Un depredador en la sombra

No confiaba en él. En ninguno de ellos. El ente que lo había torturado y destrozado célula por célula —bajo el pretexto de darle el poder que necesitaba para concretar sus sueños, pero que en realidad lo había usado como conejillo de indias en un experimento fallido— jamás cumpliría con su palabra.

Por fortuna, el maldito Warlock no lo sabía, ni tampoco sus marionetas. Mucho menos en el Arca. Esos traidores, imbéciles. Nadie lo sabía. Lo habían subestimado. Antes del juicio, todos lo veían como "el señor Armando", el pobre cojo que seguía a Mario y a Hugo como un perro callejero que buscaba un mendrugo de pan. No sabían que escuchaba, que observaba, que aprendía.

Tomó el brillante reloj de pulsera y arrojó el resto de la bolsa. Todo lo demás era basura, cosas inútiles de su vida pasada que había conservado sólo para poder encubrir aquella pieza en especial, pero no por absurdas razones sentimentales, sino porque en ella estaba la clave de su libertad.

Siempre estuvo un paso adelante, incluso de Mario. Tal vez el maldito Hugo sospechó un poco, pero también logró engañarlo. Convencer a Nyakim y luego a José para que le ayudaran a crear aquella llave fue todavía más sencillo.

Ahora, todo era cuestión de encontrarla, no podía estar lejos. El túnel de gusano lo había dejado a frente a la California Agricultural Inspection Station, ahí era donde el maldito Mago había sentido el poder de la Llama y donde todavía podían verse las manchas de tizne que habían dejado los dragoides que la Cazadora había asesinado.

Colocó una mano en tierra y de inmediato, su piel agrietada y áspera, oscura como el carbón, se fundió con el asfalto. Ahora la tierra, las rocas, el polvo, incluso aquella piedra artificial de la que estaba hecha la carretera le hablaban; le contaban las historias que habían presenciado. En aquel caso, una batalla de astucia más que de fuerza en la que de inmediato pudo reconocer el sello de la Cazadora.

Tenía que apresurarse. La Tierra le decía que el enjambre de dragoides azules no estaba lejos y tenía que llegar antes que ellos. No se la llevarían, no mientras una gota de sangre quedara en sus venas... bueno, ya no había sangre en sus venas, pero la expresión seguía siendo válida.


—¡Juan! ¡Juan! —Maleko le gritaba, angustiado —¿Me escuchas? ¡Juan!

—¿Qué ocurre? —Sara llegó corriendo, ya con una flecha empulgada y seguida de cerca por la otra mitad del equipo, solo para encontrarse con Juan desmayado y Edgar revisando sus signos vitales.

—Mierda —presintiendo algo, el esposo de Sara levantó la camiseta del robusto hombre, para revelar una línea de escamas que comenzaba a subir desde su ombligo hasta su pecho.

—Pero, ¿por qué no se están poniendo rojas? —preguntó Jen, ante el mudo terror de los demás y, como una cruel burla del destino, justo en ese instante, Juan comenzó a canturrear.

A duras penas, Sara logró controlar una arcada, mientras Edgar seguía revisando al enfermo, hasta descubrir una herida a medio cicatrizar: las tres huellas paralelas de un zarpazo de dragoide.

—Se quejó de una herida —recordó Midori —el día de la pelea en el retén militar, pero dijo que no era grave. Creyó o me dijo que se la había hecho con algún fierro suelto de un tráiler.

Las miradas de todos estaban clavadas en Juan y Edgar, quien simplemente volvió a tapar al hombre, consciente de que había muy poco que pudiera hacer por él.

—¿Qué onda con el arco? —preguntó Jen, mientras Sara luchaba contra el malestar, pero sin soltar su arma.

—Tenemos otro problema —advirtió la morena.


—Podemos huir —sugirió Jen, de pie en el techo de la escuela, viendo la marejada azul que tapizaba el horizonte hacia el sureste.

—¿Y Juan, Tey y la maestra? —reclamó Dimitra —No podemos dejarlos.

El amargo recuerdo de su hija y su nieto que se quedaban atrás, mientras ella era evacuada a la fuerza en un vehículo militar, nublaba los ojos de la mujer, quien no soltaba su espada ancha y su escudo redondo.

