Afuera, por la noche, había hecho mucho frío. Aunque sentía calor ya en ese momento, para nada me hizo recapacitar sobre lo malo que todo se apreciaba.
A pesar de estar resguardada entre esas paredes rígidas, me contemplaba más sola que en la intemperie, cuando me quedaba en el abrazador sol. Todavía recuerdo cómo terminé allí, aunque me dolía hacerlo en aquél entonces, pues la herida en mi cabeza seguía sin sanar del todo.
«Debí haber corrido con mayor velocidad», recuerdo haberme dicho a mí misma.
Tuve que demostrar más agilidad, pero no pude. No di para otro poco. Aun así, no pensaba quedarme de brazos cruzados, ya había llorado mucho y tenía que pensar en la forma de salir de ese encierro. Ya saben, tenía que retomar mi camino para subir de nuevo a ese tren.
La niña que era en ese entonces tenía tan solo doce años. Era demasiado ingenua, y se notaba mucho; enserio, estaba muy tonta. De todos modos, ya que me insistieron, les voy a contar sobre esta aventura que, a la fecha, me sigue encantando narrar.
Eso sí, no es solo mera emoción de recordarlo todo, sino más bien que me hace sentir, en parte, especial por haberlos conocido. Es más, también es porque me hace revivir todo como si fuera la primera vez. Y aunque son raras las ocasiones en que me creen cuando lo cuento (incluso a las personas de mayor confianza en mi vida), lo cierto es que la mayoría solo cree al ver al mismo tiempo, y no por separado.
Como ya saben, tan solo era una niña que creía saber de la vida. Pero a pesar de haber crecido en una familia humilde (por no decir pobre), desconocía en su totalidad las verdades que se me ocultaban allá afuera. Sí, fue cierto, no pude correr más cuando venían detrás de mí esos canallas. Me habían agarrado dormida y soñando con profundidad, muy metida en una escena donde mi madre me gritaba exasperada por haber roto toda la vajilla que saqué de la vitrina.
«¡Lidia, te dije que no estuvieras jugando con esos platos!». Las exactas palabras se repitieron en mi cabeza.
Estaba triste en ese sueño, ya que a mi santa madre no la había tenido cerca cuando tuve que irme, y ni un «adiós» pudo existir entre nosotras para conectarnos con un último recuerdo bonito. Lo postrero que venía a mi mente en esos ayeres había sido eso: la vajilla rota que tiré, sin querer queriendo, un día antes de mi huida. Aquello fue un accidente bastante adecuado para mi edad, o eso pensé yo cuando me atraparon, luego de haberla sacado para jugar con mis amiguitas de aquel entonces: para presumir, más que nada, pues era de lo poco que gozábamos de valor y digno de pavonear. Eso había que agradecérselo a mi ex papá postizo, que nos la dejó antes de irse. Y eso que ni siquiera era de él, sino de su familia. No obstante, mi madre había planeado venderla para sacar un dinero extra, pues las medicinas de mi abuelita eran, por mucho, primordiales ante solo un bonche de platos de porcelana.
Así que tuve que aprovechar la ocasión. Y sí, los rompí, pero me alegra haberlo hecho, porque si no hubiese sido de ese modo nunca habría incurrido en mí la idea de abandonar todo a las prisas.
Una madre con apenas y trabajo, una abuela enferma a quien amaba tanto como a mi madre, y poco o nada más con qué sostenernos (lejos de unos platos empolvados, cuya existencia, al final, terminé echándomela...). Con todo eso, era más que obvio que algo resultaría, ¿no?
Y les digo, si no lo hubiera hecho, la culpa jamás me habría empujado a llegar hasta el lugar por el cual soy capaz de contar esta historia.
Cuando subieron a violento modo y de infraganti al tren, solo un alarido de las pocas mujeres que intentaban cruzar al «otro lado» nos despertó a todos. Fue muy sorpresivo el momento, y para mí, había sido la verdadera sorpresa inicial del viaje. Antes de eso, cuando subí a «La Bestia» por primera vez, me había asegurado de evitar verme débil ante el resto de los pasajeros que montaban su lomo. Después de todo, el ser una niña (la única de la caravana agrupada) me hacía ver ya como un pedazo frágil de carne ante un camino lleno de buitres.
«Toda una hazaña». Me gusta verlo así cuando alguien a quien le cuento me dice que fue una locura, por no decir tontería... o estupidez. Ya no soy tan tonta... A esta edad ya sé que muchos se quedan con ganas de decirme eso... En fin.
