Santuario
El puente los había dejado básicamente a las afueras de lo que alguna vez fue Carson City, Nevada. El arribo no tuvo mayores incidentes, salvo que Texas vomitó hasta lo que había comido una semana antes. La chica todavía no se acostumbraba al shock que representaba cruzar un puente y Sara no podía culparla; la primera vez que ella cruzó uno, tuvo unos horribles cólicos todo el día.
La luna del desierto decoraba el paisaje con reflejos fantasmales y sombras huidizas, mientras los jinetes disfrutaban de una frugal cena de pan, conserva de manzana, agua y algo de licor para los mayores. Joao atizaba el fuego y Ellie calentaba algo de pan pita en un pequeño comal, mientras Édgar organizaba las guardias de la noche.
Sara lucía preocupada, no había rastro de la pista que a Noemí casi le había costado la vida y ahora dependía de ella localizarla.
—No te preocupes —Jen se dejó caer a su lado, tendiéndole un pequeño vaso —vas a encontrarla.
—Ambas me preocupan —respondió Sara frunciendo el ceño en cuanto el concentrado olor a alcohol del "moonshine" golpeó su nariz.
—¿Cómo?
—Si la encuentro, la batalla será inevitable —solo Édgar y ella sabían que sus probabilidades de sobrevivir eran casi nulas —y si no la encuentro —Sara suspiró profundamente —tal vez esté condenado a la raza humana a la extinción.
—Me alegra no ser tú —respondió la rubia alegremente y dando un sorbo a su vaso —¡Hijo de su...! ¡Ese imbécil de Jeremy hace está cosa cada vez más fuerte! Si mañana amanezco muerta por una intoxicación alcohólica, lo mato.
Sara meneó la cabeza de buen humor, apurando su bebida de un solo trago, gruñendo al sentir el alcohol raspar su garganta, para luego encaminarse a donde Édgar contemplaba la ranura en el cielo.
—Podemos escapar, ¿sabes? —dijo la esbelta morena colgándose de su esposo —tomamos los caballos hoy en la noche y uso mis poderes para que nadie nos pueda encontrar jamás.
—Y nos iríamos a vivir a las faldas del Popocatépetl —respondió él, dando media vuelta para abrazarla por la cintura —recolectaríamos bayas y frutos del bosque y cazaríamos nuestro alimento.
—¿Tú también lo has pensado?
—Construiríamos una cabaña y tendríamos cinco hijos y un perro.
—¡Cinco! —exclamó ella dándole un rápido beso —¿Nada más?
—Hay que volver a poblar el mundo y yo estoy dispuesto a hacer mi parte —respondió él, atrayéndola más hacia sí.
—Mira tú, ¡qué sacrificado!
—¡Hey, tórtolos! —gritó Jen a la distancia —ya que ambos están despiertos, hagan ustedes la primera guardia.
—Guarda ese pensamiento, soldado —le pidió Sara dulcemente—, me gusta... y mucho.
Ella se desprendió de sus brazos y caminó hasta el otro extremo del campamento, deseando con todas sus fuerzas que algún milagro desapareciera esa maldita línea quebrada que partía el cielo en dos, para que aquel hermoso sueño se volviera realidad.
—¡Bao, cuidado! —el hechizo que traducía automáticamente todos los idiomas no funcionaba muy bien con el vietnamita, pero en esta ocasión fue suficiente.
El chico robusto de cabello negro como el carbón logró agacharse y contratacar con una rápida estocada de su alabarda. La afilada punta del arma apenas pudo penetrar por un costado del orco, pero eso lo detuvo lo suficiente como para que Texas lo decapitara con un rápido movimiento de aquella extraña arma que tenía la apariencia de que alguien hubiera girado noventa grados la hoja de una guadaña para alinearla con el asta.
Maleko logró frenar a otro con un poderoso golpe de su martillo de guerra, lo suficiente para que Sara le clavara su doble lanza en la espalda. Édgar trataba de poner a salvo a Dimitra, que había salido herida, mientras Joao y Jen se alternaban atacando al último de los asaltantes.
