Oración sacrílega

Sara se sentía inquieta. Algo ocurría más allá del velo de la noche que no alcanzaba a descifrar y eso la tenía nerviosa. Trataba de ocultarlo, pero el ex paramédico militar podía leer el ánimo de su esposa como un libro abierto, incluso mientras ella estaba trepada en el techo de aquella casa en las afueras de Herlong y él se encontraba en lo que había sido la sala, atendiendo a Dimitra.

—Se ve bien —le dijo a la mujer —tus síntomas podrían ser de una insolación.

—Ojalá —respondió ella acomodándose la blusa —odiaría que fuera la premenopausia.

—Tienes 45 apenas, todavía es un poco pronto para preocuparte por eso —pese a su gesto sereno, Edgar fue incapaz de ocultar el rubor en sus mejillas.

—¡Jajaja! —rio ella de buena gana —Lo sé, tal vez sea solo septicemia.

Edgar meneó la cabeza ante el negro humor de Karakenedes. Antes de la guerra, la robusta mujer de cabello que ya mezclaba caoba y blanco había sido una "simple peluquera en Patras", como ella misma decía, pero ahora había matado a suficientes criaturas del Mago como para tener un pequeño salón de trofeos.

—Cena algo y descansa, en unas tres o cuatro horas avanzaremos hacia lo que parece el centro del pueblo; Sara quiere aprovechar al máximo la luz del día.

—A sus órdenes, doctor —bromeó Dimitra —¡Hey, Bao! ¿Me guardaron algo de ese jabalí que Sara nos consiguió hace rato?

Ya era pasada la medianoche cuando las primeras casas del pueblo aparecieron frente a ellos. Oscuras y vacías, sin señales de vida humana, pero conquistadas por colonias de murciélagos o por jaurías de coyotes o perros asilvestrados.

La furtiva sombra de un gato se perdió dentro de los restos de un cobertizo, mientras el ulular de un búho rompía el silencio de la noche, seguido por la improvisada oración, llena de impotencia, de desesperación.

—Suplico tu ayuda. Ayúdame a decidir, ayúdame a elegir, ayúdame a seguir la senda hacia la salvación; la salvación de mis amigos, mi familia, mi amor. Dame la fuerza para impulsarlos cuando vuelen, para sostenerlos cuando caigan. Déjame ser su santuario cuando se sientan perdidos y su silencio cuando se sientan abrumados. Por último, déjame ser la luz que lo guíe en su camino, permíteme ser el faro que lo traiga de vuelta a casa, ayúdame a ser su paz cuando estemos juntos y guárdalo de todo mal mientras estamos separados. Así sea, así sea, así sea.

—Si yo fuera tu esposo, estaría terriblemente celosa —Fiadh se le acercó con una taza de café en la mano, el equipo de Darío y Malinali lo había conseguido en su última incursión a la sierra de Oaxaca.

—Edgar sabe que amaba a Mario, pero ahora lo amo a él —respondió Sara, un tanto más brusco de lo que hubiera querido.

—Lo siento, solo era una broma —se disculpó la chica, cuyas pecas estaban tan rojas por el sol del desierto que casi ocultaban su rostro —el hechizo no siempre capta las sutilezas del gaélico.

—Lo entiendo, no te preocupes.

—Y, ¿hay algo? —preguntó Fiadh, viendo las siluetas de Jen, Ellie y Midori dando una ronda más al perímetro que había creado Sara con sus poderes.

—Mucho —respondió la morena —pero nada a la vez. Los trasgos ocultan casi cualquier rastro. Las malditas cosas entran y salen en manadas por todo el lugar.

Ese era el verdadero poder de la Cazadora: encontrar los rastros de cualquier criatura que no perteneciera a nuestro mundo.

—¿Qué esperas encontrar en el centro?

—Tal vez nada —admitió la Cazadora —pero no lo sabré hasta estar allá.