La verdad, sí lo fue, pues lo mismo me dijeron muchos cuando me junté a ellos en la caravana, sobre todo las mujeres que iban en compañía de sus esposos, normalmente sin hijos, afuera en la intemperie. Y digo afuera porque, más bien, los llevaban cargando dentro, como canguros bajo el resguardo del vientre de su madre, apenas con unos meses de gestación. Hasta ellas sabían que ese no era un camino para la inocencia, pero entendían el sacrificio y mis razones, las cuales empataban a la perfección con la historia de muchos otros. Esas gentes que venían todavía más lejos de donde yo, en primera instancia, personas de afuera de México; de los países del centro y otros sitios, huyendo de la decadencia o de la impunidad de sus lugares de origen. Ellos sí se echaban el trabajo de la locura encima, pues las marcas del cansancio y el martirio en el rostro los anunciaban a sus llegadas.
Saliendo de Mazatlán, Sinaloa, yo avancé las primeras horas de viaje en tren de forma muy rápida, por lo menos hasta la primera parada que, la verdad, estuvo solo a dos horas de recorrido. No fue la gran cosa para el montón de centro americanos que llevaban días montados, pero para mí resultó un alivio. En primer lugar, porque implicaba que ya a esas alturas estaba cada vez más anclada a la realidad de en verdad cruzar la frontera, y en segundo porque en ese primer descanso hubo una considerable cantidad de mujeres que abordaron; cosa que me pareció relajador como no tienen una idea.
Unas cinco, estoy segura, todas adultas, con sus maridos al lado y otras en compañía de su soledad, igual que yo. Se miraban serias, pero aun así intenté acercármeles para cruzar miradas y de tal modo poder resguardarme en su compañía, pues antes de ellas éramos solo diez hombres y dos mujeres. Para mi mala suerte, ellas pertenecían a conjuntos de familias que parecían ser muy comandadas por el jefe de su grupo.
Yo no me les había podido acercar así nomás porque sí, pues me amedrentó el trato hermético con el que las conducía el hombre que las acompañaba. Peor todavía, me asustaba notar que uno de esos señores me miraba de repente, como si de alguna forma u otra le interesara. Tuve que hacerme la dura, buscar compañía, otras personas de buen corazón con quien pudiera atrincherarme antes de que las emociones me hicieran tropezar.
Fue entonces que la señora Carmen me dirigió la palabra para invitarme de su bolillo, como una señal divina atendiendo mis súplicas de miedo, culpa de permanecer tan abandonada a mi suerte.
Era una señora amable, serena y hasta callada a cierto punto. Sin embargo, cuando sonreía me transmitía un confort tal como si pudiera contarle cualquier cosa, igual que a una amiga. Creo que, en últimas, me habló a mí porque supo que conmigo podría tener una buena charla, eso y que yo no paraba de ver su bolillo con ojos que brillaban. Carmen me invitó no nada más de un pan entero para mí, sino también un refresco en lata y la paz de evitarme estar en medio de los llamados de atención del resto de hombres.
Tuve que aprovechar a la mujer, pues ella se bajaría pronto de La Bestia en el siguiente descanso. Cosa que, cuando me lo dijo, me apachurró el corazón; casi pude oír cómo crujió igual a cristal pisado.
―¡No te bajes tan pronto! ―le rogué sin darme cuenta de que así sonó, como una súplica.
―Lo siento, niña, a mí el camino de La Bestia ya no me convence ―dijo con su voz arrugada, acentuada en un timbre ajeno a mi experiencia y enfilándose a ser la voz de alguien de la tercera edad demasiado pronto―. Y a ti tampoco debería. Este no es un camino para los niños, ¿o ves a alguno por aquí? Y de ser así, de ser que los vieras, te lo aseguro, no irían solos. Menos siendo una niña como tú.
Me tuve que quedar callada, pues sus palabras habían calado en mí y su mirada me infundió un fuerte respeto, ya que se asemejaba mucho a la mirada de mi mamá.
En ese entonces todo lo que me dijo me hizo dudar demasiado.
Tanto que casi opto por seguirla, acompañarla en su desviación que iba a tomar, pues bajaría, si mal no recuerdo, en la siguiente estación. Ahí, habría de resguardarse en un albergue para conseguir trabajo. Al parecer esto, las monjitas que ayudaban en ese lugar invitaban a los migrantes a que se quedaran, ya sea a trabajar ahí o a otro lugar donde hubiese una labor digna que hacer. Pero, sobre todo, en palabras de Carmen, «un trabajo que no implicara la muerte».
