntó el anciano a Michel, sin voltearse—. Si quieres conquistar alguna jovencita puedo ofrecerte caramelos del amor. Están baratos ahora, pero subirán de precio cuando llegue San Valentín.
Michel no supo qué responder. No quería conquistar a ninguna chica (ya tenía a Julien), tan solo había llegado a Malaveur en busca de algún gato para vendérselo a aquella vieja loca. El anciano se giró. Sus ojos eran pequeños, casi dos diminutos pinchazos acuosos sobre su pálida piel apergaminada. Michel pensó que debajo de esa túnica tan ancha, el anciano debía ser realmente delgado. Sus manos eran esqueléticas y llevaba las uñas peligrosamente largas y filosas.
A Michel no le gustaba nada ese anciano.
—Solo quiero encontrar un gato —susurró.
El viejo le sonrió. O al menos, eso le pareció a Michel que había intentado hacer. La boca se curvó hacia arriba en un gesto grotesco, ridículo. Michel no podía saber si el anciano tenía los ojos abiertos porque las pobladas cejas blancas casi le llegaban hasta el párpado inferior. Estaba calvo con excepción de unas pelusas plateadas que le nacían en la nuca. En su cabeza pelada y brillante, Michel vio las manchas marrones que llegaban con la vejez y un par de costras que bien podían ser de heridas antiguas.
—Mi gata dio a luz hace un par de semanas —dijo el anciano, echando la basura por la rejilla de la calle—. Puedo regalarte una de sus crías.
Michel ahogó un jadeo de pura y genuina felicidad.
—¿De verdad? ¿Cuándo podrá dármelo?
El anciano se rio con una risa aguda, vibrante.
Michel pensó que era su día de suerte.
Iba a llevarle a aquella vieja un gato recién nacido, se dijo. ¿Qué podía dar más suerte que un gato que acababa de nacer, que jamás le había dado su suerte a nadie?
Siguió al anciano hasta el interior de la tienda. Quiso taparse la nariz, pero le pareció que sería de mala educación. O el viejo estaba mal del olfato, o en verdad no le importada que su tienda apestara.
El sitio olía como la habitación de los bebés, pensó Michel, recordando el olor fétido que emanaban los pañales sucios de los huérfanos que todavía no aprendían a caminar. Parecía que algo se estaba pudriendo allí adentro.
Las estanterías se erguían hacia el techo como piezas de dominó y estaban repletas de botellitas minúsculas, velas, estatuillas, frascos rotulados y varillas de incienso. Había libros desperdigados por el amplio mostrador cubierto de polvo, por el suelo, en las vitrinas. En un rincón, Michel observó algo que le pareció humo. Se frotó los ojos. Sí, era humo. Era de color gris perla, brillante, y se elevaba por encima de los bordes del sucio caldero que borboteaba, salpicándolo todo con un espeso líquido de color ámbar.
A Michel le silbó el estómago. No había comido nada desde la mañana y sabía que si no le llevaba el gato a la anciana, era probable que tampoco comiera al día siguiente.
—¿Qué es eso? —le preguntó al anciano, señalando el caldero con la cabeza.
El viejo cerró la puerta de la tienda, pasó la llave y puso el cartel de cerrado. Michel, que estaba concentrado en el suculento brebaje que hervía detrás del mostrador, no lo advirtió.
—Mi cena —susurró el anciano, notando las intenciones del muchacho—. Ya está casi lista. —Y al advertir el anhelo en los ojos de Michel, agregó—: desde que mi esposa murió, siempre cocino de más...
Michel sonrió, comprendiendo la indirecta. Al fin comería algo. Un poco incómodo, recordó que era posible que Julien siguiera arrastrando el hambre desde la mañana. Se sentiría culpable al comer, sabiendo que su amigo no lo haría.
El anciano sacó dos platos de detrás del mostrador y apagó el fuego. Con un cucharón llenó ambos platos de aquel brebaje ambarino y le pasó uno a Michel.
—Ten cuidado o te quemarás —le dijo, a sabiendas que el chico estaba demasiado hambriento como para obedecer.
Y así fue. Michel recibió el plato con ambas manos y, haciendo caso omiso del vaho caliente que flotaba sobre la superficie, se lo llevó a la boca y bebió.