—¿Todos están bien? —preguntó Sara, rematando a un orco grande al que le habían abierto la panza y que aun así intentaba alcanzar una pequeña hacha arrojadiza que yacía a los pies de la joven.
Incluso Dimitra respondió afirmativamente, la herida en su costado era profunda, pero no había tocado ningún órgano. Ahora sólo debían cuidar la infección; una venda limpia, moonshine y un poco de extracto de ajo podrían ayudarla mientras su cuerpo hacía el resto.
Avanzaban hacia el sur sobre la autopista US-395 S, con el casi infinito Mojave a su izquierda y la Sierra Nevada unos cientos de kilómetros a su derecha; sin embargo, sólo las cimas más altas se elevaban lo suficiente como para que pudieran verlas por encima de un gran bordo, de unos dos metros de alto, que corría paralelo a la carretera por un par de kilómetros.
Sara fue la primera en verlos: tres figuras enormes y oscuras que se acercaban hacia ellos sin vacilar. El equipo era demasiado numeroso como para que los extraños no los hubieran visto, incluso antes que ella; no obstante, también estaban todavía demasiado lejos como para saber si representaban alguna clase de peligro.
Unos cuantos cientos de metros más adelante, el olor a carne podrida que golpeó su nariz fue la última pista que necesitaba, sin embargo... ¡Tres más saltaron detrás del equipo! Gruñendo con aquellas voces que parecían una cascada de grava y agitando sus armas, los astutos orcos trataban de espantar a los caballos para que salieran desbocados hacia adelante, hacia donde dos más se habían unido a los tres primeros.
Sin embargo, lo que los atacantes no sabían, era que aquellos caballos estaban más que acostumbrados a la cacofonía de la guerra. Tan solo Alfa, el caballo de Sara, había visto más batallas que todo su pelotón junto, con excepción de ella misma.
Con su emboscada rota, los atacantes que los esperaban al frente, todavía muy lejos de la batalla, tuvieron que correr a su encuentro antes de que masacraran a sus compañeros y el arco de la Cazadora despachó a tres antes de que lograran correr más de diez metros, mientras Juan, Fiadh y Midori la cubrían.
La pelea se complicó sólo porque eran muchos más de los que Sara esperaba. Los orcos solían rondar en manadas familiares de entre cinco y diez miembros, en este caso eran alrededor de veinte y el resto de la manada les saltó encima desde un costado y fue ahí donde Dimitra salió herida.
Aun así, la batalla no duró más de veinte minutos. No bien despacharon a una docena, el resto salió huyendo. Joao quería darles caza, pero Sara lo detuvo. Tenían otras prioridades, como atender a Dimitra.
—¿Qué ves? —Midori se acercó a Sara, colocándose un apósito con alcohol en una herida que había recibido en un antebrazo.
Detrás de ellas, Édgar terminaba de atender la herida de Dimitra; sobre el bordo, Jen vigilaba los alrededores, por si acaso los orcos decidían volver con refuerzos, y el resto se ocupaba de los caballos.
—No estoy segura —respondió la Cazadora, quien recién bajaba del bordo—. Aunque es un magnífico lugar para tender una emboscada, estamos muy lejos de territorio de orcos—. Traídos desde las Regiones Infernales, aquellas criaturas preferían asentarse en páramos más sombríos, como las sierras boscosas que se elevaban hacia el oeste.
—¿Y entonces...? —Midori se sintió un poco torpe por no poder llegar a la misma conclusión que la morena.
—Creo que estaban de paso, tal vez estaban persiguiendo a alguien o algo.
—Eso es raro —admitió la chica bajita de pelo cortado casi a rape. Todos sabían que los orcos no eran una raza viajera, solían establecer pequeñas aldeas en puntos estratégicos cercanos a asentamientos humanos que saqueaban de vez en cuando o de carreteras dónde tenderle emboscadas a las caravanas que huían de todas partes.