Ella hizo lo que me había dicho, se subió conmigo con el resto de la caravana y bajó en la siguiente parada, no sin antes hacer un último esfuerzo para llevarme. La historia de horror que tuvo que pasar para llegar hasta ahí fue de lo más inoportuna. Aunque, más que nada, yo la consideré la historia que la llevó a querer abandonar el famoso «sueño americano». Habiendo experimentado el ser una delincuente por cruzar indocumentada la frontera de Guatemala con la de México, su peor experiencia no fue haberse casi ahogado al cruzar el río Suchiate, ni caminar descalza varios kilómetros hasta llegar a la primera parada de La Bestia, a la que se subiría con llagas en los pies; ni esconderse en el monte cuando oía patrullas pasar cerca de ella y su grupo. No, nada se comparaba con haber tenido que ser toqueteada por un hombre asqueroso que la asaltó estando ya del lado de México. A punta de pistola, la despojó de lo poco que traía y la revisó a fondo para ver que no lo engañase. Lejos de su integridad como persona, como mujer, el hombre decidió despojarla también de lo más invaluable: su dignidad (al menos a su parecer). Con lo cual, le introdujo los dedos hasta un lugar donde no debía, para así cerciorarse de que en realidad le estaba diciendo la verdad.
Una historia cruda que vivían un montón de mujeres que se perdían por ese camino, donde el diablo caminaba cerca para susurrar los peores deseos que pueden aflorar en un ser humano.
Llámenme también ustedes tonta, llámenme terca, o incluso táchenme de lo que sea peor en sus cabezas... Pero... ¡Ah! Pese a que el miedo me caló en el alma, sobre todo cuando noté que Carmen en realidad quería llorar con enjundia (pero por mí presencia no lo hacía), yo me aferré a seguir. Sabía bien por qué. Era una razón que poseía dos nombres: Ángela y Albina.
En ese entonces me mordía las uñas, y me acuerdo porque eso justo empecé a hacer cuando me despedí de Carmen.
Nerviosa por dentro porque en verdad me habría gustado quedarme ahí con ella, me resguardé en los vagones cuando estuvimos en ese refugio, donde varios más siguieron los pasos de esa mujer. Yo ni siquiera me acerqué tanto a las monjitas, ya que tuve miedo de que con su amabilidad me sedujeran a abandonarlo todo en un momento de debilidad.
Y ahí estaba yo, subiéndome a esa cosa enorme que, estoy segura ahora, fue la locura más grande que pude haber hecho, por lo menos para iniciar. A pesar de dar comienzo todo con no tan largas tempestades, más que con un sol embravecido y sin conocer a nadie, el momento exacto donde volví a sentirme niña fue cuando seguí sola. Con nuevas compañías, sí, pero de igual manera abandonada y retraída en mi rincón del vagón, desde donde los paisajes fueron mi único consuelo.
Luego subieron esos tipos a asaltarnos.
Era de noche y el contraste de la temperatura fue extremo una vez llegamos a Mexicali. Fue tanto así que las personas que venían en la caravana se empezaron a acurrucar entre ellas mismas, a la par de que dormían en el suelo metálico. Claro está que yo no podía hacerlo, pues no tenía a nadie conocido que me acompañara para arrejuntarme. Pudo haber sido Carmen, pero ella de seguro ya se habría sentido como en las nubes sobre un colchón agujerado. Pese a ello, no tuve mayor problema que encontrar un lugar cubierto entre los escondrijos
Pero eso no bastó para que tardaran en encontrarme.
Había bajado al resguardo de la parte más cercana al suelo, donde un pequeño balcón hacía de conexión a la siguiente góndola. Ahí me había distendido a mis anchas, envuelta con una delgada cobija de Winnie Pooh, que para nada me cubría lo suficiente de los diez grados que luego me enteré que se sentían. Oí a medio sueño un grito y luego un disparo, después solo me levanté de un salto y me quedé atenta, sentada a esperar saber qué había sido todo eso. Solo trataba de convencerme de que no era arriba en el tren, que, si de igual manera había resultado tal cual lo que se escuchó, había ocurrido debajo, al ras del suelo estático; y para variar, este último lo empezamos a dejar atrás con mayor lentitud.
No fue así, no señor.
De pronto los murmullos, que sucedieron al eco del disparo, comenzaron a tener sentido hasta transformarse en voces claras y fuertes, mismas que empezaron a arremeter contra mis demás compañeros que se hallaban vagones más adelante. Cuando escuché que los pasos sobre el frígido metal del tren resonaron con mayor cercanía a mí, empecé a entrar en pánico. Por fortuna, no estuvo nadie a mi lado que pudiera ver mi cara de auténtico sentimiento, así que lo dejé salir sin culpa.
