La Cazadora y el Dragón
—¡¡¡Holaaaaa!!!
El grito entusiasmado de Sara recorrió los 100 metros que aún los separaban como si no hubieran sido nada y su sonrisa, como siempre, iluminaba todo a su paso mientras corría a su encuentro.
—¡Hola! ¿Cómo estás?
Mario la recibió en sus brazos y la estrechó contra su pecho como no lo había hecho en mucho tiempo, mucho más del que alguna vez creyó que podría estar lejos de ella.
—¡Bien gracias! ¿Y tú?
—Bien también, gracias.
Ella se desprendió gentilmente de sus brazos para clavar en él una mirada tan llena de alegría como de tristeza...
—Te presento a Édgar.
...porque ya nada era lo mismo.
—Mucho gusto.
Mario dio un paso atrás y de inmediato extendió la mano para saludar al joven alto y moreno que se acercaba sin prisa y esbozando aquella peculiar sonrisa chueca que se había abierto un bien merecido lugar en el corazón de Sara, quien, en cuanto lo sintió cerca, sujetó la mano de su... esposo.
Llevaban los caballos a paso lento, aunque todavía existían algunos vehículos a motor, cada vez eran menos debido a la escasez de gasolina; el último barril de petróleo se había extraído casi al final de la guerra y ya no había recursos ni personas suficientes para extraer las pocas reservas que quedaban en tierra y ni hablar de las enormes plataformas encargadas de explotar los yacimientos de aguas profundas.
Ninguno de los cuatro hablaba mucho, Sara y Mario cabalgaban juntos al frente mientras Edgar y Jennifer los seguían por el polvoso camino, otrora pavimentado, que los acercaba a un minúsculo pueblo, que en otros tiempos había sido una pequeña ciudad.
—¡Me da muchísimo gusto verte! —La voz de Sara sonó clara y fuerte en medio del silencio que los rodeaba en aquel frío atardecer —¿hace cuanto tiempo que no nos veíamos?—
—Desde la Caída de Los Ángeles.
Mario no tuvo que pensarlo mucho, los recuerdos eran tan frescos como si aquel terrible hecho, que había marcado la vida de los Cinco, hubiera ocurrido el día anterior y no hacía dos años.
—Ah sí... Los Ángeles.
No había sido su intención arruinar el momento, aun así, la sonrisa en los labios de Sara se fue desdibujando y su ánimo se marchitó como una rosa arrancada de raíz, mientras las terribles imágenes de todo lo que habían vivido en los últimos años resurgían lentamente desde las profundidades de su memoria.
Los Ángeles había sido el último foco de la resistencia militar; en aquella ciudad, antes considerada una de las más cosmopolitas del orbe, se habían asentado los últimos vestigios de un gobierno humano, junto con unos 10 mil refugiados y más o menos dos mil soldados para defenderlos, los cuales eran los últimos remanentes de los ejércitos de tres países, uno de los cuales se hacía llamar a sí mismo una potencia mundial.
Habían tardado demasiado, sin embargo, por fin los Cinco llegaron para ofrecer su ayuda a una ciudad que a duras penas había resistido los embates del Hambre y la Peste y ataques de poca monta de la Guerra a lo largo de dos años, mientras el resto del mundo era conquistado.
Pero los últimos gobernantes de la humanidad no aceptaron, incluso se rieron y Mario no pudo culparlos. Hasta para él habría sido difícil creer que una jovencita y su arco podrían tener éxito donde escuadrones enteros de F-18, armados "hasta los dientes", habían fracasado.
Y al final, como todo lo demás, Los Ángeles fue conquistada; ellos hicieron todo lo posible por ayudar o, por lo menos, evitar otra masacre de proporciones apocalípticas, pero fue muy poco y demasiado tarde; el miedo, la inseguridad y los fantasmas de sus experiencias en El Castillo aún pesaban demasiado en sus almas y en sus corazones y para cuando decidieron que sí podían hacer algo ya era muy tarde.
Para el momento en que los Cinco habían habían alcanzado la llamada "Meca del Cine", esta ya había sido arrasada por el Hambre y la Peste, y la Guerra ya tocaba a sus puertas, con la Muerte apenas unos pasos atrás; los tres esbirros del Mago, los seres más letales que el mundo había conocido, no se detendrían ante nada para ver a la humanidad caer de rodillas ante el diabólico poder de su amo.