A su derecha, los restos calcinados de una iglesia. Más adelante, a su izquierda, los restos de una estación de policía. Casquillos percutidos y los huesos blanqueados de un cadáver no del todo humano decoraban la fachada del edificio que alguna vez había sido blanco y ahora era de un gris irregular.

Lo que quedaba de un letrero les dijo que más adelante se encontraba el Sierra Army Depot. De acuerdo con Edgar, había sido un almacén de armas y municiones del ejército de Estados Unidos.

—No creo que quede nada ahí. Si el ejército no utilizó todo durante la guerra, los "preppers" seguro lo vaciaron en cuanto pudieron —explicó el soldado.

No había un centro del pueblo como tal, porque no era un pueblo como los de las películas; pese a que la noche había ocultado la mayor parte de los detalles, era bastante claro que la mayor parte de las casas habían sido abandonadas mucho antes de la llegada de la Guerra. Seguramente, como en la mayor parte de las pequeñas comunidades, primero la Peste y luego la Hambruna habían obligado a la gran mayoría de los habitantes a huir.

—No —dijo Sara, más para Edgar que para el resto del grupo, pero el silencio del amanecer amplificó su voz de modo que todos la alcanzaron a escuchar —no hay nada relacionado con Adriana; ni dragoides azules, ni infectados, a veces incluso puedo ver rastros del virus, por donde ella ha pasado, pero ahora no hay nada, aunque...

—"Aunque", ¿qué? —preguntó Jen, a su izquierda, justo cuando llegaban a lo que podría haber sido el "centro" del pueblo.

Un conjunto de edificios con techos de dos aguas habían sido algún tipo de hotel o posada y, en la contra-esquina, una cafetería todavía tenía su letrero de "Closed" colgado en los restos del vidrio de la puerta principal.

—Las huellas de trasgos que cubren el pueblo se dirigen casi todas hacia allá —sin mayor explicación, Sara guio a Alfa justo por la calle que pasaba frente a la biblioteca y la oficina postal, y unos metros más adelante, la calle desembocaba casi en la entrada de la Sierra Primary School.


La propia Sara, Jen y Texas entraron directamente y Édgar distribuyó a los demás para que rodearan los edificios, en busca de señales de cualquier cosa fuera de lo normal.

Avanzaron en silencio en medio de los salones vacíos casi tal cual los habían dejado el último día de clases. A Jen le daban más ansiedad los pueblos como aquel, que parecían congelados en el tiempo un segundo después de haber sido abandonados, que las ciudades destruidas casi hasta sus cimientos por la Guerra o las ruinas achicharradas por los Grandes Dragones.

Para ese momento, hasta Texas habría podido seguir el rastro. La gruesa capa de polvo que cubría los pasillos estaba marcada por las huellas de unos pequeños pies descalzos que iban y venían por todo el lugar, pero que siempre regresaban hacia un mismo punto.

Sara, por su parte, estaba más preocupada por las huellas que no se veían a simple vista: manadas de trasgos, una tribu de orcos y, oculto bajo capas y más capas de estos, el apenas perceptible rastro de un dragoide azul, levemente distorsionado por otra cosa que había visto por primera vez unos días atrás, en el santuario.

Texas llamó la atención de la Cazadora hacia la puerta entreabierta de un salón, donde se alcanzaba a ver una sombra moviéndose. Sara llamó su tercera arma, un martillo de guerra con el cual no se sentía del todo cómoda, pero más adecuado para un espacio reducido que su doble lanza o su arco.

Pegada a la pared, Jen alcanzó a echar una ojeada dentro de la habitación, pero no alcanzó a ver nada más que las sillas amontonadas al frente del salón y astillas de madera donde se suponía debía haber estado el escritorio. Un tenue olor a humo llegaba desde el interior y, Sara creyó distinguir una especie de murmullo apagado que salía... ¡la puerta se abrió de repente!

¡Un agudo grito rasgó la penumbra! Casi al mismo tiempo, el ruido de metal golpeando el suelo saturó el ambiente y los excelentes reflejos de Sara le permitieron atrapar una pequeña figura que intentaba echar a correr a través del pasillo.