Me puse de pie y dejé de lado la cobija, con el aire gélido atravesando el suéter rosado que llevaba encima. Poco a poco lo fui sintiendo menos cuando me puse a pensar en escapar, y la adrenalina corrió ávida por todo mi cuerpo. El tren seguía moviéndose y la única ruta de escape estaba en avanzar hacia adelante, eso si no quería aventarme al camino pedregoso, cuyo paso, aunque lento, igual resultaba amenazador.
Trastabillé a gatas sin más por los gruesos ganchos que conectaban hasta el siguiente vagón, a prisa y previendo con equilibrio el avanzar de mis extremidades. De verdad que fue la adrenalina la que me hizo estar tan concentrada en no caer, porque segura estoy de que en ninguna otra circunstancia lo habría podido hacer mejor. Una vez del otro lado, empecé a subir las escaleras, igual: con manos torpes y forzándose a su límite para escalar a prisa.
Pero los pasos estuvieron más cerca.
Subí hasta tope y entonces supe que debí haber pensado mejor lo que estaba haciendo, pues me dejé al descubierto en su totalidad.
―¡Eh, tú! ―exclamó el hombre que me vio a la luz de la luna.
Yo di un salto del susto que casi me hizo perder el equilibrio, pero me sostuve firme y mi único reflejo fue mirar hacia atrás. Ahí, frente a frente por un instante, mi perseguidor me clavó la mirada, como si él fuera el buitre y yo la carroña.
―¡Hola, chulada! ―Ahora me da asco recordarlo, pero en ese momento solo pude sentirme aterrada―. ¿Adónde crees que vas?
Tan solo me quedé congelada por cuestión de segundos, pero eso fue suficiente para notar sus intenciones y ver con claridad la pistola que llevaba sostenida con la mano derecha. Me sonrió y se estiró para que me le acercara. Por supuesto, él también vacilaba con sus pies aferrados al techo del tren, que ahora parecía convulsionarse.
―No tengas miedo, chiquita. Hazte para acá para que no te vayas a caer.
Mecí la cabeza en negación, petrificada por ver el arma que llevaba bien aferrada.
Y aunque eso fue un acto muy valiente para mí, al hombre ensombrerado no le hizo ninguna gracia.
―¡Pues aunque no te guste vas a venirte para acá, chamaca estúpida! ―Lo recuerdo decir casi como si fuera ayer, apuntándome ahora con determinación y quitando el seguro de su arma.
Aun con sus lentes de sol puestos (inadecuados para el momento), pude sentir que con la mirada me devoró.
Así que empecé a temblar y mi rostro duro, ya practicado y dominado con el tiempo, se desvaneció. Quería llorar y no pude evitar hacerlo mientras, a paso lento y dudoso, comencé mi retroceso por las escaleras.
¡Pero solo Dios sabía lo asustada que en verdad estaba!
Cada que miraba de reojo alguna parte de mi cuerpo, esta empezaba a perder con mayor facilidad el control de sí. Con ello vinieron mareas de lágrimas a salir furtivamente, eso mientras el hombre que me amenazaba se jactaba con risas al verme en ese estado.
Para mí no había sido más que impotencia y miedo, de tanto en tanto que la velocidad empezaba a descender casi a la par de mis chillidos.
Pero entonces un disparo se escuchó, uno que sentí con claridad que rosó uno de mis costados. Me solté a llorar, ya con berridos sin más y mientras encogía de súbito la cabeza entre los hombros.
―¡Apúrate, lenta! ―me reclamó el abusivo mientras continuaba burlándose.
Luego, por plena diversión, disparó tres veces más cerca de mis pies... No pude hacer otra cosa que dejar salir un grito, mientras bajaba con espasmos que me impedían agarrarme bien a la escalinata oxidada.
Luego, resbalé.
Resbalaron mi pie y mis manos, que no fueron lo suficientemente rápidos como para reaccionar y agarrarse del tramo de escalera que vi pasar, lenta y ajena a mí por un lado. El dolor me inundó con mayor rapidez de la que calculé que tardaría en llegar al suelo, y el golpe contra este mismo me aturdió tanto que perdí el sentido de la orientación. Guijarros de piedrillas y rocas enteras me punzaron el cuerpo a través de la ropa conforme rodé cuesta abajo, por un montículo de tierra que solo sentí con la piel de la cara desnuda. Por fortuna, no caí dentro de las vías del tren para morir machacada en un instante, tal como muchos otros desafortunados.