El anciano, que se había colocado de espaldas al mostrador, oyó el golpe sordo que produjo el cuerpo al desplomarse. El plato estalló contra el suelo, transformándose en un charco de chispas brillantes. El brebaje se derramó, manchando la ropa del chico, goteando por sus brazos desnudos.
En cuanto el silencio hubo vuelto a la maloliente tienda, el anciano dejó su plato sobre el mostrador y se acercó al joven desmayado. Su piel había palidecido más y su pecho subía y bajaba con una rapidez estremecedora.
Michel agonizaba.
—¡Thadeus! —gritó el anciano, ya seguro de que el chico no despertaría.
Al instante, el gato negro que había guiado a Michel hasta la tienda saltó hacia el mostrador y se quedó allí arriba, mirando directamente a los ojos de su amo.
—Te corresponde el honor.
Thadeus maulló y se bajó del mostrador. Se subió sobre el cuerpo de Michel y con un arañazo rasgó su sucia camiseta. Solícito, el anciano, que se llamaba Maldoror, apartó los jirones de la tela y los lanzó por los aires. Cayeron sobre el caldero.
El gato comenzó a rasguñar el bajo vientre de Michel y Maldoror comprendió. Lentamente, acabó de inclinarse y le desabrochó los pantalones. Se los quitó de un tirón, y la cabeza llena de rizos se giró sola hacia un costado. El chico tenía la boca entreabierta, por los gruesos labios escapaban los siseos del último aire que respiraría en su vida.
En cuanto Maldoror acabó de desnudar a Michel, el gato negro, que seguía de pie sobre su vientre, monopolizándolo, se deslizó hacia su cuerpo y enterró la cabeza en su cuello. Michel emitió un gemido ahogado, un lamento agudo y tembloroso que no tardó en apagarse.
Maldoror se apoyó sobre el mostrador mientras observaba a Thadeus beber la sangre del chico y pensó que recurrir a niños vagabundos los obligaba a correr ciertos riesgos que podrían poner en peligro su salud. ¿Y si la sangre del muchacho padecía de alguna de aquellas extrañas podredumbres humanas que el sexo insalubre había puesto de moda?
Además, se notaba que era un niño que jamás se había alimentado adecuadamente. Su sangre seguramente sería débil, como vodka mezclado con agua.
Cuando Thadeus acabó de alimentarse, Maldoror extrajo una daga de entre los pliegues de su túnica. El gato, saciado, se apartó del cuerpo y se tumbó de costado sobre el suelo para presenciar el espectáculo de su amo alimentándose.
Maldoror siempre consentía que Thadeus comiese antes que él. Era una vieja costumbre que seguían manteniendo desde hacía muchísimo tiempo, cuando todavía Thadeus era el amo y Maldoror, su aspirante en las artes de la nigromancia y la magia negra.
Maldoror se acercó al cuerpo sin vida de Michel y dejó la daga en el suelo. El muchacho ya estaba muerto, había fallecido luego de que Thadeus diera los primeros sorbos.
El muchacho ya estaba muerto, pero su aroma delicioso seguía flotando en el aire...
Extrañamente dulce, suave, la joven esencia humana se mezclaba con el resto de sus fragancias corporales; el violento hedor del sudor que mojaba sus axilas, allí donde una esponjosa mata de vellos oscuros se asomaba hacia fuera. A Maldoror le fascinaba oler a sus víctimas, especialmente si eran tan jóvenes.
Cuando acabó de olfatear las axilas del muchacho, deslizó sus ancianos dedos por el vientre plano y aterciopelado, acariciando la carne con un deleite casi sacro, digno de un ritual tan obsceno como erótico. Maldoror inclinó la cabeza y acarició con la nariz la cicatriz del ombligo. Respiró profundamente. El huequecito seguía tibio y el aroma que se concentraba en su interior era intenso, animal. En ese momento, Maldoror recordó por qué le gustaban los niños vagabundos. No se lavaban con frecuencia y eso hacía de sus cuerpos unos intoxicantes cócteles perfumados.