—Puede ser una casualidad —Édgar colocó una mano sobre el hombro de Sara, al tiempo que le tendía una cantimplora con agua.
—Quizá, pero tratándose del maldito Mago, no existen las casualidades —respondió la joven dándole un sorbo al recipiente con aire pensativo, viendo hacia el punto de fuga que dibujaba la carretera en el horizonte norteño. —Monten todos, vamos de regreso a Carson, hacia el norte. Vamos a ir hacia donde ellos iban.
—¿Cómo son los santuarios? —preguntó Fatou quitándose la bandana negra que le cubría la cabeza, ahora que el Sol había empezado a bajar.
—¿Nunca estuviste en uno? —preguntó Texas, a su vez, dejando que el caballo avanzara a su paso.
El chico de piel oscura negó con la cabeza, mirando con interés a la pequeña pelirroja, a la que había escuchado que llamaban la Última.
Sara los había enviado un par de kilómetros al frente como batidores, ya que eran más ligeros y tenían los dos caballos más rápidos de todo el pelotón.
—Son muy seguros. Las brújulas los protegen, pero incluso si por mala suerte llegan a meterse en problemas, pueden defenderse de cosas como trasgos, bandidos humanos y los más grandes podrían rechazar hasta un ataque de orcos, pero si los atacan dragoides u hombres lobo... bueno, los más pequeños pueden huir, los más grandes tienen que huir y dejar a los más lentos atrás.
—¿Eso... eso te...? —intentó preguntar Fatou, sin lograrlo del todo.
—Sí, así me encontró Mario.
—¿Dónde?
—Para ese entonces estábamos alcanzando Chicago... creo —respondió la jovencita mirando con tristeza al noreste —Y, ¿a ti?
—A las afueras de Tambacunda —respondió el chico jugueteando con la bandana —me dio un pan y me lo comí de una mordida, no había comido en tres días...
—¿Tamba...? —Texas lo miró, confundida.
—Tambacunda, en el este de Senegal.
—Eso es... ¿África?
—Sí... oye, ¿qué es eso?
La chica se levantó en los estribos y entornó los ojos, tratando de enfocar la visión. —Es una caravana y tal vez sea un santuario.
Sabiendo que aquello era lo que Sara esperaba encontrar, ambos regresaron a todo galope.
—¡Hola! —saludó Sara en inglés desde la cima del bordo, con su mejor sonrisa y ambas manos a la vista.
El líder de la avanzada de la caravana alzó el puño ordenando un alto, al mismo tiempo que un jinete volvía a todo galope hacia la gran fila de vehículos, medio kilómetro atrás, encabezada por un destartalado autobús escolar.
Media decena de rifles se alzaron de inmediato apuntando hacia la esbelta morena, quien se mantuvo tranquila, esperando que los batidores que seguramente avanzaban en paralelo al camino, ocultos a ojos indiscretos, terminaran de inspeccionar los alrededores.
Un jinete pronto volvió y susurró algo al oído del que parecía ser el líder, un hombretón de color, de brillante cabeza rapada, quien todavía portaba lentes de sol, a pesar de que estaban a unos minutos del crepúsculo.
—Hay media docena de orcos muertos milla y media al sur ¿Fueron ustedes?
Los trece miembros del equipo estaban al descubierto y sin sus armas, para no alarmar a los nómadas.
—Eran una docena cuando los dejamos —corrigió Sara.
—Había huellas de dragón alrededor —explicó el tipo, cuya mano derecha descansaba sobre la culata de una escopeta recortada que yacía sobre sus piernas.
—Sí, lo vimos alejarse hace como una hora—. Aunque no eran carroñeros, los dragones tampoco solían despreciar un bocado gratis.
—¿Son jinetes negros? —preguntó el hombre, observando con suspicacia las bandanas negras que cada miembro de la orden elegía cómo portar, siempre y cuando estuvieran en un lugar visible.
—Tal vez —respondió Sara con voz serena y mirando al hombre a los ojos —¿qué te hace pensar eso?
