Una despedida sin promesas
Cruzar los puentes era desconcertante, por decir lo menos. Una sensación de que el tiempo se detenía combinada con la certeza de un jalón, como si fueras atado a un auto Fórmula Uno que acelerara a cuatrocientos kilómetros por hora en una fracción de segundo arrojándote contra una pared que, de hecho, era tu destino.
Sara odiaba aquella sensación. Casi tanto como odiaba la misión en la que estaban a punto de embarcarla. Hugo creía que era vital averiguar que demonios estaba pasando, y Mario lo apoyaba, como casi siempre, pero aquello no lo hacía correcto.
—¡Sara! ¡Sara, Sara! —la chica se le colgó al cuello como si no la hubiera visto en meses, porque, de hecho, así era.
—¡Jajaja! Hola, Dani, yo también te extrañaba —había crecido mucho en cinco años; aunque en el último año en que no la había visto, el estirón de la adolescencia ya había terminado, convirtiendo a su prima menor en una hermosa señorita.
—Sara, bienvenida —era extraño, aquellas tres cicatrices paralelas que le cruzaban sobre el ojo izquierdo lo hacían ver más interesante; pero definitivamente extrañaba a aquel muchacho despreocupado y mal hablado que había conocido hacía ya diez años.
—Hola, Hugo —la joven, quien todavía tenía a su prima prendada del brazo, se sintió repentinamente consciente del desastroso estado en que estaba e intentó disimularlo un poco acomodando un mechón de pelo que flotaba, rebelde, sobre su mejilla —a mí también me da gusto verte.
—Bienvenidos, todos —exclamó Hugo cediéndoles paso hacia el gran campamento al que habían llamado El Arca —Dani, llévalos a sus habitaciones y ustedes tomen un baño y descansen, pero no coman mucho porque esta noche celebramos.
Entre sonrisas, felicitaciones, saludos desde aquí y desde allá, los Cazadores se fueron adentrando en la pequeña plaza que marcaba la entrada al último bastión de la humanidad; sin embargo, en medio de la algarabía, Sara no pudo dejar de notar cómo Mario esquivaba las numerosas muestras de afecto y se escurría, taciturno y silencioso, en busca de aquella soledad en la que no dejaba de reprocharse por algo que no era su culpa.
—...y ahí estaba yo, empapada hasta los huesos, con un raquítico conejo que me había costado toda la tarde atrapar, mientras estos dos —narró Sara señalando a Edgar y Jennifer muertos de la risa —estaban perfectamente secos y calientitos, todavía atiborrándose de comida que le habían comprado a unos rodantes que habían pasado por ahí a media tarde.
Hugo y Anneliese, su novia, estallaron en carcajadas mientras Mario dejaba caer la cabeza con una discreta sonrisa, haciendo girar el vaso de aquel licor capaz de desgarrar gargantas menos aventureras.
—Oye, yo te fui a buscar —protestó Jen secándose las lágrimas causadas por el ataque de risa —pero a la señora se le ocurrió usar sus habilidades para ocultar su rastro y ni Dios mismo la hubiera encontrado jamás, así que hicimos lo único que podíamos hacer...
—¡Comer! —exclamaron ella y Edgar al unísono, provocando un nuevo coro de carcajadas.
La música no dejaba de sonar y el licor, que alguno de los jinetes destilaba en un primitivo alambique —que ya había explotado un par de veces— corría a raudales en jarras de cerámica, botes de aluminio o cuencos de madera. Dentro de todas las privaciones que tenían que sortear, Hugo y Anneliese se las habían arreglado para organizar un gran festín en honor de la vida que les había permitido reunirse una vez más.
—Silencio —pidió Hugo trepando de un salto a la burda mesa de madera —llegó la hora de los brindis —con aquel simple gesto del Guerrero, la explanada entera guardó un silencio casi reverente—. Por mis amigos que hoy volvieron sanos, salvos y enteros después de casi dos años sin verlos.
—¡Salud! —respondió a coro la nutrida audiencia.
—Por que pronto podamos poner fin a esta guerra y arrancarle el corazón al hijo de perra que nos tiene así.
—¡Salud!
—Por todos aquellos que han caído en el camino. Mariya, Chien, Gustaf, los más recientes; caídos resguardando la retirada de su escuadrón tras una emboscada.
—¡Salud! —esta vez, el brindis fue acompañado por el llanto de Pía, la pareja de Mariya, quien de inmediato fue abrazada por los que estaban más cerca de ella.
