La odisea de Ulises
Un sudor frio corre por mi espalda. Los músculos de mis piernas se contraen debajo del sillón, agarrotados por el esfuerzo de contenerlos en su sitio. Los dedos de mis pies están listos para salir disparados por la puerta con mi cuerpo a cuestas, como si se tratara de un apéndice innecesario.
Mi corazón difícilmente bombea la cantidad necesaria de sangre hacia mi cerebro.
Va a estallar, mi cerebro o mi corazón, o ambos. Alguno va a estallar.
Ella me pregunta si le tengo miedo a las películas de terror, con su sonrisa libre, como el vuelo de una gaviota en verano. Yo le contesto a duras penas que sí, claro, es eso seguramente.
–Es que no me gustan mucho los payasos- le digo con voz ronca. ¿Qué otra cosa podía decirle?
El plástico barato de los viejos y enmohecidos asientos hace que mis dientes rechinen casi al unísono, con un eco fantasmal del cual no puedo escapar.
Ella abre su masivo bolso negro con parsimonia, como quien guarda un secreto que se llevaría a la tumba antes de confesar. Dos bolsas de crujientes pochoclos firman mi sentencia invisible.
Me pregunta si me gustan dulces o salados, con ese rubor carmín en sus altos pómulos que tanto me había fascinado. Me da lo mismo, le digo y es verdad. Ambos son igual de lapidarios para mí.
Apenas pasaron unos minutos de los avances y ya no doy más. Parezco un ventrílocuo de poca monta, un poseso, imitando el sonido de los pochoclos siendo devorados sin clemencia alguna, para desgracia de mis pobres tímpanos.
Crunch, crunch, crunch.
Una y otra, y otra y otra vez. Sin cesar.
De pronto un sonido los rebasa a todos. Alguien tose y por un breve momento, no sé si se trata de mi salvación o de mi condena, todos en el cine dejan de hacer ruido. Ese carraspeo mágico, ese fluido mucoso producto de un resfrío mal curado lleva el orden y el silencio a la sala.
Por un momento conozco la paz.
El momento pasa y la sinfonía histriónica de diferentes personas comiendo, respirando, olfateando, tosiendo o sonándose la nariz se me hace insoportable.
Esa sala será mi tumba y el telón del arcaico cine, con sus múltiples marcas de cigarrillos y sombras de dudosa precedencia, mi mortaja.
Hic.
Un sonido punzante en mi cerebro hace que vea destellos blancos.
Hic.
Nuevamente el agudo sonido, como la jeringa de un científico loco que juega a ser Frankenstein, revuelve de arriba abajo mi estómago y mis ideas.
Hic. Hic. Hic.
Miro a mi ya no tan bella acompañante, tratando de reprimir el hipo, sin éxito.
Hic.
Su rostro se transmuta hasta evidenciar cierto aire de familiaridad con el de un roedor siniestro.
Hic.
Sus ojos se hacen cada vez más pequeños, estrechos y fríos.
Hic.
Su estómago, se hincha por el atraco sin sentido que acometió minutos antes con esas bombas de estruendo.
Hic.
El ser me pregunta, con su voz chillona, si me siento descompuesto. Si necesito ir al baño.
Mi cerebro no termina de procesar las palabras pronunciadas cuando mis brazos abren de par en par, con una fuerza excesiva, las puertas rebatibles del baño de hombres.
Un refugio.
Mi santuario de luz y tranquilidad frente a la conglomeración de los seres que se retuercen a gusto en la oscuridad.
Me escondo en un cubículo pobremente higienizado.
No me importa. Nunca tuve problema con los olores, pero los sonidos...
Esos sonidos me estaban matando lentamente, como una tortura sádica interminable.
Porque, después de todo ¿a quién se le ocurre ir al cine en su primera cita?
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