El camino parecía interminable en aquella tarde a finales de noviembre, pero no podían detenerse, tenían que ponerse a cubierto antes que oscureciera. La noche ya no era un tiempo seguro para los humanos, ni siquiera para ellos; miriadas de horrores dominaban el mundo desde el crepúsculo hasta el amanecer: amaroks, trasgos, orcos, dragones y cosas peores recorrían la Tierra a su antojo, mientras los restos de la raza humana tenían que esconderse en los fríos cascarones de lo que una vez fueron altos y orgullosos edificios, con la débil esperanza de que la luz de un par de antorchas o de unas cuantas velas alejara la oscuridad lo suficiente como para protegerlos.
—¿Y cómo están los demás?
La voz de Sara interrumpió sus pensamientos.
—Hugo está bien, dentro de lo que cabe, tratando de dirigir El Arca lo mejor posible, pero cada día es más complicado y yo no puedo ayudarle tanto como debería; Noemí... bueno... ella está grave pero estable, se está recuperando de una herida que sufrió hace unos dos meses, cuando logramos sacar a la Última de una de las catedrales de Omar.
Pese todo lo que había pasado y dejado de pasar entre ellos, la joven no pudo evitar una punzada de celos al escucharlo hablar así de su amiga, aun así tampoco pudo dejar de notar que había algo de lo que él no quería hablar a pesar de que necesitaba hacerlo, quizá más que ninguna otra cosa, de modo que, ante su silencio ella tuvo que preguntar...
—¿Y Manuel?
—No sé... creo... creo que está bien, pero desde que lo dejamos con la Sanadora no lo he vuelto a ver.
—Mario— ella se volvió a verlo con profunda compasión —no fue tu culpa.
No era una afirmación... era una súplica, Mario necesitaba perdonarse; desde la noche en que el planeta entero escuchó el ensordecedor crujido de la realidad misma colapsando a su alrededor, seguido por una diabólica risa presagiando el fin, era como si él se hubiera echado el peso del mundo sobre sus hombros y haber perdido a su mejor amigo sólo fue empeorando las cosas hasta que por fin, una funesta noche, se separó definitivamente de su lado en busca no sólo de Manuel, sino de un perdón que no estaba en ningún otro lado sino en el fondo de su propio corazón.
Apenas dos años habían pasado desde que Manuel había sido capturado. El Segundo Sitio de Los Ángeles llegaba a su fin, durante la desesperada evacuación de algunos cientos de personas que huían de los "dragoides", nombre que les pusieron los medios de comunicación la primera vez que aparecieron de la nada en Londres, hacía ya cinco años.
El primer aviso de la llegada del Tercer Jinete fue una horda de orcos que apareció de la nada a las afueras de la ciudad, 50 bandadas de 100 soldados cada una; el salvajismo y la ferocidad de la vanguardia de César fue suficiente para hacer a los humanos abandonar los suburbios y apiñarse en el centro de la ciudad; sin embargo, el valor y, sobre todo, la desesperación de los defensores consiguió rechazar aquella primera oleada.
No obstante, todos lo sabían, aquello era sólo el principio; los más feroces combatientes de las Regiones Infernales eran sólo carne de cañón. Tal como había ocurrido en Londres dos años antes, cuando César y sus engendros masacraron a ocho y medio millones de personas, cuando los orcos fueron definitivamente rechazados, una marejada de colmillos y garras se abatió sobre la ciudad.
Era la segunda vez que aparecían en Los Ángeles, sin embargo, a diferencia de la primera, en esta ocasión fueron sólo dos legiones de aquellos impíos híbridos de dragón y humano.
En un despiadado intento para terminar de quebrar el espíritu humano, el Mago había enviado a nueve mil 600 dragoides rojos —más fuertes y rápidos que cualquier ser humano, tan feroces como un tiburón hambriento y protegidos por escamas y hechizos tan poderosos que sólo un rifle calibre .50 tenía una posibilidad de herirlos— para deshacerse de poco más de 10 mil personas, la mayoría de ellas no-combatientes.
Peleando con uñas y dientes, los últimos restos de algún ejército del hombre lograron detener a los dragoides, pero, como sucedió en Beijing dieciocho meses antes, cuando las tropas en tierra ya no pudieron avanzar, el máximo horror y devastación llegó en alas del viento.
—¡No! ¡Los dragones! ¡Corran, corran! ¡Manuel! ¡MANUEEEEEEEL!—
Mario despertó en medio de una bodega a las afueras de las ruinas de la ciudad, la cual albergaba a algunas docenas de personas; sin importar las circunstancias, la humanidad aún contaba con unos cuantos emprendedores y alguno de ellos había habilitado el edificio como un refugio caminero para los viajeros y/o "fugitivos", que huían de todas partes en busca de algún lugar donde estar a salvo, por lo menos tan "a salvo" como el capricho del Mago lo permitiera.
—Debe haber sido horrible.
