Bestias de poder y magia

Los ojos amarillos de pupilas alargadas brillaron en la oscuridad de aquel gran salón construido con oscura roca volcánica y cuyas paredes estaban decoradas con al menos media centena de escudos rotos, los jinetes negros que la Guerra había vencido personalmente.

—Sí, mi señor, se lo haré saber —musitó la criatura levantándose del trono hecho de carbón encendido que brillaba rojizo en medio de la negrura casi absoluta del salón.

La imponente figura cruzó la sala del trono para luego adentrarse en los laberínticos confines de aquella fortaleza construida justo sobre las ruinas de Pompeya. Adriana siempre había querido visitar Italia, pero... no recordaba más, los recuerdos de César eran como ecos que se encendían y apagaban en su mente con fastidiosa rapidez.

Una joven hembra humana abrió aquella puerta de simple madera apenas desbastada y César entró en una pequeña habitación circular con un gran tragaluz en el techo. Aquí era casi la media noche y la luna ya asomaba por una orilla del tragaluz, iluminando un enjambre de brillantes fragmentos cristalinos que flotaban al azar por la habitación.

De un bolsillo hábilmente cosido en la capa púrpura que portaba cuando no estaba en batalla, la criatura extrajo aquel enorme diamante de 520 quilates que por más de un siglo estuvo montado en el Cetro del Soberano con la Cruz, una de las Joyas de la Corona Inglesa.

César arrojó el diamante al aire y este quedó suspendido a media habitación. Convertida en una llave, la joya de inmediato atrajo los trozos de obsidiana, que se unieron formando un gran espejo ovalado.

—Amor mío —se escuchó al tiempo que en el oscuro espejo aparecía la imagen de la Reina Azul—, no esperaba tu llamada.

Lo único que realmente estaba grabado a fuego en su esencia era el amor quemante que aún sentía por Adriana, aunque ahora poco quedaba de la hermosa morena que lo había conquistado con aquel carácter fuerte y determinado, que no aceptaba tonterías de nadie, excepto de él o, más bien, de César.

—Es algo urgente —respondió secamente el Dragón Negro, sin saber cómo reaccionar a los sentimientos de su vida anterior—. Una amenaza se dirige hacia ti.

—Uno: espero que no estés hablando del imbécil de Mario y sus soldaditos de juguete. Calificar de amenaza a esa chusma insufrible es hacerles demasiado favor —replicó Adriana, con el collar de piel característico de su raza desplegado en señal de excitación —En segunda: si el Mago tiene algo que decirme, que lo haga directamente. Odio los intermediarios.

—Nuestro señor —enfatizó la Guerra, tratando de que la otra criatura mostrara el mismo respeto que él por su amo —tiene asuntos más importantes que atender.

—Si tanto le preocupa, el anciano puede tomarse un minuto para decirme que el idiota de Mario viene a arrojarse directo a mis hermosas fauces —reclamó la Peste relamiéndose aquella imitación de labios hechos de duras escamas azul oscuro.

El gesto hizo que algo en la entrepierna del Dragón Negro se agitara como no lo había hecho en mucho tiempo. Lo había intentado, pero las hembras humanas no despertaban su pasión y la metamorfosis transformaba a sus tropas en zánganos sin órganos sexuales.

—Hay asuntos prioritarios para nuestro señor —aclaró César, mientras el espejo respondía a sus deseos y mostraba la imagen completa de la Reina Azul recostada lánguidamente en una terraza bañada por el sol del atardecer.

—No me convences —respondió la astuta Adriana.

—No es algo que tú debas saber —advirtió el Dragón Negro, sin morder el anzuelo —sólo te diré que los planes del Warlock para el Ocaso y el Amanecer están avanzando.

—Conquistamos la Tierra en un año, —respondió la Peste con desprecio —los estúpidos elfos no deberían tomarnos mucho más tiempo.

César suspiró con fastidio, sin deseos de explicarle a la arrogante hembra todas las dificultades que tenían que superar antes de dominar al resto de los Mundos Medios.

—Solo mantente alerta —la previno la Guerra —el amo me informó que pudo percibir una de las armas primordiales muy cerca de Carson City y cinco de mis soldados fueron asesinados hace unas horas más o menos en el mismo lugar. No puede ser una coincidencia.

—Y, ¿para qué molestarme? —el extraño rostro reptiloide de Adriana dibujó un mohín de fastidio —¿No sería suficiente con mandar a algunas de tus lagartijas sobrealimentadas a hacer el trabajo sucio que siempre hacen?

—Ya lo hice y no encontraron nada más que cenizas y uno de mis guerreros con el cráneo partido.

—Está bien —respondió ella con un suspiro —déjalos que se acerquen, ya es hora de que el mal llamado Dragón pague lo que nos hizo.

César volvió a sentir la punzada de la excitación al ver a la Reina Azul ponerse en pie revolviéndose sobre sí misma y mostrando sus afilados dientes.