—No son muchos los que pueden despachar a más de seis orcos casi sin heridas y son muchos menos los que se quedan a observar a un dragón aterrizar y despegar a menos de dos millas.
—Nos gustaría hablar con la persona a cargo —una vez pasadas las cortesías y suspicacias de rigor, Sara fue directo al punto —es muy importante.
—No.
—Su santuario está en peligro.
—Siempre lo está —reviró el tipo, con tono irónico.
—Esta vez es diferente.
—¿Orcos? ¿Trasgos? ¿Amaroks? ¿Sidés? Hemos repelido incluso un asalto de dragoides rojos y una vez logramos huir de un Gran Dragón ¿Qué puede ser peor que eso?
—La Reina Azul.
—El doctor los atenderá en un instante —les avisó una mujer de apariencia latina, que tal vez rondaría los sesenta años.
—Gracias —Sara, Édgar y Jen aguardaron al pie de la escalinata del autobús escolar, el cual ocupaba la parte central de la caravana de casi veinte vehículos que integraban aquel santuario.
La noche ya había caído y Carl, el jefe de seguridad, había decidido que aquel era un buen lugar para acampar. Apostó vigías en la cima del bordo y colocó las carretas y otros vehículos en un gran semicírculo con constantes rondas de vigilancia.
—Oye, ¿qué tan lejos funciona una brújula? —preguntó Jen en un susurro.
—No estoy muy seguro —respondió Edgar, consciente de que alguno de los guardias que los vigilaban podría entender el español —creo que al menos cinco kilómetros.
—Buenas noches —saludó en inglés un hombre alto y robusto, de poblada barba gris, que vestía un gastado overol de mezclilla —disculpen la tardanza, tenemos un par de enfermos que atender.
—Buenas noches —respondió Sara, observando detenidamente al recién llegado —¿es usted el responsable de este santuario?
—¿Quién quiere saber?
—Jen —pidió Sara.
—Tranquilos, chicos —advirtió la rubia moviendo muy lentamente la mano hacia la bolsa que colgaba en su cintura —solo voy a tomar una cosa de aquí.
Con solo dos dedos y ante la atenta mirada de los guardias, la joven sacó un envoltorio dentro del cual había una larga pluma que parecía de cuervo, con una brillante punta metálica engarzada; además, un recipiente de vidrio lleno con un espeso líquido plateado y una tablilla de madera roja.
—Por favor —pidió Sara mientras Jen le tendía la pluma, que acababa de introducir en el tintero —escriba un par de palabras en su idioma en la tabla, eso nos ayudará a entendernos todos.
—¡Yo lo haré! —exclamó un tipo alto, rubio, de pelo recortado al mínimo, con clara apariencia de militar.
—Por favor, Alec, esto no es necesario —reclamó al que habían llamado "el doctor".
—Yo soy prescindible —rebatió Alec, tratando de tomar la pluma de manos de Jen—, este santuario no podría sobrevivir sin usted.
—Lo único que tienes que hacer es escribir correctamente, sin faltas de ortografía —le advirtió Sara y el tipo tomó la pluma, para después garabatear algo a toda prisa.
—Entonces en verdad son jinetes negros —dijo el doctor sintiendo cómo de la tabla se desprendía una fragancia indefinible, pero deliciosa, que pronto inundó por completo el santuario.
—Si lo dudaba, ¿por qué nos permitió acercarnos? —preguntó Jen, ahora que ya todos podían entenderla.
—Porque el doctor es demasiado confiado —protestó Alec, viendo todavía con desconfianza cómo la rubia volvía a envolver y guardar la cerradura.
—Cuando dos hombres se encuentran en el camino, alguno de ellos tiene que ser el primero en saludar y para ello tiene que soltar sus armas; si no lo hace, ambos pasarán de largo y perderán una oportunidad única.
Alec refunfuñó algo, mientras el doctor guiaba a los Cazadores hacia un pequeño espacio detrás del autobús, donde la mujer que los había recibido había desplegado algunas destartaladas sillas y colocado una pequeña lámpara de combustible.