Maldoror abrió los ojos. Thadeus lo miraba fijamente, como burlándose del placer que el anciano hallaba en ese cuerpo muerto. Desvió la mirada. Los ojos de Thadeus lo ponían nervioso. Amarillos, grandes, redondos, sin pupilas, Maldoror a veces olvidaba que esos ojos habían sido como los suyos hacía mucho tiempo.
Soltó los cabellos de Michel y le volteó el rostro. La piel del muchacho era suavísima, como el pétalo de una rosa recién cortada. Maldoror le rasgó la mejilla con una uña, y la inmaculada piel se abrió como un capullo mientras una perla roja y brillante comenzaba a asomarse.
Maldoror se alimentaba así, con elegancia. No soportaba el desorden de Thadeus, pero, por supuesto, jamás se había quejado.
Lamió la sangre que brotaba de la mejilla. Una sensación caliente, vibrante, se fue extendiendo por su cuerpo, comenzando por el ápice de su lengua. Luego viajó por su saliva, atravesó los canales de su garganta y se volcó en su estómago.
Y entonces, comenzó.
El hambre de Maldoror, despierta luego de esa pequeña dosis de alimento, se hizo dolorosa. Haciendo a un lado los buenos modales, se dispuso a comer de verdad.
Frente a él, Thadeus lo contemplaba todo, casi sonriendo.
Maldoror, echado como estaba sobre el cuerpo de Michel, lo recorrió entero con la punta de los dedos, tal vez buscando el lugar más apetitoso, el rincón donde la sangre brotara imperiosa, más dulce que en cualquier otra parte del cuerpo.
La luna se asomó por el escaparate. Parte de su brillo fue opacado por el polvo acumulado sobre el vidrio, pero un par de destellos débiles cayeron sobre la silueta de Maldoror mientras bebía.
Ya había encontrado el lugar. Volteó a Michel de un manotón. Lamió la arteria largamente y mordisqueó la carne, para ablandarla. Y cuando todo estuvo listo, dejó salir sus colmillos y los enterró allí, profundamente y sin piedad.
La luna iluminó los contornos de la figura de Maldoror durante todo el tiempo que duró aquella carnicería. Los minutos parecían alargarse, hacerse horas. El único sonido que se oía era el burbujeo de la sangre de Michel en la boca de su asesino... y el pasaje de esa misma sangre atravesando su garganta.
Cuando finalmente Maldoror se irguió satisfecho, la luna ya no iluminaba el rostro de un anciano.
Ahora ese rostro era el de un hombre. Un hombre joven, hermoso y radiante. Los ojos seguían siendo negros, pero habían comenzado a centellear, cargados de maldad, atravesados por el resplandor tembloroso de las velas.
Maldoror había rejuvenecido gracias a la sangre de Michel.
Se puso de pie, se relamió los labios para limpiarlos y se quitó de un zarpazo la vieja túnica púrpura.
Thadeus se estiró sobre el suelo, bostezó y cerró los ojos. No le importaba lo que Maldoror hiciera con el cuerpo del muchacho, él ya estaba saciado por esa noche.
Maldoror examinaba la calidad de su recién adquirida juventud. La sangre de aquel niño vagabundo había resultado mejor de lo que esperaba. Desnudo, se giró hacia el espejo que estaba detrás del mostrador y admiró su nueva imagen. Las arrugas de su rostro se habían borrado, al igual que las bolsas oscuras debajo de sus ojos. Ahora tenía cabello, una larga cortina negra que le llegaba hasta la mitad de la espalda. La joroba que tanto le pesaba había desaparecido y toda la piel de su cuerpo se había estirado, quedando lisa y limpia de imperfecciones. Los músculos de sus brazos y sus piernas ahora estaban llenos y cuando dirigió la punta de sus dedos a su pecho, lo notó rígido como una roca. Maldoror sonrió. Sus labios ya no parecían uvas resecas, se habían inflado y habían recuperado su color y su suavidad. Hasta los dientes habían rejuvenecido: eran blancos, fuertes, perfectos.
Eufórico, Maldoror se llevó las manos a la cabeza, entrelazó los dedos en su cabello y los arrastró hasta las puntas, peinándolo. Su pelo era suave como la seda.