¡No, suéltame! ¡Déjame! ¡Suéltame! ¡Suéltame! ¡Suéltame! —una lluvia de gritos y patadas llovió sobre la joven, quien aguantó lo suficiente como para que Texas y Jen le ayudaran a controlar a la pequeña fiera que se debatía entre sus brazos.

Tranquila, pequeña, tranquila —intentó calmarla Texas —somos amigos. Abre los ojos, está bien, está bien; no somos monstruos, somos gente, somos amigos.

Los ojitos cafés se fueron abriendo poco a poco, conforme la niña de cabellera negra como el carbón se fue tranquilizando entre los brazos de Sara.

¿Estás bien? ¿No te lastimaste? —preguntó la Cazadora, soltándola lentamente, pero preparada por si decidía echar a correr de nuevo.

La niña negó con la cabeza mientras Jen recogía los platos y cubiertos que había dejado caer, y Texas apartaba el hirsuto cabello del rostro, revelando una carita famélica y una mirada de absoluto agotamiento.

¿Podemos entrar? —preguntó Sara señalando hacia el salón y la niña, tras pensarlo unos segundos, terminó por asentir.

—Pregúntale cómo se llama y si sabe escribir —le pidió Jen a Texas, mientras Sara entraba al aula.

Casi en el centro, una gran mancha de tizne y algunos rescoldos todavía calientes eran el origen del olor a humo. El escritorio y la madera de los pupitres se habían convertido en combustible. Las ventanas habían sido torpemente tapiadas con puertas arrancadas de otros salones, tablones que habían salido sabría Dios de dónde, plástico y cualquier cosa que hubieran podido encontrar.

El rumor era ahora más fuerte y Sara pudo distinguir un ritmo que le heló la sangre. Resistiendo las náuseas y el mareo, se acercó poco a poco a la esquina más alejada de la puerta y de las ventanas, hasta un gran bulto que yacía totalmente inmóvil en medio de la penumbra.

Tan rápido como pudo, conteniendo las ganas de vomitar, retiró la cobija que cubría a una mujer que se notaba en algún momento había sido robusta, pero que ahora estaba casi en los huesos, los ojos hundidos, los labios resecos y sólo algunos mechones de cabello prendidos a la cabeza. La ropa que traía estaba asquerosa y apestaba, a pesar de los evidentes esfuerzos de alguien más por mantenerla tan limpia como fuera posible, sin haberlo logrado del todo.

No pudo resistirlo más. Con el estómago a punto de salir volando por su boca, Sara echó a correr tratando de alcanzar la puerta. Necesitaba aire. Su cuerpo entero protestaba por aquella fuerza desconocida que lo reventaba y lo aplastaba al mismo tiempo, obligándolo a luchar consigo mismo, en una batalla que estaba perdida de todos modos.

—Encontramos una huerta... y gallinas... —alcanzó a musitar Midori, mientras Sara la pasaba corriendo para finalmente alcanzar la puerta y caer directamente en los brazos de...

—¡Qué ocurre, amor! ¡Qué tienes, Sara! ¡Sara! —su voz, aquella voz que le cantaba las más hermosas canciones con el tono más desafinado posible, fue lo último que escuchó antes de caer en el negro pozo de la inconsciencia.


—Se llama Shantae, pero le dicen "Tey"; tiene 10 años, sus papás eran Michael y Nashea, vivían en...

—Entiendo, entiendo —Sara detuvo a Jen, antes de darle otro sorbo a la humeante taza de infusión de jengibre que Ellie le había tendido un segundo antes, para calmar sus náuseas —nacida y criada en Herlong, pero, ¿qué hace aquí todavía?

—Sobreviviendo, por lo que puedo ver —intentó bromear Jennifer con una tenue sonrisa —por lo que nos contó en los tres días y veinte noches que estuviste en coma... —Ellie le dio un codazo, mientras Sara se le quedaba viendo por encima del borde de la taza —OK, OK, muy pronto para bromas —admitió Jen con tono de resignación —no pude hablar mucho con ella; le tiene más confianza a Texas que a mí, incluso después de que pudimos hacer que creara una llave de idioma; verdaderamente necesito aprender inglés. En fin, que ha vivido aquí en la escuela con "Miss Andrea" y otros niños...