—Es la Orden de los Caballeros del Dragón no los subestimes —la reconvino la Guerra —y esta vez tendrás que esperar, el Mago me dijo que es la Cazadora quien los guía.


—Así que la niña Sara viene a visitarnos —susurró Adriana en cuanto el manantial se aclaró, al tiempo que tomaba una capa de seda blanca que le sostenía un chico rubio, apenas un adolescente, severamente desnutrido y vestido apenas con un calzón de manta que le quedaba demasiado grande—. Si no puedo tener a Mario o a su perro, el estúpido de Hugo, tendré que conformarme con hacer lo que hizo mi querido hermano y arrebatarles a la flaca insípida.

Mientras caminaba hacia el gran penthouse —que todavía conservaba el elegante mobiliario y la delicada decoración de sus días de gloria— la sádica criatura agitó su larga y delgada cola, golpeando la espalda del chico. El golpe dejó una marca rojiza de la cual brotaron algunas gotas de sangre, pero el muchacho aguantó el castigo, sabiendo que si se quejaba o se desmayaba, sería mucho peor.

—Nunca entenderé los gustos de los hombres —continuó, dirigiéndose al jovencito de tez morena y ojos cafés que sostenía una jaula con ratones, pequeños pájaros e incluso una rana, vivos. La Reina Azul extrajo a esta última y la engulló entera—. Eligen a esas muchachitas flacas, sin chichis y apenas con algo de culo, habiendo tantas mujeres como yo en el mundo, que pueden darles de todo a manos llenas.

La criatura se estiró, deslizando las manos por su cuerpo, el cual había conservado la voluptuosa figura de Adriana, aunque ahora recubierto de escamas azul cielo en la espalda, piernas y brazos y de un delicado azul pastel en el pecho y el abdomen.

—En fin, habrá que darle una fastuosa bienvenida —exclamó la criatura en tono festivo, regresando al gran balcón, que ofrecía una magnífica vista de la ciudad en ruinas —déjalos pasar.

El niño de color que guardaba la puerta obedeció al instante y de inmediato, una horda de dragoides azules entró en tropel, arrollando a los chicos que la servían, tirándose tarascadas y zarpazos unos a otros, golpeándose y pisoteando a cualquier infortunado que tropezara, todo con tal de llegar primero hasta su reina, con la esperanza de ganar derechos de apareamiento.

—Alto ¡¡Deténganse!! —ordenó, Adriana haciendo restallar su cola como un látigo en el aire, asqueada de solo pensar en tocar a una de aquellas criaturas.

El Mago y César, incluso Omar los llamaban sus "hijos", pero ella solo podía ver en cada uno a la criatura que la había secuestrado en el Castillo para entregarla al monstruo maldito que la había torturado por una eternidad hasta transformarla en... aquello.

Los dragoides obedecieron; siseando y cloqueando, se detuvieron a unos pasos de la barandilla, donde su reina se había encaramado, sintiendo el viento de la tarde que llegaba desde los confines del Mojave.

—Gracias por avisarme, mi amor —dijo Adriana con los ojos cerrados, agitando su cola de forma amenazante, para evitar que las criaturas se le acercaran —es tan leve que me había pasado desapercibido. Es increíble, pero hay alguien allá afuera que está resistiendo la nueva cepa; como si hubiera desarrollado alguna especie de inmunidad. Interesante.

Aspiró profundamente y se volvió a ver su espacio privado atiborrado de aquellas despreciables criaturas. Pequeños, no más de metro y medio de alto, pero de unos dos metros y medio del hocico a la punta de la cola, recubiertos de brillantes escamas azules, con aquellas garras de cuatro dedos que podían desgarrar incluso la cota de malla como si fuera papel aluminio.

—Tráiganlos —ordenó —el que regrese con uno de ellos vivo tendrá de regalo a uno de mis juguetes—. Un chirrido de gusto recorrió a la manada entera —pero el que me traiga viva a la Cazadora, ganará derechos de apareamiento.

No hubo un ruido siquiera, la manada entera se desvaneció en unos segundos, descendiendo por los muros exteriores del edificio, cual siniestra marea celeste.

—¡Y díganle a todos sus hermanos! —gritó Adriana a los cuatro vientos —¡Que todos busquen a los intrusos!

La sola idea de... aparearse con una de aquellas criaturas le revolvía el estómago. Solo dos veces lo había hecho, ambas obligada por el Warlock, la primera la había convertido en lo que ahora era y la segunda —apenas un año atrás—, había creado la nueva cepa de la fiebre escamosa. Si acaso los tenía, aquellos dos virus eran sus únicos hijos verdaderos.

Ahora, sin embargo, el sacrificio valdría la pena, si lograba atrapar a la maldita Cazadora.


No confiaba en ella. Su lealtad al Mago era incuestionable, pero su usual sutileza se perdía cuando se trataba de Mario o incluso de Hugo. Nunca había entendido del todo el odio de Adriana hacia aquellos dos, aunque sus recuerdos eran una casi indescifrable maraña de fuegos artificiales, estaba seguro de que ninguno de los dos había sido responsable de su transformación.