Thadeus maulló y el nuevo Maldoror salió de su trance. Debía apresurarse. Sin preocuparse por su desnudez, se inclinó, alzó el cuerpo de Michel y se dirigió al fondo de la tienda.
Quedaba sangre suficiente.
Mezcló hierbas y polvos, y untó el cuerpo con un brebaje humeante. Mientras, susurraba la palabras que había memorizado hacía siglos, cuando el mundo era más pequeño y el océano era el alféizar del universo. En su laboratorio, Maldoror preparaba los chismes que les vendía a los seres humanos para divertirse. Le entretenía ver el entusiasmo de los ojos femeninos cuando vendía una poción de amor, le causaban repugnancia las mujeres que compraban velas negras para deshacerse de las amantes de sus maridos.
Maldoror depositó el cuerpo de Michel en una mesa. Podía haber asesinado a miles de humanos, pero la naturaleza de la muerte siempre lo intrigaría. Jamás descubriría a dónde iba todo el calor de esa piel o por qué el tacto de esos brazos y de ese pecho eran ahora tan distintos.
—Ciérrale los ojos, hechicero.
Maldoror dio un respingo. Una sombra alargada se extendió sobre él y sobre el cuerpo de Michel. A su lado se había materializado un hombre alto, fornido, de chispeantes ojos negros y piel pálida. Vestía una túnica de color azul oscuro con capucha que solo dejaba a la vista sus botas.
El hombre rodeó la mesa, tomó la cabeza de Michel con cuidado y la observó sin decir nada. Luego acercó su otra mano a su rostro y extendió los dedos hacia sus ojos.
—No importa cuánto disfrutes al pensar que te observan —exclamó el hombre. Su voz era ronca, como la de un fumador crónico—. Debes cerrarles los ojos porque el alma humana no abandona el cuerpo cuando el corazón deja de latir. Si su pupila retiene la imagen de su asesino, su alma se sentirá inquieta, puede que hasta sedienta de venganza. Supongo que no querrás que un ejército de fantasmas ande merodeando por tu tienda, ¿verdad, hechicero?
Maldoror carraspeó.
—Claro que no, señor.
El hombre sonrió con frialdad.
—Bien. Me sentaré aquí a observar.
Maldoror quiso hacer aparecer una silla, pero en su nerviosismo solo logró conjurar un taburete de tres patas. El hombre volvió a sonreír y se sentó sin decir palabra. Mientras contemplaba a Maldoror, el hombre se quitó la capucha. Tenía la mitad de la nuca rapada y lucía una larga cabellera blanca que le llegaba hasta la cintura. Canturreando algo en voz muy baja, extrajo de su bolsillo una pequeña bolsita y comenzó a trenzarse el cabello.
—¿Tienes algo filoso? —le preguntó a Maldoror.
El hechicero se volteó. El hombre sostenía entre sus dedos una perla de color rojo. Maldoror se estremeció y susurró unas palabras ininteligibles.
—Como sea... —respondió el hombre. Y mientras alzaba la perla hasta la altura de sus ojos, Maldoror vio horrorizado cómo la agujereaba con la punta de la uña de su dedo índice. Terminada la faena, el hombre ensortijó la perla en un mechón y siguió trenzándose el cabello.
Temblando de pies a cabeza, Maldoror siguió con su labor, intentando no oír los lejanos gritos que oía y que cada vez se hacían más fuertes.
La mujer era rubia y delgada, casi salida de una pasarela de modas. Estaba recostada sobre una cama que, claramente, no le pertenecía: cuando se movió ligeramente hacia su izquierda, estuvo a punto de caerse al suelo. La cama era demasiado pequeña, la mujer dormía cuatro puertas más allá de ese dormitorio, junto a su marido, quien ahora estaba dando clases en el conservatorio.
Un hermoso gato persa se subió a la cama y comenzó a frotar su cabeza contra los pies descalzos de la mujer. Ella no le hizo caso: sus ojos claros estaban perdidos mucho más allá de los muros de ese dormitorio... que tampoco le pertenecía. Su cabello caía sobre sus hombros, desordenado y tal vez algo sucio, y se desparramaba por una almohada que aún conservaba el aroma de su propietario.