—Por la Orden del Dragón, nuestra última esperanza de recuperar lo que queda de nuestro mundo.
Ya no hubo un coro de respuestas, sólo las copas alzándose en un mudo brindis de coraje y reflexión.
Hugo era el de los discursos, el de las arengas heroicas, la cara visible de los Cinco o los Sobrevivientes, como también les llamaban. Él era la cabeza de aquel pequeño ejército que se había echado a hombros lo que quedaba de la raza humana tratando de salvar lo que pudieran.
Sí, Hugo era la voz, pero era gracias a Mario que todos estaban ahí. Paty había reunido de un golpe a los primeros cien, precisamente siguiendo el punto ardiente que marcaba la presencia del Dragón en el tejido del Universo. Al resto, casi mil hombres y mujeres, él mismo los había rescatado, ya fuera en pequeños grupos reunidos por azar o por destino, o uno por uno adentrándose en lo más recóndito de las selvas dominadas por Hambruna, hasta los más ocultos rincones de los desiertos propiedad de la Guerra o hasta las puertas mismas de algunas de las ciudades regidas por la Peste.
Mil almas, mil corazones, mil guerreros liberados y aun así, Mario siempre cargaba el peso de no haber podido salvar a uno más. Su visión en el Salón de los Espejos le había dicho que eran miles y haber reunido a solo unos pocos cientos le pesaba, no por el número en sí mismo, sino por el negro destino que el resto había tenido que enfrentar. "Uno más" , se reprochaba, "debí haber tenido la fuerza para salvar a uno más".
Sara lo vio alzando su copa con el rostro inexpresivo, pero la astilla de tristeza que se adivinaba en el fondo de sus ojos cafés, ella la llevaba clavada en el corazón.
—¡Ni uno más! —Sara dio un manotazo en la mesa, marcando la línea entre lo que ella consideraba aceptable y lo francamente ridículo.
—¡Oye, no tan fuerte! —Hugo se incorporó frotándose las sienes —algunos no nos fuimos a acostar a las doce de la noche como Cenicienta.
Sara volteó a verlo con una mueca de disgusto distorsionando las hermosas facciones.
—Es el mínimo que vas a necesitar si quieres volver a salvo —repitió Mario por enésima vez.
—Y, ¿por qué solo yo he de volver a salvo? —reclamó la Cazadora —¿Qué hay de Rodri? Estoy segura de que él también quiere volver a salvo. ¿Y Mahesh? Él también ha de tener un motivo para volver. ¡Texas es solo una niña! Es el regreso de ella el que deberías asegurar. José, Keren, Gala... puedo repetir cada nombre de esta lista y las razones por las que cada uno debería regresar en vez de mí.
Hugo era la cabeza y Mario el alma, pero Sara era el corazón. Para ella, ningún sacrificio ajeno era aceptable y ningún sacrificio propio era innecesario, era por eso que estaba perfectamente dispuesta a descartar el noventa por ciento de los nombres en aquella lista o hasta ir ella sola, si era necesario.
—No está a discusión —aseveró Mario con voz templada y gesto decidido.
—No, no lo está —advirtió Sara sosteniendo la mirada de su exnovio sin parpadear siquiera —de ningún modo voy a llevar a cien personas en una misión suicida.
—Para ser honestos —intervino Hugo arrebatándole la palabra a Mario —todas nuestras misiones son suicidas. No hay nada nuevo ahí.
—Y, ¿se supone que eso debe hacerme sentir mejor? —reprochó la morena.
—No, se supone que debe hacerte entender que no tenemos opción —Mario apoyó ambos puños en la mesa, inclinándose hacia adelante.
—Siempre hay una opción —retó la joven, sin retroceder un ápice —¿Sabes quién me enseñó eso? Tú.
Mario suspiró pesadamente. —Y entonces, ¿tú qué harías?
—Para empezar, no iría a patear el avispero. No sabemos la respuesta que podamos provocar.
—Ya lo hemos discutido —rebatió Mario, —tenemos que dejar de estar a la defensiva. Necesitamos tomar la iniciativa, no solo porque es cada vez más difícil sostener El Arca, sino por todas las señales que hemos estado recibiendo.
—Ustedes lo han discutido —lo desmintió Sara —yo ni siquiera estaba aquí.
—Y, ¿cuántas veces te mandé llamar? —lanzó Hugo, ganándose la mirada de ira de la Cazadora.