—Deberán disculpar a Carl y su gente —pidió el doctor tomando la taza humeante que la mujer le ofrecía—, pero, si en verdad son quienes dicen ser, entonces sabrán que hay mucho en juego aquí.
—Lo sabemos —aseguró Sara dando un sorbo a su bebida, para descubrir que era infusión de canela —el Guerrero ya ha tenido que recuperar varias brújulas que habían caído en manos equivocadas.
—Hemos escuchado muchos rumores sobre ustedes y por mis pocos contactos con la Hechicera sé que son nuestra última esperanza, pero no sabemos mucho más —admitió el hombre, quitándose unas viejas gafas que habían sido reparadas hasta el cansancio —por ejemplo, veo que sus amigos llevan la bandana negra que los caracteriza, pero usted no.
—Es algo complicado de explicar —admitió Sara—, en resumen, ellos son dragones, yo soy un héroe, pero eso son solo palabras para decir que ellos comparten un poder que yo no tengo y también, que el origen de su habilidad es distinto del de la mía.
—Me encantaría escuchar esa historia.
—Tal vez otro día —rehusó cortésmente Sara —esta vez hay algo mucho más importante que deben saber.
—Carl me dijo que es algo sobre la Peste.
—Creemos que está muy cerca de aquí y que tal vez esté tras este santuario —respondió la Cazadora.
—Y, ¿qué les hace pensar eso?
—Los orcos que despachamos esta mañana —respondió Edgar —estaban muy lejos de su territorio y viajaban exactamente hacia ustedes.
—Pero eran orcos —replicó el doctor —no dragoides azules.
—Los orcos son como la herramienta multiusos del Mago —respondió Jen —si la Reina Azul los necesita, ellos obedecen; si el Demonio Gris los necesita, ellos obedecen, y si el Dragón Negro los necesita, ellos obedecen más rápido.
—Pues llegaron demasiado tarde —replicó agriamente la mujer que les había servido la infusión y que en ese momento regresaba con un plato con rebanadas de pan de maíz cubiertas de miel.
—Ella es mi esposa, Arcelia —informó el doctor, mientras la mujer extremadamente delgada y de cabello entrecano repartía miradas de rencor entre los tres Cazadores.
—¿Se refiere a los enfermos que están cuidando? —intuyó Sara, volviéndose a ver el autobús escolar que los resguardaba del cortante viento desértico.
—Así es —lamentó el hombre, quien, de repente, pareció realmente viejo.
—Se nos enfermaron hace como una semana —replicó Arcelia tras unos segundos de silencio —primero pensábamos que era fiebre escamosa...
—Tienen todos los síntomas —intervino el doctor —la fiebre, el coma, incluso se les están empezando a formar las escamas...
—¿Pero? —lo apremió Sara.
—Pero hay algo más... será mejor que los vean ustedes mismos.
La falta de asientos habría hecho que el interior del autobús se viera mucho más amplio de lo que realmente era, sin embargo, dos estrechas camillas y estantes repletos de instrumental médico, en diferentes grados de deterioro, lo hacían ver más estrecho de lo que realmente era.
Ambas camillas estaban ocupadas, en la primera un chico de ojos rasgados temblaba bajo un par de gruesas cobijas, aunque los signos de fiebre eran más que evidentes. En la otra, una gruesa mujer de color, quizá de unos cuarenta años, se retorcía sujetada a los lados de la camilla por gruesas vendas.
Como el doctor les había dicho, ambos ya parecían estar en la última fase de la enfermedad, sus brazos y seguramente su pecho ya mostraba las primeras escamas, pero no habían cambiado de color.
—¿Dice que tienen una semana? —preguntó Jen, extrañada.
—Así es —aseguró el doctor.
—Y, ¿cuándo les brotaron las primeras escamas? —insistió la chica.
—En el tiempo normal, a los tres días —respondió el hombre, tomando una taza y dándole de beber al chico —infusión de albahaca y jengibre, es lo único que tengo para bajar su fiebre.