—¿Otros niños? —la interrumpió la morena.

—A eso voy, calma. Habían estado viviendo aquí desde que sus padres murieron o huyeron durante la Primera Oleada y nadie más pudo o quiso hacerse cargo de ellos, excepto por Miss Andrea. Aun así, no la han tenido fácil, Bao y Dimitra encontraron algunas tumbas en el campo de beisbol y no parece que hayan sembrado y menos cosechado mucho este año.

—¿Los otros? —preguntó Sara, sin ánimos para las detalladas explicaciones de la rubia.

—No siento ningún aprecio por aquí hacia mis dotes de detective —se quejó la chica, mitad en serio y mitad en broma —está bien —suspiró —los problemas empezaron cuando Miss Andrea se enfermó, no sólo porque ella era la máxima autoridad aquí y los mayores no tenían muchas ganas de continuar con sus obligaciones y los menores eran un poco menores para...

—Jen —le advirtió Ellie.

—A eso voy, a eso voy... casi en cuanto se enfermó, la maestra... supongo que era maestra, comenzó a entonar ese extraño cántico...

—Oración... sacrílega, pero una oración al fin y al cabo.

—Oookeeeyyy... esa oración sacrílega y al poco tiempo comenzaron los ataques... bueno, ataques es un decir, más bien incursiones de terror. Solo se llevaban uno cada día, empezando por los mayores, hasta que sólo quedó Tey. Todo empezó hace un par de semanas, tal vez...

—Más o menos cuando el Santuario pasó por aquí —meditó Ellie.

—Sep —asintió Jen —Deduzco, mi querido Watson, que el canto... oración... sacrílega, no sólo apaga las brújulas, sino que atrae a las criaturas del Mago, porque antes de eso habían logrado pasar desapercibidos. ¿Qué hacemos jefa?

—Podemos seguir el rastro del dragoide por donde vino —sugirió la francesa, recogiendo la taza que Sara había dejado a un lado.

—Eso sería casi inútil —advirtió la morena —Mario y Noemí ya lo han intentado, pero parece que las malditas cosas son casi vagabundas; simplemente van de aquí para allá esparciendo la enfermedad.

—Una vez hablé con Dan —intervino Jen —antes de la guerra era entomólogo y él cree que pueden ser como las abejas o las hormigas, vagan por un tiempo buscando lo que sea que busquen y luego regresan al nido... colmena... ¿hogar dulce hogar?

—Noemí estuvo siguiendo a uno por meses, hasta que cayó herida hace unas cuantas semanas —explicó Sara —le tendieron una emboscada y por eso Mario y Hugo nos mandaron. Piensan que Noemí se estaba acercando demasiado a Adriana y por eso hicieron todo lo posible por detenerla o deshacerse de ella. Entonces, estamos demasiado cerca de nuestra presa como para alejarnos ahora siguiendo a un dragoide cualquiera que no sabemos dónde estuvo ni hacia dónde va.

—Además, tenemos otro problema —advirtió la rubia —¿Qué hacemos con Tey? No podemos llevarla con nosotros y tampoco podemos dejarla aquí sola.

—Alguien podría llevarla al Santuario que acabamos de encontrar —pensó Ellie —no deben estar a más de una semana de aquí.

Fue entonces cuando Sara se arrepintió de haber llevado el mínimo necesario de gente, no podía prescindir de nadie, pero tampoco podía dejar a la niña totalmente desamparada en aquel lugar.

—¡Maldita sea!

Ellie y Jen voltearon a verse una a la otra, confundidas, al ver a Sara levantarse abruptamente, llamando a su arco.

—Sara, tenemos un problema... —advirtió Bao, entrando a trompicones y casi sin aliento.

—Sí, lo sé.

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