—No podía venir, estaba...
—Sí, siempre "estabas". Estabas peleando, estabas rescatando, estabas liberando a este y otro santuario, villa, viajeros de los ataques de dragones, amaroks, trasgos, etcétera, etcétera, etcétera —la interrumpió Hugo con tono cansado—. Eso era importante, pero adivina qué, esto era muy importante. Si no quisiste dejar dos días tu cruzada para venir aquí a exponer tus puntos, ahora no puedes venir a reprocharnos porque nuestras decisiones no se ajustan a tu visión idealizada de lo que hacemos. Sí, van a una misión suicida, pero no les pedimos que hagan algo que nosotros mismos no haríamos, que no hemos hecho una y cien veces. Muchos de ellos van a morir, muchos han muerto ya, no podemos evitarlo. Arriesgamos cien vidas para poder salvar millones.
—Ese es el punto, ¿por qué no lo entienden? —recriminó la joven —Cien... me están pidiendo que lleve a cien a su muerte.
—Lo entendemos, Sara —intervino Mario —por eso te vuelvo a preguntar, ¿tú qué harías? ¿Tú qué harías? Pero toma en cuenta que, lo quieras o no, tú eres más importante que ellos. Chien, Gustaf y Mariya se sacrificaron para que los demás trajeran a Noemí de regreso, porque sabían lo que ella es y lo que estaría en juego si la perdiéramos. Lo mismo es contigo, no podemos permitirnos perderte y nada tienen que ver en esto mis sentimientos hacia ti, si acaso eso estás pensando.
—Te escuchamos —repitió Hugo —propón un plan, pero toma en cuenta dos cosas: sí, está misión se va a hacer y no, no puedes ir sola... bueno, tres cosas: tú eres la única que puede hacer esto.
—¿Todo bien, Lita? —cuando pequeña, Daniela le decía "Salita", luego eso se convirtió en "Alita" y, finalmente, la familia entera empezó a llamarle "Lita".
—Sí, Dani, todo bien —aseguró Sara dejándose caer en el sillón con gesto abatido.
—Te conozco incluso mejor que Mario y mucho mejor que el tal Édgar —le recordó su prima sentándose junto a ella.
Sara recorrió la habitación con la vista, la chica había hecho un maravilloso trabajo con el pequeño departamento. Su condición de pariente de una de los Cinco le había conseguido una habitación individual y de las más grandes, además; pero era la forma en que la había decorado lo que la hacía lucir no solo más amplia, sino más acogedora que la mayoría.
—¿Manzana? —le ofreció, tendiéndole una recién lavada —el equipo de Peter y Saskia las trajeron hace una semana; una ayuda de los pocos granjeros que todavía cultivan en Polonia, parientes de Saskia, creo.
En los cuatro años desde que habían establecido el campamento, los "jinetes negros", como los habían empezado a conocer, se habían sostenido con la generosidad de granjeros y agricultores en todo el mundo, quienes se arriesgaban a ganarse la ira del Mago, con tal de ayudar al único foco de resistencia que todavía quedaba.
—Y, entonces, ¿cuál es la misión?
Sara mordió con deleite la manzana. Hacía meses que no probaba una y no pudo dejar de maravillarse por lo lejanos que parecían placeres tan simples como comer una manzana, tomar una ducha o platicar con la única familia que le quedaba.
—No puedo decirte, a menos que vayas conmigo.
—Puedo empezar a empacar ahorita mismo —aseguró la jovencita, mitad en broma, mitad en serio.
—Ni se te ocurra —reviró Sara, recalcando cada palabra.
—Como quieras, igual Hugo o Anneliese me van a decir después —Daniela no era una de ellos, es decir, no tenía el poder que le permitía a los miembros de la orden matar a un dragoide rojo de un solo golpe; aun así, se había vuelto irremplazable en la organización que Hugo había intentado establecer en el campamento, especialmente después de que el primer administrador había sido expulsado.
—OK —aceptó la Cazadora, con un profundo suspiro de resignación —Mario y Noemí creen haber encontrado el rastro de la Reina Azul.
Los ojos de Daniela se abrieron al máximo, convertidos en mudos pozos de terror. La Reina Azul, la Peste, había sido la causante de la muerte del veinte por ciento de la raza humana.
—¿Creen?
—Sí —respondió lacónicamente la morena con una chispa de furia en sus ojos.
—Ahora entiendo por qué esa carita de perra que traes.