Lentamente... los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. Podía sentir aquel aroma, podía dejar que esa suave fragancia a colonia masculina mezclada con perfume de ropa le embotara los sentidos. Incluso podía quedarse allí toda la tarde, ignorando el hambre, dejar que el sol girara alrededor de esa lujosa casa ubicada en un barrio privado de París y que cada rincón se transformara en un valle de sombras...
Más tarde, su marido se encargaría de despertarla. Tal vez comieran juntos, tal vez él hiciera la comida. O tal vez no. Quizá abriría la puerta y se recostaría junto a ella y dejaría, también, que el llanto lo arrastrara.
A pesar de que era media tarde, la pequeña habitación del edificio ubicado sobre la calle Etienne de La Boètie estaba completamente a oscuras. Lucienne y Absalón se habían puesto de acuerdo en algo por primera vez en una semana. Primero, Absalón había rescatado de un cesto de basura un periódico viejo. Luego, Lucienne había entretenido al dependiente de una tienda mientras Absalón robaba un carretel de cinta adhesiva. No se podían permitir gastar el poco dinero que tenían.
Después, mientras Lucienne daba cuenta del café frío y los bollos (que sospechaba que tampoco habían sido conseguidos del modo tradicional) Absalón cubrió la ventana con las hojas de periódico sin dejar un mínimo resquicio libre para la entrada de la luz solar.
Se habían metido en la ducha juntos, demasiado adormilados como para quejarse u objetar nada. Cada uno se ocupó de su cuerpo, sin mostrar atención o interés por la desnudez del otro. Finalmente, habían caído dormidos sobre la cama, todavía mojados, fastidiados por el insoportable calor que se concentraba allí adentro por culpa de la ventana cerrada.
El sol fue descendiendo por el horizonte, dejando a su paso una brillante estela de nubes sangrientas. Las primeras estrellas comenzaron a hacerle guiños a la ciudad que, luego de un intenso día despierta, bostezaba inquieta, lista para irse a la cama. La luna, la misma que había sido testigo de la cruel muerte de Michel, quedó oculta detrás de una nube color ceniza que el viento empujó hasta ella. Detrás de las nubes, un cielo de color anaranjado con vetas de púrpura pronosticaba posibles lluvias y quizás algo más.
Esa noche, cuando Absalón despertó, supo que habría tormenta. La temperatura de la habitación había descendido al menos unos siete grados. El ajetreo diurno se había ido desvaneciendo y un silencio enmascarado se había apoderado de la ciudad, roto ocasionalmente por el gemido de algún autobús o el traqueteo de los trenes.
Era extraño, pensó Absalón. Esa ciudad no era así de silenciosa.
Del cesto del baño, rescató una hoja de periódico. "¿HA VISTO A ESTE MUCHACHO?", rezaba una foto... y allí, un joven rubio le devolvía la mirada a Absalón desde sus ojos claros. Con los dientes apretados, Absalón abolló la hoja en su mano, que luego se prendió fuego y quedó hecha un montoncito de cenizas sobre el suelo del baño...
Se llevó la mano a la nuca. Su cabello seguía húmedo. Sorprendido, se dio cuenta de que todavía iba desnudo. Pero su ropa estaría mojada, se lamentó, abriendo la ventana. Ambos habían lavado la ropa mientras se duchaban y luego la habían colgado de la ventana, atándola a un cable que habían encontrado bajo la cama cuando llegaran al edificio.
Las prendas colgaban del décimo piso como las grotescas banderas de algún reino lejano. Flameaban a favor del viento y, para alivio de Absalón, ya estaban secas.
La ventana abierta arrastró hacia la habitación la primera corriente de aire. El ambiente en el pequeño dormitorio se había viciado por la falta de ventilación, se había calentado y mezclado con los olores, obligatoriamente humanos, de los cuerpos de ambos, con el hedor a humedad de la mancha del techo del baño y con las esencias no humanas que también despedían sus cuerpos. El aire allí adentro era un perfecto asco.