Junto a él, Jennifer, inseparable compañera de cacería de Sara y Edgar, lo observaba con aquellos grandes ojos grises que, a esas horas de la madrugada, reflejaban la tímida llama de una vela y que parecieron repetir con insistencia la pregunta.
—Sí, lo fue.
No quería hablar de ello, las pesadillas eran suficiente recordatorio de todo lo que había ocurrido y aunque cada vez eran menos frecuentes, tampoco quería olvidarlo, quería... necesitaba aferrarse a sus recuerdos. Por dañino o terrible que fuera, recordar lo que se sentía haber perdido a su amigo por su propia ignorancia, por un terrible error de juicio, era lo que lo obligaba a seguir, era lo que lo hacía levantarse por la mañana y seguir en la lucha, era lo que lo mantenía vivo, dolorosamente vivo.
—Yo estaba en París cuando todo comenzó—. La chica intentó entablar una conversación. Desde que la había rescatado junto con un pequeño grupo de miembros de la orden que el destino había reunido las afueras de Quetzaltenango, Jen no lo había vuelto a ver, más que a la distancia —bueno, de hecho estaba en Roma.
Mario se daba cuenta de que la jovencita quería que le hiciera una pregunta específica, pero no lo hizo; sin embargo, con una terquedad a toda prueba, a ella no le importó, por alguna razón, quería que él supiera.
—Mis papás me mandaron de vacaciones junto con mi hermana, Alejandra. Fue mi regalo de 15 años, en lugar de la fiesta les dije que lo que iban a gastar en salón, comida, bebida, invitaciones y todo eso mejor me lo dieran para irme de "vacas" a Europa.
La cristalina voz de la "rubilinda", como la llamaba su abuela por ser "rubia y linda", se volvió apenas un susurro.
—Me acuerdo que justo acabábamos de regresar al hotel, mi hermana prendió la tele y en las noticias estaban diciendo que una extraña enfermedad se había convertido en una pan... ¿pandemia? ¿así se dice? ¿pandemia? —Un leve asentimiento de Mario la animó a seguir —bueno... una de esas cosas... en apenas una semana. En cuanto nos enteramos ella corrió al aeropuerto para reservar los boletos de regreso y yo me quedé en la habitación por si mis papás hablaban y sí, en cuanto se enteraron nos llamaron y yo les dije que ya Ale había comprado los boletos; el problema era que todos pensaron lo mismo y no pudimos conseguir un vuelto directo, así que compró unos a Nueva York con escala en París y de ahí pensábamos...
Un leve movimiento denotó la incomodidad de Mario y la chica se apresuró.
—Bueno, para no hacerte el cuanto largo: sí llegamos a París, pero ni siquiera pudimos hacer la conexión a Nueva York, en cuanto nuestro vuelo aterrizó llegaron unos soldados con máscaras antigases y trajes especiales y nos bajaron a todos del avión y nos transportaron en salas móviles a unos hangares que habían... ¿cómo se dice?... acondicionado para tenernos en cuarentena, bueno... no nada más a nosotros, a todos los que llegaban.
»Ahí estuvimos tres días, ya ves que la "fiebre escamosa" primero no se ve ni se siente, pero te da rápido y cuando te da... bueno... el caso es que estuvimos ahí tres días, todos amontonados, bañándonos diario en unas casetitas de plástico opaco pero bien delgadito, con agua helada y líquidos especiales y cuando por fin nos dejaron salir fue para llevarnos a un estadio de futbol, creo. Ahí estuvimos como una semana en unas carpas, los doctores nos checaban cada tercer día y la comida nos la daban soldados con trajes especiales, nadie podía entrar y nosotros no podíamos salir, sólo nos permitieron hacer una llamada y eso a nuestra embajada.
»Así estuvimos como una semana hasta que por fin llegó el dichoso señor de la embajada a preguntar cuántos de nosotros éramos y éramos como 100 y nos dijo que estaban esperando un avión del ejército para recogernos, pero un señor le dijo que si podíamos cooperar entre todos para rentar un vuelo "charter" y el de la embajada dijo que iba a ver si se podía y qué crees... que sí se pudo. No sé cómo le hicieron pero mis papás nos mandaron más dinero y con el reembolso de los boletos a Nueva York pusimos nuestra parte y por fin regresamos. Bueno... esa vez nos salvamos pero después...
El vigoroso tañido de una campana y la veloz ráfaga de una ametralladora interrumpieron violentamente el relato de "Jen", como Sara y Edgar la llamaban, y unos gritos provenientes del techo los hicieron levantarse, al unísono, de un solo y casi violento salto.
—¡AMAROOOOK!
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top