—¡Niña, todavía soy su prima mayor, respéteme! —exigió Sara, con una enorme sonrisa que desmentía la seriedad de la frase.
—"Perra" no es ningún insulto, o no debería serlo; una perra es tenaz, es valiente y daría la vida por sus cachorros o por su manada, ¿a quién te recuerda eso? —reviró Dani con el mismo tono juguetón.
—De todos modos, no vayas por ahí diciéndole "perra" a cualquier mujer que encuentres.
—¡Jajaja! ¿Qué crees que he estado haciendo el último año? —respondió la chica de negra cabellera que le caía como una cascada por la espalda—. Pero ya, en serio: eso suena demasiado peligroso.
—Lo es.
—Pero tú, ¿vas a estar bien?
—Aparentemente, tengo que estarlo.
—No voy a quejarme por eso —respondió Daniela, recargando la cabeza en el hombro de su prima —no quiero perder a la única familia que me queda a manos de la perra esa... y ahora sí lo dije como un insulto.
—¿Están todos? —preguntó Hugo con aire indiferente y hurgándose los dientes con una ramita.
—Faltan Joao y Ellie —respondió Texas con un ligero temblor en la voz, era apenas su tercera misión y las dos primeras no habían salido muy bien.
—Si no llegan en cinco minutos vas a buscarlos —ordenó Hugo mirando a Sara en busca de su aprobación, a final de cuentas, ya era su equipo.
El aire tenía un peso extraño en la gran habitación, era una cálida sensación opresiva, "como ser abrazado por un gorila de montaña", lo describió Noemí alguna vez. En el centro del gran cuadrado de adobe, de unos veinte metros por lado, destacaba una especie de pileta circular de apenas unos veinte centímetros de profundidad pero de unos cuatro metros de diámetro, rodeada por cinco pequeños pedestales de ladrillo y uno de hierro.
—¿Coinciden? —preguntó una chica de color de hermosas facciones, que tenía una enorme cicatriz de quemadura del lado derecho de la cabeza.
—Sí, exactamente —le respondió un hombre bajito, de unos cincuenta años, tras comparar los cálculos que la chica le mostraba, con los que él mismo había hecho—. ¿Marge? —la mujer en silla de ruedas se tomó su tiempo comparando sus cifras con las de los otros dos, antes de asentir ligeramente.
—Estamos listos, Hugo —anunció José, acomodándose el parche que le cubría la vacía cuenca del ojo izquierdo.
—Magnífico, solo esperamos a que Texas regrese con Joao. Ojalá no lo encuentre "despidiéndose" de Judith, podría ser una experiencia traumática para la pobre chica —respondió Hugo con un guiño, al que Sara correspondió tornando los ojos hacia arriba.
—Mientras, vamos por las llaves —anunció Nyakim, quien se encaminó a una caja fuerte en un rincón, seguida por Marge y José.
—Y, ¿Mario? —preguntó Sara sin dejar de ver la pileta vacía que dominaba el centro de la habitación.
—No debe tardar en llegar, salió temprano para revisar que los postes de transferencia estén en condiciones para hacer el salto en dos días —Hugo se entretenía, ahora, haciendo rápidas maniobras con una navaja mariposa.
Desde que salieron del Castillo, el larguirucho parecía no poder estarse quieto más de un segundo. En los primeros meses, se inscribió en cuatro cursos que iban desde la historia de la guerra en Roma, hasta herrería básica. Ahora, según le había confiado Anneliese a Dani, si pasaba un día sin atiborrarse de actividades, en la noche sufría las más aterradoras pesadillas.
—¿Pasado mañana? —respondió Sara, extrañada —¿Tan pronto?
—Debimos habernos ido ayer, pero tu misión tiene prioridad y, ya sabes, después de eso, las Llaves necesitan descansar al menos un par de días o esta vez podríamos terminar en el fondo de la fosa de las Marianas.
—¡Cinco minutos! —gritó Marge colocando el primero de los objetos en el pedestal: el anillo de compromiso que Sara le había devuelto a Mario.
Al verlo, la joven no pudo evitar volverse a ver a Edgar, quien sostenía las riendas de su caballo y el de su esposa. Era tan diferente de Mario, no solo en lo físico, sino hasta la vibra que se desprendía de ambos era diametralmente opuesta: Mario era fuego oscuro, Edgar era agua clara. Mario podía hacerla estallar de amor o de pasión, Edgar la mantenía entera cuando sentía desmoronarse. Mario nunca podría ser solo para ella, Édgar le había abierto su vida para que ella entrara y saliera como quisiera y Sara había elegido quedarse.