—No, supongo que no —aceptó la rubia, analizando el terreno y dándose cuenta de que había muy pocas esperanzas.

Sara alzó su arco y disparó una solitaria flecha. El proyectil voló más de seiscientos metros y se clavó en la tierra, justo frente al primer dragoide.

La marejada se detuvo un momento, expectante. Una especie de silbido, mezclado con un rugido se alzó un segundo después y el enjambre reanudó su frenética carrera.

—Guía mi mano. Ayúdame a poner a salvo a mi amor y a mis amigos —susurró Sara, para luego dejar volar otra flecha.

La saeta silbó en el aire, dejando una estela de fuego detrás de ella, para luego clavarse justo en el pecho de una de las criaturas ¡qué estalló en una llamarada que aniquiló todo en cien metros a la redonda! Aún así, apenas hizo mella en el masivo enjambre.

—Prepara los caballos —ordenó la Cazadora.

—¿Disculpa? —preguntó la rubia, extrañada, mientras Dimitra veía a Sara con horror absoluto.

—¡Que preparen los caballos, ¿no escuchaste?! ¡Nos vamos!

—¡No, no, no! —reclamó Dimitra —¡No puedes hacer eso! ¡No vamos... no voy a abandonarlos!

Sara disparó una flecha más que aniquiló, quizá, a otra centena de dragoides.

—Busca a Edgar, dile que me esperen en el lado sureste de la escuela —ordenó Sara, disparando una vez más —¡Ahora! ¡Tenemos menos de diez minutos!

La mirada de odio de Dimitra lo dijo todo, pero aun así, obedeció.


Sara no dejó de disparar, formando un cerco de fuego mágico entre la escuela y el enjambre. Tal como lo había hecho en el Castillo, cuando Mario era su portador, el muro formado por la Llama incineraba cualquier cosa que lo tocara. Eso les daría algo de tiempo.

Corrió hacia el punto de reunión para encontrar a todo el equipo listo para emprender la huida, con las más diversas emociones en sus rostros: el miedo de Texas y Fatou, la frustración de Joao, la tensa calma de Ellie, el rencor de Dimitra.

—¿En serio nos vamos? —preguntó Midori, tal vez un tanto decepcionada, desapareciendo su larga lanza.

—Sí, todos menos tú —respondió Sara, mirando a Dimitra, mientras todos la veían con una mezcla de enojo y miedo —ya les di un blanco más llamativo que seguir, espero que sea suficiente para ponerlos a ustedes a salvo; pero vas a tener que largarte de aquí lo más pronto posible, antes de que la oración sacrílega atraiga más criaturas.

A la distancia, el resplandor anaranjado del fuego comenzaba a apagarse.

—Edgar —le indicó Sara con una mirada, mientras ella encaminaba a Alfa hacia el sur.

—Ten, ya has visto cómo funciona; con esto dibujas la cerradura —le indicó, tendiéndole dos costalitos llenos de arena de distinto color y un papel con un complicado dibujo —tu arma es la llave. Eso le indicará a la Hechicera dónde estás y ella avisará en el Arca para que te tiendan un puente; en cuanto tengan la ubicación, ella misma te dirá dónde y cuándo. No vas a poder llevarlos a ellos —le advirtió señalando con la cabeza hacia donde estaban los infectados—, pero al menos salvarás a la niña.

—¡Edgar! —gritó Sara al ver que la barrera casi se había extinguido —¡Al galope, hacia el sur! ¡¡Síganme!!

Con una mirada mezcla de admiración y lástima, por la pesada carga que la joven tenía sobre sus hombros, Dimitra Karakenedes, la "simple" peluquera de Patras, Grecia, vio a la Cazadora perderse en las calles del pueblo.


Era imposible saber si realmente había funcionado. Un par de disparos más de Sara habían atraído al grueso del enjambre, pero no había forma alguna de saber si la oración de los infectados no había atraído a los que estaban más cerca de la escuela. Por lo menos, esperaba que Dimitra y Tey hubieran logrado esconderse.