Absalón se puso los pantalones y se sentó en el alféizar de la ventana. Esa noche no saldría solo. Había decidido ponerle fin a la reclusión de Lucienne. No tenía sentido dejarlo encerrado. Su verdadera naturaleza estaba aflorando y si cometía una locura, la culpa solo sería de Absalón. Pero él todavía tenía muchas dudas. No comprendía lo que había ocurrido con Lucienne, no podía saber dónde habían quedado sepultados sus recuerdos. Respiró profundamente. Él ya había decidido que no quería que esos recuerdos regresaran. No era su culpa, demonios... era que... Lucienne ahora estaba junto a él, dormían juntos, casi se llevaban bien.
Absalón jamás se había imaginado que eso pudiera suceder alguna vez, en toda la eternidad.
Pero por otro lado, ¿cuál era el precio? ¿Engañarlo, esconderlo, huir para siempre de aquellos que querían encontrarlos a ambos?
Estaba funcionando bien, pensó, con la mirada fija en la luz roja que parpadeaba sobre una antena lejana. Hacía una semana que no ocurría nada interesante, nada de que lo que tuviera que preocuparse. Pero él sabía que la tranquilidad no sería para siempre. Algo sucedería, alguien los vería, alguien los delataría. Absalón no podía negarse a acudir ante los humanos que lo invocaran, de la misma forma en que Lucienne no se había podido negar a comer el bollo relleno de dulce de frambuesa. Lucienne estaba hambriento. Y si Absalón dejaba de alimentarse por cierto tiempo, también lo estaría.
Eso era un detalle que en verdad le preocupaba. No sabía en qué momento volvería el verdadero apetito de Lucienne, si es que algún día regresaba. De repente, Absalón temió estar compartiendo la cama con un ser humano.
Imposible, se dijo, se repitió, se gritó.
La esencia de Lucienne seguía oliendo a rosas, a vino, a sal marina. Pero ¿qué significaba el azufre? Absalón no tenía idea. Y además, el hábito de sueño de Lucienne era normal. O lo que Absalón consideraba normal. ¿No había estado a punto de escapar para poder disfrutar de los últimos minutos de noche que quedaban del día?
Esos pensamientos lo aliviaron y lo aliviarían siempre que dudara de la naturaleza demoníaca de Lucienne.
Absalón se giró hacia el interior de la habitación y lo contempló. El chico estaba recostado boca abajo, con la mejilla derecha pegada a la almohada. Seguía desnudo.
Absalón suspiró de nuevo. Si de ser sincero se trataba, tenía que aceptar que el nuevo Lucienne le hacía sentir incómodo. No a causa de su cuerpo, sino de su carácter. Lucienne se había transformado en un mocoso llorica. Era comprensible, pensó. El chico pensaba que era humano. Y los humanos eran tan débiles, tan vulnerables. Lucienne se sentía desamparado, perdido, solo. Y si Absalón tenía pensado mantenerlo engañado por más tiempo, debía intentar confortarlo para evitar que hiciera alguna tontería que los pusiera en peligro a ambos.
En silencio, se acercó a él. No tardaría en despertarse, pensó. Su rostro lucía relajado y saludable. Su piel todavía olía a jabón. A Absalón le habría gustado sonreír, pero se contuvo. Le acarició el cabello húmedo, paseó los dedos por su nuca y llegó hasta su espalda. El chico emitió un ronroneo suave y Absalón se sentó a su lado cuidadosamente, para no despertarlo. Lucienne siempre había odiado que lo despertaran.
Absalón frunció el ceño. Algo brillaba bajo el rostro de Lucienne. Turbado, se dio cuenta de que era la gema. Estaba activa. Alguien, quizás algún ser que ellos conocían, la había activado. No había nada que Absalón pudiera hacer con respecto a eso. La gema siempre sería de Lucienne y a menos que él muriera o decidiera legarla, nadie podría hacerse con ella.
Y exactamente eso, pensó Absalón, era lo que había ocasionado el desastre que estaban viviendo.
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Hola, gente! Muchas gracias por seguir esta novela :)
Hoy conocimos a uno de los malos! O dos, jeje... Y también conocimos brevemente a dos personajes que aparecerán más adelante.
Espero que les esté gustando la novela :D Y si les gusta, pueden votar y/o dejarme un comentario!
Gracias y nos vemos el domingo que viene!
Sofi
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