Si las escamas no empezaban a cambiar de color dentro de las primeras veinticuatro horas del brote, el paciente moría en otras veinticuatro. Si las escamas se ponían azules, era señal de que eran un Héroe, como la Cazadora, el Guerrero, el Duende o el Lobo; si se ponían rojas significaba que el paciente era un Dragón, igual que Mario y el resto de los jinetes negros; el problema era que ya no había más de estos, Texas era la última.
Pero más allá de lo que aquello significaba, lo raro no era lo que estaban viendo, sino lo que estaban escuchando.
—Están... ¿cantando? —preguntó Jennifer acercando el oído a la boca de uno de ellos.
—U orando —respondió Sara con un gesto de cierto disgusto.
Los labios de ambos enfermos se movían incesantemente, provocando un murmullo uniforme que terminó por enervar los nervios de Sara, quien salió del autobús, con una sensación de náusea que no se podía explicar.
—¿Estás bien? —preguntó Edgar, colocando ambas manos en sus hombros y la joven de inmediato cedió a la necesidad de refugiarse en sus brazos.
—Ahora lo estoy.
—¿Han logrado descifrar lo que dicen? —cuestionó Jen al doctor.
—No. Varios lo hemos intentado, pero no es ninguna lengua que conozcamos —respondió el hombre, colocando un paño mojado en la frente de la mujer —El hechizo que usaste hace rato...
—Es una cerradura y se necesita una llave para que funcione, como las palabras que les pedimos que escribieran. Si ellos o alguien más no pueden escribir al menos dos palabras en el idioma que estén usando, no podemos abrir la cerradura.
—Es una lástima —lamentó el hombre —aunque no creo que encontremos una forma de curarlos, saber lo que dicen tal vez les ayudaría a ustedes en su misión, cualquiera que sea, y a nosotros a evitar cualquier amenaza para la gente que resguardamos.
—Hablando de eso, ¿qué alcance tiene una brújula?
—Creo que cada una es diferente —respondió el doctor, alisándose la barba —pero la nuestra nos alerta de la presencia de cualquier criatura del Mago a menos de seis millas a la redonda.
—Mmmm... los orcos que matamos están a una milla de aquí... ¿no recibieron ninguna señal de su brújula? —la rubia volteó en todas direcciones, como si estuviera tratando de ubicar el artefacto en alguno de los veinte vehículos, arrastrados por caballos, que componían la caravana.
—No, ninguna, tal vez estábamos demasiado lejos todavía. A pesar de que ya la mayoría de nuestros vehículos son tirados por caballos, todavía podemos conseguir algo de combustible para la enfermería y eso nos ayuda a desplazarnos bastante rápido.
—El dragón que vimos hace ya un par de horas voló más o menos en su dirección. ¿Tampoco recibieron ningún aviso?
—¿A dónde quiere llegar, señorita? —preguntó el doctor con mirada suspicaz.
—Jennifer, me llamo Jennifer, pero mis amigos me dicen Jen. Y, sólo una pregunta más, ¿cuándo fue la última vez que recibieron una señal de su brújula?
—Y, ¿qué usan como combustible? —Joao no podía dejar de dar vueltas alrededor del autobús, genuinamente admirado de que pudieran mantenerlo andando.
—Etanol, bueno, bioetanol —le respondió una mujer grande y robusta, de encendida cabellera roja que usaba un pantalón con peto manchado de grasa de motor—. En Sacramento todavía cosechan suficiente maíz como para...
—Gretha —el tono de advertencia de Alec hizo que la mujer guardara silencio de inmediato, mientras el hombre se paseaba por el santuario, obviamente molesto por la presencia de los jinetes, a quienes no tan discretamente había confinado en una apartada sección al borde del círculo de aquellas extrañas carretas hechas con los restos de viejos autos de gasolina.
—Alec —advirtió Carl y esta vez fue el turno del rubio de guardar silencio —el doctor confía en ellos y hasta el momento no nos han dado motivo para no hacer lo mismo.