La pura inercia me detuvo, luego de ser revolcada como una muñeca de trapo. Momentos después fue que me enteré de que mi cabeza dejó salir sangre, lo que empezó a quitarme la conciencia a lentos pasos. Ya no lloré más, pues mis lágrimas se habían embarrado sobre las piedras que revolví con mi rastro. Y a pesar de estar a punto de sumirme en un descanso involuntario, la incertidumbre me inundó cuando, antes de desmayarme por completo, vi que una camioneta negra se me estacionó por delante. Todavía me acuerdo de que apenas tuvieron cuidado de quedar a escasos metros de donde yací tirada. Lo último que observé fue a más hombres armados acercarse para levantarme.
«Debí haber corrido con mayor velocidad ―me reclamaba a mí misma conforme recuperaba la razón―... ¡Mi mamá no hubiera dicho eso! Ella sabe que soy rápida. Si siempre me escapo en mis calles cuando me persiguen para llevarme los pandilleros, como ahorita. ¡Pero ahora sí lo hicieron, y un montón de gente que ni conozco! Al menos en mi rancho ―así me gustaba decirle― ya conozco muy bien a esos tarados que se llevaban a los niños. Pero estos de aquí sí me asustan. ¡Me asustan mucho!».
Y con buena razón, pues antes de subir a La Bestia me advirtieron de los peligros que encontraríamos en el camino. Con un calor lacerante desde Mazatlán, donde empezamos el viaje la caravana de migrantes locales y yo, hasta el resto de camino intermedio en donde la policía nos podía bajar en cualquier momento; los accidentes por descuido al montar el tren, así como los sicarios que, esa noche, decidieron subirse a asaltarnos. Y como habían mencionado en esa misma reunión previa a la salida: «una vez delante de ellos, se llevarán a quien se quieran llevar sin preguntar».
El frío ahora ya no fue problema pues, como ya mencioné, adentro de donde me metieron el calor me estaba abrumando. Era lámina, eso fue seguro, porque aunque estaba en su totalidad oscuro, sentí la rigidez de sus paredes mientras hiperventilaba y ahogaba mis alaridos en un último intento de hacerme la fuerte. Quizás, al fin y al cabo, el calor que sentí provenía más del subidón de adrenalina que del ambiente.
―¡Te extraño, mamá! ―fue lo que sofoqué en bajo volumen y con el nudo en la garganta estrujándome.
La mujer a la que clamaba su presencia se encontraba para ese entonces muy lejos de donde estaba. Solo nos unía el pensamiento mutuo de preocupación, del cual me había encargado de dejárselo muy presente. Si yo estaba llorando en ese momento tan desolada, no me imaginaba cómo se habría encontrado ella luego de tres días sin saber nada de mí.
Igual que yo, debía de sentir las piernas temblorosas y un dolor de cabeza punzante. Aunque ella por la preocupación y el cansancio de caminar tanto por las noches, culpa del insomnio, y yo por el dolor del golpe que me había dado.
Hubiera querido tenerla ahí para abrazarla en la oscuridad y que se encargara de mí, como lo hacía siempre en tanto se partía el lomo desde mi nacimiento: trabajando de casa en casa, haciendo la limpieza a quienes, si bien pagaban lo apropiado, también le abonaban arrugas y desvelos a su edad.
Desde ese entonces, cuando todo esto ocurrió, quizás pudo haber tenido una razón menos para preocuparse... O una más, dependiendo de cómo lo viera, y, sobre todo, dependiendo de lo que iban a decidir que harían conmigo esos hombres.
―Lo siento, mamá, yo solo quería ayudarte ―dije, ciñendo mis facciones e hincándome como si la tuviera enfrente.
Pero ahí, con mi desolada alma en pena, la ayuda supo encontrarme. Algo que solo pasaba en las películas, o, en su buen defecto, en los cuentos. Nada más sé que me recordó a uno que por mera suerte nos leyeron en la escuela, y el cual, no sabía aún (pero lo descubriría más adelante), se volvería muy real.
De repente, la oscuridad se esfumó con un brusco rayo de luz que entró con una briza gélida, tras abrirse la puerta de la casucha en la que había estado encerrada.
Pero no fueron balas ni gritos los que me recibieron, sino la voz de un hombre joven, uno que vestía igual que los demás: con sombrero de vaquero, camisa a cuadros fajada, pantalón de mezclilla, botas y, por supuesto, un arma colgada de su cinturón grueso. A este no le tapaban los ojos unas gafas de sol oscuras, sino que en su lugar un par de ojos verdes me advirtieron de una mirada muy distinta.
―¡Ssshhh! ―se apresuró a frenar mi inminente berrido―, no hagas ruido, te voy a sacar de aquí.
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