Nyakim colocó la quinta y última llave en su pedestal: una flecha de Sara, pero no una flecha cualquiera: en su punta tenía mezclada la sangre de la Cazadora y la de un dragoide que se la había arrancado del pecho para luego saltar sobre ella y clavársela en un hombro, en aquella lejana batalla cuando el Mago descubrió su primer campamento, en las sierras que circundan la Ciudad de México casi al principio de la guerra.
Los tres Ingenieros entraron a la depresión circular en el centro de la habitación y comenzaron a trazar complicados símbolos en líneas rectas que partían del pie de los pedestales con las llaves y convergían en el centro del círculo.
—¿Están listos? —preguntó el Guerrero alzando la voz y parado frente al pedestal de hierro, el único que estaba vacío, al tiempo que su hacha-martillo aparecía en su mano —Nyakim, a tu señal.
La joven alzó el pulgar, mientras Hugo preparaba su arma y Sara echaba una última mirada a la puerta, con la esperanza de ver a Mario aparecer aunque fuera para un breve adiós.
Sin despegar los ojos de un elegante reloj de pulsera, herencia de su padre, Nyakim dio la señal a Hugo: —¡Ahora!
Con un suave movimiento, que en realidad llevaba detrás todo el peso de su cuerpo y la potencia de su abdomen, Hugo golpeó el pedestal, que no medía más de medio metro de alto; el poderoso golpe resonó como una campana en la habitación, enviando una oleada de poder hacia las cinco llaves que rodeaban la pileta, hasta entonces vacía.
En rápida sucesión, conforme el pulso de energía las recorría, las cinco llaves hicieron brillar los símbolos dibujados con simple tiza en el suelo: el anillo de Mario, la navaja de Hugo, el diario de Karla, el mapa de Manuel y la flecha de Sara.
Casi enseguida, los símbolos, que no eran otra cosa sino las coordenadas de su destino, comenzaron a evaporarse y la neblina resultante llenó la pileta.
—¡Ahora! —ordenó Nyakim y Hugo dio un segundo golpe, el cual hizo que las llaves liberaran un pulso de energía que se canalizó hacia la neblina brillante que llenaba el estanque.
Tras unos segundos, una porción de la neblina se transformó en un anillo de plata sólida que comenzó a entrar y salir del estanque girando en el eje de las X, un segundo después le siguió uno más girando en el eje Y y, por último uno más emergió en el eje Z.
—Tienen un minuto para cruzar —anunció José y Sara asintió.
—Ya lo escucharon —avisó la Cazadora —Jen y Edgar van primero, aseguren el perímetro. Los demás los siguen, distribúyanse en el área apenas salgan para que no bloqueen el paso de los demás.
Al final, Sara había aceptado llevar a diez jinetes, incluida Texas, contra todas sus objeciones. A través de Mario, Patricia, la Hechicera, les había dicho que tenían que llevar a la chica por razones que no les había revelado, muy probablemente porque ni siquiera ella misma las sabía.
Un presentimiento hizo a la morena voltear hacia la puerta justo cuando estaba a punto de entrar al puente y lo vio llegar, oscuro y taciturno como siempre, pero esta vez, una chispa de alegría iluminó sus ojos cuando se cruzaron con los de Sara.
Ambos intercambiaron un tímido adiós a la distancia. En el mundo que ahora los rodeaba, cualquier separación podía ser la última, pero a ellos, el universo les había arrebatado el derecho de algo más que una triste despedida sin promesas. Ambos habían descubierto que el amor no siempre era suficiente, que, a veces, los demonios internos o externos eran más fuertes.
—Fue a propósito, ¿verdad? —le recriminó Hugo desvaneciendo su arma y supervisando que los Ingenieros guardaran y aseguraran las llaves en la caja fuerte.
—No, de verdad que no —respondió el Dragón, sin dejar de ver, con una tristeza que dolía, cómo los grandes aros de plata se desmoronaban como un brillante granizo que se evaporó en un instante.
—La ronda de revisión no debió tomarte más de un par de horas —recordó el Guerrero, encaminándose a la salida, mientras los Ingenieros salían por una puerta lateral que daba a su estudio, para comenzar a hacer los cálculos para el traslado del Arca completa.
—Normalmente —aceptó Mario—, pero tenemos un problema. Uno grande.
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