Sin una palabra, el ex militar se recargó contra la oxidada carrocería de un Ford Escort al que le habían quitado el toldo, el motor y el tablero para hacerlo más ligero para los caballos.
—Estamos acostumbrados —aseguró Édgar con gesto comprensivo —la mayoría nos conocen sólo por rumores que muchas veces han viajado a través de cientos de bocas.
—Y no son pocos los que se hacen pasar por nosotros —completó Maleko.
—Pero a cuántos has visto que puedan hacer esto —preguntó Fiadh haciendo aparecer en su mano una hermosa daga scian, la cual le arrojó al rubio para que la atrapara; sin embargo, no bien la tuvo en la mano, el arma desapareció. La casi esquelética chica enseñó ambas manos para demostrar que no había nada en ellas y, un segundo después, el arma volvió a aparecer en su diestra, sólo que esta vez, en el brazo izquierdo apareció también un escudo targe con un afilado pico al frente.
Una chispa de admiración se encendió y apagó casi al instante en los ojos de Alec, mientras un pequeño grupo de refugiados que se habían reunido en torno a ellos aplaudía lo que parecía ser uno de los viejos trucos de magia que habrían podido verse en los escenarios de la no tan lejana Las Vegas.
—Chicos —Jen apareció prácticamente junto a Gretha, quien dejó escapar un gritillo y saltó a un lado por el susto, mientras la rubia le hacía una seña con la cabeza a Edgar y Sara para que la siguieran.
—Está muerta —declaró Jen señalando al brillante fragmento de acero, que alguna vez había sido parte de una espada, empotrado en un gran pedestal metálico firmemente soldado y atornillado al suelo de una vieja van de carga.
—¿Estás segura? —preguntó Edgar.
—Bueno... no sé si definitivamente muerta, pero dicen Arcelia y el doctor que hace una semana que no ha brillado ni una sola vez.
Como Albion, la espada de Mario, y la Espina Sangrante de Manuel, aquel fragmento brillaba cada que se acercaba a una criatura salida de los Mundos Inferiores y en un mundo repleto de invasores, era casi imposible que una brújula no brillara por más de un par de días.
—Y hace una semana también se enfermaron los dos que están en el autobús —reflexionó Sara
—Así es.
—¿Dónde se enfermaron? ¿Preguntaste? —quiso saber la morena.
—Sí...
—¿Está todo bien por aquí? —con mirada suspicaz, Carl se acercó al trío de cazadores, quienes conversaban junto a la carreta que transportaba la brújula.
—Todo bien —se apresuró a contestar Jennifer —sólo una pregunta: el doctor me dijo que sus dos enfermos comenzaron a presentar síntomas mientras estaban en Herlong. ¿Pasó algo fuera de lo normal mientras estaban ahí?
—¿Herlong? —reflexionó el moreno de casi dos metros de estatura y enormes bíceps —nada que yo recuerde. La ciudad ya está casi vacía, sólo quedan unos cientos de personas ocultas en las ruinas del centro. Sólo pasamos para reabastecernos de agua en Honey Lake y ver si alguien quería unirse al santuario, por insistencia del doctor, pero nadie aceptó. Estuvimos ahí una noche y partimos al día siguiente, casi a medio día.
—Las ciudades vacías cerca de los desiertos les encantan a los trasgos, ¿no tuvieron ningún encuentro ahí? —preguntó Sara.
—Bueno... —admitió Carl —fueron unos cuantos, matamos quizá a cinco y los demás huyeron...
—Y su brújula no los alertó —aseguró Jenifer, más que preguntar —pero todavía no tenían a nadie enfermo.
—Dos días antes todavía estaba bien; de hecho, entramos a Herlong porque creímos que no había peligro —recordó Carl, pensativo —pero, ¿cómo supiste todo eso?
—Elemental —dijo Jen con una sonrisa y volteando a ver a Sara —¿Sus órdenes, jefa?
—Avísenles a todos, partimos a Herlong al amanecer.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top