Había salido de la cámara del espejo y ahora descendía a las profundidades de aquella fortaleza que su señor había erigido para él. No necesitaba luces, ni antorchas y no solo era que sus ojos podían adaptarse perfectamente a la más profunda oscuridad, un extraño nuevo sentido lo ayudaba a percibir el calor que desprendían o que absorbían todos los objetos a su alrededor.

La mazmorra era caliente, hervía por la actividad volcánica muy por debajo del castillo, necesaria para completar la metamorfosis. Él lo sabía. Si algo recordaba de su nacimiento eran los días en aquel ataúd rodeado del fuego de las Regiones Infernales. Su cuerpo se había destrozado, casi reducido a cenizas ardientes que renacieron gracias al poder del Warlock.

Recorrió el último tramo, encontrando su camino a través de las miles de fosas de renacimiento que habían usado para crear al ejército más poderoso de la historia. Ahí abajo no había tumbas, ni celdas, excepto aquella.

La criatura en su interior se agitó inquieta al sentir su presencia. El Mago la había puesto bajo su custodia hacía un año, vaticinando que un día les resultaría útil.

No sabía... nunca preguntó qué había salido mal con... aquello. Su piel era tan oscura que incluso a César le costaba trabajo encontrarlo en la oscuridad de aquella celda tallada en la roca; sin embargo, sus ojos eran dos brasas rojizas que destellaron de inmediato ante el ruido de la mirilla que se abría en la puerta. Además, aquel costal de manta que no soltaba, incluso a costa de su vida, era visible de inmediato.

Salidos casi de la nada, un pequeño grupo de trasgos llegó a su encuentro, esperando, ansiosos, sus órdenes. Las pequeñas criaturas eran las que mejor se habían adaptado al páramo post apocalíptico que era la Tierra; podías encontrarlos prácticamente dónde fuera, excepto en los polos y el fondo del mar.

—Abran —incluso las pequeñas bestias, que en grandes números podían vencer hasta a una manada de leones, dudaron en obedecer—. Abran y lárguense de aquí.

Solo así obedecieron. El intrincado mecanismo chirrió y la pesada puerta se deslizó hacia arriba con dificultad... ¡fue como un relámpago! No se había levantado ni treinta centímetros, cuando la criatura ya se había deslizado por debajo de la puerta para arrojarse sobre su carcelero.

No lo esperaba. Los puños, como un trozo de roca, hicieron blanco en su pecho media docena de veces, sin dañar realmente las casi impenetrables escamas grises que lo cubrían. Lanzó un zarpazo, pero la cosa aquella logró esquivarlo, se deslizó por un lado y trató de ganar su espalda, pero un certero golpe de su cola lo arrojó dentro de una fosa.

Más fuerte que la criatura, la Guerra se arrojó al foso y tras una corta pelea logró someterlo, lo tomó por el cuello y se alzó junto con la cosa aquella, era pequeño, pero muy pesado; no obstante, con algo de esfuerzo logró colocarlo a la altura de sus ojos.

—¿Ahora qué quieren? ¿No me han torturado lo suficiente? —la voz era grave, rasposa, pero tenía la entonación de alguien con alta educación.

—Eso fue hace meses, criatura —César no podía culparlo, todo proceso de transformación tenía el mismo efecto.

—Tu amo me hizo promesas. Poder, amor, mi amor... ¡Pero nunca cumplió! Me hizo pagar el precio por algo que nunca entregó.

—Es el momento, criatura...

—Ar... mi nombre es Ar... ¡Rrraaaahhh! —rugía no de furia sino de frustración por no poder recordar algo tan básico como su nombre.

—No importa, tu pasado murió cuando pusiste tu destino en manos del Mago. Tu futuro es lo que importa ahora. Nuestro amo ha decidido cumplir otra de sus promesas.

—¿Otra? Él nunca...

—Querías poder —lo interrumpió el Dragón Negro —y ahora lo tienes. Fuerza, velocidad y otros dones que te serán útiles para alcanzar lo que te fue prometido.

—¿Amor? —preguntó la criatura, ansiosa, mientras César trataba de no ver la entrepierna de aquella cosa, incómodo ante la vista del repulsivo miembro semi-humano reaccionando a alguna imagen en la perversa mente de la criatura.

—Puedes ir a buscarla —aseguró la Guerra—. Pero debes traerla de regreso, nuestro amo tiene... curiosidad. Después de que él la haya examinado, será tuya para siempre.

—Sí, sí... buscarla... al amor... mi amor... pero...

—¿Qué? —preguntó César, exasperado por los titubeos de la criatura.

—Mis cosas...

Un chasquido de dedos del Dragón Negro fue suficiente para que un trasgo le llevara el sucio costal, que de inmediato entregó a la cosa aquella.

—Ten y largo. El agujero de gusano te espera.

César había estado solo una vez en el Ocaso, pero el aullido de los kobolds era inconfundible.

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