Ahora debía ocuparse de que los demás sobrevivieran. Había decidido rodear la gran mancha azul del enjambre y luego dirigirse hacia el sureste, exactamente de donde ellos habían venido.

En un principio, había pensado cabalgar en dirección contraria, hacia el noroeste y atrincherarse en la prisión federal de Herlong. Sin embargo, había dos cosas: los muros y las rejas eran muy poca protección contra criaturas que podían atravesarlos como fantasmas y, segundo, tal cantidad de dragoides sólo podía provenir del nido y ahí era donde iba a encontrar a Adriana.

A todo galope a través de aquel terreno semidesértico cubierto de espinosos arbustos, Sara tocó discretamente una bolsa atada a su cintura, para asegurarse de que el frasco en su interior siguiera intacto. Ni siquiera Edgar sabía de la existencia de aquella llave creada por Patricia y que Mario le había dado personalmente. Su esposo creía que simplemente usaría la Llama para destruir a la Reina Azul, sin embargo, la misión era mucho más complicada de lo que le había dicho y era por eso que dudaba que incluso ella pudiera regresar.

Habían salido a todo galope de Herlong, tratando de alcanzar la serranía baja que se alcanzaba a ver a la distancia; los caballos habían logrado mantener el furioso ritmo el tiempo suficiente para sacarle una buena ventaja a los desconcertados dragoides, pero ahora comenzaban a agotarse, mientras que sus perseguidores parecían tan incansables como siempre.

No estaban realmente lejos, de acuerdo con un mapa que habían encontrado en la oficina de Armando, el anterior administrador del Arca, las primeras colinas de las montañas de Fort Sage estaban a menos de diez kilómetros del centro de Herlong; pero con los dragoides reduciendo la distancia, ahora parecían estar en la Luna.

—¿Tenemos un plan? —preguntó Jen, agitada.

—Llegar a la sierra y encontrar un paso o una cueva que podamos defender fácilmente... —respondió Sara.

—¿Y luego?

—Matar los suficientes como para que decidan dejarnos en paz.

—¿Eso ha pasado alguna vez?

Sara ya no dijo nada, lo único que quería era darle a su equipo al menos una ligera esperanza.


Podía correr cuanto quisiera sin cansarse, sin sentir dolor, sin hambre, sin sueño; sin embargo, apenas podía correr un poco más rápido que un humano promedio. No lo suficiente como para alcanzar los veloces caballos de los jinetes negros, que ahora viajaban hacia el sureste, hacia aquella serranía que sentía más como su hogar que cualquier otro lugar que hubiera conocido, incluida el Arca.

Lo habían expulsado, le habían dado una patada en el culo después de todo lo que había hecho por ellos. Sin él, la misma Arca no existiría. Él había puesto los cimientos de una maquinaria casi perfecta y luego lo expulsaron. ¡Y qué si le gustaban los capullos! ¡Y qué si se deleitaba con la belleza en ciernes! Todo lo que había hecho por ellos valía una o dos como la pequeña estúpida que fue incapaz de quedarse callada y que fue la primera en apuntar su pequeño y flacucho dedo cuando lanzaron toda clase de acusaciones en su contra.

Quizá nunca podría vengarse de ellos. El cretino de Hugo. El arrogante Mario. No, seguramente la venganza nunca sería suya. El Mago llegaría a ellos antes de que él pudiera siquiera acercarse, pero al menos la tendría a ella. Ya podía sentirla en sus brazos. A pesar de los kilómetros que todavía los separaban, la tierra misma le llevaba su esencia. Húmeda, hermosa y peligrosa como los bosques de aquel mundo que no conocía, pero que era el hogar de la criatura con la que lo habían fusionado.

Debía seguir corriendo, tarde o temprano los alcanzaría; quizá cuando finalmente tuvieran que detenerse a enfrentar al enjambre que la Peste había arrojado sobre ellos. No la tendría. No mientras quedara una pizca de aire en sus pulmones, no mientras a su corazón le quedara un latido. Jamás permitiría que le pusieran un dedo encima. Mucho menos aquella criatura hecha de aquel odio infeccioso que había transformado en la plaga que había destruido una quinta parte de la raza humana. La rescataría, salvaría a su amor y luego, desaparecerían en el Ocaso.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top